Estar varias horas entre el tráfico con el carro parado porque voy a una reunión, presionando el freno hasta que se acalambra el pie y comienza a invadir la ansiedad que logra poseer la pierna completa, que ahora brinca necia. Observar el verde-amarillo-rojo del semáforo que cambia insistente, pero uno no se mueve. Entonces se hace fácil culpar al de Emetra, tirarle el carro a cualquiera o utilizar la lógica bicondicional de frenar si y solo si uno ve la manita saliendo por la ventana aleteando de arriba abajo mientras replica «pasá, pues, mierda» aunque no pueda oírnos. Distraerse con banalidades en el celular: que quién vio mi última historia en Instagram, que el número de likes de mi último post en Facebook o que mi último tuit tiene una falta de ortografía, pero ya no lo puedo borrar porque tiene un like. Casi se olvida que la luz de las pantallas opaca el alma.
Se acaban las ganas de salir a la calle, de hacer planes, de conocer, de concretar, hasta de tener ideas y de organizarnos. «Es la edad», me dicen. Así se justifican el anhelo y el hastío. Pero allí afuera están las calles desafiantes, desoladas, y el terror asentado en la garganta. No es la edad. Nos vamos cansando de las frustraciones, del vacío, de andar partidos, del juego, del maldito turismo emocional. Tal vez sí, entonces, es la edad, es tanto tiempo invertido, es desesperanza. Y de esas calles solo nos separan algunos portones construidos con los mismos barrotes con que se levantan las prisiones o algunas paredes de concreto en esos edificios en cuyo interior uno siente que ya está del otro lado del muro.
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A veces pienso que la ciudad es ese monstruo que impide que nos conozcamos. Ya nadie se estrella con uno, y así empiezan a fraguarse las inconformidades, los desengaños y todas esas desilusiones que al final se van pareciendo a una misma. Van burbujeando las emociones, las frustraciones. Nos vamos acostumbrando a todas esas sensaciones superficiales porque ya no nos pega el sol igual a través de una ventana polarizada. Ya ni vemos igual los colores detrás de los lentes oscuros. Ya no sabemos si el reflejo del espejo es verdaderamente el nuestro. Pienso en el cuento de Borges sobre un Uqbar en el que se prohíben los espejos porque multiplican y divulgan ese universo que no es más que una ilusión o, más precisamente, un sofisma.
Finalmente llego a la reunión una hora tarde. Nadie dice nada de eso. Platicamos hasta muy noche y en algún momento alguien pregunta: «En serio, ¿cómo hace la gente para conocerse en esta ciudad?». Nos quedamos en silencio y así empieza en mí este malestar que apesta a intrascendencia. Empiezo a ser más consciente del tiempo que paso en el carro oyendo música, sola, sin hablar con nadie. Ya hasta he dicho que me gusta el tráfico. Como en todo, aprende uno a mentirse. Se asimila para no sentir. O para sentir confusión, indecisión, porque entonces siempre se puede culpar a la dualidad. Y si aun así se siente algo, no tardarán en inventar un app, como ya los hay para todo: para evitar el tráfico, para contar calorías, para buscar viajes, para pedir comida a la puerta de mi casa o para callarme porque no sea que se sienta como que soy demasiado intensa, densa, o que mis sensaciones son reales, tan reales que parecen nostálgicas, como las que se dejan entrever si a uno se le parte el pecho en medio de alguna decepción.
Manejo cansada de regreso y, al llegar a casa, me acuesto vestida sobre la cama. Todavía estoy buscando una respuesta a esa pregunta o una solución al menos, pero estoy agotada y, cuando siento que estoy cerca de encontrarla, ya es otro día y voy tarde para el trabajo.
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