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Valle de la Esmeralda tiene la infraestructura necesaria para que llegue la electricidad

Un caserío de refugiados quiere entrar al siglo XX

“Kingo tomó el modelo de la telefonía celular. Pueden comprar por hora, día, semana y mes. Eso da libertad porque la mayoría trabaja por jornales”. Marcela Wever, de Kingo
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Un caserío de refugiados quiere entrar al siglo XX

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  • Entre 1993 y 1999, casi 43,000 personas se acogieron a un programa especial de repatriación voluntaria a Guatemala. 
  • Valle de la Esmeralda es un caserío de ex refugiados en México creado en Dolores, Petén, después de la guerra de Guatemala. Fue fundado en 1995 por guatemaltecos de hasta ocho etnias e idiomas distintos. Nunca ha logrado conectarse al sistema eléctrico.
  • Hace cuatro años que la Municipalidad de Dolores dejó inconclusa la obra para un sistema de agua potable.
  • La Unión Europea desarrolló un proyecto con paneles en la escuela hace diez años, pero no se les dio mantenimiento por la precariedad en que subsisten.
  • Hay 45 postes y cableado en el caserío pagados por la Municipalidad de Dolores, pero el Consejo Comunitario de Desarrollo no recibe información del alcalde de cuándo será la conexión al sistema eléctrico.
  • En 2016, había 110 familias en Valle de la Esperanza y 50 no tenían luz. Los datos salen de la única fuente que hizo el cálculo en los departamentos con menor acceso eléctrico: una empresa local que vende paneles solares prepago llamada Kingo.

Un pueblo de Petén tiene postes y cableado, pero no electricidad. Valle de la Esmeralda, una comunidad de ex refugiados que retornaron de México tras la guerra ha esperado durante años conectarse al sistema eléctrico. Ante la inacción de su municipalidad, usan paneles y generadores. Una empresa de prepago se convierte en su penúltima opción.

 

-¿Cómo se llama? -me pregunta la anciana.

-Elsa.

-Usted es mi hija.

La señora sonríe tras decirle a una desconocida una aparente incoherencia. Bajo un flamígero sol de media mañana, Carmelina López acaba de salir a saludar a la carretera principal, una amplia pista de tierra, delante de su casa de lámina. Quienes han llegado de visita buscan a su marido, presidente de La Nueva Esperanza, la cooperativa de la aldea. 

Con 76 años, Carmelina está perfectamente lúcida. Elsa es el nombre de una ausencia. Así se llama la hija de la que se despidió hace 23 años para siempre. Elsa le dijo adiós en un campamento de refugiados en la comunidad ejidal de Zamora Pico de Oro, en el municipio de Marqués de Comillas (Chiapas). En ese lugar de México, a solo 20 kilómetros de la frontera con Guatemala, vivieron prácticamente los últimos quince años de la guerra interna del país centroamericano (1960-1996). 

-¿Por qué se regresó de México?

-Yo quise quedarme, pero mis hijos se vinieron. Estuve muy triste. Me estuve quebrando… -Se echa a llorar.- Me acuerdo de mis hijos porque quedaron dos todavía. Mucha tristeza...

Oliver de Ros

Carmelina López decidió regresar a su país con su esposo y cuatro de sus seis hijos. Elsa y un varón -del que no mencionará el nombre- se quedaron en México. Esta madre volvió a Guatemala, a Valle de la Esmeralda, en Petén, a 500 kilómetros de Chiantla (Huehuetenango), su lugar de origen. Hoy vive a veinte de la frontera con Belice. Regresó en 1995 a un lugar que no conocía y del que no volvió a moverse. No supo jamás qué fue de sus dos hijos.

A principios de los ochenta, en los años más duros de la guerra, unos 46,000 campesinos guatemaltecos huyeron a campamentos en Chiapas. Y, a partir de 1984, a los estados de Campeche y Quintana Roo, según datos de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), que apenas se había creado en 1980. Lo que México conoció como el refugio guatemalteco implicó que para 1989, mediante repatriación voluntaria, más de 4,000 refugiados regresaran a Guatemala. En 1993 se puso en marcha un programa especial de repatriación voluntaria. En los siguientes seis años, casi 43,000 personas se acogieron al programa.

La fundación, el 12 de julio de 1995, de Valle de la Esmeralda es el inicio de una historia de abandono. Los vecinos -de hasta ocho etnias e idiomas distintos- llegaron de México, pero la mayoría no era de Petén. Carmelina, por ejemplo, es de la etnia mam, numerosa en Huehuetenango. Por eso, entre ellos, hablan en un rudimentario español para comunicarse.

Una parcela de 1,600 metros cuadrados para poner su casa y otra igual para sembrar fue el legado que el gobierno y la agencia de la ONU para refugiados (ACNUR) negociaron con los vecinos durante los Acuerdos de Paz para los retornados. Casi un cuarto de siglo después, no tienen servicio municipal de agua. Porque hace cuatro años que la Municipalidad de Dolores -a  la que pertenece- dejó inconclusa la obra para un sistema de agua potable. Tampoco tienen electricidad. Aunque llevan más de dos años con postes y cableado. Algunos tienen paneles solares en sus casas, pocos tienen generadores y los hay que pagan por un servicio de paneles prepago de una empresa privada. Lo que sí tienen todos, parece, es mucha paciencia.

-El alcalde quiere poner luz, pero ya tiene tiempo, no ha puesto -dice Carmelina

-¿El otro año? -le preguntamos.

-Todo es igual. Si pone luz, mejor. Y si no, estamos bien.

Historia de un refugio

Todo es igual, dice la abuela. Carmelina López aprieta fuerte los labios para lamentarse y las manos para recordar. Es una bella anciana que aparenta menos edad que sus 76 años de vida, y que luce un lunar sobre el labio. Quizá no representa su edad, dice ella, porque atiende gratis como comadrona a partos en pueblos del entorno de Valle de la Esmeralda, un apartado caserío, entre fincas ganaderas y montañitas deforestadas.

En 1995, los retornados de este caserío llegaron a Flores (Petén) en avión. Luego, en carros de ACNUR hasta la entonces inhabitada Valle de la Esmeralda. Se constituyeron en una cooperativa, a la que llamaron La Nueva Esperanza, para gestionar sus títulos de propiedad. La diferencia para Carmelina fue determinante: en Chiantla, su pueblo, no tenía un terreno y en Valle de la Esmeralda, sí. Los que no eran retornados de México, pero quisieron comprar, pagaron unos Q200 (US$26) de la época. 

De Valle de la Esmeralda, varios vecinos se marcharon porque no soportaban vivir sin electricidad. Carmelina señala al frente y a un costado para indicar dónde vivían dos vecinos que se fueron. Ella se quedó porque su marido tuvo los Q5,000 (US$651) que necesitaba para poner un panel solar. La paradoja es que huir de la guerra a México les permitió, por quince años, tener una casa con luz, agua, calles asfaltadas y tiendas. Pero, al regresar a Guatemala, dejaron de tener servicios básicos. 

“Aquí se pone uno triste, usted”, dice con sus manos apretadas, “porque ya no es igual donde estás, allá en el campamento de refugiados hay tortilla, hay comida, hay de todo. Pero cuando vinimos aquí, ¿dónde hay?, ´ duro…”

Este caserío es pobre. Si la clase social se midiera solo por el nivel de acceso a energía, Carmelina representa la clase media alta: tiene un panel, cuatro bombillas y un generador comprados de su bolsillo. “Yo los compré porque no me gusta estar en lo oscuro, ya estaba acostumbrada a México”, dice. Dentro de su parcela están las viviendas de sus dos nueras. De un lado vive la nuera que a veces no tiene ni para candelas y del otro la que es maestra de párvulos y tiene un generador, dos focos y una televisión.

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Apartándose del calor de mediodía, un niño llora incontenible bajo el patio techado de Carmelina. Se aferra a la falda de su mamá, Catarina Angélica Silvestre, la mujer que a veces no tiene para candelas. El niño de grandes ojos y panza inflada se llama Juan Carlos, tiene tres años y mucho miedo de que los recién llegados pretendan vacunarlo. Por eso llora. Suele estar en casa de su abuela. “Él no muy quiere estar en su casa, porque no hay luz”, explica Carmelina, mientras el niño no da tregua a su mamá, hasta que recibe una galleta de chocolate. La mamá de Catarina Angélica Silvestre llegó embarazada a su nueva aldea. Catarina es la nuera de Carmelina, tiene 23 años y forma parte de la primera generación de niños que nació en Valle de la Esmeralda. De mirada triste, labios gruesos y redondos pómulos, cuenta que su esposo, hijo de Carmelina, está en el campo porque es diciembre, plena temporada de recolección de maíz y frijol. Ella lava ropa y barre casas para que les alcance. Pero no les alcanza. “No tengo luz, no tengo nada, en un día necesito como cinco candelas de a quetzal”, dice esta mujer a la que le gustaría tener un panel.

El Gobierno de Guatemala no hace mediciones a nivel aldea o caserío. Oficialmente, el país se explica a nivel municipal o nacional. Sin embargo, en 2016, había 110 familias en Valle de la Esperanza y 50 no tenían luz. Los datos salen de la única fuente hizo el cálculo en los departamentos con menor acceso eléctrico -que no fue el Ministerio de Energía-, sino una empresa local que vende paneles solares prepago llamada Kingo.

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Para identificar potenciales clientes, Kingo primero identificó las zonas sin luz con imágenes satelitales del país y después, en cada comunidad que visitó, vio cuántos usaban indistintamente generador o panel, cuántos sólo candelas (esos son los 50 sin electricidad) y cuántos accedieron a pagar por sus paneles. Kingo vendió a 36 hogares de Valle de la Esmeralda su producto. Tres años después, el nivel de impago es casi inexistente. Los clientes del caserío pagan en nueve de cada diez casos, consumen unos Q11 (US$1.40) diarios y ahorran Q35 (US$4.50) mensuales en promedio frente a los que no pueden pagarlo, según sus cifras. 

La disyuntiva del agua

En 2019, en el pueblo hay 146 familias, según el último censo del comité de vecinos. Todas sin agua potable ni electricidad municipal. Así sucede desde que llegaron a Valle de la Esmeralda. Lo que sí tuvieron desde el principio fue un método de organización adquirido de su experiencia como refugiados. Las mujeres -entre ellas, Carmelina- fundaron un molino de maíz comunitario. Estaba inspirado en el molino Ixmucané, la cooperativa femenina que crearon en Pico de Oro, en Chiapas. Cada vecino pagaba una cuota para pagar el diésel del molino, y la molienda era gratis. Calcula que ahora hay por lo menos cinco molinos con distintas propietarias, pero ella ya no muele porque le quita tiempo para su trabajo de comadrona. 

La historia de este caserío es también la historia de un atraso tras otro en servicios básicos. En 2015, Valle de la Esmeralda tenía que tener agua potable. El año anterior, la Municipalidad de Dolores -a la que pertenece el caserío, a casi dos horas de distancia- aprobó destinar casi Q2,500,000 (US$325,500) a un sistema de potabilización que nunca terminó de construir. El dinero provenía del impuesto de Fonpetrol, que es el ingreso de la producción petrolera a nivel nacional. Era un proyecto a un año, pero apenas se gastó el 35% del presupuesto asignado. Desde hace cuatro años, el proyecto quedó en un nivel de ejecución del 60%. Marvin Cruz, alcalde de Dolores, no quiso hablar para este reportaje. Es un enigma por qué Valle de la Esmeralda no tiene ni luz ni agua. 

Ante la falta de respuesta institucional, hace años, algunos vecinos solucionaron el problema del agua. Buscaron un nacimiento, conectaron una tubería a un tanque e instalaron otra tubería para llevarla hacia las casas. Ante la disyuntiva económica de elegir entre luz o agua, Catarina, la mujer que cada día necesita Q5 (US$0.60) para velas, lo vio claro: con su marido pagaron Q1,500 (US$195) para tener agua potable.

Los paneles olvidados

Juan Carlos, el hijo de Catarina, empuja en el patio un caballlito de plástico cabalgado por una niña. Fuera del patio, nada pasa por la calle principal de Valle de la Esmeralda después del mediodía: ni peatones ni animales ni máquinasLo hace avanzar apenas un metro, pero el niño de panza inflada ya no llora. “Nene, tenés que venir pegando atráaaas”, le reclama su prima Eira Gómez, de ocho años. La elocuencia de esta niña sin dientes incisivos y pelo revuelto en una cola se distingue nítida del de las adultas y del resto de primos que juegan en el patio de la abuela. Eira habla perfecto español. Ríe desatada mientras explica qué es un panel solar. Sabe que a su pueblo aún no llegó el alumbrado público. 

La abuela Carmelina, que observa a Eira sentada en su silla desde el patio techado, tiene la explicación: “Como está sola, bien comida come, pura leche toma”. Lo que quiere decir es que Eira está bien alimentada porque es hija única.

Eira Gómez estudia segundo de primaria. Es hija de una de las dos maestras de párvulos de la escuela preprimaria de Valle de la Esmeralda, la otra nuera de Carmelina, que tiene un generador y dos focos en casa. La niña sabe qué es un panel solar porque hay uno en su escuela. Al centro de educación primaria de Valle de la Esmeralda llegó en 2009 el proyecto regional Eurosolar, financiado hasta 2015 por la Unión Europea. Era uno de los proyectos de instalación de paneles que proliferaron desde 1994 al amparo del Programa de Electrificación Rural. Municipios remotos de Guatemala recibieron un kit de cinco computadoras, un panel y una refrigeradora, además de otros aparatos para mejorar el acceso a la educación de los niños. Este de Valle de La Esmeralda es uno de los más inexplorados en los que aún quedan paneles.

En el camino hacia la escuela, hay unos 40 postes de concreto para sostener los cables que llevarían electricidad a los hogares. Pero como no hay electricidad, solo adornan la calle principal de Valle de la Esmeralda. Desde afuera de la verja de la escuela, se mira el panel solar. Parece abandonado. Y las computadoras “parece” que están guardadas desde hace años. Así lo supone Jorge Fernando Lorenzo, maestro de la escuela, que explica que los teclados se echaron a perder.

Hoy es sábado y la escuela está cerrada. Lorenzo vive un par de cuadras detrás de la casa de doña Carmelina. Acaba de llegar en moto de su parcela, donde cultiva milpa, con losjeans manchados de tierra. Se sienta en una silla del porche de su casa de concreto, saca los pies de las chanclas y muestra sus blanquísimos dientes. Hijo de peteneros refugiados en México, apenas tenía 18 años cuando empezó a dar clases sin haber iniciado la formación en magisterio. 

Enseña su dentadura, pero no sonríe. La aparente apatía domina a Lorenzo. Cuenta que gastó Q20,000 (US$2,604) para tener un panel grande en su casa hace quince años. Le conectó el televisor, tres focos y el congelador. Y al hablar del panel en la escuela,el profesor parece el hombre impasible: hace años que sólo se usa para eventos grandes, como graduaciones anuales, y para dar luz a los focos de un aula, la de computación, que está en desuso porque las computadoras no funcionan. El panel no parece abandonado: el panel está abandonado.

Al poco expresivo maestro tampoco le estresa que la electricidad en su casa dependa de su panel. Intuye, como todos los vecinos, que la electrificación llegará a Valle de la Esmeralda algún día. Paciente -como Carmelina o como Catarina, la mujer de las candelas-, dice que le comentaron que la luz llegará este 2019. Y evidencia el porqué de la paciencia colectiva o de la resignación a seguir en las tinieblas: “En parte está bien si viene la luz, pero en parte no por la inversión, no sé lo que me costará”. La pobreza, siente él, es incompatible con la luz. 

Iluminación prepago

El proyecto de electrificación de Valle de la Esmeralda salió del comité vecinal, conocido como Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode). A través de la municipalidad de Dolores, entre abril y mayo de 2016 fueron instalados 45 postes y el cableado, que costaron un poco más de Q1,000,000 (casi US$130,000). Después, Energuate, la compañía privada de distribución eléctrica, nunca recibió ninguna solicitud, ni de la comunidad ni de la municipalidad, para proveer la electricidad. 

El abandono eléctrico les deja en una posición parecida al primer día de 1995 en el que llegaron a Valle de la Esmeralda, cuando después de recibir su pedazo de tierra, la historia de Guatemala se olvidó de este caserío que representa uno de los mayores efectos de la guerra: el desarraigo. 

Los vecinos de Valle de la Esmeralda son de Valle de la Esmeralda sin serlo del todo. Y esa ambigua pertenencia se puede entender a través de Azucena Iztep. Lleva 23 años en Petén, pero es de Quiché. Media vida en un lugar al que nunca habría llegado si no hubiera sido por la guerra. Tiene ojos apagadísimos y habla muy bajito, como acariciando las palabras. Supera los cuarenta años y está casada. Tiene una tienda donde vende de todo, hasta los paneles de Kingo, los que funcionan como celulares prepago. Iztep ofrece el servicio porque su hijo mayor, ingeniero, los vende en caseríos de Petén como el suyo. 

En el caserío, el paquete más usado de Kingo da cinco horas de luz para tres focos y recarga de batería para un celular por Q110 (US$14) al mes. La gente puede comprar el servicio por hora, día, semana o mes, una libertad necesaria porque la mayoría en esta aldea trabaja por jornales. No hay tarifa inicial por costo de instalación y si al cliente se le arruina el panel, Kingo les lleva un repuesto. 

Cuando venían los malos

Apostada en el mostrador de su tienda, Azucena Iztep parece indiferente a los treinta y tantos grados secos de las dos de la tarde. Habla tranquila sobre los paneles prepago, pero en el fondo, le caen como bombas los traumas contenidos porque nadie antes le preguntó por su historia. Una pregunta sobre un lugar exige a veces una respuesta sobre otro. El caserío en el que Iztep vive desde hace 23 años le recuerda a la aldea de Chajul (Quiché) en que nació. Allí, su papá fue asesinado cuando ella tenía tres años. 

Esa muerte, cuando la mamá de Azucena Iztep estaba embarazada de su hermana, les hizo huir con su abuela a la montaña para vivir en una Comunidad de Población en Resistencia (CPR), aquellas aldeas nómadas perseguidas por el ejército, las asociaba con la guerrilla aunque eran población civil. “Un tiempo están aquí, queriendo hacer su champita [casita] la gente. Ya cuando oían que venían los malos, ‘vámonos”, recuerda que decía la gente. Tímida, prefiere esperar a que su marido llegue de cosechar para que hable él, pero acepta hacerlo ella.

Hablar de su pueblo de adopción es hablar de la CPR: “Nosotros crecimos en la pura montaña, no en lugares donde haya escuelas, nosotros no estudiamos”. Hablar de Valle de la Esmeralda es hacerlo del exilio que vivió por cuatro años trabajando como cocinera siendo una niña en una finca en Tapachula, en Chiapas, México. Pero más aún es hablar de un padre asesinado y de una abuela y una mamá que al acabar la guerra, eligieron quedarse en Quiché. Hace cuatro años habló, por primera vez, con su mamá con un celular. Tuvo que pedir prestado el aparato, porque Azucena aún no tenía uno. “Hace como dos años que la llamé por primera vez desde mi celular”, añade. Hablar de Valle de la Esmeralda, para Azucena, es hablar de los ausentes.

Su marido es socio de la cooperativa, por eso tienen un terreno con casa y tienda. Vende muy poco en la tienda, aunque está en la calle principal del pueblo, un poco más adelante de la vivienda de Carmelina. “A veces no vendemos más de Q50 (US$6.50) al día”, dice, sorbiéndose unas lágrimas que hablan de la historia de su vida. Tampoco saca gran cosa de su molino. Un molino comprado con un préstamo a un familiar que ni siquiera terminó de pagar.

La parsimoniosa Azucena Itzep tiene un generador que provee electricidad para el congelador y la refrigeradora de la tienda y un panel para seis focos en su casa. Pero ella tampoco sabe por qué hay una hilera de postes sin conectar a un lado de su tienda desde hace más de dos años. “¡Ay dios! La luz nos hace falta a todos, bastante. No sé por qué no están conectados, a veces entre nosotros los vecinos nos preguntamos por qué”. La electricidad no llega y, mientras, paciencia.

Hay una persona enojada en la comunidad. La molestia de Santiago Ortiz es manifiesta a través del teléfono. Este vecino de Valle de la Esmeralda nació en San Ildefonso Ixtahuacán (Huehuetenango) y es presidente del Cocode, el comité vecinal. Llegó aquel 12 de julio de 1995, con los primeros retornados. Nunca ha tenido el teléfono directo del alcalde de Dolores, solo del asistente. En febrero de 2019, logró hablar por última vez con él para saber qué pasaba con la luz y el agua potable. En la visita a Valle de la Esmeralda, Ortiz estaba de viaje. Ahora, seis meses después, este agricultor recuerda por teléfono que el asistente le pidió más tiempo. Espera el agua potable desde hace cuatro años y la luz, desde hace dos. “El asistente dice que va a informar con el jefe y nunca dice” cuándo van a tener electricidad y agua, cuenta este hombre de etnia mam.

Santiago Ortiz, el vecino molesto, el único que no es capaz de conservar la paciencia con una municipalidad que prometió y no hizo, y que no abandona una pregunta que ningún administrador responde en definitiva: ¿Adónde se fue el dinero?"

Los habitantes, silenciados por el paso del tiempo, tienen muy presentes las ausencias que les dejó la guerra y el posconflicto. Todas las personas que hablan de Valle de la Esmeralda hablan de asesinatos, desapariciones, huida y exilio. Una conversación puede empezar por cuánto vende una tendera, por el trabajo de maestro o el servicio de comadrona, pero todos los que llegaron como refugiados tienen a sus muertos en la punta de la lengua. Para Valle de la Esmeralda, nunca hubo luz ni para el duelo.

 

Este reportaje forma parte del proyecto periodístico Centroamérica Desconectada producido por El Intercambio para verlo completo puede ingresar al siguiente enlace: www.elintercamb.io/centroamericadesconectada

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