La próxima vez que visite una librería observe que generalmente en los puestos de la entrada yacen expuestas diversas publicaciones con tapas de colores llamativos o con frases aparentemente cuestionadoras.
Algunas son generales, aluden a situaciones de la vida, y otras parecen estar dirigidas a usted mismo. Es más. Al leerlas, seguramente usted piensa en silencio: «¿Cómo supo que me siento así?». La conexión es inmediata y la pulsión por la búsqueda de la reparación individual nos lleva inmediatamente a comprar una fórmula terapéutica de bajo costo.
Ese hecho que parece trivial encierra un profundo entramado de racionalidades que subyacen en escala muy fina como parte del desarrollo de la modernidad capitalista. Esa tesitura encierra lo que la socióloga marroquí Eva Illouz llama la constitución del Homo sentimentalis, que va más allá de la formación de conceptos como rentabilidad, división social del trabajo o explotación. Es la valoración de las emociones como factor subyacente en la acción acumulativa. El desafío de concebir las emociones como frontera interior para la alienación capitalista, razona Illouz, es lo que explica seguramente el comportamiento social que separa a las personas entre sí. La exacerbación de la modernidad explotó como un gran sol en la interioridad de la psique de cada individuo. Un vertiginoso flujo de simbolismo masificado ha provocado una infinidad de sensaciones, de emociones que están dispuestas a estimular las profundidades del yo, para su domesticación en un Homo consumericus.
La trascendencia de las emociones en la arquitectura que erigió al capitalismo podría ser, por así decirlo, el átomo en la física cuántica. La jerarquización social se rige por la clase, pero también está manejada por una cultura emocional muy especializada que ordena y dispone a los individuos en el gran juego productivo. El ingreso de las personas al tobogán capitalista generó bienestar material a la par de sufrimiento psíquico. Y es allí, en la inflexión de esa aparente contradicción, donde el sistema refuncionaliza la paradoja, pues se crea, como en la posmodernidad, un efecto uniformizado de la aspiración. Mientras que el consumo de bienes masificados para todos los bolsillos se percibe democratizado, para nuestro caso, los trastornos de la emotividad también se democratizaron en el transcurrir de la modernidad, pues se comparte la misma angustia por el obrero que por el rico, ya que es el efecto del estrés y el costo que produce alcanzar el éxito.
Para curar la angustia social, dice Illouz, la psicología (especialmente las corrientes conductuales) brindó una solución en forma de terapia, la cual a su vez permitió el desarrollo (quizá no previsto) de una megaindustria, el emporio de la narrativa de la autoayuda, que a su vez encerraba la narrativa del sufrimiento. El individuo explotado o explotador debía mantener una responsabilidad individual como condición de sustento de su moralidad, pero el conflicto (vacío existencial) producido por la acción acumulativa necesitó de una terapia masiva, para lo cual se desarrolló la narrativa de la autoayuda.
En plena modernidad, la industria narrativa de la autoayuda, de la cual sería pionera Pocket Books (1939), echaría mano justamente de esa figura, el libro de bolsillo al alcance de todos y publicado de forma masificada para atender los trastornos emocionales allí donde se necesitaran los servicios terapéuticos de la psicología popular para aplacar esas voces internas. A partir de allí evolucionarían una serie de variantes literarias y mediáticas, como los programas especializados tipo alcanzando el éxito en siete pasos o los talk shows, para exponer de manera pública las perversiones que implica alcanzar la superación. Luego, esas variantes sugerirían raras formas de organización social, tales como Alcohólicos Anónimos o los grupos de los hombres de negocios.
A la par de la autoayuda también surgiría la industria de la religión como una variante para aplacar el sufrimiento. En Estados Unidos, el libro mejor vendido cada año es la Biblia. En 2005, los norteamericanos compraron alrededor de 25 millones de Biblias, con lo cual se superó al libro más reciente de Harry Potter de ese mismo año. La misma fuente refería que, según el Grupo Barna, firma evangélica de encuestas, el 47 % de los ciudadanos de ese país leen la Biblia una vez por semana y que el 91 % tienen al menos una en su casa.
La fórmula de la autoayuda ha creado un imperio de millones, que edita consejos para su frustración y angustia (Riso, Cuauhtémoc y Coelho, por decir algunos), no para curar, sino para mantener activas dichas emociones en las masas, en un círculo perverso que ha edificado una especie de entumecimiento o de hipnotismo social. Es la narrativa del fracaso.
Más de este autor