Hace varios años ya, motivado por el desafío de la escritura, fui persuadido por el anuncio de un periódico a tomar un curso llamado escritura creativa, que tendría una duración aproximada de seis meses. Hoy puedo ver desde el presente que aquella oferta sería de las primeras que se exponían en el país y que luego darían lugar a una serie de propuestas ligadas a la promoción de la lectura y la escritura. La Feria Internacional del Libro (Filgua) hacía gala de sus primeras ediciones, y parecía que tomaba aliento en el país la versión posmoderna del consumo de productos de lectura y escritura. «Compre un libro y siéntase importante». O, como decía el maestro del curso, la gente consume libros como películas aunque no entienda el contenido porque, entre más complejo le parezca el contenido, más importante se sentirá.
Tomé la decisión de ingresar en el curso porque intuía la necesidad de la autoformación y de perfeccionar el arte de escribir. Para ese momento ya me había convertido en columnista de La Hora. El otro factor que me invitaría a tomar el curso sería la figura reconocida del maestro. Sin adivinar la metodología o el contenido, llegué a la primera sesión con el temor de la novatez ante la posibilidad de encontrar escritores con más oficio que yo. Era un grupo de aproximadamente 15 personas, a veces unos más, a veces un grupo pequeño, constituido por hombres y mujeres casi en la misma proporción, la mayoría jóvenes, todos con la aspiración de especializar las plumas y muchos egos queriendo destacarse.
El prejuicio sobre ese tipo de experiencias me sugería lecciones de redacción con la explicación correspondiente. Nada más errado que eso. Desde el inicio se hizo la demarcación política sobre el papel de la cultura letrada en las sociedades emancipadas. Con este marco planteado, la metodología proponía crear en cada sesión el ambiente de una determinada emoción inducida por el maestro. Eso incluía anécdotas propias o creadas al punto de que se instalaban en la atmósfera de la sala de trabajo con aires de venganza, o bien de bondad, amor, lujuria, odio, etc. En el momento exacto, la instrucción era escribir, sin levantar la pluma durante cinco minutos, todas las ideas que surgieran, aunque fueran desconectadas, sobre la emoción que se había instalado en nuestras mentes.
Sin plena conciencia de ello, abrir las puertas a las emociones de esa manera les permitió a varios miembros del grupo exponer experiencias inconfesables, secretos ocultos o culpas completamente lacerantes. Nunca tomé un curso de esos nuevamente. Seguí escribiendo por muchos años, hasta el día de hoy, y es probable que mi escritura no sea creativa, pero comprendí que escribir es un oficio que está determinado por la inconciencia de las vivencias humanas, todas las cuales determinan o limitan la libertad de la pluma. Es por eso que el escritor debe liberarse de sus ataduras para que sus palabras hiladas fluyan de tal manera que el lector las asuma como contenidos que van al inconsciente.
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