Han pasado casi dos meses desde que empezó la cuarentena. Casi dos meses desde que los trabajadores de ese edificio hicieron una fila a la orilla de la calle y fueron pasando uno por uno ante un escritorio hechizo, simulado por unos blocs y una tabla, a recibir su último cheque en quién sabe cuánto. Entonces lo que me molestaba era el ruido que hacían cuando a veces trabajaban en la madrugada metiendo camiones y recibiendo instrucciones a gritos. Hasta salía enojada a callarlos porque yo tenía que trabajar temprano. «Nosotros también», me contestó uno de ellos la última vez.
Qué insensible me sentí entonces, qué miserable. Me cuestiono si eso me habrá enseñado la miseria espiritual, material, emocional. Si me habrá hecho valorar, por encima de las necesidades de los demás, el silencio de una noche que de igual forma no me ha pertenecido nunca. Ahora, igual, en la madrugada no logro dormir, el calor solo exacerba los pensamientos y el sudor hace que se me peguen las sábanas al cuerpo. Me hierven los pies. Quisiera abrir la ventana, pero no quiero pasar el resto de la noche persiguiendo zancudos. Prefiero quedarme acostada visitando recuerdos como lo haría un holograma, fantaseando con tu risa o intentando meditar para no perder la cordura hasta que venga el sueño a oscurecerlo todo.
Amanece finalmente, pero ningún día es igual a otro. Lo decía Pessoa: «Cada día es el que es, y nunca hubo otro igual en el mundo». Hay monotonía, como lo hay en todo, y eso solo empeora cualquier situación. Es como el miedo, que todo lo exagera. La monotonía de hoy parece ser esa restricción a la libertad. Pero la libertad, a su vez, parece ser solo la suma de un montón de libertades pequeñas. O eso aparenta se para aquellos que a escasos minutos de las seis siguen en la calle paseando a sus perros, haciendo deporte, comprando algo en la tienda. Los que tienen el privilegio de construir la libertad como un universo de libertades en el que aprovechar al máximo hasta los últimos 20 segundos antes del toque de queda son otra pequeña galaxia.
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Allí afuera está el verdadero universo de necesidades, de pobreza, de frustraciones. Detrás de esos edificios que se erigen imponentes hasta casi tocar el cielo, detrás de las paredes de esas casas que cumplen el objeto de una muralla que aísla una ciudad dentro de otra, un país dentro de otro. Solo hay que intentar sacar la cabeza más allá del balcón para que alguna bandera blanca nos reviente en la cara.
Pronto serán las siete y entonces se reproducirá el mismo discurso falso impregnado de un total irrespeto a la vida, en el cual quienes fallecen por la pandemia se vuelven parte de la estadística de una batalla en la que se supone que vamos ganando. Y pensamos, porque ya nos tragamos el maldito discurso, que murieron dos personas, pero que la que tenía 34 años era diabética y que la otra ya tenía 70. Quién sabe. En unos días vamos a estar echándoles la culpa de haber muerto mientras nos vamos a descansar tranquilamente después de la cadena nacional.
Así, puede que hoy, en un rato, vuelva a acostarme con la preocupación de un montón de estupideces: si les eché agua a los platos, si dejé la puerta cerrada o si finalmente habré encontrado ese umbral por donde invaden la casa las hormigas. O quizá me seguirá dando vueltas en la mente la imagen de los doctores denunciando las condiciones de trabajo, sin equipo de protección personal, sin salario, sin garantías. Y tal vez vuelva a despertarme en la madrugada, me acerque a la ventana y vea una fila de fantasmas recibiendo su último cheque en meses, y entonces ya no pueda volver a dormir.
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