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Un mujer mayor observa a las niñas que juegan entre las champas de nylon, en donde sobreviven desde hace un mes tras haber sido desalojados de la comunidad Buena Vista, en El Estor, Izabal.

Desalojados: «Queremos que el presidente sepa que estamos refugiados debajo de los árboles»

Pocos fueron los grandes beneficiarios del reparto de tierras, muchos quedaron fuera y viven con el rezago de esa desigualdad.
De siete a nueve personas tienen órdenes de captura por los delitos de usurpación agravada y atentado contra el patrimonio natural.
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Desalojados: «Queremos que el presidente sepa que estamos refugiados debajo de los árboles»

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Desde hace un mes, 160 personas maya q’eqchi’, incluidas mujeres embarazadas, niños, niñas y ancianos, viven debajo de los árboles. El grupo fue desalojado y encontró refugio en el terreno que ocupa otra comunidad, pero también hay una orden judicial que busca expulsar a quienes les concedieron albergue. En conjunto, 60 familias están en riesgo de quedar en la calle el 26 de junio. Desesperadas, le piden al presidente Bernardo Arévalo que les ayude a conseguir pronto, un lugar digno para vivir.

La noche del 20 de junio, el grito a distancia de los monos aulladores se mezclaba con el murmullo de hombres y mujeres jóvenes, adultos mayores y hasta niños y niñas. El grupo estaba de rodillas en la iglesia católica, entregados a una jornada de rezos para encomendar su futuro a los cielos. En idioma q’eqchi’ suplicaban por un milagro que pudiera detener el desalojo programado para el 26 de junio. Ni siquiera la horda de zancudos que los rodeaba pudo interrumpir su concentración en las plegarias. 

El ambiente era de luto. Un velatorio doloroso, con incienso, bombas, rezos, fuego y candelas. Las comunidades que atraviesan este duelo son Buena Vista y Santa Rosita, dos poblaciones de 30 familias cada una que tienen una historia común. Antes de ser el objeto de desalojos y de ser catalogados como usurpadores por el sistema judicial, habitaban la Sierra de Santa Cruz, un territorio montañoso, ubicado en El Estor, Izabal, que las poblaciones maya q’eqchi’ reclaman como suyo por propiedad ancestral. 

Un derrumbe, en agosto de 2015 puso fin a la ilusión de la titulación de sus tierras. «Gracias a Dios ninguna familia perdió su vida y pudimos salir» cuenta Jaime Cucul, uno de los líderes comunitarios que estaba presente en la ceremonia religiosa. 

Sobrevivir es el estatus permanente de estas poblaciones. Después del derrumbe, estuvieron albergados durante meses. Primero en una aldea, después frente a la municipalidad de El Estor como medida de protesta por la falta de respuesta a sus peticiones por un nuevo lugar para habitar y, finalmente, en una cancha deportiva. La incertidumbre y las dificultades de vivir en un espacio que no les pertenecía y que debían compartir de forma colectiva, sin tener privacidad o un lugar para producir sus alimentos, les hizo tomar la decisión de instalarse en dos fincas registradas como sociedades anónimas. 

Buena Vista y Santa Rosita sabían que entraban a propiedad privada. Grandes extensiones de tierra aparecen registradas a nombre de empresarios desde hace algunas décadas. Los mayas q’eqchi’, en cambio, no fueron tomados en cuenta para el reparto de las propiedades. 

Al comparar la «escasez de tierra» para ellos, versus la abundancia para unos pocos, sintieron menos pena cuando se instalaron en esas planicies. Esto ocurrió hace casi nueve años pero, desde entonces, han vivido con la amenaza del desalojo a cuestas. Buena Vista tuvo 17 intentos de expulsión. Dieciséis resultaron fallidos pero, el 22 de mayo de 2024, los echaron a la calle. Santa Rosita, lugar que albergó a los desalojados, cuenta seis amenazas de expulsión. El 26 de junio se sabrá su suerte. 

El lamento de los desalojados

Dora Quinich es una joven madre de cuatro niñas que quiere hablar. Al notar la presencia de periodistas en el área donde se refugia entre árboles y nylon, se suelta para dar un discurso rápido. «Nosotros no estamos bien, estamos sufriendo. Los niños están abandonados, no están estudiando, hay niños que están enfermos y también los ancianos. Hay mujeres embarazadas y ni siquiera las autoridades vienen a decir dónde vamos a vivir». 

«Nosotros nos acostumbramos a trabajar. Yo agarro el machete y el azadón para darle de comer a mis hijos. Nosotros no estamos robando nada, estamos trabajando. Las autoridades no piensan que con nuestras propias manos trabajamos. Los campesinos no somos invasores, sino que estamos recuperando la tierra de nuestros abuelos», sigue en un pequeño monólogo que evoca un discurso que incomoda al sistema. 

La propiedad privada no es un tema del que se pueda hablar de forma generalizada en Guatemala. Pocos fueron los grandes beneficiarios del reparto de tierras, muchos quedaron fuera y viven con el rezago de esa desigualdad. Dora se lamenta porque no tiene tierra para labrar y asegurar la alimentación de sus hijos. También está frustrada porque las donaciones de alimentos disminuyen y no hay aporte que alcance para alimentar a más de 160 personas tres veces al día durante un número indefinido de días.

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En la finca que habitaban, Dora tenía unas cuerdas sembradas de maíz que no pudo recoger cuando se efectuó el desalojo, porque les dejaron dos horas para sacar todo lo que pudieran. Tenía también patos, pollos y cerdos, pero eso se quedó en la finca. Sus delgados brazos no podían con todo. Su cabeza estaba a reventar con la situación. Sacó lo más importante: sus cuatro hijos, de 11, ocho, siete y cinco años. Su esposo cargó con la ropa y otros insumos. Sus vecinos tampoco pudieron cargar con más que unas cuantas cosas. Los árboles frutales, el cacao y la madera y lámina de las casas que tanto les costó construir se quedaron en la finca. El dueño de la propiedad contrató a personal para desarmar las casas, pero no les devolvió los materiales. 

Dora voltea a ver a su alrededor y ve en silencio, sin poner mucha atención, a una niña de unos dos o tres años que juega a perseguir a los patos y pollos. Con sus pies descalzos, la niña escala pequeñas protuberancias de tierra sin tropezar. Los niños sonríen con cosas simples, tales como que un niño cargue a otro para llevarlo de un lado a otro, les divierte tirar un trapo al aire y competir para atraparlo. Los padres tienen los rostros largos de aflicción, pero ellos tratan de ser niños. No siempre lo logran. 

Una niña y un niño de menos de cinco años están marcados por los piquetes de insectos. Una protuberancia cubre un cuarto de la nariz de la niña, mientras que el niño tiene el cuello, el pecho y la espalda con ronchas. Algunas se han secado, pero otras siguen vivas. Marcelino Tox se queja de que el Ministerio de Salud y otras instituciones de gobierno no velen por esta situación. 

Una mujer embarazada come un mango sentada en el suelo. Su hijo nacerá sin tener los cuidados prenatales, sin un techo que lo cubra o una cuna para dormir. Nadie se detiene mucho a pensar en eso, ni lo dice en voz alta. Es mejor silenciar lo que les aflige para poder seguir adelante.

Las mujeres siguen con la rutina. Unas lavan ropa a la orilla de un arroyo y otras usan el agua que corre para lavar el nixtamal (el maíz recién cocido para hacer tortillas). La comunidad se ha organizado para que cinco mujeres por tiempo de comida preparen las tortillas y un complemento. «No te voy a mentir, anoche hicieron chile y eso vamos a comer» cuenta Marcelino Tox, el líder del grupo. Sobre sus hombros pesa el futuro de su propia familia y de casi 150 personas. 

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Las acciones del gobierno de Arévalo

Las comunidades Buena Vista y Santa Rosita han estado en mesas de diálogo con los propietarios e instituciones de gobierno durante varios años. Hasta ahora no se había encontrado una alternativa. Después del desalojo, el gobierno convocó a integrar mesas de diálogo con los afectados, los empresarios e instituciones de gobierno. En el último mes, Marcelino Tox ha representado a su comunidad en dos reuniones que se han realizado en la capital. 

Por primera vez está frente a las autoridades que pueden atender la problemática. De acuerdo con su relato y el de Daniel Pascual, dirigente del Comité de Unidad Campesina (CUC), que los asesora, la finca Buena Vista tiene un problema legal. El mapa indica que hay cuatro caballerías que no le pertenecen al dueño actual y eso podría servir para argumentar que no hay certeza de que el desalojo ocurrirá en un área que legalmente le pertenece al empresario que la reclama. También podría ser una oportunidad para que las poblaciones puedan asentarse en el área. 

El procedimiento que hay que seguir es que la Procuraduría General de la Nación las reclame y las traspase a nombre del Estado para que puedan otorgarlas a las comunidades. Hay una luz de esperanza, pero las personas no pueden esperar mucho tiempo más. «Le exijo a la Procuraduría General de la Nación, a los Derechos Humanos, al presidente, a las instituciones, que nos busquen dónde estar. Estamos cansados. Si no nos dan una respuesta nos vamos a ir a posicionar donde está la finca». Suena a amenaza, pero también a desesperación. 

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El grupo tiene miedo, pero están dispuestos a enfrentar las consecuencias. De siete a nueve personas tienen órdenes de captura por los delitos de usurpación agravada y atentado contra el patrimonio natural (los acusan de provocar incendios y talar árboles. Incluso el fiscal del Ministerio Público que acompañó el desalojo en Buena Vista dijo que el grupo era el responsable de la deforestación e incluso de que se secaran los ríos debido a la actividad humana en el área). Varios han sido condenados, pero con asistencia legal de organizaciones de derechos humanos han apelado a la sentencia.

Una joven madre, que pidió no ser citada, dijo que, cuando la detuvieron, durante el Estado de Sitio de 2019, su hija tenía ocho años y el susto de ver a sus dos padres capturados le ocasionó temor y otras dificultades. Para evitarle un dolor similar prefirieron que la abuela, quien vive en una aldea, se hiciera cargo de la niña y desde entonces apenas convive con sus padres. Tiene otra hija de cuatro años y teme que la historia se vuelva a repetir. 

Un hombre se convirtió en padre a distancia. Contó que su esposa se asustó tanto que tuvo dolores de parto durante el desalojo. El bebé y ella están bien, en la casa de su suegra, pero no han llegado al área de refugio de la comunidad, para no exponerse a enfermedades.

Santa Rosita, el riesgo del desalojo 

Al otro extremo de la historia de Buena Vista está Santa Rosita. En este momento, Buena Vista es el espejo en donde no se quieren ver reflejados. Desde que los integrantes de Buena Vista están en su sector, les han apoyado con alimentos y otras gestiones. Ellos también participan de las sesiones de diálogo y esperan conseguir una respuesta para que les permitan una nueva ubicación.

De momento, saben que la Empresa Comercial Agrícola, S.A., figura como propietaria de la finca. El gerente administrativo y representante legal es Carlos Rodolfo Quirin Shooder. El requerimiento de desalojo se gestionó en la cabecera municipal, a varios kilómetros de distancia, pero fue la jueza Sandra Nineth Ayala Tello quien lo agilizó. Esa misma jueza fue la que llegó a desalojar a los habitantes de Buena Vista en mayo. 

El CUC presentó una acción de amparo para impedir el desalojo, mientras la Comisión Presidencial de Paz y Derechos Humanos (Copadeh) ha dicho que no puede detener los desalojos, pero ha pedido que se posterguen hasta que existan las condiciones para atender a las personas y no se vulneren los derechos humanos. Todo ha quedado por escrito y está publicado en la página de internet de la comisión. En el terreno, todo esto ha caído en saco roto.

Vía telefónica, Oswaldo Samayoa, titular de la Copadeh, aseguró que el gobierno quedó limitado para actuar en los casos de desalojo. «El gobierno anterior (de Alejandro Giammattei) nos dejó un sistema de atención destruido. En 2022 reformaron el Plan Nacional de Emergencia y pasaron a las municipalidades la responsabilidad de los albergues para los desalojados, pero el alcalde de El Estor ha dicho que no tiene capacidad de albergar a nadie». 

Según Samayoa, las gobernaciones quedaron bajo la responsabilidad de ofrecer atención humanitaria y garantizar que los niños tengan continuidad educativa, pero hasta la mañana del sábado 22 de junio, cuatro días antes de la fecha para el desalojo, los niños no tenían acompañamiento del Ministerio de Educación, ni del Ministerio de Salud. La única visita que recibieron fue de los fumigadores del área de malaria, mientras que el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) apoyó con raciones de alimentos, pero también se declaró sin capacidad financiera para atender por más de dos semanas. 

La Copadeh giró instrucciones, a finales de mayo y a inicios de junio, para que las áreas de salud y educación garanticen la atención de las personas. Al Ministerio de Agricultura y la Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional, que faciliten alimentos y que exista un plan de albergue y reasentamiento (incluyendo  coordinación con la entidad municipal). También sugirió que la Procuraduría de los Derechos Humanos verifique que el desalojo ocurra cuando estas condiciones básicas estén garantizadas y, entre otras cosas, que las acciones no ocurran cuando las condiciones climáticas sean desfavorables. 

También sugirió que los desalojos no ocurran durante días festivos o fiestas patronales (la feria de El Estor es del 24 de junio al 2 de julio), ni en época de exámenes escolares. 

La Copadeh ha recalcado que, cuando no se garantizan estas condiciones,  hay un riesgo de vulneración de los derechos humanos de las personas, con base en la Constitución y tratados internacionales. En Jalapa lograron aplazar un desalojo el 21 de junio por la emergencia climática. 

En lo que va del año se han desarrollado cuatro desalojos ordenados por juez y hay ocho más en puerta. «Se instaló la narrativa de que este gobierno promovería la expropiación y reforma agraria y eso hizo que la parte que reclama active a sus abogados para empujar los procesos. En otros casos, los jueces de paz han encontrado las resoluciones de instancia penal que les ordena hacer los desalojos y los han ejecutado. Es un poder independiente y nos pone en apuros», se excusa Samayoa. 

En El Estor todavía no llueve. El ambiente es vaporoso, nublado. El futuro inmediato de casi 300 personas está en manos de una jueza. 

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