Tienen ese look casual chic de quien recién se quita la corbata entre el carro, en un trabajado esfuerzo de parecer más amigable. No van a responder preguntas. Solo van a dar la disculpa, que viene desbordada de un aire de superioridad y de paternalismo incisivo de lo hice por tu bien. En menos de siete minutos han leído el texto completo y antes de partir solo se oyen unos aplausos desolados al fondo. Se demuestra más claro que de costumbre lo que ya sabemos: que lo político está podrido y que lo económico le ha estado echando abono a un suelo que a todas luces es árido, seco, y que no va a dar ningún fruto. «Sin esperar nada a cambio», han dicho. Nada. Puro altruismo. Puros reyes. O dioses.
Antes de las grandes revoluciones, el poder también era una dupla entre una monarquía que se apoyaba en la Iglesia bajo el lema «no hay autoridad sino la de Dios», quien delegaba su poder divino al rey. Entonces, resistirse a cualquiera de las órdenes de este era lo mismo que contrariar a Dios. Ahora hay otra dupla, una igual, formada por aquellos que se creen dioses y el que se cree rey. Para ellos no hay reglas porque ellos hacen las leyes y no se las aplican a sí mismos. O así se siente. Estamos viviendo un fenómeno de normalización de la corrupción bajo una filosofía de que, si todos son corruptos, nadie es corrupto.
La casualidad me halló leyendo un libro con un título cuasipoético, El derecho a resistir el derecho, donde el autor, más que explicar de manera aburrida un tema jurídico, busca alivianar la angustia de tener que recomendar el respeto del derecho sobre las precarias condiciones de vida de algunas personas a quienes el mismo derecho no respeta. Y entonces pasa todo esto. Más parece que los que están resistiendo el derecho, en nuestro caso, son los funcionarios y exfuncionarios del Gobierno, los que han respaldado su corrupción, los diputados, los magistrados, el presidente. Ellos sí han resistido mucho más que nosotros, que sí tenemos toda la legitimidad para resistirlo, ya que el derecho no nos respeta. Queda una única certeza: que, ante las injusticias, el deber de protestar llega y que no hacerlo en ese momento nos hace ver como villanos (aunque eso nos acerca más a los dioses y a los reyes).
Mientras llega, a aquellos que no esperan nada a cambio los disculpo. Los disculpo ahora que tengo la panza llena. Los disculpo ahora que tengo una posición privilegiada y que no pertenezco al más del cincuenta por ciento de la población que vive en pobreza. Los disculpo ahora que estoy lejos, pero que ya me voy haciendo la idea de ir perdiendo la costumbre de caminar por la calle sin miedo. Los disculpo ahora que, aunque no tengo un terreno que llame mío, tengo donde vivir y nunca me han desalojado para construir un proyecto sobre mi casa. Los disculpo, aunque sé que no les importa. Los disculpo, pero también los resisto. Para mí, en eso radica la importancia de manifestar: en el hacerse oír ante las injusticias, aunque a veces se queden sordos o nos quedemos afónicos.
¿Qué cuánta gente va a ir a la manifestación? Quién sabe.
Nosotros resistamos.
Nosotras resistamos.
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