Desde que el tren comenzó a disminuir la velocidad, me paré con impaciencia frente a la puerta, con el dedo índice presionando el botón que abriría el inicio de una carrera hasta la Oficina de Extranjería. Volví a ver mi reloj como lo había hecho unas veinte veces desde que salí de casa. Era la una. Era la misma hora a la que se suponía que debía estar ya en la cola para obtener mi tarjeta de identidad de extranjero, sin la cual, al vencer mi visa en un mes, estaría incumpliendo normas migratorias. Me costó más de un mes conseguir esa cita, y por una serie de infortunios imprevisibles estaba llegando tarde. La puerta se abrió y me aventé enloquecida entre la gente. Agarré con una mano mi bolso, que brincaba somatándose en mis piernas, y sostuve un sobre de papel manila entre el estómago y el antebrazo. Google Maps decía: «Siete minutos andando». Y yo pensé: «Puedo correr eso». Subí saltando las gradas de la estación hasta llegar a la calle. El pecho ya me ardía resentido. El resto del camino fue una constante autorrecriminación mental de por qué iba tarde y de que debía dejar de fumar, mientras hacía una miscelánea entre caminar cuando estaba a punto de infarto y correr cuando tenía aire. Al llegar a la puerta de la oficina, la garganta me ardía (probablemente por ir respirando con la boca abierta a causa de la falta de aire) y sentía un sabor a sangre. Nunca entendí claramente por qué. Puede que me haya mordido a causa de mi permanente descoordinación. En la puerta me preguntaron a qué hora era mi cita y jadeé: «A la una». Me dejaron entrar. Ya en la fila me quité la chaqueta y la bufanda y sudé sin aflicción.
El resto fue muy rápido. Un tipo alto y blanco gritó: «Siguiente». Me recibió el pasaporte y la hoja de solicitud mientras hablaba por teléfono con quien, supongo, sería su novia. Tenían una microdiscusión sobre alguna tontería, como por la que pelea quien solo tiene ganas de hacerlo. No me miró a la cara hasta que colgó. Entonces levantó los ojos y se topó con mi rostro desmaquillado, ojeroso y sudado. Un mes antes yo había pedido, en esa misma oficina, información sobre qué debía llevar, así que mis papeles estaban en orden. Me preguntó (aunque ya sabía la respuesta): «¿Está empadronada?». No lo estaba. En ese mismo lugar me habían dicho que no era necesario. Negué meneando la cabeza de lado a lado. Me aventó los papeles. «Pues ¡qué queréis que haga! Ve a empadronarte», me ordenó. Le respondí que me habían dicho allí mismo que no lo necesitaba. «Cuando me traigas tu empadronamiento, te doy tu tarjeta». Recogí mis documentos desconcertada. Ni siquiera le reclamé. Regresé caminando muy lentamente hasta la estación y de regreso a casa.
Al día siguiente, dos amigas fueron a hacer el mismo trámite. Tampoco están empadronadas. A la media hora me avisaron que su tarjeta estaría en un mes. «¿Sin empadronamiento?», pregunté. «Sí, solo así». Me dio rabia. Me metí a Facebook y terminé escribiendo en un grupo cerrado al cual me metió un amigo antes de venir yo acá, uno de esos grupos donde la gente, sin conocerse, se vuelve una red de apoyo: Chapines en Madrid. Una chica me respondió algo que ya había oído demasiadas veces desde que vine: sobre los trámites de migrantes, «es cuestión de suerte». Como que estuviéramos en Las Vegas jugando al Blackjack. Cuando me tranquilicé, comencé a pensar si realmente era suerte y terminé recordando las actitudes micro: el microrracismo, el micromachismo, la microhomofobia, que son actitudes suaves, mínimas o escondidas que reflejan la interiorización de prejuicios macro y que inevitablemente constituyen una agresión. ¿No será más cuestión de una actitud micro que de suerte?
Tal vez el que me recibió los papeles ese día les dirá a sus amigos: «Yo no soy racista, pero…». O «yo no soy machista, pero…». Me suenan tan familiares esas frases: «Yo no soy homofóbico, pero…».
Hablemos de lo micro.
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