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El Consigliere tiene un proyecto (III)

"Y las leyes penales no son retroactivas. Esta es mi lectura: Hay una amnistía y tiene tres excepciones: genocidio, desaparición forzada y tortura. Sobre la tortura no tengo nada que decir. Sobre el genocidio: no hubo genocidio en Guatemala. Es la postura del gobierno."
“¿Ser Canciller? Si algún día me lo propone un Presidente con quien me identifique afín, será un gusto. Nunca he pedido un puesto específico y siempre he estado dispuesto a asumir el que me han propuesto, al considerar un Presidente que puedo servir al Gobierno y al Estado en el mismo”.
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El Consigliere tiene un proyecto (III)

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Puede haber otros en Guatemala que en los últimos 30 años hayan ocupado tantos cargos importantes como él, pero es posible que ninguno haya pasado tan inadvertido, ninguno haya tenido tanta influencia y haya gozado de tan poca visibilidad. Ahora, Antonio Arenales Forno, el secretario de la Paz, está en escena. Y tiene un proyecto. Su proyecto de siempre. Esta es la tercera y última parte del perfil.

Parte 3. El abogado en la sombra

"No he dado jamás un consejo perverso a un gobierno o a un príncipe, pero no me desmoroné con ellos. Después de los naufragios hacen falta pilotos para recoger los náufragos.”

Talleyrand, vida y sentencias, de Guillermo del Bosco

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Que él creyera que la élite económica y el ejército habían desempeñado un papel importante para el país o que tuviera coincidencias con ellos no lo convertía, me dijo, en el intelectual orgánico que muchos aseguraban. Tampoco que le hubiera dado charlas, conferencias o consejos al alto mando, o que hubiera sido, en la diplomacia y en el derecho, un bastión defensivo para los militares y el Estado durante tantos años. Era simplemente alguien que ponía sus conocimientos al servicio de las decisiones de sus jefes (incluso cuando no estaba de acuerdo con ellas) si no conseguía cambiarlas. Asesoraba. Opinaba. Lo que pasaba, me dijo, es que muchos (guatemaltecos y extranjeros) tienden a olvidar que Guatemala no fue otra cosa que el campo de batalla de una guerra fría muy caliente entre dos superpotencias que se disputaban en el mundo su dominio. ¿Las causas estructurales? ¡Bah! Él no creía en ellas. Ponerlas como explicación era falsear las cosas. Aunque el Presidente lo hubiera dicho en su discurso. O sea, claro, eran detalles que dibujaban su contorno peculiar, así que si me pregunta de qué lado estaba yo –respondía él– pues por supuesto que estaba del lado del ejército. ¿Me agrada que el ejército haya ganado la guerra y no la guerrilla? ¡Claro que me agrada! Y creo que es una institución necesaria para una democracia. Y antes de la democracia lo que teníamos era una confrontación, yo lo que buscaba era la transición y la transición fue más posible ganando y creo en los valores occidentales que estaban detrás del contendiente que nos tocó defender en la Guerra Fría, lo que imposibilitaba la democracia en el país no era el ejército sino la Guerra Fría, la guerrilla y el ejército, eso impedía la democracia. ¿Usted dice que Rachel McCleary dice en un libro que quienes no se ponían de acuerdo para esa transición eran el ejército y el sector privado? Yo le digo que conozco ese libro y que es el libro de un extranjero al que le falta información, y si la guerra llegó a ser guerra sucia fue por culpa de todos, oiga, que la guerrilla secuestraba jueces si un guerrillero era consignado al juzgado, la guerrilla secuestraba gente para liberar a los guerrilleros apresados, eso hizo que se fuera formando una guerra sucia, de irrespeto, de normas mínimas, la guerra fue sucia por las circunstancias de una guerra en el contexto de la Guerra Fría y por actitudes de insurgentes y contrainsurgentes, por eso yo hablo de una amnistía para ambos, una amnistía no implica ni restar el conocimiento de los abusos ni regatear reparaciones, pero es necesaria la amnistía para la reconciliación, que si me pregunta si la dignificación de las víctimas no pasa por conocer exactamente qué sucedió le digo, muy bien, cuando haya amnistía, no con la amenaza de juicios, de lo que estoy convencido es de que mientras no haya la certeza sobre la amnistía esa verdad no está para ser conocida.

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“Su Constitución es la Constitución de un mundo bipolar.”

Francisco Beltranena, politólogo próximo al ejército y a Otto Pérez, en alusión a la Carta Magna que Arenales contribuyó a escribir.

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Otto Pérez Molina lo hizo su secretario de la Paz y allí su ritmo no parece frenético: según el portal de transparencia fiscal del Gobierno, a 24 de junio ha ejecutado el 18.31 por ciento de su presupuesto. Los datos disponibles sobre la institución que dirige –sobre su personal, sobre sus avances, sobre sus planes, sobre cualquier cosa– son nulos: hasta hace una semana la página web no mostraba ninguna de la información de oficio que ordena la ley. Recordé lo que me dijo Arenales hablando de otro tema: “Toda ley no hay más que cumplirla”, y también pensé que probablemente ni siquiera estuviera al tanto. No parece alguien muy tecnológico. Lo pude ver cuando me enseñó su celular al despedirnos en su casa.

Ayer la página ni siquiera funcionaba. Hasta ahora, todo lo que se ha sabido de trabajo en derechos humanos por parte del gobierno es que la Comisión Presidencial de Derechos Humanos (Copredeh) está descabezada, que el secretario de la Paz ha manifestado que quiere centrarse en las víctimas (en las actuales más que en las del pasado), que la Corte Interamericana de Derechos Humanos debe ser menos ambiciosa y que los Acuerdos de Paz no pueden ser administrados desde su secretaría y por eso, o se hacen cargo los ministerios, o se aglutina toda la institucionalidad de los derechos humanos (Copredeh, Sepaz, Programa Nacional de Resarcimiento) en una sola entidad: la secretaría o el ministerio de los derechos humanos.

La idea, según Arenales, ya es añeja. Anterior a Orlando Blanco, desde luego.

Hoy diputado, Orlando Blanco, el funcionario que dirigió la Sepaz durante la mayor parte del gobierno de Colom y el hombre por quien el Presidente y la Vicepresidenta sienten una acerba antipatía, rara vez sale bien parado cuando alguien del gobierno habla de él o cuando lo hace alguien próximo al ejército. Pero de momento, salvo algunas acusaciones hasta ahora inocuas –es decir, sin demanda– que Arenales hizo para describir el estado de la institución y justificar el despido del equipo de Archivos de la Paz (que eran muchos, que no cumplían sus funciones, que habían sido contratados en pago de favores políticos, que el dinero de la Sepaz se gastaba en gorras y playeras para la campaña de Sandra Torres), el asunto no ha pasado del discurso. Y aunque hay indicios de que hay detalles ciertos sobre el personal, de momento nadie ha presentado ninguna prueba.

Le pregunté a Blanco qué proyecto creía que tenía Arenales Forno para la institución y su reacción fue de descrédito: “No tiene ninguno o en todo caso el de reducir sus capacidades, como con la dirección de Archivos de la Paz. Su aspiración es permanecer cerca del Presidente. Él está incómodo en la Sepaz”. Sin embargo, Blanco comparte con Arenales la idea de fundir la institucionalidad de la paz y derechos humanos a tal extremo que ambos me describieron el asunto con palabras idénticas: el ámbito de la Copredeh es el más amplio y en el que más posibilidades hay para hacer cosas, pero administrativamente es la Sepaz la que goza de un andamiaje más sólido: si sólo se pudieran juntar ambas…

En todo lo demás, están en desacuerdo. Lo están en la forma de entender la historia del país, sobre todo. Pero también, como es deducible, en su voluntad de defender o de atacar el estado en el que se encontraban las entidades de derechos humanos el día del traspaso de mando.

Arenales Forno cree que la Sepaz y el Programa Nacional de Resarcimiento están podridos, que se han vuelto burocracias grandes y corruptas, con un sesgo ideológico marcado y reivindicaciones trasnochadas, con un mandato de reparar a las víctimas que no es cumplido porque el dinero nunca les llega a ellas. A Arenales Forno le torturaba también la idea de que el trabajo que hacía la dirección de Archivos de la Paz, montada por Blanco, pudiera tener repercusiones penales en contra de los militares en un momento en que el alcance de la amnistía –me dijo– está en duda. Y por eso lo desmanteló.

Estaba convencido de que allí se hacían investigaciones judiciales y me comentó, un tanto desafiante: “Si Orlando Blanco afirma que no se está haciendo investigación judicial, entonces ¿de qué me acusa? ¿Qué investigación estoy parando?”. El asunto, tal y como él lo interpretaba, no era algo de su competencia. Era tarea exclusivamente del Ministerio Público (MP).

Luego, me dio un ejemplo (“sobre el Diario Militar hay investigaciones en el Ministerio Público, y en los juzgados, y hay un proceso en la Corte Interamericana”) y dijo que la ley de reconciliación y la amnistía tenían un objetivo: el cese de las hostilidades. “Eso es lo que yo defiendo. Cuando negociamos en la mesa de negociaciones, ¿usted cree que se hubiera firmado la paz si yo digo en la mesa: “miren, vamos a emitir una amnistía para la insurgencia, y procesos contra el ejército? Entonces a mí que no me vengan a decir que la ley de reconciliación no era una amnistía”.

–Pero ¿es posible la amnistía para crímenes de lesa humanidad? –pregunté.

–Primero, el delito de lesa humanidad no existía en 1996. Cuando se emitió la amnistía en Guatemala no estaba tipificada la ejecución extrajudicial – respondió, aclarando–: (lo cual no quita que haya un asesinato), no estaba tipificada la desaparición forzada (lo cual no quita que haya un secuestro), no estaba tipificado el crimen de lesa humanidad (lo cual no significa que no hubo masacres). Y las leyes penales no son retroactivas. Esta es mi lectura: Hay una amnistía y tiene tres excepciones: genocidio, desaparición forzada y tortura. Sobre la tortura no tengo nada que decir. Sobre el genocidio: no hubo genocidio en Guatemala. Es la postura del gobierno.

Reaccionó así cuando le puse sobre la mesa dos argumentos que me dieron Blanco y Marco Tulio Álvarez, el ex director del archivo, y le pregunté qué pensaba de ellos. El primero era que no se trataba de investigaciones penales, sino históricas, que habían servido por el convenio firmado por la Sepaz y el MP –que Arenales ya se había encargado de rescindir– como “peritajes contextuales” para entender las circunstancias de los casos.

El segundo es que la Ley de Reconciliación ordenaba que la Sepaz le diera seguimiento a las recomendaciones de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU (esa de la que él había dicho hace 15 años: "Tendremos una comisión de la verdad con amnistía y ahora el ejército ha aprendido mejor cómo manejar la verdad”). Y que esa comisión recomendó investigar.

–Yo le contesto exactamente lo mismo. Lo que no hago es investigación judicial. Cualquier organización del Estado está obligada a colaborar con el Ministerio Público. Exista o no un convenio con el Ministerio Público. Todo funcionario público que detecta la posible comisión de un delito tiene la obligación de ponerlo en conocimiento del Ministerio Público. Ahora, lo que yo no soy es investigador del MP. Si el MP quiere hacer investigaciones para determinar responsables de hechos, que lo haga.

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“Todos los países y gobiernos tienen este tipo de personajes, influyentes gracias a su entendimiento de las mejores maneras de que un grupo mantenga su poder. Él es eso.”

Un ex vicecanciller todavía en servicio.

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Recordé entonces un pasaje de un perfil de 1998 sobre Augusto Pinochet en el que el dictador chileno le había manifestado a Jon Lee Anderson, un reportero de la revista New Yorker, que esperaba un gesto de reconciliación de sus enemigos en el Senado. El periodista le pidió que le aclarara el significado exacto de aquellas palabras y el dictador dijo: “La reconciliación tiene que venir de ambos bandos”.

“Sí, pero ¿qué clase de gesto espera usted?”

“¡Un gesto!” –exclamó Pinochet con aspereza, y cuando le repitió la pregunta, explotó: ¡Que pongan fin a los casos! ¡Hay más de ochocientos! Contando los que ya se cerraron, y que ellos volvieron a abrir. Siempre vuelven a lo mismo, a lo mismo.”

El proyecto no era entonces la disputa entre la Memoria Histórica y la Recordación Florida. Eran los juicios.

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“A él le basta con enterarse de la cosa, con tener influencia, con ser él quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apariencia de mando, y, sin exponer su persona, hacer el juego emocionante, el juego tremendo de la política”.

Fouché, el genio tenebroso, de Stefan Zweig

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Arenales no recuerda si él fue verdaderamente el protagonista invisible de la anécdota, y tampoco Mauricio López Bonilla, el visible, pero así me lo aseguró Francisco Beltranena y todos están de acuerdo con que sirve para ilustrar el ingenio del abogado y su proceder en Ginebra. Los condecorados fueron López Bonilla y Francisco Ortega Menaldo. El ejército los felicitaba por haber dado un golpe de efecto.

Eran los años ochenta, cuando viajaban a defender al Estado ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y les parecía un hueso duro de roer. A menudo se presentaban allí denuncias por desapariciones de personas en Guatemala, y el listado resultaba tan largo que causaba sensación. Arenales, al parecer, dijo un día que había cosas que no le cuadraban. No sólo era muy difícil creerse que toda esa gente estaba desaparecida, sino que tenía la impresión de que muchos estaban vivos y en otro lado. O más bien, que habían sido muy vivos.

Comenzaron las búsquedas, y las pistas les llevaban, por ejemplo, a Estados Unidos. En Norteamérica el rastreo no tardó en dar resultados: algunos desaparecidos no estaban desaparecidos: estaban por allí: por amor, o por trabajo, o simplemente porque habían decidido irse de Guatemala.

Le pregunté a López Bonilla si les ayudó a desvirtuar el informe de desaparecidos. Poco. “Como una gota a las 12 del día en el desierto del Kalahari.”

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La insuficiencia de voz (así se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente.

Fouché, el genio tenebroso, de Stefan Zweig

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Un amigo, hoy reportero de una agencia internacional de noticias, le telefoneó quizá por primera vez y después de unos segundos, le dijo:

–Don Antonio, viera que mi teléfono no funciona bien. ¿Podría hablar más fuerte?

No sin algo de sorna Arenales le respondió:

–Si pudiera, encantado.

Hace aproximadamente un cuarto de siglo, cuando era el secretario adjunto de la UCN y, en el tráfago de la campaña para tomar el Congreso, urdía las estrategias y con otros partidos las alianzas, Antonio Arenales Forno recibió un disparo en el cuello. Varias semanas pasó entre la vida y la muerte y sus cuerdas vocales nunca se restablecieron del todo. Lo alejaron de la campaña terapias físicas y operaciones diversas, y también del partido, y el abogado que era el líder apabullante que se prefiguraba tardó casi dos décadas en aspirar de nuevo a un cargo de elección popular. Desde entonces, su voz es asmática y metálica como la respiración de Darth Vader y a partir de ahí escogió sumergirse, ser –como me dijo un diputado de la vieja UCN– “actor entre bambalinas y ya no de primer plano”.

En el salón de su casa, el abogado me negó tres veces saber de dónde vino el atentado y tres veces negó haber sostenido la versión que un conocido suyo, el otro implicado y un conocido del otro implicado me contaron. “Yo creo que fue algo político, por una alianza que estaba intentando y que parte de mi partido no quería”, indicó Arenales, “pero nunca se me hubiera ocurrido decir, a mí, un hombre de derecho, sin pruebas, que fue Mario Taracena”.

Mario Taracena es hoy diputado de la Unidad Nacional de la Esperanza pero entonces tenía en la UCN el cargo de Secretario de organizaciones filiales. Ambos eran jóvenes. Taracena me habló de los problemas que había entre ambos en el partido y me dijo que un día, durante una gira por Quetzaltenango, en Sibilia, Jorge Carpio le advirtió: “Vos, andáte para la capital. Dispararon a Tono y dice que fuiste vos”.

Le habían disparado y lo habían tirado donde los bomberos en la zona 5, prosiguió Taracena. “Allí o en el hospital, sin saber todavía si se iba a salvar, dijo: fue Taracena, si me muero fue Taracena”. “Menos mal que su papá, que conocía al mío porque somos familias de políticos, sabía de dónde venía, hizo sus averiguaciones y llamó al mío y le dijo que no se preocupara, que sabía que yo no tenía nada que ver”. Taracena cuenta que, años más tarde, se reencontraron. Él lo insultó, se puso muy nervioso y se lo quería bajar a trompadas. Arenales le decía: “Mano, fue una broma”. “¿Una broma?”, y seguían los insultos.

“Es un genio como político”, lo definió Taracena, “es de los buenos, como yo, muy astuto. Es centrista y pasional. Pero es muy vengativo”.

Le pregunté a Arenales aquel día en su casa si se considera vengativo porque muchos entrevistados, hombres y mujeres notorios, me hablaban con la condición del anonimato, por temor a su influencia y a su lengua o para no estropear la cordialidad de una relación profesional. "Te puede destruir", me habían dicho. “No lo sé”, respondió, sabiéndolo, “pero creo que si alguien me hace algo, lo va pagar. Nunca me canso de pagar y corresponder a quien me hace un favor, pero no me dejo de nadie tampoco. Mi límite”, añadió con voz de abogado, “la legalidad”.

Si la diplomacia tiene algo que ver con la hermosura de las formas y la persuasión del contenido, si tiene algo que ver con el derecho y la retórica y también con el secreto, entonces Arenales Forno es el diplomático perfecto incluso sin necesidad de estar en el servicio exterior. Su discurso es pulcro, sus argumentos buscan el amparo de las leyes y sus actos, si así lo quiere, pasan casi desapercibidos. Cuando le pidió una reunión, en medio del revuelo, a la Fiscal General del Ministerio Público no lo supo mucha gente en el gobierno ni muchos en la fiscalía. Allí llegó a deslizar con palabras mesuradas y argumentos lo que en otros lugares (que un poco torpemente siente protectores) ha dicho con varias personas presentes en alocuciones tempestuosas.

Exceptuando un detalle.

A Claudia Paz y Paz, la Fiscal General, no le dijo que la quería fuera de su cargo. Le comunicó que el espíritu de la negociación es que hubiera una amnistía, pero que el problema era la Ley de Reconciliación, habló de los modelos de acuerdos de pez de otros países y de que iba a ser muy difícil la reconciliación si las investigaciones seguían adelante. Dijo que todo se iba a polarizar más aún. Bajo la diplomacia subyacía el mensaje. No había pedido la reunión para otra cosa.

Cuando tuve oportunidad, le mencioné a Arenales esta reunión, su disgusto por lo que ella hacía y que le parecía inaceptable. Primero respondió que lo único que podía decir que era cierto era que él defendía la amnistía y que no hubo genocidio, pero que eso era algo que en última instancia resolverían los tribunales. Después repitió uno por uno sus argumentos: la amnistía, la reconciliación, el modelo sudafricano…

“Los intentos de evadir los efectos y los alcances de la amnistía”, me dijo, “en nada ayudan a la reconciliación nacional. En eso creo, lo creo firmemente y lo defiendo”. Y después concluyó, con calma y comprensión: “No ataco ni defiendo por ello a ninguna persona. Defiendo eso, porque creo firmemente lo que negocié en la mesa. Que me individualicen a quién ataco o a quién defiendo está absolutamente fuera de orden.”

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“¡Qué carrera única, realizada casi sin descanso por este hombre que cojeaba de una pierna!”

Talleyrand revolucionario, de Louis Madelin

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Un día de esos, en un despacho oficial, le pregunté a un miembro del gabinete si alguna vez Arenales le había pedido durante un encuentro su apoyo para derrocar a Paz y Paz o al menos para detener los juicios en contra de los militares. El hombre zozobró levemente y me interrogó sobre el encuentro, la fecha, el lugar. Le dije que no sabía ni la fecha ni el lugar exacto, pero que tenía entendido que había sido reciente y le insinué que compañeros suyos del gobierno me habían contado historias similares. Al oírlo el funcionario me contestó que no, que nada, que nunca le había dicho algo así. Cuando le sonreí y le insistí sólo añadió: “No está conforme con el trabajo de Claudia, no le gusta, pero de lo otro no sé nada.”

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“Éste es el último secreto de la fuerza de José Fouché, que, aunque anhela el Poder, la mayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posición; no necesita sus emblemas ni su investidura.”

Fouché, el genio tenebroso, de Stefan Zweig.

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Después de entrevistar a Arenales, hablé con Vinicio Cerezo. El ex presidente no parecía creer que fuera a conformarse con un cargo como el que tiene pues, según recordaba, meses antes el abogado le había confiado que aspiraba a un cargo más alto. Además tampoco le parecía creíble que abandonara la embajada ante la Unión Europea para ocupar la secretaría de la Paz. Hace un tiempo se filtró un cable de 2007 en el que el diplomático estadounidense le preguntaba a Otto Pérez Molina si le daría la Cancillería a Arenales Forno en caso de obtener la victoria que al final consiguió Colom. Pérez lo negó: para él reservaba algún puesto como consejero.

En un correo electrónico le expuse estos hechos al secretario de la Paz. Un día más tarde recibí su respuesta:

“¿Ser Canciller? Si algún día me lo propone un Presidente con quien me identifique afín, será un gusto. Nunca he pedido un puesto específico y siempre he estado dispuesto a asumir el que me han propuesto, al considerar un Presidente que puedo servir al Gobierno y al Estado en el mismo”.

El día de la entrevista le pregunté por qué había aceptado un cargo como el que tiene y me respondió que con este presidente se sentía a gusto para tomar decisiones propias. ¿Era con el que mayor afinidad había sentido de todos? Sí, lo era.

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La larguísima entrevista casi había terminado y el secretario de la Paz posaba para las últimas fotos de Sandra Sebastián, ya a deshoras. Hacíamos bromas sobre la duración exagerada de la charla, que él había atendido con amabilidad descomunal, cuando le dije que conforme avanzaba el reportaje más gente me había comentado, en respuesta a una pregunta mía, que él, Arenales Forno, era un personaje a medio camino entre Joseph Fouché y el príncipe de Talleyrand. Ambos habían sido dos hombres clave de la Revolución francesa, habían sabido moverse, hábiles y traicioneros, para ocupar puestos importantes en los regímenes sucesivos y contradictorios de aquellos años, ambos poco queridos pero ambos muy poderosos, Fouché casi siempre desde la sombra, la seguridad y el espionaje, Talleyrand a menudo en la diplomacia.

Un amigo suyo lo veía como el primero por su capacidad de estar tras bambalinas e influir permanentemente pero como el segundo por sus campos de acción y sobre todo por su ácido sentido del humor. Un antiguo aliado me había confirmado que le encantaría verse como ambos, y resumió: “Es implacable como el primero y oportunista como el segundo”.

Arenales Forno sonrió, cruzó la sala y  dijo: “Me han llamado muchas veces Fouché y Talleyrand. Me gustaría parecerme a cualquiera de los dos y tener tanta influencia.”

 

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Lea las otras dos en "Un Sean Connery poco risueño" y "El conservador laberíntico". 

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