Allí seguimos, haciendo planes, hablando tonterías, entrampando el tiempo para que no se siga escurriendo por los agujeros que dejan los recuerdos, esos recuerdos que tienen un poder extraordinario, casi milagroso, de transformar cualquier cosa, hasta el pasado mismo. Mientras, la existencia parece expuesta a través de un proyector mal enfocado del que siempre brotan algunos recuerdos que tienen la capacidad de perforar la eternidad de lo ya vivido. Como las raíces de un árbol, que se enredan sobre la tierra, o las redes, que atrapan a los peces, así también aprisionan y atormentan las imprecisiones de lo que se recuerda y de lo que no.
Como esas historias que nos contábamos con mi madre en el planchador cuando, yo niña, me sentaba sobre un banco los domingos por las tardes a observarla separar (supongo) la ropa por colores, por telas o por dificultad. Allí, entre camisas estiradas, cuellos repasados y pliegues crujientes, mi mamá y yo padecíamos de una intimidad inquebrantable. El planchador se convertía en nuestro pequeño búnker de secretos. Quizá por eso hoy, al enfrentarme a una montaña de ropa sin doblar, que en un inicio me había parecido una tarea descomunal, casi heroica, termino por relajarme. Además, ahora cuento con la prerrogativa de poder separar la ropa solo en dos: ropa de cuarentena y ropa para cuando termine, si es que termina.
Me quedo pensando que ese recuerdo es más bien una imagen, una escena sin diálogos, un episodio que dura horas de luces, ambientes y gestos sin ningún contenido en particular. Una estructura. ¿Qué tantos secretos habré tenido a los 12 años? Un poco más de lo normal, de eso estoy segura. ¿Cuál será el verdadero contenido de este recuerdo que me provee de tanto bienestar? En la noche, antes de dormir, trataré de invocar algunas de las historias que nos contábamos esas tardes y dejaré que ese recuerdo me hamaquee sutilmente hasta que me sienta llegar a la atemporalidad de algún sueño.
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Por la mañana es cuando me doy cuenta de que no me reconozco en la fotografía de hace cuatro años sobre la cual acaba de notificarme el celular. Tampoco reconozco, o no quiero reconocer, a quienes aparecen en ella. Y, aunque reniego, me quedo pensando si no será que realmente me he comprometido a ser ninguna persona. Y eso está bien. Por eso, tal vez lo que observo no es mi reflejo, sino la imagen de una ruina que acepta el desgaste con majestuosidad. Incluso, dudo si esa foto puede siquiera llamarse un recuerdo, aunque así se haya presentado.
En estos días en los que la soledad se expande, surge por todos lados y molesta como una comezón intratable sobre las piernas, los muslos, las manos, se añora cada vez más la cercanía, aunque sea superficial, casi frívola o inexistente. Y aparece la cura materializada en el celular en la mano, el brillo permanente sobre la cara. Y se aferra la pantalla al tiempo hasta que lo congela, y allí se fugan los minutos y las horas de forma inevitable. Tal vez lo que se siente entonces ya no sea soledad del todo, sino la carencia de ello, algo así como lo que decía Geoff Dyer: «A veces necesito estar solo para sentirme solo». Entonces, lo que toca es disuadirse de que para existir no hay que convencer a nadie. Incluso, tal vez, ni a uno mismo.
Pero esta idea siempre perece entre el caos de lo que, por ahora, significa existir. Por eso, aunque no me reconozca en la fotografía, aun así la comparto. También por eso, aunque me agobie el silencio que pesa sobre mi recuerdo, a veces paseo en él. Y sonrío mientras aliso con las manos mi último pantalón de cuarentena, con un gesto en el que sí me reconozco totalmente.
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