Despacio comienzan a sumarse, de forma casi imperceptible, todos esos instrumentos que vuelven realidad los días y empiezan a ejecutarse los rituales, el verdadero material del que está hecha la existencia: desde abrir los ojos hasta echarse el chorro de agua sobre el cuerpo desnudo. Quizá es en este instante cuando pienso que cualquier amanecer puede apañar la crueldad del mundo. O intentarlo.
Hemos sobrevivido al día de ayer. Solo por hoy. Un día más para fingir que todo esto es normal sin alarmarse y, ante el miedo, anteponer el creer al pensar. Creer en la salvación del alma, en el refugio o en el paraíso pese a que la existencia misma se diluya en el agujero que hace el hambre. Trato de no perder la esperanza ni la sonrisa aunque un amigo de mi madre haya muerto hoy. «Fue mi mentor», me ha dicho por teléfono, y, mientras la escucho llorar, algo se resquebraja adentro con la comprensión de su propio sufrimiento. Tal vez porque ser hija es una tarea eminentemente egoísta durante los primeros años o porque, como dice ese libro que leí hace unos días, mientras crecemos no les ponemos cara a nuestros padres, no somos conscientes de quiénes son, pues somos incapaces de mirarlos realmente. Y hoy, mientras su llanto viajaba por el aire para ser transformado en el sonido que yo escucho del otro lado del teléfono, por fin he visto su rostro y me ha abandonado la capacidad para articular alguna palabra de consuelo. O tal vez esa capacidad me haya abandonado para siempre y desde hace mucho como una secuela de la desesperanza.
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No creo que siempre haya sido así, pero se me han ido acumulando desilusiones, y alimentar el desaliento es un acto peligroso que se expande incontrolable hasta drenar la capacidad para creer que las cosas mejorarán, hasta que nadie cree en nadie y las palabras de ánimo se vuelven impronunciables. Supongo que, en parte, está bien que, así como nadie es feliz las veinticuatro horas del día de forma ininterrumpida (aunque esta afirmación indudablemente excluya a mi gato), tampoco permanece intacta la esperanza todo el tiempo. Y en este país puede que ese sea el plan: que quienes no somos los verdaderos dueños vivamos en una miseria permanente. Pero, supongo, también por lo mismo, que sentir desesperanza en este tiempo no debería ser opcional.
Hay una trampa en el desgaste que se crea alrededor de nosotros de forma continua. En lo grotesco de las actuaciones de quienes gobiernan en esta época. En las declaraciones burdas, absurdas, circenses de todos los domingos. En los villanos deliberadamente crueles o demasiado estúpidos o casi genios que ejercen cargos públicos y nos mantienen a la orilla del abismo. No es ninguna teoría conspirativa. Es solo la comprensión y el entendimiento de que en un presente sin esperanza, donde solo se añora un futuro incierto, se hace más fácil, casi obligatorio, olvidar el pasado. Y a eso apenas se le puede llamar sobrevivir.
Así que me hallé añorando que amaneciera pronto para recuperar las palabras de aliento. Salí a ver el cielo despejado y pensé que podría ser algo que nos ayude a recuperar la cordura pese a que sería difícil explicárselo a alguien que me viera parada afuera, sola, despeinada, en chanclas, con las calcetas puestas. Qué importa. La idea es recuperar la esperanza. Aunque para ello, por ahora, no tengo un plan concreto. Apenas tengo una propuesta. Y no es ninguna que represente mucho desafío. Básicamente es pronunciar sin pena y de manera irrebatible las palabras «todo va a estar bien» para mí y para quién lo necesite, observar algún amanecer o varios y tratar, sobre todo, de no asfixiar a besos al gato que me hace compañía: el único y verdadero maestro zen de esta casa.
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