Cuando, en el atardecer del régimen empresarial personalista de Álvaro Arzú, los sectores más recalcitrantes de la derecha autoritaria notaron que no era por ese lado por donde el empresariado iría a escoger al sucesor, las ambiciones del militar que siempre había actuado tras bambalinas encontraron apoyos, subsidios y financiamientos en muchos lados. Unir la privatización de los derechos y los beneficios públicos a una visión autoritaria del ejercicio del poder parecía su salvación, al grado de que algunos profesionales con corta o larga militancia en la izquierda también quedaron encantados con el proyecto. El militar no fundó un partido, sino creó una empresa electoral, muy al gusto de los financistas que buscan réditos rápidos y jugosos en inversiones de poco riesgo. El Partido Patriota cobró forma, peso y vitalidad rápidamente.
La pena de muerte fue su primer punto de referencia. Si durante el conflicto armado desaparecer, torturar y asesinar a opositores era la norma aceptada y bendecida por todos los que se relacionaban con el régimen autoritario y se beneficiaban de él, fusilar a todo aquel que pareciera delincuente era ahora una solución fácil. Las clases medias urbanas, mediatizadas y alienadas por la propaganda y la educación racista y segregacionista, dominante durante más de un cuarto de siglo, lo aplaudieron, con lo cual aumentó la cotización de la franquicia. En menos de lo que canta un gallo, una empresa vendedora de diplomas le otorgó una maestría con magno reconocimiento. El militar jugaba a la política de grandes ligas y muy pronto se rodeó de testaferros que hicieron posibles negocios en múltiples ramos y con diversas fuentes.
Si en el primer turno de las elecciones generales de 2007, en el distrito central (ciudad capital) y en los otros municipios del departamento de Guatemala, la franquicia patriota obtuvo 27 y 28% de los votos respectivamente, en las de 2011 el apoyo en ambos distritos creció al 40%. Muy por encima del 15 y el 25% obtenidos por la UNE en 2007 en esos dos distritos, y del 11 y el 19% que Líder alcanzó en esas circunscripciones electorales en 2011.
La franquicia se había fortalecido en los sectores medios urbanos. La estigmatización de los programas sociales con la afirmación de que se estaba regalando su dinero, mi dinero, había hecho que se objetivara la ideología de sálvate tu mismo aunque los demás se hundan. La clase política, con excepción de los patriotas, era una runfla de ladrones, aunque su propio enriquecimiento era ya para entonces difícil de explicar. El triunfo del militar colmó de entusiasmo a los ideólogos del emprendimiento individualista, así como a los neoconservadores y autoritarios. Sin vocación ni principios democráticos, la democracia les daba la oportunidad de hacer gobierno y todos imaginaban que el país sería miel sobre hojuelas, ya que nada ni nadie se podrían oponer al cambio tan esperado. Gobernarían de nuevo los militares para que los empresarios hicieran negocios.
Solo que no todo resultó como estaba escrito en el guion de la película. Para comenzar, aquella imaginada abrumadora mayoría solo se dio en algunos grandes centros urbanos, y el supuesto triunfo en el primer turno no fue sino un lejano canto de sirenas. Acostumbrados a mandar y no a hacer política, la negociación la entendieron como chantaje y compra de apoyos, con lo cual de la noche a la mañana terminaron de prostituir el ya para entonces corrupto sistema político.
Si el juicio internacional a Vielmann y asociados les ató las manos para aplicar abiertamente la política de limpieza social que la mano dura preveía, la urgencia por los negocios, más que por la gestión pública en beneficio colectivo, los llevó a realizar más del 90% de las compras por el procedimiento de excepción. Aceptando, sin conceder, que la Ley de Compras tiende a entorpecer los procesos, en el estilo militar de hacer gobierno, la urgencia se sobrepuso a la honestidad y a la transparencia, de manera que los negocios del Estado se volvieron opacos y de evidente beneficio a amigos y accionistas de la franquicia. Ganar la siguiente elección para mantenerse en el poder se convirtió en obsesión, de modo que se concentraron en acumular recursos más que en atender las demandas urgentes de la población.
Incapaces de resolver el lacerante azote de la violencia que suponían erradicar con un simple taconazo, ahora los guatemaltecos, aun los de clase media, se enfrentan, además, al paulatino pero evidente deterioro de las capacidades de compra y empleo, para lo cual los patriotas no encontraron más solución que la de reducir autoritariamente los salarios.
La corrupción, que con su irresponsable proceder se hizo más que evidente, vino a vaciarlos de todo aquel apoyo que la publicidad intencionada de cadenas de emisoras de radios y televisión, prensa escrita y universidades les hizo durante años a sus demagógicos discursos.
Hoy, el militar y su grupo, carentes de la más mínima legitimidad y del apoyo social como consecuencia de sus propias triquiñuelas, apenas si cuentan los días para que su período concluya, ansiosos por impedir que los escándalos incrementen su aislamiento y rechazo. Las clases medias comienzan a salir de su ensimismamiento y a crear canales y mecanismos novedosos para su movilización colectiva. De cuánto se acrecienten, consoliden y orienten esas movilizaciones dependerá el rediseño del sistema político en el país, pero lo que sí va quedando demostrado es que la demagogia militarista y autoritaria pasará, finalmente, al baúl de los objetos desechados históricamente por inútiles.
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