Caravana Migrante: Los centroamericanos que huyen
Migrante: Los
centroamericanos
que huyen
Alejandro García
El 16 de octubre del año pasado, la primera caravana migrante, mientras salía de Esquipulas, ocup...
El 16 de octubre del año pasado, la primera caravana migrante, mientras salía de Esquipulas, ocupó todo un carril en la carretera CA10, de camino a Chiquimula. Ayer, viernes 12 de abril, miembros de la última caravana, avanzaron, todos y todas, en fila, sobre la estrecha banqueta del Puente del Incienso.
Apenas y se ven. Eran, unos 70, como máximo.
El 28 de marzo, la secretaria de gobernación de México, Olga Sánchez a medios mexicanos que tenía información de que una nueva caravana, la llamó ‘Caravana Madre’, se estaba formando en Honduras. Dijo, también, que esperaban alrededor de 20 mil personas. Para entonces ya rondaba en redes una imagen que decía, «Buscamos refugio. En Honduras nos matan». Un grupo de What’sApp también lo anunciaba. La convocatoria era para salir el 30 de marzo, de la Central Metropolitana de San Pedro Sula.
Sánchez siguió diciendo que México no militarizaría su frontera sur y que el gobierno mexicano dejaría de dar visas humanitarias, «Vamos a dar permisos temporales de visitante y de trabajo en la zona sureste de nuestro país», finalizó.
Dada la naturaleza de convocatoria y reunión espontánea de las caravanas previas, era y es imposible predecir su tamaño y población. Llegó el 30 de marzo. Salieron algunos. Claro, no eran 20 mil como se había anunciado antes. «Eran unos 100, 200 a lo sumo», indicó Santiago López, reportero de la cadena televisiva hondureña HCH.
Luego dijeron que la Caravana Madre saldría el 10 de abril. Ahora sí. La Madre fue, al final, una fotocopia de la primera caravana: 3,000 migrantes, aproximadamente. La diferencia es que ya no vemos ese mar de gente. Se mueven en grupitos de 60 personas, más o menos. En octubre del año pasado, por ejemplo, la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala, con una capacidad de albergue de 70 personas, de repente abrumada por la visita de 3,000 hondureños y hondureñas, tuvo que pedir ayuda al Colegio Santa María, al otro lado de la calle, para recibirles. El 11 de abril, para nada sorprendidos por un grupo de 150 que llegó a tocar sus puertas, las y los voluntarios de la Casa, que si bien afirmaron que era una noche movida, no tuvieron siquiera que pedir refuerzos a voluntarios. Había, también, enchufes libres para todos los teléfonos sin carga. Había ropa para todos. Las colchas se devolvían en orden. La quietud era tanta, que desde lejos se podía oír el Padre Nuestro de una madre rodeada de sus hijas, antes de salir.
«Sí ha aumentado el flujo de gente esta semana, pero realmente no estamos esperando un desborde similar al del año pasado», dijo el padre Mauro Verzeletti, director de la Casa del Migrante en la capital.
El padre agregó que mantiene contacto con autoridades migratorias y con la Casa del Migrante en Esquipulas, quienes el 12 de abril, le avisaron que aproximadamente 600 personas habían ingresado a Guatemala, de forma legal.
Caminar dentro de la casa el octubre pasado, era como hacer fila en un banco a fin de mes: a paso de tortuga. El viernes 12, los pasillos estaban vacíos. Caído el sol las personas dormían o cenaban en silencio. Adentro había una quietud sepulcral. «Y hay quienes solo pasaron a comer y salieron, de noche», cuenta Verzeletti.
¿Las caravanas son una especie en extinción?
No. Ellas apenas han adelgazado. Son, pues, la única opción para muchos y muchas.
«Nosotros no podemos pagar un coyote, es mucha plata; nosotros nos sentimos seguras viajando así, en grupo; si no es por la caravana, seguiríamos en Honduras», dijo Leslie Contreras de años 20, originaria de Olancho. Leslie viaja con su hija Elizabeth, aún en pañales.
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Pero no es solo lo económico. La primera caravana, esa que después de mes y medio de camino se estrelló en Tijuana, ilusiona a otros. Si bien caminantes de ese primer éxodo masivo fueron deportados, o siguen esperando su turno en Tijuana, saben que muchos y muchas han cruzado y ahora caminan libremente en Estados Unidos, apenas incomodados por un monitor de tobillo.
«Tenemos confianza en Dios que así, en grupo, vamos a llegar a salvo y vamos a poder pasar», dijo Eriberto Hernández (51), de San Pedro Sula. «Ya vimos que nuestros hermanos pudieron, nosotros también podremos, mientras así lo quiera Dios». Eriberto viaja con su esposa Iris Pérez, su hija Carolina y una vecina, Heidy… «No me acuerdo de su apellido», sonríe. Eriberto, en San Pedro, solía trabajar en un ingenio de azúcar, pero su salario de 2,800 lempiras no era suficiente para alimentar a su familia. Solo en renta se le iba un 75%. El padre culpa al gobierno de esta desventaja. «Es un gobierno muy corrupto, muy ladrón», dice, «no sé por qué no los han metido al mambo, al calabozo, pues».
Pasadas las cinco de la mañana, los poco más de 100 personas que pasaron la noche en la Casa del Migrante, salieron sobre la Avenida de los Árboles, al sonido de pajarillos mañaneros y enfilados hacia la Calle Martí, el Periférico, el CENMA, Tecún Umán, Estados Unidos. Llegando a la entrada de la Colonia Bethania, a eso de las 7, el grupo se mezclaba con las y los trabajadores, también enmochilados. Nadie iba con bandera. Su acento es quizás lo único que delataría su país de origen —y, por lo tanto, su destino—. El mar de octubre es ahora un riachuelo. La Caravana Madre es apenas un riachuelo. Recordemos que esta fue convocada en redes, por WhatsApp; la de octubre fue anunciada en televisión nacional. Y los medios hondureños, señala López de HCH, han dejado de darle cobertura a estos grupos.
La gente sigue saliendo. La gente seguirá saliendo. Las razones son las mismas. El número es quizás irrepetible.
Read lessSimone Dalmasso
La osadía (la odisea) de miles de centroamericanos que, juntos, con la cara al sol, desafiando a ...
La osadía (la odisea) de miles de centroamericanos que, juntos, con la cara al sol, desafiando a su propia suerte, caminaron durante más de dos meses, huyendo de la pobreza, la violencia y la indiferencia de sus países (Honduras, El Salvador, Nicaragua, Guatemala), en busca del "sueño americano".
Los fantasmas de la carretera
La noche avanzada; el amanecer todavía lejano; aire fresco, respirable. La carretera negra aparenta la soledad típica de las cuatro de la mañana. Es una noche como todas, excepto porque miles de personas caminan como fantasmas en la carretera.
El cuadro es engañoso.
Los faros de un carro solitario recién salido del municipio de Arriaga en dirección de San Pedro Tapanatepec, rompen el manto de invisibilidad, y en el horizonte dibujan las siluetas de una familia en camino.
La caravana rompe fronteras. El paso de los miles por territorio oaxaqueño
A pesar del bloqueo policial que atrasó el viaje de un par de horas, los migrantes lograron cruzar la frontera entre Chiapas y Oaxaca, retomando el lento pero constante camino hasta San Pedro Tapanatepec
La fuerza de la masa. El entusiasmo después del susto
Como en otras varias ocasiones, el susto y la preocupación por la posible represión policial dejan espacio a la euforia, pasado el peligro, a la hora de cruzar el puente fronterizo entre Chiapas y Oaxaca
Recuerdos de una caravana que ya no existe
Buena parte de la caravana terminó el viaje en Tijuana. El albergue fue teatro de la última concentración de miles de migrantes y de su sueño de libertad y nuevas oportunidades en suelo estadounidense.
El último refugio para el sueño colectivo
El campo de béisbol Benito Juárez fue el último de los recintos que enmarcaron el sueño colectivo: tal como había pasado en todas las paradas anteriores de la caravana, este diamante fue el campo de concentración para un pequeño pueblo nómada, un microcosmo representativo de buena parte de las desgracias centroamericanas: hondureñas, salvadoreñas, guatemaltecas, nicaragüenses
La vida y las ganas de celebrarla más allá de todo
En el medio de la incertidumbre por no saber cómo cruzar frontera gringa y el cansancio acumulado a lo largo de un viaje de mas de un mes, los catrachos nunca perdieron su actitud vital y desafiante hacia la vida
El puente de la desesperación: acto 1
Gases lacrimógenos contra migrantes. Hombres y mujeres con sus hijos a hombros que claman, desesperados, que les abran la frontera. Jóvenes que, de puro hastío, se lanzan al Suchiate para cruzar irregularmente al otro lado. El puente entre Tecún Umán y Ciudad Hidalgo es un campo de refugiados en movimiento.
El puente de la desesperación: acto 2
A pesar de que la represión policial fue bastante contenida, no faltaron momentos de mucha tensión y pánico, debido al lanzamiento de gases lacrimógenos
El puente de la desesperación: acto 3
Imposibilitados en cruzar la frontera por vía legal, los más intrépidos empezaron a lanzarse al agua del río Suchiate, alcanzando suelo mexicano de “mojados”. La mayor parte de los migrantes logrará alcanzar Ciudad Hidalgo con un poco mas de paciencia y sin tener que nadar, aprovechando el sistema de balsas bajo el puente, a lo largo de los días siguientes
Enfangados en Oaxaca; divididos hasta Veracruz
La caravana se parte al llegar al estado de Veracruz. La víspera, antes de que una tormenta obligase a desalojar el campo de fútbol convertido en albergue, se acordó pernoctar en Donají, en Oaxaca. Pero la avanzadilla no quedó conforme y siguió casi 100 kilómetros más. El éxodo avanza porque no tiene otra alternativa. Un equipo de negociación está dispuesto para hablar con el Gobierno. Quieren que las reuniones sean en Ciudad de México.
Los inconvenientes de un viaje largo y de condiciones de convivencias extremas
Gracias al apoyo de instituciones y grupos de voluntarios, la gran mayoría de migrantes logró conseguir la meta de alcanzar la frontera gringa. Sin embargo, las condiciones extremas del recorrido generaron cansancio y enfermedades
Los primeros retornados
México movió bien sus piezas y apostó por debilitar a la caravana hondureña a través del silencio. Horas y horas de silencio. Las y los migrantes, oficialmente, llegaron a la frontera mexicana el 19 de octubre, al medio día. Pero las puertas no se han abierto. Y veinticuatro horas después, muchos, desesperados ya, abordaban buses de vuelta a Honduras. El éxodo empieza a resquebrajarse.
El engaño, el caos y los muertos vivientes de Puebla
Momento crítico para la caravana migrante. El gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, ofreció la noche del viernes transporte para todos hasta la Ciudad de México. Su propuesta aguantó dos horas. Nadie sabe por qué se echó atrás. Los caminantes, decepcionados y hartos, se rompen. Una parte queda en Isla, estado de Veracruz. La avanzadilla llega hasta la capital. En Puebla, decenas de personas llegan completamente destruidas tras horas subidos en camiones.
La marcha sigue, a pesar de todo
Nuevamente, a pesar de todas las dificultades, la necesidad de mantener vivo el sueño permitió a los migrantes superar cualquier dificultad, recorriendo rápidamente distancias inimaginables al principio de la caravana
Gas estadounidense contra los que tratan de escalar el muro en Tijuana
La caravana se encuentra ya con una certeza: cruzar la frontera de Estados Unidos no es tarea fácil. Decenas de personas tratan de llegar al otro lado. Se topan con el muro y los gases y proyectiles lanzados por agentes norteamericanos. Punto de inflexión para el éxodo centroamericano. Tras la jornada del caos todo puede ponerse complicado.
La fuerza de la unidad
Momento de “impasse” para el éxodo centroamericano. El estadio Jesús Martínez Palillo se convierte en campo de refugiados en la Ciudad de México. Aquí se informa sobre las opciones que tienen por delante. La gran mayoría quiere seguir hacia Estados Unidos y no hay relato terrible que les haga desistir.
El origen del odio
Fake news y racismo institucional son la gasolina que incendia la xenofobia. El domingo 18 de noviembre, un pequeño grupo de tijuanenses y norteamericanos marcharon coreando consignas contra los migrantes centroamericanos. Anunciaron más acciones, pero tienen poco margen de actuación. Habrá que ver si el fenómeno crece en caso de que la situación en Tijuana se pudra.
La vida, siempre, mas allá del obstáculo
Dejada la caravana en Tijuana, frente al muro que separa México de Estados Unidos, lo que queda de la caravana es el recuerdo de una experiencia vital única, un evento histórico, que, por primera vez, visibilizó la problemática migratoria en Centroamérica desde sus protagonistas
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Simone Dalmasso
Era en la naturaleza de las cosas, de todos modos: cada quien tenía claro que el objetivo común e...
Era en la naturaleza de las cosas, de todos modos: cada quien tenía claro que el objetivo común era alcanzar la frontera gringa y que, desde allí, salvo un milagro, todo iba a restablecerse de la forma “normal”, bajo la cínica ley del negocio fronterizo de seres humanos, los coyotes listos para cobrar miles de dólares por persona o las mochilas del narco llenas de drogas a transportar como alternativa. Sobre todo, el concepto fundamental, cada quien volvería a encarar su destino de forma individual, por primera vez después de mes y medio de marcha multitudinaria, sin el abrigo de la colectividad.
Algunos obviaron este dilema y cruzaron la frontera para entregarse a las autoridades estadounidenses, esperando acceder al estatus de refugiado por algún motivo personal; otros prefirieron retrasar decisiones, tomando tiempo, planificando una estancia prolongada en México con un trabajo, para dejar que se calmaran las aguas; otros lanzaron la toalla y retornaron a sus hogares, cargando el peso de la derrota, con aquel consuelo vacuo de regresar a las mismas condiciones de vida de las que se estaban escapando.
El diluvio del jueves 29 de noviembre inundó el campamento de Tijuana, destruyendo el último bastión de la caravana, aquel refugio que, en el transcurso de las semanas, se había llenado de miles de migrantes, niños, jóvenes, adultos y ancianos. Miles de migrantes que pasaban las noches amontonados en pequeñas carpas y los días engañando el tiempo, el hambre y la desesperación.
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El campo de béisbol Benito Juárez fue el último de los recintos que enmarcaron el sueño colectivo: tal como había pasado en todas las paradas anteriores de la caravana, este diamante fue el campo de concentración para un pequeño pueblo nómada, un microcosmo representativo de buena parte de las desgracias centroamericanas: hondureñas, salvadoreñas, guatemaltecas, nicaragüenses. Tal vez, el aguacero del jueves sólo adelantó un final ya escrito, a pesar de que cientos de personas se resistieron en dejar el lugar.
La lluvia se llevó consigo aquella imagen romántica de pequeña comunidad en marcha que se había revelado al mundo con su fuerza y vitalidad. Virtudes vividas con la impetuosidad de gente acostumbrada a no tener nada que perder, a seguir adelante no obstante todo, a renovar su aliento vital frente a cualquier obstáculo.
Read lessAlejandro García
El pasado 25 de noviembre, mientras cientos de centroamericanos burlaban la porosa pared de segur...
El pasado 25 de noviembre, mientras cientos de centroamericanos burlaban la porosa pared de seguridad de los Policías Federales de México y corrían hacia el muro, del otro lado, en San Diego, más de 500 personas se reunían en el parque Larsen Field. La manifestación era parte de la llamada San Diego March in Solidarity with the Refugee Caravan (San Diego marcha en solidaridad con la caravana de refugiados) que fue convocada por más de ochenta grupos de la sociedad civil.
—¡Trump escucha! —decía alguien, en español y amplificado con un megáfono.
—¡Estamos en la lucha! —respondía la gente.
A un costado del puerto de entrada de San Ysidro se veían banderas de México, de Honduras, Nicaragua, Guatemala.
—Let them all in! (déjalos entrar) —alegaba otro grupo, junto al muro.
“No one is illegal on stolen land”, decía un letrero, “nadie es ilegal en tierra robada”. Hasta 1847, tras la intervención estadounidense en México, San Diego, y una buena parte de California, eran territorio mexicano. Hasta 1846 Texas, Nuevo México y la conocida Alta California (ahora California, Arizona, Nevada, Utah, Colorado, Wyoming) eran parte de México.
—La lucha obrera no tiene fronteras —decía un grupo más.
—Aquí estamos y no nos vamos, si nos echa, nos regresamos; su pinche muro se los tumbamos —cantaba, uno más.
“Estamos acá expresando nuestra solidaridad hacia el éxodo migrante y pedimos que se asegure su bienestar, protección y los derechos humanos”, comentó Pedro Ríos, miembro del Programa Fronterizo del Comité de Amigos en San Diego. Ríos también niega por completo la retórica del presidente Donald Trump, al llamar a los migrantes invasores y criminales. También rechaza la militarización de las fronteras, una frontera que Ansie McWay, del Partido Socialista y de Liberación llama “injusta e innecesaria”.
Por otro lado, Steven Eeter, miembro del Otay Mesa Detention Resistance señaló que Estados Unidos está histórica y moralmente obligado a ayudar a estas personas. “Condeno la forma en que mi gobierno ha perpetuado la destrucción, derrocar gobiernos, mantener conflictos armados”, dice. “Si estamos dispuestos a gastar miles de millones de dólares para arruinar sus países y sus vidas, más nos vale estar dispuestos en ayudarlos, en abrir nuestras puertas cuando ellos huyen del caos que ayudamos crear”.
Organizaciones civiles como el Centro Cultural La Raza y el mismo Otay Mesa Detention Resistance cada día reciben más y más víveres en sus instalaciones. Todos los días, ciudadanos de San Diego llenan sus carros con comida, medicina, ropa, zapatos y, algunos, hasta tiendas de campaña y los llevan al otro lado de la frontera, a los diferentes albergues.
Mientras el alcalde de Tijuana, Juan Manuel Gastelum, dijo que no usaría los recursos de la ciudad para ayudar a los migrantes y, más bien, pidió ayuda a las Naciones Unidas. Estas organizaciones sandieguinas continúan aceptando donaciones y llevándolas hasta Tijuana y apoyando a la caravana, junto a los tijuanenses que desde que llegó el grupo a Baja California, han entregado también comida y ropa.
El Otay Mesa Detention Resistance mantiene comunicación con las autoridades del Otay Mesa Detention Center. En el centro de detención muchos de los migrantes que ingresan a Estados Unidos, pidiendo asilo en el puerto de San Ysidro, son detenidos hasta que su caso es procesado y luego son liberados con un monitor de tobillo. Cuando son liberados, usualmente buscan ir a otra ciudad. El Otay Resistance, junto a otras organizaciones civiles, reúne fondos para comprarle a estas personas boletos de bus o avión hasta su destino final, dentro de Estados Unidos. Y muchos de sus voluntarios recogen a los migrantes que salen del centro de detención y los llevan hasta la estación de bus o terminal de aeropuerto.
El humo dispersó a dos marchas
La marcha pro-migrante de San Diego, el 25 de noviembre, llegó hasta el muro. Pronto llegaron agentes del Special Reaction Team de Estados Unidos y más policías armados que dividieron su atención hacia el muro, a los migrantes y a los manifestantes. Si bien los miembros de la caravana protestaban y pedían ordenadamente, la policía de San Diego tiró gases lacrimógenos contra ellos. Y cuando las personas del lado de San Diego intentaban lanzar botellas de agua hacia el otro lado, la policía apuntaba sus armas de balas de goma. “Afortunadamente no dispararon”, dice Rafa Ríos, un fotógrafo guatemalteco residente en San Diego.
“Pedir ser considerado un refugiado y aplicar para ello no es un crimen”, escribió esa tarde Alexandria Ocasio-Cortéz, recién electa congresista de Nueva York. “No fue un crimen para familias judías que huían de Alemania. No lo fue para familias perseguidas en Ruanda. No lo fue para las comunidades que escapaban de la guerra en Siria. Y no lo es para quienes huyen de la violencia en Centroamérica”.
Hasta 25 ciudades en Estados Unidos se han solidarizado públicamente con la caravana migrante. En Nueva York, los manifestantes marcharon hasta el consulado mexicano. En Minneapolis dijeron que “aceptamos a los refugiados hondureños”. En Boston criticaron cómo Estados Unidos removió, en 2009, al presidente electo de Honduras, Manuel Zelaya. Y así, en 25 ciudades, a lo largo y ancho de Estados Unidos, hay también amor para el éxodo centroamericano.
Read lessAlberto Pradilla
“Coyotes hay, y de confianza, los que han pasado a toda la familia. No puedes venir y decir ‘quie...
“Coyotes hay, y de confianza, los que han pasado a toda la familia. No puedes venir y decir ‘quiero un coyote’. Te pueden secuestrar, te pueden babosear, te pueden ver la cara de pendejo, decirte que te va a pasar, les das la plata y te dejan botado. Todo aquí es negocio”. Gustavo Adolfo Trías Gatica tiene 26 años, es guatemalteco y nació como hijo de la migración. Su mamá, también chapina, conoció a su papá, mexicano, en el tránsito hacia San Diego, Estados Unidos. Él era coyote y él fue, precisamente, el que la cruzó al otro lado. Eran los tiempos en los que pasar al gabacho era más sencillo, sin tanto muro que sortear.
Trías Gatica es hijo de una emigrante enamorada de su coyote. Ahora, él mismo carga con su petate hacia Estados Unidos. Si las condiciones de vida en el origen no mejoran, la migración se convierte en carga que pasa de padres a hijos.
Este es el punto al que ha llegado la caravana. La larga marcha de los hambrientos sacó de la clandestinidad a los migrantes centroamericanos. Fueron visibles durante un mes. Caminaron a plena luz del día, en vivo y en directo. Ahora, con Estados Unidos a la vista, se ven obligados a regresar a la ilegalidad. La única vía para cruzar regularmente la frontera es pedir asilo, pero tarda mucho y las posibilidades son exiguas. Queda el recurso de siempre: pagar un guía y encomendarse a la suerte. Como hizo, décadas atrás, la mamá de Trías Gatica.
Quizás por ser hijo de un coyote y una migrante, el joven guatemalteco es muy consciente de sus opciones. Llegado a Tijuana, su plan es regularizar sus papeles, hacer algo de dinero y dar el salto. Tendrá que esperar a que la frontera se enfríe o, ya con documentación en regla, desplazarse a otros puntos que se consideran menos protegidos, como el desierto de Sonora o Tamaulipas. Menos protegidos, pero más peligrosos.
Él podría aspirar a la doble nacionalidad por tener padre mexicano, pero le piden 1,400 pesos (533 quetzales) por el trámite. No tiene ese dinero. Necesita conseguir mucho más para pagar al coyote. Por eso ha acudido a la feria de empleo ubicada a diez cuadras del improvisado albergue y ha rellenado los formularios del Instituto Nacional de Migración (INM). Cuando tenga sus documentos podrá trabajar y obtendrá algo más importante: movilidad. Los agentes de migración no podrán arrestarle si desanda sus pasos. O, al menos, eso dice la teoría, que es ambigua y flexible en la frontera sur de Estados Unidos.
Hasta que ese momento llegue, el joven duerme en una champa levantada en uno de los extremos del campo de refugiados Benito Juárez, antes conocido por ser una cancha de béisbol. Su casa es un plástico negro atado a la verja de metal. Por dentro, cobijas y mantas. En esta zona huele mal, terriblemente mal. Los sanitarios se encuentran a unos 20 metros. El viento empuja hacia aquí el olor fétido de las heces de más de 5,000 personas que colapsan el campo. Ya no es un campamento itinerante. Ahora es un campamento estancado, con aguas estancadas junto a los baños, y seres humanos estancados frente al muro que separa México del “sueño americano”.
Llueve y las tiendas de campaña se inundan y hay que saltar los charcos para llegar a baños inundados de porquería y la imagen es apocalíptica pero no hay otro lugar en el que refugiarse.
“Voy a Estados Unidos. Voy a cruzar como cualquier persona”, dice Trías Gatica. “Como cualquier ilegal”, matiza. Ahí está la clave. “Como ilegal”. Esa es, prácticamente, la única opción. La suya y la de muchos de los integrantes de la caravana.
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Existe un grupo, un pequeño grupo, un minúsculo grupo, que podrá acceder al asilo en Estados Unidos. Pasarán un mes esperando en Tijuana. Atravesarán el paso de El Chaparral. Superarán la entrevista de “miedo creíble”. Serán encerrados. Un juez valorará su caso y podrán hacer su vida al otro lado con una tobillera de vigilancia. Años después tendrán el juicio y sabrán si entran en el selecto grupo de centroamericanos a los que el vecino del norte acoge como refugiados.
Entre el 75 % y el 80 % de las solicitudes de asilo de centroamericanos son rechazadas por el Gobierno de Estados Unidos, según datos de la Universidad de Siracusa.
Trías Gatica ni siquiera aplica para estos casos.
Él sabe que no tiene posibilidades de cruzar así.
Nunca tuvo problemas con la ley, ni los pandilleros le amenazaron. Nadie le extorsionó ni le robó ni le puso una pistola en la cabeza. Hasta llegó a graduarse como perito contador. Trabajaba en un banco, cobrando 2,200 quetzales la quincena. Es decir, 4,400 el mes, por encima de los 2,800 quetzales del salario mínimo en Guatemala. Pero quería aspirar a más. Nadie puede culparle. El origen de su éxodo es haber nacido en el lado equivocado, en Centroamérica, donde uno debe sentirse agradecido por recibir un jornal que al otro lado del muro sería considerado esclavista.
Ser pobre no aplica para pedir refugio.
Trías García lo sabe y por eso quiere hacer dinero para pagar un coyote. Desde que llegó la caravana, los precios se han disparado. Entre 4,000 y 8,000 dólares piden por cruzar. Montos altísimos, como si los migrantes hubiesen sido recogidos desde la mismísima Guatemala.
Ley de la oferta y la demanda. Muchos demandantes, un contexto difícil y pocos coyotes con verdadera probabilidad de éxito. Lecciones de capitalismo aplicadas al negocio del tráfico de personas.
Existen excepciones al dineral que piden por regla general los coyotes. Algunos ofrecen cruzar por 200 dólares, pero únicamente entregan a la persona a migración. Esto sirve para aquellas personas que quieren pedir asilo. Con este pago evitan la fila, de al menos un mes, que aguarda en El Chaparral.
También se habla de los narcotúneles. Dice la leyenda que Tijuana es una ciudad con el subsuelo agujereado como un queso gruyere. Algunos migrantes aseguran haber visto esos túneles. Un hondureño, incluso, afirmaba haberse introducido en uno y obligado a darse la vuelta por hombres armados. En las tardes de albergue, si uno se sienta con un grupo de migrantes, no tardarán en aparecer las historias de mística y épica de aquellos que, supuestamente, lograron cruzar.
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Cábalas al margen, para gente como Trías García, a quienes sus compañeros de travesía conocen como “el chapín” (siempre hay un chapín en todos los grupos), la única opción es pagar un platal. Así que es probable que el joven termine endeudado con algún familiar o, todavía peor, con un prestamista, encadenado a un pago que se multiplicará en caso de que no logren cruzarle.
“Mejor con coyote”, repite, junto a su champa.
A su alrededor se escuchan rumores de que hay un grupo que intentará saltar esta noche. Es martes, 27 de noviembre y son eso, rumores. El campamento, estancado, desencantado, sucio y precario, es el reino del rumor. Creer que alguien se lanzó al otro lado y logró su objetivo forma parte de la estrategia colectiva para alimentar la esperanza. Todos los días se dice que alguien se ha lanzado. Todos los días se especula con alguien que cruzó. Todos los días es un día más atascado en un albergue, con el muro a la vista, con Estados Unidos tan lejos.
También es verdad que todos los días alguien lo intenta.
La burreada: cruzar a Houston con 25 kilos de cocaína
“Vinieron dos personas y me dijeron si había pensado en el plan B. Me dijeron que tenían una opción para mí: la burreada. La burreada es que te cargan con una mochila de droga, te mandan un guía, llevas 25 kilos de pura droga. Puede ser cocaína, piedra, marihuana, aunque más que todo era cocaína. Dijeron que si yo burreaba para ellos, me ofrecían llevarme hasta Houston”. Amílcar, guatemalteco, recibió esta oferta cuando estaba alojado en Mexicali, en la semana entre el 12 y el 18 de noviembre. Protegemos su identidad por motivos obvios. Hablamos de narcotráfico en el país que se desangra por la denominada “guerra contra el narcotráfico”. El país en el que en la última década más de 200.000 personas han sido asesinadas por las guerras entre carteles.
Lo que Amílcar nos cuenta muestra cómo las redes criminales que trafican con cocaína, marihuana o metanfetamina aprovechan la desesperación de los migrantes para lanzarles a la frontera como carne de cañón. El viaje es gratis. Tienes opción de quedarte en Estados Unidos o regresar, cobrar el trabajo (50.000 pesos mexicanos le ofrecieron a Amílcar) y poder lanzarte de nuevo. Pero tiene sus riesgos. Si te agarran pueden caerte penas que van de meses a años de cárcel, más la prohibición de no poder ingresar en Estados Unidos, según la abogada Charline De Cruz, experta en cuestiones migratorias. Si pierdes la mercancía, pueden matarte, según relata Amílcar.
“Me dijeron que iría con un guía. Que eran entre seis y diez días caminando. Que el guía me iba a decir dónde comer, dónde descansar y cuánto tiempo caminar. Si lo hacía bien, de plano me quedaba. Pero si perdía la mochila, pues perdía la vida. Si yo les generaba una pérdida, el que perdía era yo”, relata, ya en Tijuana, convencido de que hizo bien rechazando la oferta.
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Amílcar no quiere ir a la cárcel. Tampoco ha llegado a un grado de desesperación suficiente como para lanzarse al desierto con su mochila de droga a la espalda.
Se lo pensó, y esto es relevante para lo que otros centroamericanos puedan hacer.
Hubo un momento en el que estaba dispuesto.
Un tipo que jamás tuvo problemas con la ley en Guatemala, que nunca consumió drogas, que carece de expediente policial, estaba dispuesto a transportar cocaína para una organización criminal solo para lograr el billete a una vida mejor. Este es el caldo de cultivo de la desesperación, que irá aumentando conforme avancen las semanas.
No sabemos qué debe ocurrir para que llegue un momento en el que se quiebre y acepte la oferta. Sabe dónde encontrarles. Ellos saben que él puede buscarlos.
Por ahora, relata el momento en el que decidió echarse atrás. Explica que viajó junto a otros tres compañeros en una camioneta. Salieron de Mexicali. En un momento determinado, les obligaron a bajar la vista, para que no identificasen el camino. Llegó a un lugar desértico en el que había, al menos, otras 25 personas.
“Me puse la mochila y sí que pesaba. Fui a ver todo el sistema. Ellos decían que no era tan obligado, que querían ayudar. Pero si te agarran, te quedas preso. Me dijeron que me darían un número de teléfono y me ayudarían si acababa en la cárcel, pero nadie te ayuda, no creo que fuesen a responder”, dice.
Explica que era un día de neblina, favorable para lanzarse, que los narcos le intentaban motivar. “Vos sos gallo, vos tenés buen cuerpo”. Pero no lo vio claro. Se regresó junto a otros cuatro. El resto, diez aproximadamente, siguió su camino. Cada burro con su guía. Cada pareja con su mochila con comida y su mochila con droga. Desconocemos si llegaron a buen puerto, si fueron detenidos, si alguno se asustó durante el trayecto y ahora su cabeza tiene precio.
Esta no fue la única ocasión en la que Amílcar recibió una oferta así en Mexicali.
Al día siguiente, llegan otros dos tipos. Él ya estaba prevenido.
“Se te ve que tienes aguante”, le dijeron. “Con nosotros solo caminarás cuatro días. El guía te puede dar droga para que aguantes. Él te dirá dónde drogarte y dónde no. Y si quieres trabajar con nosotros, puedes trabajar”, le aseguraron.
Pero Amílcar tenía claro que ese no era su camino.
Existe un número indeterminado de migrantes que, al contrario que el guatemalteco, aceptaron las condiciones de los narcos.
No tenían otra opción. Carecen de una historia de persecución lo suficientemente trágica o documentalmente probada como para que un juez norteamericano la acepte. Tampoco disponen de dinero como para pagar un coyote, ni conectes familiares que le adelanten la plata.
¿Cuál es el único modo de cruzar a Estados Unidos con guía y sin pagar un dineral? Trabajando para el narcotráfico.
La oferta que Amílcar rechazó, pero que aceptaron otros muchos compatriotas, sirve para explicar cuál puede ser la reacción de los carteles en un contexto terriblemente complejo. Los migrantes escogieron Tijuana por ser el camino más seguro hasta la frontera. Pero esto no implica que Tijuana sea una balsa de aceite. En Tijuana hay una guerra abierta que está ahogando la ciudad en sangre.
A falta de un mes para que concluya 2018, en la ciudad de Baja California han sido asesinadas 2,267 personas.
Con una tasa de 125 homicidios por cada 100,000 habitantes, Tijuana es la quinta localidad mexicana más violenta.
Atentos: los migrantes que huyen de la violencia recurrieron a la quinta ciudad más violenta de México como camino más seguro hacia Estados Unidos.
“Es triste para nuestra comunidad, tenemos unas cifras de asesinatos nunca vistas”, dice Marco Antonio Sotomayor, director de Seguridad Pública de la Municipalidad de Tijuana.
El funcionario explica un panorama de guerra entre tres carteles. Por un lado, los Arellano Félix, conocidos como el cartel de Tijuana, que son los que históricamente han operado en el territorio, el cártel local. Ellos dominaron la zona hasta hace una década, cuando irrumpió el cartel de Sinaloa, entonces liderado por Joaquín “Chapo” Guzmán. Hace cuatro años entró en escena el Cartel Jalisco Nueva Generación. Primero se alió con los locales, pero terminó traicionándoles y abriendo una guerra de todos contra todos.
La sangría que afecta a Tijuana está vinculada, según Sotomayor, a la disputa por los puntos de narcomenudeo.
Los carteles pueden percibir la llegada de migrantes desde dos perspectivas.
Con preocupación, por tratarse de un movimiento que calienta la frontera. Más policía y más control son pérdidas para el narcotráfico. Y los grupos criminales no suelen tener contemplaciones con quienes les bajan las ganancias.
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Como oportunidad. Cientos, miles de personas desesperadas son carne de cañón, mano de obra barata para las operaciones de los carteles. Sotomayor alerta de la “vulnerabilidad” de los migrantes para ser captados, especialmente en el caso de aquellos que consumen drogas.
Hablar sobre México y migración irregular sin mencionar el narcotráfico es perderse una parte importante de la historia. Cuando se cierran todas las puertas legales, la ilegalidad se convierte en el único camino transitable. En los exteriores del albergue Benito Juárez, en la colonia Zona Norte, se han registrado varios tiroteos, todos ellos vinculados con el tráfico de estupefacientes a pequeña escala.
Trabajar para conseguir dar el salto
No sabemos cuántos hombres, mujeres y niños han tomado ya el camino del coyote que tiene previsto tomar Gustavo Adolfo Trías Gatica.
Tampoco sabemos cuántos hombres (las mujeres y los niños están vetados) se aferraron a la vía de la droga, que Amílcar rechazó.
Sí tenemos claro que, para optar a la primera vía, la menos peligrosa, lo fundamental es obtener dinero. Por eso hay decenas de integrantes de la caravana que están en trámite de conseguir un empleo. Sam Rivera Maldonado, nicaragüense de 24 años, y Francisco Javier Andrés Galeas, de 22 años y de Tegucigalpa, son dos ejemplos. Ambos llevan unos días en la cantina Los Mariachis, en el centro de Tijuana, zona de bares que no cierran nunca y lugar en el que todos los vicios están disponibles si uno sabe a quién preguntar.
Rivera Maldonado dice que huye de la situación política de su país, envuelto en un sangriento conflicto desde que el 19 de abril comenzaron las protestas contra el Gobierno de Daniel Ortega.
Andrés Galeas dice que huye de la muerte. Muestra en su espalda la cicatriz de una puñalada. Un miembro de la Mara Salvatrucha (MS-13) lo acuchilló en la colonia Quezada de Tegucigalpa. “Se metieron con mi familia, con mi esposa, querían abusar de ella, yo me metí y me anduvieron buscando hasta que me encontraron”, dice el joven, antiguo integrante de la barra brava de Los Revolucionarios, que sigue al Motagua, uno de los principales clubes de fútbol de Honduras.
Ninguno de los dos soñaba con trabajar en un antro de Tijuana en el que cobran 100 pesos más propinas la jornada nocturna de 12 horas. En quetzales, hablamos de 37 al día, unos 1,100 al mes, muy por debajo del salario mínimo.
Si quisiesen pagar con ese salario los 8,000 dólares que pide un coyote deberían trabajar ininterrumpidamente 4 años y medio, destinando íntegramente todo el sueldo al ahorro para el cruce. No parece factible. Sin embargo, ellos siguen. Ambos duermen en el albergue y, con este dinero, pueden alimentarse y vestirse. Habrá que ver dónde se encuentran dentro de dos meses.
“Quiero pasar al otro lado y darles un mejor futuro a mis hijos”, dice el hondureño. El nicaragüense, a su lado, asiente.
Por el momento, solo unas decenas de migrantes han logrado un puesto de trabajo en la Feria de Empleo, aunque la Municipalidad asegura que hay 4,000 ofertas disponibles. En Tijuana hay trabajo. Se trata de una zona industrial, con maquilas, ensambladoras y diversas empresas. Hay migrantes, sin embargo, que tienen miedo. Creen que si regularizan su situación en México no podrán aplicar al asilo. Por eso trabajan en negro, como Galeas o Maldonado. Otros, como Trías Gatica, saben que no pueden solicitar refugio en Estados Unidos, así que el trámite no les preocupa. Hay mucha confusión en el éxodo a pesar de llevar más de un mes caminando.
No sabemos qué ocurrirá en los próximos días, semanas o meses.
La fuerza del grupo permitió a la caravana de los hambrientos transitar México protegidos del crimen organizado y de las propias autoridades. Llegados a este punto, ese mismo grupo es percibido por muchos como un lastre para dar el último salto, el más importante.
Estados Unidos sigue estando lejos, terriblemente lejos.
Cuando las leyes migratorias se expresan a través de muros o en forma de gases lacrimógenos, los hambrientos y los que huyen solo tienen el recurso de la ilegalidad. Como ha sido siempre.
Read lessAlejandro García
El viernes 23 de noviembre apareció una pequeña caceta de la Organización Internacional para las ...
El viernes 23 de noviembre apareció una pequeña caceta de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) frente al albergue situado en la Unidad Deportiva Benito Juárez, en Tijuana, Baja California. La OIM estaba ofreciendo un retorno seguro y, sobre todo, voluntario, a los centroamericanos que integran la caravana migrante. Pronto, desde la mañana, varias personas se acercaron a preguntar cómo era el asunto, qué tan pronto estarían de vuelta.
No es de sorprender. En cada etapa de la caminata, algunos se han dado la vuelta.
La OIM, fundada en 1951, es la división de la Organización de las Naciones Unidas que brinda acompañamiento a problemáticas de migración. Actualmente tiene presencia en 165 países, incluyendo toda Centroamérica.
Según Juan de Dios Chovarín, representante de la OIM, el proceso inicia tras llenar una hoja de registro con sus datos personales y firmar un documento de voluntariedad. Luego la OIM gestiona con el consulado del país para darle un pasaporte temporal a quienes no tengan uno.
Hasta no obtener la aprobación de los consulados, la OIM, con fondos proporcionados por ONU, no pueden comprar los boletos de avión. Una vez recibida se gestiona el transporte. Es decir, la fecha de retorno depende más de una pronta respuesta de los consulados que de la gestión de la OIM. Ivana Guerra, coordinadora de OIM, añadió que esperan juntar un grupo grande para así retornarlos juntos, en un solo avión.
Mientras se espera la acreditación de los consulados, añadió Guerra, los migrantes que buscan su retorno serán trasladados a un albergue, siempre en Tijuana. “La idea es sacarlos de este ambiente, que estén más cómodos y vean que esto es en serio”, dice.
Para el sábado 24, caída la noche, la OIM había recibido apenas 10 solicitudes. Sin embargo, el encontronazo del domingo pareció motivar a más gente a regresar. Es casi como si la acidez de los gases convenciera a los migrantes de que el paso hacia Estados Unidos es, después de todo, imposible. Al menos ahora. “Se dieron cuenta que no es tan fácil cruzar y que el asilo político es complicado”, señala César Palencia, director municipal de la Atención del Migrante en Tijuana.
—No, yo me regreso porque ya no aguanto —dijo alguien por ahí, en la fila— Pero yo vuelvo a intentar. En tres meses me van a volver a ver por acá.
—¿Vos también te vas pa’ atrás? —pregunta otro.
—¡Ja! ¡No! Yo me voy pa’ allá, pa’l otro lado —responde un tipo regordete, con un vaso de ramen en mano, que señala hacia donde está el muro.
Para Jonathan Canal, 28 años, de Choluteca, Honduras, todo depende de qué tan rápido sea el procedimiento. “Llevo acá ocho días”, dice. “Si en unos dos o tres días ya puedo estar de vuelta, pues me voy. Pero si son unas dos semanas, a lo mejor para ese tiempo ya cambiaron las cosas, entonces me quedo”. En Choluteca, Jonathan trabajaba como pintor de casas. Ganaba 300 lempiras (unos 95 quetzales) al día. Sin embargo, pagaba 6,600 de renta. Para sobrevivir, además, realizaba trabajos de mecánica.
Por esa escasez Jonathan decidió salir. Dejó atrás a su esposa y a una niña de dos años. Dice que durante el viaje le daba tristeza estar lejos de su familia, pero siempre trataba de sonreír y seguir adelante pues sabía que su esfuerzo era para darles una mejor vida. Durante el viaje su esposa le pedía que regresara, pero él decía que no. Pero ahora, todo parece más urgente. Antes de salir, Jonathan dejó pagado dos meses de renta, octubre y noviembre. “Imaginé que para diciembre yo ya estaría trabajando, mandándoles dinero”, confiesa. “Así que mejor me voy y regreso a mi trabajo. A mi esposa ya la están amenazando que la van a correr de la casa”.
Jonathan admite que el resultado obtenido por la marcha del domingo 26 también lo desanima, cuando fueron repelidos por gases lacrimógenos. “Así no vamos a pasar”, reclama. Después de entrevistarlo Jonathan pasó a recibir información en la caceta de la OIM, regresó minutos después. “Me dijeron que el proceso toma unos tres días, pero todavía la voy a pensar”, dice.
También están los que ya tuvieron suficiente. “Ya, ya estoy cansada y se me ha enfermado mi nena”, reclama Rosa González, 36 años, meciendo a su hija de tres. Rosa es parte de la caravana de El Salvador que inició su trayecto el 31 de octubre y cruzó por el puesto fronterizo de Pedro de Alvarado. Rosa es tajante, seria. “Ya ni yo sé qué voy a hacer”, contesta hastiada, sobre las oportunidades de vuelta a San Salvador donde realizaba trabajo doméstico. “Solo quiero descansar”, remata.
“Todo es esperar en la caravana”
A las dos de la tarde, Chovarín anunció que “pronto” llegarían los buses para trasladar a los retornados a otros albergues, donde esperarían la acreditación de sus respectivos consulados.
“Allá vamos a llegar, muchachos, vamos a descansar,” continuó Guerra. “Nos vamos a bañar, a cambiar, nos vamos a poner todos guapos”, añadió con una mueca.
El domingo 25, después de que un grupo de migrantes fuera reprimido por la Border Patrol, desde territorio estadounidense, con gases lacrimógenos y balas de goma, la moral de algunos miembros de la caravana parece haber bajado. Se enteraron de la rudeza de la frontera.
Dilsia Patricia de 36 años, y su marido Carlos Alberto Flores de 32, llevan ya dos semanas en Tijuana, esperando. La pareja salió de Copán, Honduras, junto a la primera caravana. Dice Dilsia que, a veces, tras pagar la renta, no tenían para comer y había días que solo tenían para un tiempo de comida. Carlos trabajaba en el campo, “juntar la milpa, chapear potreros, ordeñar las vacas; lo que sea”, describe. Carlos ganaba 300 lempiras (95 quetzales) a la semana y pagaban mil de renta al mes. Tienen dos hijos, y uno más en el camino. Dilsia tiene dos meses de embarazo. Carlos admite que tenía la ilusión de llegar a Estados Unidos para trabajar, ayudar a que sus hijos terminen la escuela y, posiblemente, construir una casita. “Mi hijo me acompaña a veces a trabajar, es bueno con el azadón. En Dios primero él va a ser mejor que yo en todo”, sonríe Carlos.
Pero después de 15 días empezaron a impacientarse. Se unieron el domingo a la marcha. “A lo mejor pasábamos”, dice Dilsia; sus ojos son ovalados y llenos de lágrimas y su rostro, desinflado por el tedio, la tristeza.
El domingo en la frontera, Dilsia y Carlos corrieron emocionados. Iban de la mano. Siguieron al río de gente. Pasaron por el canal. Vieron Estados Unidos, ahí no más. Pero luego llegaron los policías. Tragaron gas. Huyeron. Tosieron. Lloraron. “Mi mujer casi se me desmaya”, dice Carlos, abrazándola, mientras Dilsia descansa las manos en su estómago apenas cambiado por el embarazo. Y así, llevados por el humo regresaron al albergue. Esa misma noche decidieron volver a casa.
“Pensábamos que ya a estas fechas íbamos a estar allá, que íbamos a pasar las navidades en Estados Unidos”, dice Dilsia. “Y ya los habíamos visto”, sigue, en mención de los trabajadores de la OIM. “Pero ni siquiera lo habíamos pensado, no habíamos pasado ningún problema”.
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Carlos admite que durante el ataque de Border Patrol, temieron por sus vidas. “Traían ellos pistolas; a qué horas nos disparan”, dice. “Mejor irnos a pasar hambre allá a que nos maten aquí”.
También está María del Carmen Mejía, 28 años, madre soltera de dos niñas, de siete y tres años. Las tres vinieron desde Copán, “por la necesidad, por el hambre”, dice molesta. María del Carmen realizaba trabajo doméstico y tenía suerte si recibía 1,500 lempiras (475 quetzales) al mes. “Cuando escuché de la caravana y que iban a buscar trabajo a Estados Unidos, me enloquecí”, admite, “con mis hijas salimos a la carrera. ‘Vámonos, mami, para ir a hacer nuestra casa’, me dijo la más grande”.
A pesar del cansancio, María del Carmen señala que en el viaje iba emocionada. En Mexicali, ya podía sentirse del otro lado. Pero ahora se dio cuenta de lo difícil que es cruzar. “Ya no hay emoción”, cuenta, mientras su hija mayor empuja a la otra en el carruaje, jugando. “Ya queremos ir a descansar. Ya pasamos muchas cosas”.
Pronto dieron las 4:30 y los buses no llegaban. Bajó el frío. Las personas sacaban sus frazadas. Rosa abrazaba a su hija, la cubría con un suéter. A las 5:30, seguían ahí, en la calle, esperando. Fue hasta las 6:00 que Ivana Guerra se pronunció. “Muchachos, necesito de su paciencia”, dijo. “El trabajo logístico y administrativo lleva tiempo. Les pedimos paciencia. Estamos trabajando lo más rápido posible. Ya pronto nos vamos, pero necesitamos de su colaboración. ¿Okey, muchachos? ¿Chicas? Falta esperar un poco más”.
—Todo en la caravana es esperar —dijo alguien atrás, impaciente.
Mientras, unos 30 hombres, de la caravana salvadoreña, recién llegaban al albergue Benito Juárez. Iban rápido, emocionados, preguntaban si hay lugar, que cómo se hace, que a dónde hay que ir.
—Ahí —le contestó uno de los pronto retornados, señalando la entrada—.Te dan un brazalete y entras.
Según Chovarín, tenían ya el transporte listo, pero como debían transportar menores, 13 menores, necesitaban una autorización escrita por la Procuraduría General, lo que estaba atrasando todo.
Una separación innecesaria y el duelo
A las 6:30, los representantes de la OIM dijeron que no tenían un albergue, sino dos disponibles. Eso, sin embargo, significaba enviar a los hombres a uno y a las mujeres a otro. Es decir, separar parejas. Rápido varios se quejaron.
—Pero ¿es seguro? —preguntó uno.
—Es muy seguro, muchachos —contestó Ivana, con megáfono en mano.
—Pero mire, es que mi mujer no quiere que nos separemos —dijo otro.
—Ay, las mujeres. Tan sentimentales. Dile que no se preocupe —contestó Ivana con una media sonrisa vacía de empatía.
Varios hombres buscaron razonar con las autoridades de la OIM. Que iban juntos. Que son familia. Que no se quería separar. Los funcionarios de la OIM respondían que todo era un procedimiento habitual y que pronto se volverían a ver, en el vuelo de vuelta a casa.
A un lado Dilsia Patricia veía todo con temor. Empezaba a llorar.
—Desde que nos casamos, con mi marido no nos hemos separado ni un solo día —señaló, limpiándose las mejillas—. Ni siquiera en el viaje. Si nos daban ride y solo aceptaban mujeres, lo dejábamos pasar. Nos subíamos hasta que alguien nos llevara a los dos. Esto no es justo.
Carlos, más sereno, seguía insistiendo. Preguntaba. Pero mientras los maridos alegaban, mientras Dilsia se secaba las lágrimas, llegó la autorización de la Procuraduría General. Los de la OIM, apurados, empezaron a llamar nombres, a alinear a los hombres de un lado, a las mujeres del otro, y a ignorar las preguntas. La orden fue, hombres de un lado, mujeres del otro. Separación familiar, irónicamente, en tierras mexicanas. Carlos y Dilsia decidieron no salir el lunes. Esperar al martes, para ver si cambiaban las reglas. Si podían mantenerse juntos.
A las siete de la noche empezaron a abordar los buses proporcionados por la Secretaría de Gobernación, del Instituto Nacional de Migración. Los primeros en abordar fueron los hombres. Y tan pronto avanzó el primer grupo empezó un intenso intercambio.
—¡Ahí le llevan saludos a Juan Orlando! —gritan los que se quedan.
—¡Quédense aquí comiendo pues, coches! —responden los retornados.
—¡Culeros, culeros!
—¡Nos vemos allá en unos días!
—¡Vayan a morirse de hambre!
—¡A ver cuánto aguantan ustedes, perros!
Hasta una hora después, cuando la temperatura bajó a los 14 grados centígrados, empezaron a llamar a las mujeres y niños. A un lado una pareja se despedía, llorando.
“Solo ella se va; yo me quedo”, dijo Walter Cruz, soldador, 26 años, de Nacaome Valle, al sur de Honduras, viendo a su esposa, María Granados, de 22.
Ya habíamos visto a Walter y María, cerca de la caceta de la OIM. Parecían solo estar pasando el rato. Durante la tarde permanecieron sentados en la banqueta. Comían. Le aplaudieron a una señora que, a media tarde, empezó a cantar rancheras, con una bocina a cuestas. Mientras se ponía el sol Walter, de gorra roja, empezó a cantar burlón la canción de JOH, es pa’ fuera que vas. “Ya me voy de mi país”, decía Walter. “Aquí no puedo vivir”, respondía María, y se reían, jocosos.
Pero caída la noche se abrazaron. Lloraban.
Walter tenía un pequeño taller en Nacaome Valle. Sin embargo, tenía que pagar la extorsión de las pandillas. Hasta 1,200 lempiras (380 quetzales) a la semana, asegura. Pero a veces no le alcanzaba. Apenas tenían para comer. Un día lo intentaron matar. “A machetazos”, añade. En la sien derecha tiene una pequeña cicatriz, de unos tres centímetros. Y en sus manos, otras líneas blancuzcas de cuando se defendió del asedio. “Por eso decidimos salir”, dice. “Le dejamos mis hijas a una prima de mi esposa. Pero les está pegando. Un día hablamos con ellos y nos dijeron eso. Por eso…”
Su esposa haciendo fila lo llama para darle un último beso. Walter corre, se quita la gorra en reverencia y toma el cuerpo de su esposa. Sus labios no se separan por casi un minuto. Regresa sin aliento.
“Pues sí. Por eso ella va de vuelta, a cuidarlos”, dice, ahogando la tembladera de sus labios. “Yo me quedo. Quiero ver cómo me tiro para allá. No le dije nada a ella. Se va a preocupar”.
A las nueve todos habían salido, de vuelta a Honduras, ante los aullidos de los que se quedan y la mirada dudosa de Jonathan Canal, de Choluteca. “Todavía no sé si irme”, dice, apenado.
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“Corrimos todos. Algunos cruzaron. No los agarraron. No los vimos salir. Luego llegaron y nos dis...
“Corrimos todos. Algunos cruzaron. No los agarraron. No los vimos salir. Luego llegaron y nos dispararon. A mi me alcanzó en la pierna. Nos pusimos a correr, regresamos, pero eran muchas las balas de salva y de gas que nos estaban tirando”. Liz Ramírez es guatemalteca, de Retalhuleu. Puso un pie en Estados Unidos. O en territorio considerado estadounidense. Logró pasar por un agujero que algunas personas abrieron en una de las vallas, cerca de la antigua estación de tren de Tijuana. Le obligaron a dar la vuelta a base de disparos de bala de goma y botes de humo. Muestra la herida, un rasguño, y un agujero en el pantalón. Huele a gas. A un kilómetro, decenas de personas están siendo gaseadas por la Border Patrol. Otra vez. Todo es caos alrededor de la frontera.
Liz Ramírez volverá a intentarlo, aunque no sabe cómo. Ahora, por el momento, duerme en el albergue, preparando el próximo intento. A eso ha venido, a cruzar a Estados Unidos y un disparo de bala de goma no le va a echar atrás.
Las leyes migratorias no permiten que la caravana cruce. No, al menos, del modo en el que ellos quieren. Esto también fue así al entrar en México, pero la militarización de esta frontera no tiene nada que ver con Chiapas.
La caravana de los desesperados choca con el muro que divide México y Estados Unidos y con la realidad: llegar hasta aquí en grupo fue un éxito, continuar como contingente es imposible. No hay salida colectiva viable. Se abre un escenario incierto. Algunos intentarán pedir asilo siguiendo las normas, conscientes de que es un proceso largo, difícil y con el riesgo de terminar deportados. Otros se quedarán en Tijuana, trabajando o esperando una oportunidad para cruzar irregularmente. Y muchos harán como ya hicieron sus padres, tíos, hermanos, primos: contratar a un coyote, endeudarse por muchísimo tiempo y tratar de dar el salto cuando la frontera se enfríe.
Esta es la crónica de la jornada en la que la caravana chocó con la valla, con Estados Unidos, con las leyes migratorias y con su propia capacidad de éxito. Han comprobado que no habrá compasión, que, al otro lado, en la tierra de la opulencia, no importa a cuántos familiares te han matado, si temes que la Mara Salvatrucha o el Barrio 18 te peguen un tiro o si solo comes uno de los tres tiempos. No habrá piedad para los hambrientos.
La historia de la caravana no ha terminado, pero es posible que los sucesos de este domingo hayan marcado un antes y un después para todos.
“Primero Dios”
9:12 de la mañana. El campamento se despereza. Toca marcha, pero primero, como siempre, filas para desayunar y asearse. Los desplazados y los pobres tienen que hacer fila para todo.
El jueves, en asamblea, tomaron la decisión de manifestarse. Escogieron el domingo para evitar molestias a los trabajadores tijuanenses que cruzan a Estados Unidos. San Ysidro, de 22 carriles, es la frontera más transitada del mundo. Que se cierre, aunque sea unos minutos, son pérdidas para Tijuana y el gran miedo de sus vecinos. Más argumentos para la campaña mediática que un pequeño sector xenófobo está desarrollando contra los migrantes.
Al momento de comenzar la marcha no había plan. Únicamente recordaban la experiencia del jueves, cuando una avanzadilla se concentró durante horas en el espacio entre la frontera terrestre de El Chaparral y la de San Ysidro. Pasaron casi un día frente a una barrera de policías que protegía un callejón sin salida, el acceso a un parqueo. Pero ellos no lo sabían. Creían que al otro lado de los uniformados había algún paso fronterizo. Hay momentos en los que la candidez de los hambrientos produce ternura y dolor al mismo tiempo.
Durmieron en la calle y regresaron al albergue.
Ahora, el grupo ha decidido que va a marchar. Pero hay gente que carga con sus mochilas, con sleeping y todo. Esa gente cree que hoy va a dormir en Estados Unidos y no hay nadie que pueda hacerle cambiar de opinión.
Antes de las diez de la mañana se inicia la caminata. Son unos 500. La mayoría, por lo tanto, ha optado por quedarse en el albergue y evitar lo que pueda ocurrir en la frontera.
Muchas de las pancartas llevan mensajes religiosos, algunos con versículo y todo. “Dios hizo el mundo sin fronteras. Exo2. Dios es bueno”. “Si Dios con nosotros, quién contra nosotros”. “Jesús dijo yo soy el camino y la verdad y la vida y nadie viene al padre sino por mí”. Si alguien pregunta a los caminantes qué harán cuando Estados Unidos cierre a cal y canto, todos mencionan al santísimo. “Primero Dios, Donald Trump nos permitirá cruzar”. La épica del camino los lleva a considerarse una especie de Moisés en nueva travesía por el desierto. La fe mueve montañas, pero no abre puertas. Estamos a un par de horas de comprobarlo.
Hormigas por el canal
10:29. La Policía Federal mexicana interpone un retén de antimotines al paso de los migrantes, al inicio del puente que conecta con el paso de El Chaparral. A la izquierda, el canal de Tijuana. Al otro lado, el muro, la barrera, la valla. Ese monstruo de metal que divide a ricos y pobres.
Durante una hora, el grupo se mantiene ante los policías, obediente. Cantan el himno hondureño (lo intentan con el mexicano, pero nadie se lo sabe), dan vivas a Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, agradecen el apoyo mexicano y se impacientan. Quieren cruzar y los uniformados se lo impiden. “Queremos pasar de forma pacífica”, dice un tipo con megáfono. “Pasar de forma pacífica” es un modo de decir que su voluntad es cruzar de todos modos, que por favor se aparten, que no quieren confrontación pero que tampoco se van a dar por vencidos porque un destacamento de uniformados les corte el paso.
Aquí se produce uno de esos momentos épicos, de inteligencia colectiva, de la imparable rebeldía de este enorme ejercicio de desobediencia civil que es la caravana. Como en Aguascalientes, entre Honduras y Guatemala, cuando se instaló un retén policial y los caminantes se tiraron a los cafetales. Como en el puente Rodolfo Robles, entre Guatemala y México, cuando los agentes mexicanos cerraron el paso y la marcha se convirtió en el abordaje del río Suchiate.
Encuentran un punto ciego. Un lateral menos vigilado. Rompen el cordón.
Los policías protegían el puente. Los migrantes caminaron bajo el puente.
Hasta ahora, siempre han encontrado un punto ciego por el que cruzar.
Desde lo alto se les observa. Son un reguero de hormigas corriendo hacia el puesto fronterizo. Se concentran en el medio, en un pequeño puentecito dentro del canal, y luego se expanden, corriendo, siempre corriendo. La frontera de Estados Unidos está a unos pasos y han logrado sortear la enésima barrera policial. No saben que lo verdaderamente difícil, el muro infranqueable, está todavía delante. Por eso, corren felices, esperanzados, entusiastas. Estamos ante uno de esos momentos en los que el éxodo de los hambrientos parece el desfile de los héroes más derrotados del mundo.
El grupo cruza bajo el paso peatonal de El Chaparral. Ya están casi. Un tipo, de la mano con su pareja, da saltos de alegría. Ya estamos, muy cerca. Hay mujeres que cargan con sus hijos, jóvenes con la mochila al hombro, tipos entrados en años, adolescentes imberbes. Corremos hacia la frontera como alma que lleva el diablo, como si nos fuera la vida en ello. Es un hecho. Nos va la vida en ello.
Ahí llega la primera frustración. Los antimotines mexicanos, que minutos antes habían sido desbordados, se recomponen. Y forman una barrera y expulsan a la avanzadilla, la que estaba cerca de alcanzar Estados Unidos.
El grupo da la vuelta.
Y sigue corriendo.
Llegamos al parqueo, al lugar en el que cuatro días antes habían permanecido durmiendo. Ahora no hay tanta policía. “Son muy pocos, avancemos”, grita alguien. Dicho y hecho. Cerca de cien personas desbordan a los agentes. Avanzan hacia ningún lado. “¡Esto es México!”, grita un antimotines. Tiene razón. Llegamos a un lugar en el que hay una gran verja y, detrás, todavía territorio mexicano. Era un callejón a ninguna parte y el grupo ha tenido que desbordar a los policías para comprobarlo.
Todo está desparramado. Ya no hay marcha sino un intento desesperado de encontrar un punto ciego en el muro.
El pequeño grupo avanza y luego se ve obligado a retroceder. Estamos en el acceso al parqueo, entre los cruces de El Chaparral y San Ysidro. Tierra de nadie que no lleva a ningún lado. Algo ocurre. Policías y migrantes se enfrentan, cuerpo a cuerpo. Unos, golpeando con sus escudos. Otros, tratando de escapar. Todo es confuso. Cuando la bola de gente se dispersa, nos encontramos con una familia deshecha. No han sido golpeados, pero están aterrorizados. El marido mira con miedo a los policías. La esposa llora, abrazada a una de sus hijas, que también llora. La otra hija, que tendrá dos o tres años, también llora. A su lado, varios hombres y mujeres con casco, chaleco y armas. Ellos no lloran.
Entre los golpeados está Eduardo Antonio Ávila Escoto, de 40 años, de Tegucigalpa. Cuenta que él mismo fue policía. “El enfrentamiento se dio porque me empezaron a golpear a mí. Me agarraron a patadas, y yo le decía al policía que no me pegara más, pero el siguió hasta que me tiró al suelo”, dice horas después, expulsado por otros policías de las inmediaciones del muro.
Un policía hondureño que huye de su país golpeado por policías mexicanos y gaseado por policías estadounidenses.
La zona fronteriza ubicada junto a San Ysidro es un lugar caótico. Pasan unos minutos del mediodía. Hay gente junto a la valla. Otros, subidos a unos trenes antiguos. Pasan varios helicópteros, vuelan muy bajo. Al otro lado de la verja, policías y militares estadounidenses. Han lanzado gas contra territorio mexicano y volverán a hacerlo. Aferrados a la verja, un grupo de centroamericanos repite sus argumentos, inagotables ante la adversidad: “no somos delincuentes. Queremos trabajar. Por favor, abran el paso”. La política fronteriza no entiende de sentimientos ni de nobles razones. Está la valla que separa a ricos de pobres y las leyes que refuerzan esa separación. Ante uniformados, barrera y helicópteros, no hay lugar que simbolice mejor cómo esa gran potencia que es Estados Unidos se blinda, temerosa, de este ejército de los derrotados, de hombres, mujeres y niños que suplican un trabajo.
En varias ocasiones caen gases lacrimógenos. Algunos migrantes, pocos, responden con piedras. Son una minoría y se llevan la reprimenda de sus compañeros.
A pesar de la fe y la voluntad del intento no lograrán cruzar. Quizás alguno. Según una periodista de Buzzfeed, unos 30. Ya hay 30 migrantes más en Estados Unidos que podrán solicitar asilo. El resto seguirá intentándolo.
Finalmente, la policía mexicana evacúa la zona.
—Warning, this is a federal restricted area—, decía una voz robótica desde las bocinas del paso de San Ysidro, y luego en español. —La entrada o movimiento no autorizado más allá de este punto resultará en un arresto, procesamiento y posible aplicación de fuerza.
El cruce fronterizo era la imagen de la desproporción.
A esa misma hora estaba prevista una marcha en California de apoyo a los migrantes. No fue muy concurrida. Agentes de Customs and Border Protection (CBP) cerraron el paso hacia Estados Unidos y exigieron a las personas que manifestaban en Larsen Field que se retiraran. “For your own safety, you should go”, decían. La escena era como la de un tiroteo: calles vacías, sirenas, luces parpadeantes, silencio. A cierto punto, antes del mediodía, hasta cuatro helicópteros rodeaban el área. Dos de CBP y, por primera vez, dos militares.
Armas de guerra para los que huyen de una guerra no declarada.
Entre las personas que son obligadas a abandonar la frontera se encuentra José Hernández, de San Pedro Sula, en Honduras. Es joven, apenas llegará a la veintena. Lleva una venda en la mano. Relata que estaba de los primeros, que logró pisar territorio americano, pero que le obligaron a darse la vuelta. “Regresen para México. Les voy a disparar”, dice que le amenazó el agente. “Hablaba en español. Nos disparó. A una persona le dio en una pierna”, afirma, mientras es empujado por policías mexicanos.
Son las 13:00 horas y parece que el intento colectivo ha fracasado.
Todavía volveremos a respirar el gas lanzado por Estados Unidos.
El último ataque
“Soy mexicano. Ustedes están invadiendo nuestro espacio aéreo, están lanzando bombas de humo en nuestro territorio. Ellos no están violentos. Por favor, déjennos convencerlos de que se retiren. Pero eso que están haciendo está muy mal. No deben hacerlo”. Sergio Camal es activista de Ángeles Sin Fronteras, un grupo de apoyo a los migrantes. Avanza hacia los miembros de la Border Patrol que le apuntan con sus armas. A su espalda, un grupo de centroamericanos. Todos hombres. Todos jóvenes. Todos enfadados.
Son las 13:43 y los uniformados han gaseado una y otra vez el canal que atraviesa Tijuana. Tiran sus proyectiles directamente a territorio mexicano. Pregunto a varios policías pero me dicen que es el aire, que hay margen, que no pueden hacer nada. Así que agentes estadounidenses tienen derecho a disparar armas no letales contra territorio mexicano.
Camal ha logrado tranquilizar los ánimos. Ya ninguno de los jóvenes lleva piedras en sus manos. Cubren su rostro, pero por el gas. Huele mucho a gas. Es posible que alguno de estos jóvenes estuviese, hace un año, huyendo de los proyectiles de la policía hondureña. El 26 de noviembre se cumple un año de la reelección de Juan Orlando Hernández y las protestas contra lo que buena parte de la sociedad hondureña consideró un fraude.
Ahora, sin embargo, estamos en el canal, y ya no hay intentos que valgan. La mayoría de personas se ha retirado y enfila el camino de regreso al albergue. Derrotados, gaseados, algunos golpeados y, sobre todo, decepcionados.
Otros, sin embargo, siguen ahí. Se ha corrido el rumor, otra vez los rumores, de que una niña ha muerto en la embestida policial. Así que hay un pequeño sector que se quiere cobrar venganza. Son 15, 20 jóvenes. No llegarán a lanzar una piedra. De repente, a las 13:44, los agentes de la Border Patrol comienzan a disparar balas de goma, bombas aturdidoras y gases lacrimógenos. Son 15 segundos de disparos. Frente a ellos había, al menos, una decena de periodistas. Todos corremos y, una vez que aspiras esos gases, es casi imposible respirar. El gas te ciega y tienes ganas de vomitar, mientras peleas contigo mismo por una miserable bocanada. Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano, resulta herido. Un proyectil le alcanza en la cabeza y él sangra, aunque se mantiene consciente.
Mientras esto ocurría, un grupo de mexicanos manifiesta contra los migrantes. Son pocos, muy pocos, según reconoce Deyanira Meléndez, una de las organizadoras, que se encuentra junto a un grupo de centroamericanos explicándoles por qué deben abandonar Tijuana. Sin embargo, son los suficientes para lanzar un ataque contra un grupo de migrantes. El Ayuntamiento de Tijuana asegura que la Policía Municipal arresta por una riña a 36 migrantes, todos ellos hondureños. También a otros 16 mexicanos.
Brian Oquelín Nuñez, de 26 años y de Tegucigalpa, es uno de los arrestados. Llama, asustado, desde el interior de la celda. Dice que los policías les dijeron que iban a protegerles, a escoltarles. Que ellos les creyeron. Asegura, promete, jura que no atacó a nadie. Está previsto que se abra un proceso judicial. La acción de acercarse a la valla y los intentos de cruzar a la vista de todos pueden tener sus consecuencias.
Esta es una lección importante: tal parece que México quiere migrantes clandestinos, que crucen con coyote, a escondidas, como cruzan los mismos mexicanos.
El éxodo centroamericano no termina por los gases o el muro. No hay gases ni muro que ponga fin a la voluntad de estos seres humanos que, cuando saltan una barrera policial, parecen indestructibles. Está por ver cómo evoluciona la dinámica de la caravana.
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— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 25 de noviembre de 2018
Policías alejan a migrantes de la línea fronteriza con gases lacrimógenos. pic.twitter.com/JBslmAtJLq
Alejandro García
Desde la noche del miércoles se escuchaba en el albergue Benito Juárez que un grupo de migrantes ...
Desde la noche del miércoles se escuchaba en el albergue Benito Juárez que un grupo de migrantes quería realizar un plantón en el cruce fronterizo hacia Estados Unidos, para generar presión. “Pero de forma pacífica”, decían.
Algunos miembros de la caravana están varados en Tijuana desde hace dos semanas, y la gente sigue llegando. Las personas ya casi no caben en el centro deportivo. Todo el estadio de béisbol, graderíos incluidos, está ocupado por casas de campaña y carpas improvisadas.
La desesperación va en aumento.
Mientras tanto, en San Diego, la U.S. Customs and Border Protection confirmaba, mediante un comunicado de prensa, que realizarían un “ejercicio” de preparación en el puerto de entrada en de San Ysidro. “Los viajeros deberán esperar demoras mínimas de procesamiento”, decía el comunicado y aseguraba que no duraría más de 10 minutos.
El jueves a las 10:30 se confirmó la marcha. Casi de forma impulsiva, quizás instigada por la lluvia que afectó el campamento desde la madrugada hasta las 9 de la mañana.
“A las once los quiero ver a todos afuera”, dijo Carlos Alfredo López, con megáfono en mano, afuera del centro deportivo. “¡Vámonos, vámonos!” Y la gente vitoreaba, como si el grupo estuviera a minutos de pisar territorio californiano.
López afirma haber llegado a Tijuana hace apenas unos días, pero dijo que ya no quería seguir viendo a las mujeres y niños abandonados en el piso. Por eso, tomó las riendas de la convocatoria. “Hoy es un buen día para nosotros”, insistió López. “Hoy es el día del pavo en Estados Unidos; es un día de dar gracias y ser solidarios. Eso nos puede ayudar”.
Las instrucciones eran empacar, reunirse afuera, caminar todos montados sobre un carril camino al puente —banderas, mujeres y niños primero —y “establecerse” como dijo López. “Es mejor dormir allá porque nos van a estar viendo”, dijo. “Ahí nos vamos a quedar hasta que se arregle algo”.
“Vamos a hacer champitas al puente”, dijo alguien atrás, mientras un ventarrón acarreó un olor amargo y hediondo hasta el grupo. La fetidez de las letrinas, llenísimas de orines y heces, ubicadas a un costado de la tercera base del campo, llega a veces hasta el jardín central y los graderíos continuos.
A las 11:15 el grupo de unas 150 personas está afuera, esa pequeña columna finalmente avanza. Mientras, el alambre de púas, en manos de soldados estadounidenses, empezaba a tintinear.
Tan pronto el grupo llegó a la Avenida Alberto Aldrete, a un costado de la Vía Internacional, el tráfico empezó a acumularse. Si bien las y los migrantes iban sobre la acera, los carros disminuían la velocidad por precaución, o porque conductores, con teléfono en mano, grababan a los caminantes.
La gente de la marcha estaba ya muy cansada.
Como Wildmer Martínez, de 32 años, vestido de traje, camisa blanca, corbatín negro y pantalón de vestir, quien a penas un día antes había conseguido trabajo como vigilante en una farmacia. “Ya somos muchos allá”, dice, cargando sus cosas, “además, la gente sigue viniendo; ni modo que la gente se va a quedar afuera”. Contrario al rostro afligido y exasperado de otros miembros de la caravana, Wildmer parece más bien sereno, esperanzado incluso. Quizás por la reciente oportunidad que obtuvo en la feria de empleo ubicado a pocos metros del albergue. Durante la feria, el vigilante con diez años de experiencia, encontró ofertas para trabajar como vendedor en una zapatería y una pulpería, pero decidió regresar a su antigua profesión, que ejercía en Roatán y en San Pedro Sula. La noche anterior se podía ver a Wildmer, tallándose el traje que le había dado su nuevo empleador; su elegancia era imperdible, cegadora. “Vamos a ver qué pasa”, dijo, siempre sonriendo. “Si pasamos, pues bueno, si no, mi primer turno empieza hoy a las cuatro”.
Pero, a las 11:46, cuando la marcha empezaba su descenso sobre el puente El Chaparral, se toparon con un muro de Policías Federales. El grupo se detuvo. Un helicóptero gris revoloteaba en el cielo.
Abajo del puente se ubicaban antimotines y, detrás de ellos, una fila más de policías con material para generar cortinas de humo. “Estamos acá para resguardar el orden y la paz pública”, señaló el agente Luis Gabriel Aragón. Y eso fue todo lo que dijeron. Atrás de él, a menos de un kilómetro, los autos de camino al cruce fronterizo empezaban a acumularse.
Llegado el medio día, un segundo helicóptero negro, sobrevolaba el área.
—¿Es de ustedes? —preguntan a uno de los federales.
—¿El negro? Nah. Es de los güeros.
Pronto, la primera fila de federales se hizo a un lado, sin embargo, obligaron a la marcha a girar hacia la calle de su izquierda. El grupo quería avanzar, ir al frente, sin saber que al final de esa calle no había vuelta; era un callejón sin salida.
Pasada la una de la tarde, con la marcha de repente rodeada de policías, algunas personas empezaron a sentarse, acostarse, a jugar fútbol, mientras los líderes negociaban el paso. Representantes de Grupos Beta —una organización que ofrece protección a migrantes —instaban a la gente de la marcha a que buscara trabajo en la feria de empleo aledaña y a pedir una visa humanitaria.
Jesús Nestor de 26 años, estaba molesto, “no nos pueden dejar allá en el albergue, todo el tiempo”, decía. Nestor dejó a esposa e hija de tres años en Santa Bárbara, Honduras, y admite sentirse cansado y triste por no ver a su nena. “Cuando hablo con ella me pide que vuelva y ni modo, me dan ganas de llorar”, dice, “pero son más fuertes las ganas de darle un mejor futuro, por eso agarré la caravana, por eso vine a Tijuana rápido, hace quince días, y por eso quiero pasar”.
Algo similar pasa con Xiomara Chirinos, 29, de La Ceiba, Honduras. Está preocupada porque piensa que dormir al aire libre por más tiempo puede afectar seriamente la salud de su hija de tres años. “Y pienso también en las otras madres y sus hijos; muchos se han enfermado”.
Carlos Ochoa, uno del grupo de colombianos que se unieron a la caravana en Ciudad de México, afirma que ha tenido problemas para dormir. “Y anoche la lluvia nos afectó muchísimo”, dice. Ochoa, hasta el año pasado trabajaba en una empresa. Durante nueve años fue ingeniero de lácteos, hasta que esta empresa, en Medellín, vendió la franquicia y despidió a una buena parte de sus empleados. Sobrevivió un tiempo con su indemnización y con lo último que le quedaba de ella, unos mil dólares, compró un boleto a Ciudad de México, también con ganas de ir a Estados Unidos. Una vez allá, a tiempo que pasaba la caravana, él y otros colombianos se unieron a los caminantes.
Las niñas y los niños empezaron a jugar frente a los policías. Se reían con ellos. Pedían chócales.
Por ahí, entre la multitud apareció también Paloma Zúñiga, mejor conocida como Paloma for TRUMP, con una gorra roja de Make Tijuana Great Again y transmitiendo en vivo. Paloma se autodefine como una activista y se jacta de haber obtenido la ciudadanía estadounidense de forma legal, sin embargo, vive en México. Esta no es nuestra vida diaria en Tijuana”, dice, mostrando a la gente con su cámara, “no es justo que estén causando tantos problemas a nuestra ciudad y quieren causar más en Estados Unidos”.
Al final del día el video tenía más de mil reproducciones y más de cuatro mil comentarios, algunos diciendo que las Naciones Unidas y George Soros estaban detrás de la caravana y otros sugiriéndole al ejército de Estados Unidos instalar minas terrestres pues “no queremos a esas cosas acá”.
Un haka y luego a comer pavo
Los carros sobre el cruce migratorio, a unos diez minutos a pie, formaban una masa metálica que ronroneaba y se extendía varios kilómetros dentro de México, sin avanzar. Varias personas, que no alcanzaban a ver el relajo adelante, salían de sus carros, se subían al capó. Bufaban.
—You better call your sister; we’re going to be late — dijo algún asomándose por la ventana de su camioneta.
Ya en la frontera, la vista era apocalíptica. Unos doscientos oficiales fortachones de U.S. Customs and Border Protections (CBP) con armas de alto calibre. Rifles, pistolas de electroshock, esposas, cascos militares, varios cargadores, llenos todos. Pistolas de paintball. Todos serios. Todos inmóviles. Todos con lentes oscuros y chalecos antibalas.
El ejercicio inició antes de las dos de la tarde, con bombas de humo que subía por los bloques de concreto y a través del alambre de concertina. Mientras, el helicóptero negro de antes circulaba el área. Después que se disipó el humo, los agentes, simplemente se quedaron ahí, parados, en silencio, pasando su peso de una pierna a otra.
A las 2:05, la segunda fila de CBPs, quienes llevaban escudos y cascos antimotines se retiró.
—Nunca en mi vida había visto algo así — dijo un reportero local.
Y el helicóptero seguía revoloteando.
La rutina de los CBPs se parece, por ratos, al haka de los maorís. Ambos son, después de todo, ritos de guerra. Los maorís incluyen gritos, cánticos, gruñidos y aplausos rítmicos con tal de intimidar al oponente. El de los CPBs se basa, más bien, en la frialdad. Pero también busca amedrentar.
“Es una forma decir, ‘estas personas no son como nosotros y no pertenecen aquí”, señala Chris Méndez Ramírez, originario de San Diego y estudiante de un doctorado en Ethic Studies de la Universidad de California. Chris, además, ha realizado estudios en migración y la militarización de Estados Unidos. “Se trata de fabricar miedo”, continúa, “y una manera de demostrar hacia los estadounidenses y tijuanense que nosotros tenemos todo bajo control, que nuestra tierra no será invadida por estos ‘otros’”, concluye.
El mismo presidente Donald Trump escribió en su cuenta Twitter, el miércoles 21, que había muchos criminales en la caravana y que “We will stop them — Los detendremos”. Horas más tarde autorizó a las tropas usar fuerza letal en la frontera sur.
Chris continúa diciendo que es importante, siempre en estas pláticas, mencionar las causas de estas movilizaciones, “como el largo legado del imperialismo estadounidense y la complicidad de México”, sentencia.
A las 2:20 una voz proveniente de los edificios atrás dijo: “The excercise of CBP has been completed”. Y se liberaron los primeros carriles. De un costado emergió un levanta cargas a empujar algunos bloques de concreto para dar ingreso a más carros, mientras soldados con alicates cortaban el alambre de púas para habilitar carriles adicionales. El ejercicio terminó afectando el ingreso hacia San Diego por más de media hora en el día más festivo para los Estados Unidos. Incluso el ingreso peatonal fue detenido mientras duraba el acto.
Sin bien el ejercicio fue confirmado la noche del 21 de noviembre, la CPB no ha negado o confirmado que el simulacro haya estado relacionado con la movilización o la presencia de la caravana en Tijuana.
De vuelta a las calles aledañas, el grupo cayó rendido. Algunos, empezando a sentir el frío de fin de año, se cubrían con mantas y ponchos. Las niñas y los niños seguían jugando con los policías, chocando los carruajes, brincando. Mientras avanzaba la tarde los Policías Federales de México también se fueron retirando.
Al anochecer, varios migrantes, rendidos, regresaron al albergue, asoleados y sin aliento. Al tiempo que los primeros hondureños, de la segunda caravana, que salió de San Pedro el 30 de octubre, llegaban, casi trotando, a sumarse al ya hacinado albergue.
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“La gente buena es bienvenida. Esos cabrones, les das un pinche taco y te dicen...
“La gente buena es bienvenida. Esos cabrones, les das un pinche taco y te dicen que los frijoles son para puercos. ¿Qué es eso, cabrón? Yo he durado semanas comiendo frijoles. Y a veces, ni eso. Soy trabajador, tengo mi familia, tengo mis hijos, tengo que proteger a mi familia, mi tranquilidad”. Ramiro Rosales pasa la cuarentena y habla a gritos. Pelo rapado, playera de tirantes, cuerpo tatuado. Camina rápido, en la cabeza de la marcha antimigrante celebrada en Tijuana el domingo 18 de noviembre. No han dado las once de la mañana y ya avanza, paso ligero, tono agresivo, consignas patrióticas.
“No a la invasión”, se escucha a su alrededor, entre banderas mexicanas.
“Ojalá que no haya violencia, pero estoy preparado para lo que sea. No quiero que se mueva mi sistema de vida. Es parcial, pero hay tranquilidad. Esa gente no viene en buen plan. ¿Qué es lo que no entienden ustedes?”, dice, sin apartar la vista del frente.
“¡Viva México!”, gritan los manifestantes.
Tras Rosales, que va el primero de la marcha, caminan unas 300 personas. También hay muchos periodistas. Hay que dar dos pasos hacia atrás para dimensionar el alcance de esta protesta. Tampoco son tantos. Hacen ruido, pero hay gente paseando, los mira y se da la vuelta. Entre los que manifiestan hay tipos rapados con pinta de ultraderechistas y uniformes militares (con playeras de un grupo denominado DefenSSores 1911, con referencia explícita a las SS nazis), unos pocos hombres que cubren su rostro con máscara o pañuelo, familias de clase media, media alta, que residen en Las Playas, una de las zonas exclusivas de Tijuana, gente con apariencia de gringo y que se expresa en inglés. “Hay grupos norteamericanos”, confirma Francisco Castillo Fraga, subdirector de Tránsito de la Policía Municipal.
Aquí están los manifestantes del odio y han asomado la cabeza en Tijuana.
Son los que dicen no tener nada contra los migrantes, pero exigen su deportación en juicio sumarísimo; los que les llaman delincuentes e inventan delitos que imputarles; los que exigen que entren de forma legal, pero ignoran que este era el único camino para alcanzar de forma segura la frontera de Estados Unidos; los que tienen miedo de hombres, mujeres y niños exhaustos, hambrientos, pobres y enfermos; los que llaman pandilleros a las víctimas de las pandillas; los que no se dieron cuenta de que “ejército de los derrotados” solo era una metáfora.
Esta es la minúscula semilla del fascismo, del odio al diferente, del pisar al que está por debajo.
Este grupo, pequeño pero ruidoso, intenta sembrar odio en Tijuana, una ciudad migrante y orgullosa. Una ciudad levantada por migrantes, iguales, igualitos, a los que ahora ellos quieren echar a patadas.
Al borde del mediodía, los descontentos con los pobres caminan hacia las inmediaciones del albergue, donde cientos de hondureños, guatemaltecos y salvadoreños descansan, asustados. Chocarán con la barrera de antimotines, gritarán consignas atroces, delirantes, xenófobas, y se marcharán por donde han venido, sin dejar heridos.
Hay que observar en perspectiva las expresiones de odio.
En el área metropolitana de Tijuana residen casi dos millones de personas.
A la manifestación antimigrantes acudieron unas 300 personas.
La idea de que el éxodo centroamericano genera violencia, que sus integrantes son desagradecidos o que suponen un problema para los mexicanos no solo la comparten los 300 manifestantes. La sospecha se ha extendido a través de una red de noticias falsas y videos descontextualizados. Existe un caldo de cultivo para que, si la situación en Tijuana se pudre, la próxima vez los 300 xenófobos se conviertan en 3,000.
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Tijuana es ciudad de acogida y migración y dejarse seducir por el discurso del odio sería rebelarse contra su propia naturaleza.
Sin embargo, su situación es complicada. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, cerca del 60 % de los tijuanenses vive en situación de pobreza. Además, el índice de asesinatos está disparado. Los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública señalan que Tijuana tiene una tasa de homicidios de 125 muertes violentas por cada 100.000 habitantes. Esto le convierte en la quinta ciudad más violenta de México, un país que se desangra desde 2006, cuando el entonces presidente, Felipe Calderón, inició la “guerra contra el narcotráfico”.
En Guatemala, Honduras y El Salvador se mata mucho, muchísimo. Según estos datos, en Tijuana se mata todavía más.
El discurso del odio crece en lugares en los que sus ciudadanos se sienten desamparados.
“A México le gustan los frijoles”
“En Facebook hay publicados videos donde se quejan de los frijoles, de que los ponen a barrer. ¡Por todo se quejan! Se quejan más que un mexicano. No se me hace algo justo”. Lizbet Jiménez se encuentra en la manifestación del domingo contra los migrantes centroamericanos. Exhibe un cartel en el que puede leerse “A México le gustan los frijoles”.
Esta rebelión del frijol es la parte más absurda de la reacción chovinista.
El origen está en una nota publicada en Deutsche Welle. En ella, Miriam Celaya, de Honduras, se queja de la alimentación, dice que es “comida para chancho”. El video se hace viral. Y de lo que alegaba una mujer en un momento determinado se pasa a establecer una tesis: los centroamericanos rechazan los frijoles, son desagradecidos, tienen que marcharse de México.
La mujer se arrepiente de sus palabras. Ahora, en el campo de refugiados instalado en la unidad Benito Juárez de Tijuana, le hacen bullying y le condenan al destierro. Le acusan de haber encendido los ánimos en contra de su comunidad. Otra vez, linchar al más débil. Al que se equivoca. No hay grupo inmaculado y aquí todo el mundo ha sufrido mucho.
El frijol es parte de la dieta básica en Centroamérica. En Honduras se utiliza, por ejemplo, para la baleada, uno de los platos más conocidos de la gastronomía catracha. Pero eso a Lizbet Jiménez le preocupa poco. Lo que le molesta, dice, es que se quejen. Prefiere a los migrantes silenciosos. Los pobres que no molestan, los que aceptan su pobreza con resignación, sin levantar la cabeza. Mejor los haitianos, asegura, que se integraron sin problemas.
También ella tuvo que integrarse. Llegó de Guerrero a Tijuana hace 15 años. Pero ella es mexicana. Y otro cartel a su lado dice “los mexicanos primero”.
Los mexicanos, primero. America first. Arriba los frijoles.
México y el trumpismo norteamericano en una glorieta de Tijuana.
La lista de agravios que enarbolan los pocos mexicanos que odian es extensa y se basa en medias verdades, abiertas mentiras o descontextualizaciones como el caso de Miriam Celaya. No solo la compran los manifestantes. Se están convirtiendo en frases hechas en casi cualquier conversación en Tijuana o Mexicali. Dicen que entraron en México de forma violenta, obviando que los que trataron de cruzar el puente Rodolfo Robles de forma legal están ahora confinados en Chiapas o deportados.
Aseguran que se han producido asaltos, sin prueba alguna que lo sustente. Según la secretaría de Seguridad Pública de Tijuana, en la última semana fueron arrestados 57 integrantes de la caravana. Solo uno lo fue por robo. Sustrajo un pantalón en una tienda. Va a ser deportado. El resto, o fumaron mota o bebieron alcohol en la calle. Faltas menores que se utilizan para limpiar los alrededores del albergue y justificar deportaciones.
Hablan de “invasión” por el video de un centroamericano, uno solo, que asegura que 30,000 compatriotas “tomarán” Tijuana y “acribillarán” a quienes se opongan a su presencia. Ni en todas las caravanas se llega a esta cifra de caminantes, pero hay decenas de páginas webs que repiten cifras adulteradas como munición para los racistas.
No es que estos hombres y mujeres antimigrantes sean más crédulos que el resto. Es otra cosa. Tienen fe. Creen en lo que quieren creer. Noticias como la del frijol o el hondureño que promete “acribillar” tijuanenses solo confirman la idea que ya traían de casa. Creerían cualquier teoría o supuesta noticia que lo reforzase.
Donald Trump ha colocado su pequeña pica en el Flandes tijuanense.
“Primero nuestros pobres”
“He mirado en videos que viene gente agresiva. Dicen que el 70 % son varones que vienen agresivos, que no han recibido la ayuda de una manera adecuada. Exigen que les den pizzas, sodas. Aquí en México hay necesidades. Tenemos a los hermanos de Nayarit, que fueron invadidos por una tormenta. Aquí hay colonias muy pobres en Tijuana que merecen ser urbanizadas. (Enrique) Peña Nieto es un incompetente. Este es el sexenio más violento en México, y en Tijuana el año más sangriento”, dice César de León, de 25 años y propietario de una empresa de publicidad. Él es uno de los participantes en la marcha contra la presencia de migrantes convocada el domingo a través de grupos de Whatsapp y Facebook. En estos grupos se lanzan proclamas racistas y se amenaza con salir a cazar migrantes. Por suerte, ha quedado en eso, en mensajes bravucones.
“Debían llegar con orden, como llegaron los haitianos. Ellos son muy distintos. ¿Por qué no se van a Juárez o a Chihuahua? ¿Por qué llegan? Tenemos demasiados problemas. No es rechazo a la migración, sino a esta avalancha”, dice Olivia Velásquez, de 48 años y fabricantes de muebles.
“Entraron como búfalos e irrumpieron en nuestro país con violencia. Causaron daños, fueron agresivos, son malagradecidos porque se les brindó un techo, no lo quieren, quieren determinada comida, determinada bebida, quieren cocacolas. Han agredido a los tijuanenses”, dice Guadalupe de Anda, de 63 años, que “nació en Tijuana, morirá en Tijuana y está dispuesta a luchar por Tijuana”.
“Hay demasiados delitos que se cometieron contra la soberanía mexicana. No solo se está invadiendo el territorio nacional, hemos tenido amenazas de ser acribillados y de ser superados en número. Hablan de 30,000 hondureños, hablamos del tema de integridad territorial”, dice Deyanira Meléndez Hinojosa, de 54 años, investigadora universitaria y que pide que el Ejército actúe inmediatamente para detener y deportar al éxodo centroamericano. Días después me envía un mensaje con una noticia en la que presuntos miembros el Cartel Jalisco Nueva Generación, uno de los que opera en Tijuana, da un ultimátum a los centroamericanos para abandonar el municipio. Ella se quejaba del crimen, pero parece desando de que sus criminales ataquen a los de fuera.
El miércoles, esta misma mujer anuncia que inicia una huelga de hambre exigiendo el retorno asistido de todos los migrantes. ¿Hasta cuándo? “Hasta que se resuelva”, dice.
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Hay una proclama que resume la posición de los participantes en la protesta del domingo: “Primero nuestros pobres”. Repetimos. “Pri-me-ro-nues-tros-po-bres”.
Quien dice eso no sufre necesidad. Se ubica fuera de la miseria, en el grupo de los pudientes, ajeno a quien sufre penurias. Primero, mis pobres. Los de mi propiedad. Los míos. Esos que puedo tener controlados y con los que practico mi caridad cuando tengo a bien aliviar un ratito su carencia. Los que mantienen el statu quo. Ellos, pobres. Yo, en el otro lado. Como Dios manda.
Quizás algo que enfade a este pequeño grupo de tijuanenses y estadounidenses que odian es que los migrantes hayan salido de la clandestinidad. Quizás estos centroamericanos estaban mejor calladitos, en manos del coyote, jugándose la vida, desaparecidos, esclavizados, asesinados.
Cuando alguien comienza una frase diciendo “no soy racista, pero...” a punto de lanzar una proclama racista.
En el albergue los migrantes están recluidos y un tipo, tras las rejas, dice que ya tenían suficiente violencia en Honduras. Los que odian no ven ni escuchan ni les importa que este tipo que parece encerrado en una cárcel con un cartel en el que agradece el apoyo a México.
Un wannabe castrense
“Como los migrantes no están armados, vamos a estar con pistolas de paintball, cartuchos de sal y balas de goma para repeler las agresiones, porque son personas muy violentas, muy agresivas. Hay manera para entrar a México con su documentación legal”. Iván Riebelling es uno de los tipos que ha adquirido notoriedad en este rebrote ultra. Es un hombre musculoso, pelo rapado, ropa militar. Camina como mando entre tropas xenófobas. Se presenta como presidente y fundador de algo que ha bautizado pomposamente como “Cuerpos Diplomáticos de los Derechos Humanos”. Lleva una placa de metal colgada del cuello con este nombre. En Amazon, por 87 quetzales, puedes comprar tu propia insignia policial. Seguro que si desembolsas algo más puedes crear una identificación a tu medida. No parece que Riebelling estuviese contento con su credibilidad. En algún momento de su rocambolesca carrera como parte del Cuerpo Diplomático de los Derechos Humanos, incluyó en sus documentos el logo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Es un tipo particular, este Riebelling, que se ha puesto al mando de las tropas xenófobas sin que nadie le haya llamado. No es uno de los convocantes de la protesta. Tampoco tiene gente detrás, más allá de su imagen de militar. Pero queda bien a cámara, se presenta como autodefensa y dice que va a organizar retenes en el exterior de Tijuana. Tiene su minuto de gloria.
“Ya empezaron con asaltos y robos a comercios. Empezaron a insultar a los mexicanos y a quemar la bandera. México es un país muy respetuoso con su bandera. Después de una acción, hay una reacción”, dice.
Nadie quemó banderas mexicanas, pero existen videos en los que aparecen presuntos centroamericanos quemando banderas mexicanas.
“Vamos a establecer autodefensas, que no estaban hasta ahora. Esperamos unas 5,000 personas, entre locales y foráneos”, asegura, antes de comenzar la marcha.
Según informaciones de la prensa local, Riebelling es un hombre con reiterados problemas con la ley, tanto en México como en Estados Unidos, de donde ha sido deportado.
Un mexicano devuelto por Estados Unidos convertido en el enemigo de migrantes centroamericanos que quieren emigrar irregularmente a Estados Unidos.
El historial delictivo de este hombre es amplio: armas ilegales, amenazas a periodistas, acusaciones por secuestro y violación.
A pesar de todo, se presenta ante la marcha antiinmigrates como líder de orden, organizador de autodefensas, dispuesto a realizar arrestos ciudadanos y entregar a los centroamericanos al Instituto Nacional de Migración.
Son las 13.00 horas y la marcha se ha plantado ante el albergue. Hay un grupo que quiere la confrontación, la caza del diferente. Han chocado con la barrera de antimotines pero la cosa no ha pasado a más. Si uno viste como fascista y se comporta como fascista y lanza proclamas fascistas, ¿cómo puede ser clasificado?
Riebelling se pasea entre los suyos. Los que dice que son suyos. Medio centenar, algo más, de exaltados.
“Hay que empezar a detener esa fuente de migrantes, para que no tomen fuerza. Ellos van a atacarnos con palos y piedras. Nosotros no vamos a usar armas letales, las tenemos, pero no las vamos a usar”, dice.
“A mí me das una R-15”, responde una mujer, entrada en años, excitada.
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“Ellos ya tienen armas. Las traen desde allá. Entraron con armas porque es su herramienta de trabajo. Con esas ahora están capitalizándose, asaltando y robando”, reitera el hombretón musculado. Hace algo más de una hora me había dicho lo contrario, que los centroamericanos no llevan armas, pero ahora está crecido ante su tropa y tiene que presentar al “enemigo” como terrible amenaza.
“Hijos de su puta madre”, dice la señora.
Entre los que escuchan a Riebeling se encuentran Alexander Backman, un youtuber que asegura que puede predecir los sismos. Lleva gafete de prensa, pero grita a los policías como un manifestante más. Junto a él, Paloma Zuñiga, una activista mexicano-estadounidense, cuyo perfil en Facebook, Paloma for Trump, no deja lugar a la duda.
Todo esto es muy extraño.
“Estamos exigiendo, por parte de la ciudadanía, a las autoridades de migración, que hagan un censo y una deportación”, sigue Riebelling. “Lo que quieren es hacer desmanes. Siempre ayudamos a la primera caravana, con mujeres y niños (esta es la primera caravana, pero Riebelling lo ignora). En la segunda y la tercera vienen maleantes, Mara Salvatrucha, grupos radicales de otros países infiltrados. Vienen armados porque han estado asaltando y robando. Vamos a tomar mañana las casetas de cobro de Tecate, Rosarito, Playas de Tijuana y El Chaparral”, afirma.
Al día siguiente, nadie acudirá a estos puntos.
Veinticuatro horas después, el tipo vuelve a la carga. Se presenta, en un mensaje de Whatsapp y otro video de Twitter, como “comandante y jefe Cobra”. Cobra. Como la película de Sylvester Stallone. Como el líder de una organización terrorista del universo G.I.JOE, los muñequitos militares norteamericanos. Hace llamado “a formar parte de las autodefensas internacionales y defender a las familias tijuanenses”. Convoca, nuevamente, ante la caseta de Tecate.
Tampoco nadie, ni siquiera él mismo, aparece.
Una heroína de barrio en medio de la xenofobia
En medio de conversaciones xenófobas, cuando decenas de personas gritan “hondureños, no los queremos” y luego aseguran no ser racistas, aparece otra de esas heroínas que esta caravana nos ha regalado. Se llama Susana. Doña Susana. Doña Susana la heroína de la colonia Zona Norte, el barrio en el que se instala el albergue. Se trata de un territorio pobre y estigmatizado, con fama de peligroso. Se dice que aquí se ubican algunas de los puntos de venta de droga en la ciudad fronteriza que nunca duerme. También los prostíbulos. Los ricos no quieren a los pobres en sus playas de ricos. Así que los migrantes han sido instalados aquí, a pocos metros del muro que separa México de Estados Unidos, en una de las zonas, supuestamente, más peligrosas de Tijuana.
Aquí es donde vive doña Susana, que a las 15.00 horas está a punto de darnos una lección de vida.
Lleva rato observando a los manifestantes. No conoce a ninguno, así que no son de aquí, de donde es ella, del barrio en el que le saludan en los abarrotes. Uno puede decir que pertenece a un lugar cuando la señora de la tienda de toda la vida te fía la cuenta. Doña Susana es de la zona Norte de Tijuana.
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“Todos tenemos derecho a prosperar”, dice, tras plantarse ante la línea de antimotines.
Ella no es como los demás manifestantes. No mira a los policías, sino a los civiles que tiene delante. Les dice que no tienen derecho a tratar así a los migrantes. Les recuerda que muchos de sus hermanos también viajaron a Estados Unidos.
Se marcha, casi linchada, por el grupo de exaltados.
Ahí en la esquina les espera otra mujer. No quiere dar su nombre, dice que es chef y que su marido es salvadoreño. “Mis hijos, mitad mexicanos, mitad guanacos”, dice.
Es una mujer de piel oscura, malhabladota, muy directa.
“¿Cuántos de ellos pagan impuestos?”, dice a gritos. “Vivimos en una ciudad de violencia, da coraje por ver cómo tratan a los demás. Esta gente solo quiere pasar. Quiere una vida mejor. ¿Qué problema tienen?”
Ambas mujeres observan desafiantes al agresivo grupo que quiere golpear migrantes. Ese es su barrio. Que no vengan desde Playas a decirles quién es bienvenido.
Horas después tendrán un último gesto de grandeza, protegiendo a dos guatemaltecos que, despistados, casi son linchados por la turba de mexicanos que odian.
* * *
Estados Unidos cerró el puente de San Ysidro el lunes 19 de noviembre. Ocurrió durante dos horas, de madrugada, mientras reforzaba ese enorme despliegue de seguridad sinsentido. Pero generó intranquilidad en Tijuana, con una economía que depende del cruce fronterizo. Los carros que tienen problemas en el tránsito, tanto en el lado mexicano como en San Diego, en Estados Unidos, reciben una excusa: “es culpa de los migrantes”.
Así se siembra el racismo desde las instituciones.
Así se extiende la sospecha en una ciudad que vive de la frontera.
“No me atrevo a calificarles de migrantes. Son una bola de vagos y marihuanos”, dijo el alcalde de Tijuana, Juan Manuel Gastélum, cuando los centroamericanos eran apenas unos cientos. En 2019 se celebran elecciones. Por primera vez, este miembro del derechista Partido de Acción Nacional podrá ser reelecto.
Así es como se prende el odio al diferente.
“A la secretaría de Seguridad Pública de Tijuana, que inicie un padrón con individuas que exhiban estereotipos y topografías de tatuajes que los señalen como militantes de alguna pandilla de las ya identificadas públicamente”, pide el Comité Ciudadano de Seguridad Pública de Tijuana.
Así se generalizan los estereotipos y se convierten en base para la persecución.
Para solicitar asilo en Estados Unidos hay que esperar cerca de un mes. Cientos de personas se van a quedar en este cuello de botella. Tijuana es acogedora, pero hay funcionarios de migración que culpan a los migrantes de los embotellamientos en la frontera, un alcalde que alimenta los prejuicios racistas y grupos ultraderechistas que llegan desde San Diego. Habrá más videos, más fake news, imágenes sacadas de contexto y propaganda xenófoba. Como ha aparecido durante toda la caravana.
La diferencia es que la situación en Tijuana puede deteriorarse. Ya no hay otro lugar hacia el que caminar. El agua, cuando se estanca, se pudre. Los migrantes comienzan a impacientarse. Se escuchan rumores sobre posibles intentos de protestar ante el puente. Esa sería su perdición, si quieren ganarse el favor de los tijuanenses. Quienes alimentan las fake news y el discurso del odio lo están esperando. Da la sensación de que nadie lo hubiese previsto.
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—Ramo a la una —dijo el padre Diego Flores, traído desde Argentina, mientras una de las nuevas es...
—Ramo a la una —dijo el padre Diego Flores, traído desde Argentina, mientras una de las nuevas esposas amenazaba con lanzar el ramillete comprado apenas unas horas antes—. Ramo a las dos —y las mujeres atrás se impacientaban—.
—Ramo a las tres.
Las flores blancas superaron al padre, a una pequeña pared de periodistas y las manos de varias mujeres saltarinas se apresuraban a atraparlo. Cayó al suelo. Codeaban y empujaban por él.
Alguien, entre el torbellino de piernas y espaldas, estiró, triunfante, su mano empuñando el ramo medio deshojado.
—Así nunca me voy a casar —se lamentó una más, fingiendo un enorme puchero.
—Yo me caso contigo, amiga.
Y ambas se abrazaron.
El pasado sábado 17 de noviembre la fiesta más grande en Tijuana fue en el Enclave Caracol, un espacio comunitario y punto de reunión y apoyo para migrantes. Frente al Museo de Cera, el Enclave empezó a llenarse de colores entrada la tarde, a eso de las tres, mientras las novias se arreglaban en el segundo nivel. Por ahí había una bandera de arco iris, por ahí un altar improvisado, por ahí flores. Otros miembros de la comunidad LGBTIQ, que forman parte de la caravana, revoloteaban cerca, emocionados. El clima era tibio, pero el aire de noviembre empezaba a calar. Y a pesar de lo frío, el vestido de la gala era minifalda.
“Nos vamos a casar porque así tenemos la seguridad de que, una vez estando del otro lado (en Estados Unidos), no nos van a separar las autoridades”, cuenta Isaac Gutiérrez.
Isaac, hasta el sábado, era el novio de Helen Sánchez; ambos, padres de Shalom Gutiérrez Sánchez, de dos años. La pareja recién se enteró que Helen estaba esperando un segundo bebé que, según los cálculos del padre, nacerá en julio.
“Somos una familia, siempre lo hemos sido, pero queremos tener la oportunidad de tener un respaldo legal para cuando estemos en Estados Unidos”, continúa Isaac, con el pelo engominado y ya vestido de camisa y saco. Su sonrisa es inquebrantable. Voltea a ver hacia adentro del Enclave, como impaciente. “Es que se está arreglando, Helen. Ya la quiero ver”.
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Pero el respaldo legal que Isaac y Helen, y las otras parejas, esperan haber obtenido a partir del sábado, gracias al apoyo de la iglesia del Larger Fellowship, parece frágil. O, más bien, quebradizo.
Leslie Takahashi, una de las reverendas que oficializó las bodas, explicó que la unión que ellos ofrecen consiste en brindar una unión religiosa, a través de su iglesia, que actúa de forma independiente. Y esperan que las autoridades que reciban a estas personas lo tomen como el compromiso religioso que representa. “No es un documento legal —aclara— pero es más que algo simbólico; sabemos de matrimonios que ahora están en Estados Unidos solamente con un monitor de tobillo”. Es una boda sin efectos legales.
El padre Diego Flores no dio declaraciones porque teme que su congregación en Argentina se entere y lo rechace.
Mar Cárdenas, la organizadora de las actividades, cuenta que las bodas fueron casi una coincidencia. “Coincidió nuestra actividad social del mes con la visita de la caravana”, señala. “Y cuando se enteraron que venían varios reverendos con nosotros, nos propusieron lo de la boda”. Entonces el equipo de la Church of Larger Fellowship se movilizó para planear la ceremonia, comprar flores, un pastel, el mismo Mark fue el encargado de conseguir los anillos; los padres entrevistaron a las parejas sobre sus creencias religiosas y así, se formó la actividad.
Cuando lo poco es una gran esperanza
Mientras iniciaban los preparativos, una de las parejas esperaba inquieta frente al Enclave. Adrián Eneuterí, de 29 años, originario de la Ciudad de México, y Nati Vanegas, de 18, de San Pedro Sula, Honduras. Nati es transexual, viste de minifalda roja, tacones y top negro; su cabello cubre la mitad de su rostro y apenas deja ver sus labios pintados de naranja fosforescente, el mismo naranja que aparece suavizado en los labios y mentón de su novio.
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Adrián vio por primera vez a Nati en Ciudad de México, pero no fue hasta que llegaron a Playas de Tijuana, a finales de la semana antepasada, que hablaron. “Me gustó mucho ella; me impactó y le pedí una fotografía”, cuenta Adrián, tímido. “Y así empezamos a hablar”. Nati, a su lado sonríe apenada. Su relación lleva menos de un mes.
La pareja está tomada de la mano.
Adrián agrega que no había considerado migrar a Estados Unidos. Le interesaba, más bien, viajar para conocer la experiencia. “Pero luego la vi y…”.
Nati fue fuertemente discriminada en Honduras, fue golpeada y agredida en muchas ocasiones. Su familia, incluso, la apartó de su hogar. “Ya no sos de acá”, le decían. Fue entonces que, a inicios de octubre, decidió salir de casa, sola: una de las aproximadamente 80 personas de la comunidad LGBTIQ que viajan con la caravana. Es un grupo que poco a poco se fue formando, creciendo de ciudad en ciudad, confiando en la importancia de permanecer cerca, una vez juntas y juntos, no se despegaron. Nati, en San Pedro, trabajaba en una taquería de camión y le gustaba picar carne. Sus favoritas eran las gringas y espera poner su puesto de tacos en Estados Unidos.
Después de varios días de platicar, comer juntos, bailar, y tras enterarse de las bodas que estaba ofreciendo el equipo de Church of Larger Fellowship, Nati le pidió matrimonio a Adrián.
“Me emocioné”, admite ella, sonriendo. “Si va a haber boda para mis amigas, yo también me quiero casar, ¿por qué no?”
“Me sorprendió”, señala Adrián y abraza a su novia. “Pero me gustó la idea.”
Los ahora Eneuterí-Vanegas esperan cruzar juntos pronto y llegar hasta Houston, donde Nati tiene tías y un abuelo que sí aceptan sus preferencias.
Y más o menos así son las otras parejas. Parejas que se conocieron en el viaje. Parejas que nunca antes habían tenido una relación con tantito de amor y atención. Quizás tantito es lo único que necesitan para jurar amor eterno ante los amigos y amigas más sinceras que han tenido en años.
Los declaro esposa y esposa
El padre Flores vestía de azul. Camisa azul, chalina azul y alzacuellos negro. Lleva lentes. Su cabello parece haber olvidado cómo crecer, excepto en la coronilla y parece genuinamente conmovido por la emoción de las parejas que casó el sábado.
—Estamos acá reunidos para ser partícipes de la unión de estas hermosas parejas —empieza el padre Flores y la gente atrás vitorea. El sonido de mariachis tocando en los restaurantes de al lado compite con la emoción del público—. Los sucesos de las últimas semanas les han hecho vivir experiencias de unión con su pareja que a otras les llevaría años. Ustedes han viajado juntas y juntos en este tiempo no solo en la distancia geográfica, sino también en la vida.
Más aplausos.
Y así avanza el discurso del padre Flores, ocasionalmente interrumpido por la emoción vecina o las intervenciones de Takahashi, o la de los novios, o las novias.
—Prometo amarte todos los días del año —dice Julia y acariciándole el pelo a su pareja, Sandy.
Julia es quizás la del estilo más envidiable en su vestimenta: camisa de cuadros y corbatín. Julia y Sandy han hecho todo el viaje juntas, desde la terminal de San Pedro hasta Tijuana.
—Te juro fidelidad—, dice Erik, con sus ojos llenos de lágrima mientras el sol empieza a esconderse y la luz dorada empieza a perder fuerza. Maritza, su esposa transexual, vestida de blanco, lo ve con ternura.
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Luego vienen los anillos. Mark vuelve a aparecer en escena. El padre Flores explica su significado: que son el símbolo del pacto matrimonial, que simbolizan el amor que siempre puede ser renovado. Y luego son bendecidos. El público atrás parece no soportar la emoción. Todas y todos aplauden, se abrazan, sonríen, gritan.
—Doris y Érica —dice el padre— pueden besarse—.
Y como si nadie los viera, y quizás confirmando que nadie las está juzgando, ambas se toman el rostro y unen sus labios durante varios segundos. Se abrazan, como sin aliento. El padre pide un minuto de silencio para orar. El silencio es ya algo inalcanzable a estas alturas. El ruido del público puede más que las trompetas y redoblantes.
—¡Otro beso, otro beso! —grita el mismo padre Flores y aplaude, con micrófono en mano y se hace a un lado para que los fotógrafos capturen el momento—.
México es uno de los cinco países en Latino América que permite el matrimonio igualitario, el matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Aunque, solo parcialmente. Son 15 de los 32 estados los que reconocen esta unión. Baja California, del cual forma parte Tijuana, es uno de ellos, desde el 7 de noviembre del 2017.
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—Los presento como un nuevo matrimonio —dice el padre y Rixie y Alfred, tímidos, hacen una reverencia.
Mark le entrega a Rixie, casi a escondidas, el ramo pues con tan solo mostrar un pétalo blanco causaba un revuelo caótico.
—Ramo a la una —dice el padre y las personas atrás plantan bien los pies, empuñan las manos, ensanchan la espalda, hacen los codos a un lado—. Ramo a las dos —acá casi es silencio. Empieza el forcejeo— Ramo…
—¡No seas culera! —grita una chica morena, delgada, con tacones de aguja y sale corriendo hacia atrás. Una amiga de ella, la culera, ahora roja de la risa, le arrancó la peluca y la tiró a un lado. Todas ríen, la chica pelona ríe, la culera ríe, hasta el padre Flores ríe y pide que le dejen tomar aliento para retomar el conteo.
—¡Ramo a las tres!
Una vez pasaron todas las parejas, se firmaron los documentos y mientras dentro del centro empezaban a instalar las bocinas para la fiesta de bodas, el padre Flores tomó el micrófono una vez más y se subió a las tarimas. Durante toda la tarde, por la premura del asunto, había leído los discursos y había solo cambiado los nombres. Esta vez no. “Yo admiro mucho a estas parejas —dijo limpiándose la frente—. Las admiro por enfrentar prejuicios, por sobreponerse a la violencia y negaciones”. El silencio, sorpresivamente, regresa a la Calle Primera, a un costado de la Avenida Francisco I. Madero. “Lo que acaban de hacer es muy profético —sigue—. Debería serlo. Deberíamos todos enfrentarnos al odio de esta manera, con el valor que ellas y ellos han demostrado hoy”. Los aplausos ahora son solemnes.
A las seis y media de la tarde, terminado todo el papeleo, empezó a tronar el perreo en Enclave Caracol.
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Después de más de un mes de camino, parte de la caravana migrante ya está en Tijuana, muy cerca d...
Después de más de un mes de camino, parte de la caravana migrante ya está en Tijuana, muy cerca de su destino final. Sin embargo, ahora empieza el verdadero reto: entrar a Estados Unidos. La abogada de inmigración Lorilei Williams lo tiene claro: estos casos pueden tomar muchísimo tiempo. Es posible que quienes están esperando hablar con la patrulla fronteriza e iniciar su proceso, puede que reciban una respuesta definitiva hasta dentro de cuatro o cinco años. Mientras, ¿qué pasa con ellos y ellas? ¿Qué oportunidades tienen de permanecer en Estados Unidos? ¿Deben tomarse en serio las amenazas de Trump? ¿Llegó acaso la caravana a su fin o está frente a una verdadera posibilidad de prosperidad? Williams responde.
Lorilei Williams trabaja en la oficina de Servicios Legales de Staten Island (SILS, en inglés) en Nueva York, como directora del proyecto de ley migratoria. La abogada brinda servicios holísticos y representación legal a las y los migrantes de Staten Island que buscan obtener visas, ciudadanía o solicitar asilo en Estados Unidos, entre otras formas de protección. Antes de trabajar para SILS, Williams fue representante legal de menores no acompañados.
Graduada de la Washington University en San Luis, Misuri, Williams parece esperanzada de las oportunidades legales que tienen los migrantes que viajan en la caravana —y, quizás, cualquier otro migrante—. Afirma que, a pesar de la constricción y hostilidad del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, muchos de los hondureños que viajan desde hace un mes califican para recibir asilo o algún otro tipo de protección legal y así, asegurar su permanencia en Estados Unidos y, sobre todo, no regresar a situaciones peligrosas en sus países de origen.
Sin embargo, hay limitantes.
La abogada asegura que cada caso es diferente. Aunque existan dos situaciones idénticas, con argumentos y evidencias similares, los resultados pueden ser dispares. Incluso ilógicos. “Hay muchos factores que tomar en cuenta”, resalta. Entre ellos, la ciudad donde estos migrantes serán procesados y juzgados, la disponibilidad de abogados que estén dispuestas a tomar su caso ad honorem e incluso el ánimo y nivel de empatía de los jueces migratorios.
El presidente Trump recientemente amenazó que todos los que buscan asilo, una vez se registren en un puerto de entrada, van a ser mantenidos bajo custodia hasta que una corte determine si pueden recibirlo. ¿Es esto el destino para la caravana migrante?
Técnicamente no. Todos los que lleguen a los Estados Unidos tienen la oportunidad de aplicar a asilo. Creo que lo que Trump está intentando hacer es que aquellos migrantes que sean aprehendidos por las autoridades cruzando de manera irregular tengan una remoción expedita, es decir, sean deportados de inmediato. Pero mucho depende de lo que pasa en la frontera o al ser detenidos. En teoría les pueden negar el derecho a lo que nosotros llamamos bond hearing (estas audiencias le permiten a los detenidos pagar un bono para ser puestos en libertad, siempre y cuando aseguren a las cortes que van a continuar presentándose a las audiencias. Hasta un 96 % se presentan a las audiencias, según una investigación realizada por el American Immigration Council). Lo que dijo Trump, de mantenerlos en custodia durante todo ese tiempo, es poco factible. Y de ser cierto, solo sería aplicable a un pequeño porcentaje de los migrantes.
Para quienes puedan avanzar a través de estos procesos, ¿qué sigue?
Pueden hacer una de dos cosas. Cruzar a través de un puerto de entrada, es decir, aplicar por asilo y así ser admitidos a los Estados Unidos. O dos, cruzar de forma ilegal, por el desierto o el río. Si ingresan por el puerto de entrada, básicamente deben tocar la puerta, pedir su ingreso, pedir asilo. En la mayoría de los casos serán detenidos, procesados, entrevistados; en esta entrevista deberán demostrar que tienen miedo de volver a casa. Puede que a partir de ahí el proceso se trunque por varios meses, pero ya habrán entrado. Aun así, el agente de migración no necesariamente determinará si son elegibles para recibir asilo o no. Es decir, generalmente no podrá negarles el paso. Luego pasarán al Inmigration and Customs Enforcements (ICE). Estas organizaciones podrán dejarlos en libertad y darles un monitor de tobillo. Si son puestos en libertad deberán continuar el proceso. Si son puestos en una cárcel, su futuro depende de los jueces y, muchas veces, de la ciudad a la que sean enviados. Los abogados en Nueva York suelen ser muy amigables y en una ciudad como Manhattan tendrán acceso a más servicios legales que le favorezcan. Hay otras áreas más remotas, con muy pocos abogados que van a tomar su caso, que son antipáticos. Y está la opción de permanecer en las sombras: vivir de forma indocumentada. Muchos lo hacen. Pero esto limita las posibilidades de asilo.
¿Estas personas tienen acceso a un abogado que los defienda?
No. Si bien el gobierno determina que cada persona tiene derecho a un abogado, en este tipo de casos el gobierno no pone a disposición sus abogados. La mayoría de apoyo proviene de organizaciones sin fines de lucro. Eso no significa que quienes sí tomamos estos casos, muchas veces ad honorem, seamos suficientes para defenderlos a todos. Los migrantes también tienen la opción de presentarse sin representación. Por otro lado, los menores no acompañados sí tienen el derecho de ser representados por un abogado pagado por el gobierno. Pero tampoco se dan abasto.
Si a estas personas les permiten integrarse a una comunidad con un monitor de tobillo, mientras su caso se resuelve ¿pueden recibir un permiso de trabajo?
Generalmente no. La única excepción es que cuando están pidiendo asilo, pueden aplicar a un permiso laborar seis meses después de iniciado el proceso. Pero es complicado. Todos estos casos llevan un tipo de reloj. Digamos que el jurado pide una audiencia dentro de una semana, pero es muy pronto para la persona. Mueven entonces la audiencia para dentro de dos años. Entonces la persona puede detener su reloj y pedir autorización para trabajar. Y aun así el proceso está lleno de obstáculos.
¿Qué pasa con estas personas? ¿Qué hacen para sobrevivir?
Muchos trabajan sin papeles.
Pero eso puede actuar en su contra si el juez se entera.
Desde mi experiencia, generalmente esto no ha sido usado como un factor negativo por oficiales o jueces de migración. Pero tampoco garantiza que el hecho que alguien que solicite asilo y trabaje indocumentado sea tratado de forma neutral. Técnicamente sí podrían usarlo en su contra, si quisieran. Pero nunca lo he visto. Nosotros como abogados debemos de ser muy cuidadosos en cómo nos comunicamos con nuestros clientes, para evitar incitar que trabajen sin documentación, pues esto sí es en contra de la ley.
¿Tendrán estas personas acceso al servicio de salud pública o a educación pública para sus hijos e hijas?
La educación pública está disponible a todos en el país, independientemente si se está legal o no. Pero eso no significa que los padres no tendrán problemas para inscribir a sus hijos en las escuelas, pues cada una tiene sus procedimientos. En cuando a acceso a salud pública, depende del estado. En Nueva York no importa el estatus migratorio. Pero hay estados que sí piden la legalidad.
Este año el exfiscal general, Jeff Sessions, determinó que citar violencia doméstica y de pandillas no serían razón suficiente para recibir asilo. ¿Cuál es el estatus de esta política, ahora que salió Sessions?
No debería ser una preocupación grande. Los jueces migratorios no son técnicamente jueces. Son abogados para el Departamento de justicia. Sessions sí habría podido decirles qué hacer. Pero su decisión no afecta el proceso de solicitud de asilo. La clave está en el proceso. En estos momentos uno de los desafíos para quienes citan violencia doméstica, es demostrar que el acusador es un actor privado, alguien que el gobierno de su país no puede o no quiere controlar. En eso cambió la ley. Y es un reto para estas personas. Pero esto no cambia la disponibilidad de asilo para las víctimas de violencia. Además, te puedo decir que, como abogada, si recibo un caso como este no quisiera llevarlo a corte ahora pues puede que sí tenga un más alto porcentaje de respuesta negativa. Entonces puedo retrasar el proceso hasta el 2020 o 2021, por ejemplo, esperando que haya algunos cambios en la ley.
¿Qué pasa con las personas que necesitan atención médica? ¿Tienen esperanza de recibir ayuda? ¿Podrá quedarse, al menos de forma temporal mientras reciben su tratamiento?
Eso no cabe dentro de la categoría de asilo, a menos que puedan demostrar que su condición sea causa de persecución. Sí podrían recibir una ayuda humanitaria. Yo llevé un caso de una persona de Pakistán que sufre de albinismo. Esta persona no solo fue tratada diferente, sino que fue perseguida y tuvo que salir de su país por eso, y por lo tanto podía recibir asilo.
¿Qué pasa con quienes no califican? ¿Qué esperanza tienen de permanecer en Estados Unidos?
Acá es cuando entra la astucia de los abogados y recurren a algunos trucos para proteger a sus clientes. Se puede obtener, por ejemplo, protección si estas personas son víctimas de violencia, discriminación o crímenes de odio en territorio estadounidense. Estas personas aplicarían a obtener la Visa U. También están aquellos o aquellas que contraen matrimonio con un ciudadano de los Estados Unidos.
El presidente Trump también pidió varias veces a los migrantes que vuelvan a su país y si quieren aplicar a asilo, lo hagan desde allá.
No debemos aceptar este argumento, pues muchas personas no tienen el mecanismo que les permita aplicar a asilo desde casa. Además, incluso si tienen esta facilidad, el proceso es igual de largo, o a veces incluso más. Estas personas están en una situación de emergencia y su mejor opción es salir y solicitar asilo en un puerto de entrada.
Siendo realistas, ¿cree que Estados Unidos tiene la estructura legal y suficientes abogados para ayudar procesar a los cerca de diez mil migrantes que van camino al norte, en las diferentes caravanas?
Tal y como todo funciona en este momento, no. Técnicamente sí es posible, pero las personas no serían despachadas pronto. Estos casos toman años y muchos abogados sí logran obtener permisos laborales para sus clientes mientras se resuelve todo. Va a depender. Algunas personas van a ser deportadas de inmediato. Otras no. Realmente el problema más grande con nuestro sistema de migración es cuán dispar es. Todas las personas son tratadas de forma diferente, incluso con casos idénticos y evidencia similar. Lastimosamente no depende de quién eres o tu pasado. Podrías, por mala fortuna, terminar en Atlanta y, a pesar de tener un caso fuerte y un buen abogado, ser deportado rápidamente. O, ir a Nueva York, y lograr alargar tu deportación por años hasta evitarla totalmente.
Menciona ciudades específicas. ¿Pueden estas personas solicitar a qué ciudad quieren ser enviadas?
En teoría sí. Si tienen familia en algún estado, fácilmente los pueden llevar ahí. Ahora, si su familia está en Atlanta, pero yo quiero ir a Nueva York porque en Nueva York hay un sistema legal más favorable para los migrantes, ICE también podría negarse. También hay quienes se mueven sin ser observados por las autoridades y, una vez se establecen en una ciudad, escogen ahí ser juzgados y movilizar su caso. Depende.
También este año Trump anunció la terminación del TPS para los hondureños y salvadoreños. ¿Debemos esperar una caravana en reversa formada por deportados que perdieron el TPS?
Para nada. Eso no va a suceder. Si esto continúa, sí, algunas personas van a ser deportadas. Pero la mayoría encuentra la manera de sobrevivir indocumentados acá, que es, a propósito, a pesar del miedo, una vida mejor que volver a sus países. Los que pierdan el TPS podrían aplicar a asilo político, por ejemplo. O atrasar su deportación a través de otros métodos. Incluso pueden detenerla de forma indefinida pues, como he dicho, estos casos toman años en resolverse. E incluso, si reciben una sentencia, una orden de deportación, podrán aspirar a otro procedimiento.
Parece que siempre hay formas de atrasar una deportación. ¿Qué pasa en los casos de personas que sí son deportadas? ¿No saben estos trucos que menciona? ¿Han agotado sus posibilidades? ¿Se dan por vencidos?
No siempre hay formas de evitar la deportación. Pero tener un abogado, sin lugar a dudas, ayuda mucho. Para personas que no tienen representación legal sí es más probable que las deporten, pero también puede ser por una multitud de razones: cometieron algún error, puede que enfrente a un juez muy severo, que no sean elegibles para el tipo de estadía que estaban solicitado.
El viernes pasado, el presidente Trump firmó una orden ejecutiva que afirmaba que aquellos que atraviesen la frontera fuera de los cruces fronterizos ya no podrían solicitar asilo. ¿Es esto definitivo? ¿Podría afectar a quienes ya están en Estados Unidos?
El gobierno puede decir que sí, que es definitivo. Pero siempre hay formas de desafiar estas órdenes. De hecho, tan pronto él impulsó esta orden, fue retada en corte. Además, en Estados Unidos tenemos una ley que indica que todas las personas tienen la oportunidad de aplicar a asilo; él no puede solamente botar una ley que fue erguida por el Congreso. De momento es muy pronto para saber qué va a pasar, de qué forma va a ser implementada y a quiénes va a afectar.
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Manifestantes ...
Read lessManifestantes antimigrantes contra la policía en Tijuana. #CaravanaMigrantes pic.twitter.com/77B9tl5F5e
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 19 de noviembre de 2018
Alejandro García
A las siete de la noche de un viernes San Diego es casi una ciudad desierta. Todo es silencio. So...
A las siete de la noche de un viernes San Diego es casi una ciudad desierta. Todo es silencio. Soledad. Como después de un aguacero. San Diego es una ciudad moderna, limpia. A un costado de la carretera hay docenas de parquímetros, en fila, todos amarillos, todos alineados, sin embargo, todos vacíos.
El olor salado a costa, envuelve toda la ciudad. En San Diego no hay bicicletas públicas. Hay, pues, scooters públicos que descansan a un costado de la calle. Sin candado y respirando sus luces de colores, estas patinetas parecen más bien aves salvajes que ocuparon la ciudad. Caída la noche ya nadie los usa.
Sobre la calle Broadway aparece el tren rojo que devuelve a las y los mexicanos a Tijuana. Es gente que trabaja en Estados Unidos pero vive más al sur, donde la renta es razonable pero los salarios no tanto.
Para llegar a la frontera hay que tomar un trolebús que cuesta $2.50. Cada cinco minutos hay un nuevo trolley. Conforme pasan las estaciones, el español parece empujar al inglés fuera de los vagones, como recordando que San Diego, hasta 1848, era territorio mexicano. Media hora y unas quince estaciones después, el trolley rojo llega a su última parada. “This is the last stop”, anuncia una grabación. “Esta es la última parada”, y todos bajan.
Al final de la ciudad, como un epílogo burlón, o un ridículo recordatorio, está un último McDonald’s.
Pasos al sur inicia un pequeño pasaje con muros de madera. La madera luego se convierte en concreto, luego en metal. El metal toma forma de paredes, de rejas, de bardas, de postes con luces cegadoras y, desde hace unas semanas, el alambre de púas instalado bajo las órdenes de Trump, corona los muros. Esto es, en el camino principal de vuelta a México, la única demostración del poderío industrial y militar que Estados Unidos prometió desplegar. San Diego parecía no saber que hay miles de centroamericanos buscando llegar hasta sus calles desoladas.
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Del otro lado todo es ruido.
Por sobre el rugido de los carros se escucha: ¡Tamales de elote! ¡Tacos! ¡Tortas! ¡Taxi, compañero! ¿A dónde? Do you need a taxi, man? Wanna go to the airport? ¡Pásele, pásele!, y el siseo caliente de carne asada.
Una playa y “esto apenas empieza”
—Acá en Tijuana somos muy bondadosos —asegura Felipe Corona, taxista nacido y crecido en el norte de México, mientras ingresa su vehículo a la Tijuana-Ensenada Road el pasado sábado 17, en la mañana.
Mientras San Diego es futurista, las calles de Tijuana son más como las de Guatemala: destrozadas, desvencijadas.
—Si ustedes supieran, el año pasado vinieron un montón de personas de Haití, no lograron pasar muchos y varios ya consiguieron chamba acá, y se quedaron —sentencia, acaso como una advertencia.
Felipe, de coronilla lampiña, bigote groso y lentes finos, dice que el éxodo haitiano del 2017 se convirtió en la mano de obra de Tijuana. Los que no lograron entrar a Estados Unidos, es decir, la mayoría, ahora trabajan de albañiles, de seguridad en los antros, meseros, cajeros en OXXO...
—Acá hay trabajo para el que quiera trabajar —continúa, llegando a las playas—, a los que les toque quedarse acá los vamos a recibir muy bien.
A inicios de semana los primeros migrantes que llegaron a Tijuana, se plantaron en la playa, frente al muro y por primera vez en su mes de travesía enfrentaron oposición civil. “Nos tiraron piedras”, señaló Fresbindo Carvajal, 24 años, de Tegucigalpa, a quien antes ya habíamos entrevistado a un costado del Río Suchiate, a finales de octubre. Fres, como le llaman sus amigos, cuenta que un gran grupo de mexicanos les hizo frente, cantaron el himno nacional, mientras la caravana respondía gritando, ¡Honduras! ¡Honduras! Así lo asegura también Nati Vanegas, chica transexual de 18 años que trabajaba cortando carne en una taquería de San Pedro Sula antes de salir en la caravana. “También nos discriminaron en los restaurantes”, comenta, “íbamos a hacer fila para recibir comida, y no nos daban, o nos hacían a un lado”. Los migrantes cuentan que vecinos de Playas retaron a miembros de la caravana y les pedían que se fueran. La tensión fue tal que, tal y como narra Fres, los mexicanos empezaron a lanzar piedras, lastimando a varios. Pronto los migrantes fueron ubicados en la Unidad Deportiva Benito Juárez.
La mañana del sábado 17 la playa estaba vacía. Todo era quietud.
Desde temprano y aún sin sol, agentes de la patrulla fronteriza rondaban del otro lado del muro. Mientras dura la noche, la patrulla tiene instalado postes de luz con un halo cegador. Además, tras un incidente esta semana cuando un joven de 18 años trepó el muro, se sentó sobre él mientras un miembro de la marina estadounidense, armado hasta los dientes, le ordenaba que retrocediera, se agregaron extensiones al muro y más alambre de concertina que va desde la cima, y baja a cubrir el lado estadounidense del muro. El metal del muro está oxidado y las gaviotas se sientan sobre él. Los pilares de acero inician pocos metros antes de la arena.
En la misma playa, más al sur, hay un pequeño campamento de migrantes mexicanos, provenientes de Acapulco también buscando recibir asilo. Llevan esperando más de dos meses.
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“Vamos a ver qué pasa, a esperar que se calme esto”, cuenta Miguel Ángel Palma, de 43 años y líder del grupo. Miguel Ángel llegó a principios de septiembre a la playa queriendo cruzar, pero, cuenta, el agua estaba muy fría y ahora la caravana ha causado un aumento en la seguridad terrestre y marítima también. Vestido con chaqueta de cuero y lentes oscuros, Miguel Ángel cuenta que era instructor de esquí acuático en la Laguna Tres Palos, en Acapulco. Pero los US$1,200 que ganaba ya no le alcanzan. Quiere usar su experiencia para intentar cruzar por el mar. “Algunos acá vienen con sus esposas y quieren probar recibir asilo, pero la gente no está pasando”, advierte, “esto apenas empieza para esa gente. Por eso yo me quiero tirar”.
En el Benito Juárez
A diez minutos en carro, desde la playa, se llega a la Unidad Deportiva Benito Juárez con capacidad de unas 300 personas. Dentro, ahora, hay unas mil. regadas en los jardines, dentro del gimnasio techado, en los graderíos, los dugouts del estadio de béisbol, sobre la misma cancha de béisbol que está rodeada por baños portátiles y regaderas improvisadas. La cresta oxidad del mismo muro que parte la playa, se observa frente al complejo.
Dentro la gente empieza a impacientarse. “¿Usted sabe qué está pasando?” preguntan. “¿Será que ya hay gente que pasó?” preguntan.
Para Ángela Vallecillo, de 29 años, de San Pedro Sula, no hay vuelta atrás. “Ya pasamos hambre, frío, sol, humillaciones; yo pienso en mis hijos y me dan valor para seguir”, dice. Ángela, es parte de la primera caravana y llegó a Tijuana el miércoles 14. Su rostro moreno demuestra el cansancio e incomodidad.
Ángela y su esposo, en San Pedro Sula, eran dueños de una pequeña tienda, pero cada semana la mara les pedía el impuesto de guerra. 500 lempiras una semana. 400 otra. Pero una vez, hace cuatro años, no tenían para pagarlo y asesinaron al esposo de Ángela. La mara dejó huérfanos a dos niños y una niña.
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“Quiero solo pasar para obtener un trabajo digno y sacar a mis hijos adelante”, continúa Ángela, sus ojos llenos de lágrimas. “Yo no tuve la oportunidad de estudiar y se lo importante que es para ellos. Mi hija quiere ser maestra, mi hijo abogado y yo quiero ser capaz de brindarles esas oportunidades”. Y para tal sueño, ella no va a ceder. “Acá nos quedamos hasta pasar”.
Por otro lado, Ever Hernández, de 32años, y Lucenia Maldonado de 31, padres de Aslyn y Jeremy, están ya considerando quedarse en Tijuana. “Vamos ya cansados y estamos viendo que hay pocas posibilidades de entrar a los Estados”, señala Ever. El padre tramitó una visa humanitaria en Ciudad de México que le permite trabajar en toda la república, lo hizo previendo que Estados Unidos, efectivamente, no abriría sus puertas. “Nosotros sí nos quedaríamos acá, con mucho gusto. Vemos que hay mucho trabajo”, continúa Lucenia. “Lo que se trata es de conseguir trabajo y beneficiar a mi familia”, sentencia Ever, que trabajaba como conductor de camiones y montacargas en Olancho.
Luego está Santiago Cal, de 20 años, que fue de las personas que inhalaron los gases tirados por los policías federales de México en el cruce México-Guatemala quien, sonriente y orgulloso afirma que a él le toca en unos días. “Yo ya fui al cruce, me apuntaron y me dijeron que el lunes reciben mi caso”, sonríe. “Ya falta poco”.
Y así. Gente sigue llegando a Tijuana. Gente cansada pero que celebra que ya completaron el viaje, que solo falta que se abra la última puerta. Dentro del Benito Juárez todos están cansados, fundidos, reventados. Las personas del grupo tienen los últimos síntomas de una gripe jodida que empezó a achacarlos en Ciudad de México: por ahí se escucha gente aún tosiendo, limpiándose la garganta o restregándose los ojos rojos. Hay esperanza, hay ilusión, pero también mucha duda.
San Diego parece estar aislada. A medio día del sábado los agentes del Border Patrol en la playa fueron reemplazados por típicos playeros sabatinos. Todos con sus shorts y frisbees y cámaras y perros. Pero mientras en San Diego todo es rutina, en Tijuana hay actividades para los niños y niñas de la caravana organizadas por la agrupación católica Ancla Misiones. Mientras en el norte todo avanza con precisión milimétrica, en el sur siete parejas de la caravana, pertenecientes a la población LGBTIQ, contrajeron matrimonio frente al Museo de Cera, para poder ir juntas y juntos del otro lado. Mientras en California todo es ritmo frenético pre-Thanksgiving, del otro lado de la frontera están las y los cansados, los pobres, hambrientos.
¿Será Tijuana un purgatorio o un valle fangoso donde todo se trunca? ¿La caravana centroamericana será como la haitiana? De momento todo es silencio, las respuestas se sabrán con el tiempo. Mientras todo es inseguridad y predicciones, apenas consolados por breves momentos de levedad y humor.
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Buenos días de...
Read lessBuenos días desde Tijuana! Decenas de personas marchan contra la #CaravanaDeMigrantes pic.twitter.com/7sbjy6d00p
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 18 de noviembre de 2018
Alberto Pradilla
—Un edificio llamado Año. El edificio tiene 12 pisos. Cada piso tiene el nombre de un mes del año. ¿Cómo se llama al ascensor?
(Silencio)
—¡Con el botón! Con el botón llamas al ascensor.
(Risas)
Son las 12.30 del martes 13 de noviembre. Avanzamos sobre un tráiler metálico amarillo y todo el mundo ríe. Hay decenas de personas, la mayoría hombres jóvenes, agarradas en los laterales, y un buen grupo amontonado en la plataforma. Dos reglas: nadie parado y nadie con los pies colgando en el lugar de las llantas.
Las reglas están para incumplirse, aunque estas sean para evitar más muertos.
El ambiente sobre la rastra es relajado, casi de fiesta. Pasa un refresco de dos litros de mano en mano, se comparten los cigarros (“dame un jale, no te lo acabes todo”), aparece una caja con dulces (“que llegue para todos, que aquí estamos todos igual”) y Elmer Eduardo Bonilla Mendoza, de 26 años, con gorra, playera verde y sonrisa de dientes picados, cuenta adivinanzas y canta una rola detrás de otra. Todo el mundo le sigue y él se viene arriba. Se arranca con rancheras, Calle 13, con letras sucias, nostálgicas, esperanzadas, pornográficas, y narcocorridos y alguna proclama de orgullo migrante.
Como para no, si él ha intentado cruzar al otro lado 11 veces. La última aguantó tres años, pero fue deportado.
—¿Cuál de los amantes sufre más pena, si el que se va o el que se queda? El que se queda, se queda, se queda llorando, el que se va, se va suspirando.
(Aplausos)
Si le preguntas a Carlos Alfredo Pavón Canelas, de 22 años, de Tegucigalpa, sobre cuál es su mejor momento en la caravana, no dudará en responderte: este, en el que se encuentra ahora mismo. “El mejor momento es cuando venimos en la rastra, se siente la adrenalina, venimos alegres porque vamos avanzando más, vamos arriba, queremos llegar a nuestro destino, que es Tijuana, queremos llegar al otro lado”, dice.
Pavón Canelas es delgado, prácticamente imberbe y lleva una gorra con el ala completamente plana. Es trágica su historia. Relata que vivía en Cerro Grande, una colonia de Tegucigalpa, y que hace dos años mataron a su padre. Trabajaba en La Rapidita, como chofer. Lo balearon el 16 de julio de 2016. No era la primera vez que sufría un atentado. Meses atrás, dos hermanos de Pavón Canelas, Ángel Eduardo y Manuel, también fueron víctimas de un ataque. Al primero, de 14 años, los disparos le alcanzaron la espalda y el pie. Al segundo, de siete, una bala le entró por la rodilla y le afectó la arteria. Los dos están en Tegucigalpa.
Ser chofer de transporte público en Centroamérica es tener un plus de posibilidades de morir asesinado.
El joven cree, no está seguro, de que fue la Mara Salvatrucha la que atentó contra su familia.
Si te tomas un tiempo para escucharla, cada uno de estos seres humanos con la mochila al hombro carga con una historia terrible.
“Yo me vine huyendo porque soy el hermano mayor, trabajaba para sacar adelante la familia, me daba miedo porque la mara pensaba que iba a cobrar venganza”, dice.
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Ahora, a pesar de todo, el joven sonríe. Canta con sus compañeros y este es un momento de camaradería absoluta. En medio del sufrimiento aparecen instantes mágicos. Este es uno de ellos. Señalan entre las montañas. Ahí se ven las vías de un tren. “Es la Bestia”, dice uno, como intimidado. “Pucha, ese tren está embrujado. Te vas quedando dormido y, de repente, te habla, antes de despertar. Ahí te puedes quedar”, dice otro, experimentado.
Se hace un silencio místico, pero no dura mucho.
“¡Fúuuuuuuuuuuuuuumele bandaaaaaaa!” grita Bonilla Mendoza, imitando el sonido de aquellos migrantes que han convertido la venta de cigarros en su negocio para seguir al norte. Todos vuelven a reír, llegan las bromas. Todos son hombres, así que inevitablemente se habla del sexo contrario. Y de la nostalgia. Lo que quedó atrás. El humor es buen remedio para sacarte de encima los fantasmas. “¿Dónde estará mi esposa ahora?”, dice uno. “Yo aquí, y ella estará con el lechero”.
Risas.
Este grupo de seres humanos agotados, doloridos y enfermos, que cargan con las heridas de una vida terriblemente difícil, provocan ternura en este momento. Todos ríen y cantan (“feliz navidad, feliz navidad”) y piden agua y bromean con los que fueron bajados de otro aventón y se ven obligados a caminar por el arcén. Están donde quieren estar, donde deben estar, esta es su misión y se sienten indestructibles. Por un rato, olvidan las pandillas, las extorsiones, los jornales de 100 lempiras, las idas y venidas buscando un empleo que nunca llega, el puente en el que les gasearon, las culebras de Matías Romero, las mentiras del gobernador Yunes en Veracruz.
Avanzamos y eso es lo único importante.
La gran paradoja: el rechazo como gasolina para avanzar
Aparentemente era un aventón más. Eso creemos. Pero no. Este es el último. Repite. El último. Cómo suena. Pareciera que no iba a llegar nunca, pero ahí estamos, en el último aventón. Ellos no lo saben y van sonrientes a pesar de todo, porque este es un momento de camaradería, viento en la cara, kilómetros por delante.
Esta es la última ocasión en la que Bonilla Mendoza o Pavón Canelas tendrán que pasar horas bajo el sol, negociar con un camionero, suplicar a un transportista, saltar en un tráiler como marabunta de hormigas, abrazarse entre todos, tejiendo una red de piernas y brazos y troncos, hacinarse en un camión oscuro sin conocer la ruta o cubrirse del sol con un plástico sobre la carretera.
Lo más importante: es la última vez de este trayecto en el que van a poner su vida en peligro para conseguir transporte.
El último aventón recorre los 70 kilómetros que separan El Arenal, en Jalisco, de Ixtlán del Río, en Nayarit. Ahí, el propio estado los recoge, les da alimentos y los monta en un autobús que los dejará en Sinaloa. Concretamente, en la estación fitosanitaria La Concha II, en la entrada del estado. Ahí, nuevamente, campamento a la intemperie y más autobuses. En principio, estos debían trasladarlos a Navojoa, en Sonora. Pero allí les esperaban otros vehículos, que los trasladan hasta Tijuana y Mexicali.
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Nadie podía imaginarlo hace una semana, pero ya estamos en Tijuana.
Se da una paradoja. Los estados que menos ganas tenían de que la romería de los pobres y los marginados de Centroamérica atravesase sus territorios son los que más han colaborado con su avance. Un extraño doble juego ha permitido que los gobiernos de Jalisco, Nayarit, Sinaloa y Sonora establezcan una especie de “puente de autobuses”, de corredor improvisado que ha llevado a los migrantes a recorrer el mayor número de kilómetros en el menor tiempo posible.
Entre Guadalajara y Tijuana hay 2,234 kilómetros. De ellos, solo tuvieron que transitar en aventón 70. Los últimos 70 kilómetros en aventón.
Han llegado lejos, muy lejos. Lo que les queda por delante es incierto, probablemente terrible, pero llegar hasta aquí es un triunfo de este ejército de los derrotados.
Manual político: decir una cosa y hacer otra
Lunes. 12 de noviembre. 22.00 horas. Enésimo momento de caos e incertidumbre. La mayor parte del grupo se encuentra en Guadalajara, Jalisco. Se acomodan en el auditorio Benito Juárez, un centro de espectáculos. Son, posiblemente, las instalaciones mejor preparadas en las que la larga marcha ha tomado tierra en los últimos días. Hay separación entre hombres y mujeres; familias y hombres solos. Hay un techo y horario para la alimentación y reparto de alimentos. Llegan en autobuses, que los recogen de los lugares en los que les deja botados las rastras. Una grabación da la bienvenida a los recién llegados, “ayúdenos a ayudarles”, dice, y les advierte que están prohibidas las armas y las drogas y que, en caso de tener sustancias ilícitas las depositen en un cubo de basura.
Buen intento.
La marihuana no está generalizada en esta larga marcha. Aunque a veces, se huele el humo. Y esto genera conflictos entre los propios caminantes. Las familias, la gente de orden, los que no quieren relajo, la gran mayoría, son las primeras personas que se quejan de estos acompañantes. Saben que les perjudica, pero es inevitable que esto ocurra. Este es un pueblo en marcha con cerca de 5,000 habitantes. En todos sitios hay de todo. Esa misma noche veremos cómo un policía agarra a un hondureño en el exterior del auditorio. Le acusa de haber fumado mota. Huele a mota por lo que es evidente que estaba fumando mota. El resto de migrantes que está en la zona se marcha, como si la cosa no fuese con ellos. El desdichado es conducido por los uniformados. “Será entregado a Migración”, dice el agente, molesto, agresivo. Existe una iniciativa para legalizar el consumo de marihuana en México, pero se trata de una ley que llega tarde para este anónimo migrante al que fumarse un porro le costó el trayecto.
Mientras esto ocurre, en un pequeño rincón del acceso al auditorio, coordinadores de la caravana y miembros de Pueblos Sin Frontera discuten el próximo paso. Pasaron las 20.00 horas y no hubo asamblea. No se celebró porque no había nada que decir. No hay plan. Estamos a punto de dar el mayor acelerón de todo el trayecto, dentro de tres días más de un tercio de esta gente estará en Tijuana y el resto en camino, pero ahora solo hay nervios y confusión.
Hubo una reunión entre representantes de la caravana (ahora hay unos 40 coordinadores a los que se distingue por su megáfono) y el secretario general del Gobierno de Jalisco, Roberto López Lara, un delegado del ejecutivo federal, así como integrantes de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y su ente homólogo en Jalisco. El enviado de Jalisco dijo que no podían atenderlos más y que habilitarían autobuses para trasladarlos hasta el límite de su estado. Ahí, los migrantes deberían buscarse la vida para llegar a Ixtlán del Río, a unos 30 kilómetros, donde las autoridades de Nayarit dispondrían de otros autobuses para llevarlos hasta Sinaloa.
El argumento para pasarse el grupo como papa caliente: el Huracán Willa castigó la zona y no tienen cómo atender a los caminantes.
* * *
El Arenal es un horno. No hay una sola nube, son las diez de la mañana y los raites escasean. Raite es la adaptación latina del inglés, ride, y se utiliza como sinónimo de jalón. Hoy es difícil, muy difícil. La gente pasa, palangana vacía, y ni amago hacen de pararse. Los alrededores de la estación de servicio están colapsados de gente a la que han botado de un autobús, que está confusa, cansada y que no sabe qué hacer. Al salir de Guadalajara no tenían claro a dónde los llevaban. Solo formaban fila. Hay algo inhumano en este trato. Formar fila para todo, sin conocer el destino. Conducidos, esa es la palabra. En este caso, para subir a un autobús con rumbo desconocido. Son pobres y vulnerables en un país que no conocen o del que les expulsaron en alguna ocasión. Sí, el plan de Ixtlán y Sonora se había anunciado la víspera, pero mucha gente dormía o, directamente, no prestaba atención. El gregarismo funciona. ¿Dónde vas? Con el grupo. Con la caravana. Con la gente que te protege. Con los tuyos.
Al llegar a El Arenal, apenas 30 kilómetros, los pilotos ordenan bajar. Pero los migrantes, sentados, por fin sentados, se dan cuenta de que están vendidos, sin transporte. Ixtlán queda a 70 kilómetros. Más de lo que les dijeron. Toda una jornada de ruta y el riesgo de quedarse tirados. Los centroamericanos, hartos de mentiras, engaños y traiciones, se plantan. dicen que no bajan. Que les acerquen más. No habían hecho horas de fila para montarse en un autobús para que este les dejase con la miel en los labios.
No pudieron quedarse.
Agentes de policía armados entraron en los vehículos y les obligaron a bajar.
César Orozco, del Comité de Derechos Humanos de Jalisco, defiende que su estado es el que mejores instalaciones ha ofrecido a los migrantes. Y reivindica que, al menos, han salido de Guadalajara en autobuses, no como en otros municipios. “Ya verá lo que ocurre en Sinaloa o en Sonora”, afirma, como molesto, como si las preguntas sobre por qué dejaron tirados a estos hombres y mujeres antes de lo acordado, fuesen un ataque.
Es cierto que, al menos, avanzaron unos kilómetros en vez de salir de Guadalajara caminando.
Pero también es cierto que López Lara engañó a los caminantes: en un audio al que tuvo acceso Plaza Pública, se le escucha decir que llegarán hasta el límite de Jalisco. Y eso no ocurrió. También, que no pueden quedarse otro día más en Guadalajara. A pesar de que los caminantes sugieren un período de 24 horas para que sus exhaustos compañeros descansen. El auditorio era un buen lugar. Pero tenía fecha de caducidad. Bienvenidos a Guadalajara. Ahí está la puerta de salida.
Esta sucesión de acontecimientos tiene una consecuencia inmediata: otra vez a hacer raite, extender la mano, suplicar a pilotos que dependen de jefes a los que no les gusta que centroamericanos pobres se suban en sus camiones. Eso ocurre con una rastra junto a la gasolinera El Arenal. El tipo que maneja, un hombre de aspecto humilde, con bigote, dice que no puede avanzar. Decenas de personas se han subido a la parte de atrás, vacía. Él llama a sus jefes. Una, dos, tres veces. Le dicen que se quede ahí. Que lleva GPS. Que si avanza, lo sabrá y será despedido.
Se extiende la consigna de no dar ayuda estos pobres, marginados, heridos.
Inagotable a la negativa, una religiosa trata de negociar. Tiene una paciencia infinita. Tiene un tesón inagotable. Va de un carro a otro, de un camión a otro, de un tráiler a otro. Se le ve en el rostro que sufre. “Falta corazón y falta Dios”, dice al retirarse, derrotada.
Poco a poco, las almas agotadas y quemadas por el sol consiguen aventón. Y llegan a Ixtlán del Río, donde les esperan policías que les meten en autobuses. Y, sorprendentemente, la caravana pisa el acelerador. Se establece un puente de transporte. De Itxlán, en Nayarit, a La Concha II, una estación fitosanitaria en el límite de Sinaloa. Ahí aparecen más autobuses, aunque con cuentagotas. Está previsto que los trasladen a Navojoa, en Sonora. Un aventón de 700 kilómetros. Pero, al llegar allá, les esperan nuevos transportes, que los llevan hasta Tijuana o Mexicali. Hace dos días parecía impensable, pero han alcanzado su principal objetivo.
La explicación más factible es la de la bola de nieve. Jalisco empujó, Nayarit le siguió, Sinaloa pasó la papa caliente y Sonora, simplemente, imitó al resto de estados. Nadie reconoció lo que estaba haciendo y el Gobierno federal quedó mudo.
El sacerdote que organizó un puente de autobuses
Miércoles 14 de noviembre. 17.25 horas. Estación fitosanitaria La Concha II, en Sinaloa. Cientos de personas cansadas, hambrientas y confundidas guardan fila para tomar un autobús. Otro autobús. En principio, su destino es Navojoa, en Sonora. Van a atravesar todo el estado de Sinaloa escoltados por la policía. Es una gran noticia. Estamos en tierra caliente, territorio de cárteles, zona de migrantes desaparecidos, levantados. Este es el lugar en el que se ganó la fama Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, “El Chapo Guzmán”. La casualidad quiere que estos días comience también su juicio en Nueva York.
Entre las filas de migrantes que cargan con sus equipajes bajo el control de la policía, aparece un hombre chaparro, con gesto serio y decidido. Es el padre Miguel Ángel Soto Gaxiola, responsable de la Casa del Migrante de Culiacán. Dice que la zona está muy castigada, pero que la población se ha organizado para ofrecer víveres y, sobre todo, transporte. Dice que ha logrado donativos para pagar la gasolina hasta Sonora. Dice que está harto de que se vincule su territorio con los carteles y no con la gente humilde, trabajadora y que hace acopio de comida para sus semejantes.
El sacerdote dice que ha organizado todo el transporte hasta Sonora.
Hugo Enrique Moreno Guzmán, alcalde de Escuinapa, el municipio más cercano, a unos 30 kilómetros, dice que el sacerdote ha organizado todo el transporte.
Un representante de Gobernación de Sinaloa dice que el padre ha organizado todo el transporte.
Son generosos los feligreses en Sinaloa.
Este “puente de autobuses” rompe con una tendencia. Desde que Miguel Ángel Yunes, mandatario de Veracruz, prometió transporte hasta Ciudad de México y tuvo que desdecirse, quedó claro que la larga marcha centroamericana solo contaba con sus propias fuerzas. Se extiende la idea de que fue el Gobierno de Enrique Peña Nieto el que le hizo desistir. Es posible que aquí esté el origen del doble juego de los gobernadores. Dicen que no proporcionan buses, que ellos solo disponen albergues y comidas, pero los vehículos están. Cierto es que llegan de forma desordenada, sin control, a cuentagotas, pero muchos alcanzan Tijuana. Así que logran su objetivo.
Los estados que menos querían al éxodo de los hambrientos son los que más les han ayudado a avanzar. También han provocado otra consecuencia: separarlos. Nadie lo consiguió antes, pero esto es inevitable. La caravana se extiende ahora desde Navojoa, en Sonora, hasta Tijuana. Aproximadamente, 1,200 kilómetros. Hay grupos dispersos, vulnerables, dependientes de un transporte que resulta muy difícil monitorear individualmente.
“Vamos a armar equipos, queremos que para mañana no quede nadie. Son buses y el camino no tiene peligro. Los autobuses van juntos y no tienen peligro”, dice el sacerdote sinaloense. Para esta hora han llegado 1,400 personas. La mayor parte, más de 3,000, está detrás. Algunos van llegando. Otros permanecen tirados en la carretera desde que el transporte prometido por Jalisco los botó en El Arenal.
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Nueva sorpresa. Los buses no se estacionan en Navojoa. Los migrantes bajan, pero son transferidos a otros vehículos, que los llevan a Tijuana.
¿Quién paga esto? ¿Quién se hace responsable?
De Sinaloa a Sonora, el padre Miguel Ángel Soto se presenta como organizador del transporte. En el caso de Sonora, ocurre algo inaudito. El Gobierno dice una cosa, pero hace otra. El delegado de Gobernación, Wenceslao Cota Montoya, asegura en conversación con Plaza Pública no tener datos sobre autobuses pagados por su gabinete. Dice que solo han preparado albergues y víveres. Pero los autobuses están, avanzan, recogen a los migrantes y siguen hacia Mexicali y Tijuana. Son buses escolares y transportes privados. Alguien ha pagado por la gasolina y la manejada. En Cucapá, en medio del desierto, en un puesto de control del Ejército, un transportista reconoce que es el Ejecutivo el que puso los fondos.
Los estados con más rechazo hacia los migrantes son los que les han proporcionado el acelerón más importante.
De esta gran paradoja se ha beneficiado Wilmer Pinto, un guatemalteco de 42 años que viene con su esposa y sus tres hijos. Llega en uno de los buses que se dirigen a Mexicali. Él es originario de Izabal, aunque residía en San Miguel Petapa. Allí tuvo que huir hace un año desde Villanueva, cuando la Mara Salvatrucha le exigió el pago de 500 quetzales quincenales para seguir con vida. Wilmer trabajaba como guardia de seguridad y cobraba menos de 3,000 quetzales al mes. ¿Cómo se puede vivir así? ¿Es posible salir adelante dejándose un tercio del salario en garantizarse que no te asesinen a balazos? “Ya estamos cerca. Apenas hemos comido en un día, pero estoy feliz, porque estamos cerca”, dice.
Frente a él, la enorme verja metálica que separa Estados Unidos de México. Ya está ahí. El “sueño americano” se encuentra detrás de una verja. Al otro lado hay militares, patrulleros, todo un entramado para no permitir que gente como Pinto, que huye por salvar la vida, pueda establecerse y tener un trabajo. Pero el hombre, que carga con su hija pequeña al hombro, dormida, tiene fe inquebrantable y mucho desconocimiento. No sabe que pueden separarle de sus hijos. No sabe que existe un sistema diseñado especialmente para que él, que dejó todo atrás, sea devuelto. No sabe que a pesar de que los pandilleros le amenazasen, de que a pesar de haber presentado denuncias a un Ministerio Público que no le puede proteger, la orden del presidente estadounidense Donald Trump, es que ninguno de estos seres humanos en éxodo llegue hasta su territorio.
El plan estaba claro hasta este momento, pero delante hay un muro de metal y es el más pequeño de los que encontrará en su avance. El desconocimiento le hace vulnerable. Pinto sabe de qué huye, pero no tiene idea de qué le depara el futuro.
La caravana llega a Tijuana y delante hay un muro inmenso e infinita incertidumbre.
PD: En la noche del 15 al 16 de noviembre se extiende el caos durante el trayecto de 1,200 kilómetros. Perder la unidad les hace más vulnerables. Los siguientes eventos se producen entre las diez de la noche y las ocho de la mañana.
* Entre Caborca y Sonoyta, en el kilómetro 220, un autobús choca con una patrulla de policía. Hay 15 heridos. Varios transportistas y migrantes que viajaban en otros vehículos se bajan y les proporcionan los primeros auxilios.
* En Navojoa, a 1,200 kilómetros de Tijuana, unos 1,700 seres humanos están completamente abandonados. Apenas hay agua. La víspera llegaron 50 pizzas, pero no fueron suficientes. Esperan a buses que llegan con cuentagotas, exhaustos, vulnerables, atemorizados.
* En la carretera de Hermosillo a Nogales, en Sonora, dos autobuses son interceptados por una patrulla del Instituto Nacional de Migración. Los integrantes del primer vehículo son introducidos en perreras. Los del segundo se niegan, así que el chofer es obligado a seguirles. Son trasladados a Hermosillo, donde se les comunica que comienza su proceso de deportación. Los audios que envían los migrantes son dramáticos. Se escuchan gritos, lloros, angustia infinita. Un miembro de la Comisión Nacional de Derechos Humanos mexicana colabora con las autoridades migratorias. Estaban cerca, muy cerca. Es una tragedia y nadie explica cuál fue el criterio para arrestar a esos autobuses. Horas después fueron liberados.
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Buenos días! H...
Read lessBuenos días! Hoy llegamos a Tijuana. Aquí en el desierto de Sonora vemos un autobús de la #CaravanaDeMigrantes escoltado por la policía federal. A la izquierda, la valla fronteriza de Estados Unidos. Y el desierto. pic.twitter.com/BNiW2Qu1w8
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 15 de noviembre de 2018
Alberto Pradilla
—Nos llevan a Honduras, deportados. Nos engañaron.
—Nos llevan a Honduras contra nuestra voluntad.
Estos son los últimos mensajes de audio que envió Edwin Emilio García Connor (40 años, de Roatán, Honduras) desde la Feria Mesoamericana, el complejo convertido en cárcel para migrantes en Tapachula (Chiapas, México). Su voz suena alterada y decepcionada. Son las 19:58 del viernes, 26 de octubre. En ese momento se encuentra dentro de una camioneta policial. En mensajes previos se le escucha a él y a otros compañeros alegar por su traslado. Se oyen palabras gruesas, algún grito y algunas quejas. Les llevan de la Mesoamericana a la Estación Migratoria Siglo XXI. “Nos llevan como que fuéramos delincuentes”. “En el Siglo XXI es donde tienen a los mareros, son los que controlan ese lugar”. “Me dijeron en Siglo XXI tengan cuidado porque ahí están los pandilleros, los mismos policías me dijeron eso”. “Nos llevan a un camión de la policía”. “Nos dieron a firmar tantos papeles para nada”. “Nos van a deportar obligatoriamente”.
No volverá a conectarse hasta una semana después, a punto de ser deportado. Es sábado, 3 de noviembre, 18:27 horas.
“Estoy preso en la estación Siglo XXI. Necesito un abogado para salir. Te mensajeo luego”. No lo hará hasta que se encuentre en Honduras, el lunes, 5 de noviembre.
El hondureño fue derrotado. La burocracia, las leyes migratorias, el encierro, la incertidumbre y la enfermedad terminaron por doblarle el brazo. Ese día, el mismo en el que todavía soñaba con un letrado que pudiese sacarle de 15 días de clausura, firmó el documento en el que renunciaba a seguir con el trámite de su solicitud de asilo y se acogía al programa de retorno asistido. Por la noche aterrizaba en Honduras. Conoce ese trayecto. Tres meses antes, en septiembre, fue detenido en Tijuana y deportado a su país de origen. Con esos antecedentes, después de caer en el sistema migratorio mexicano tenía exiguas opciones de seguir adelante.
Edwin Emilio García Connor está en Puerto Cortés, Honduras. El mismo lugar del que huyó hace siete años, cuando entró por primera vez a Estados Unidos, en el que apenas le queda nada y, lo más importante, exactamente el mismo lugar del que quería escapar cuando, el viernes 19 de octubre, atravesó el portón ubicado en el puente Internacional Rodolfo Robles, bajo el enorme cartel que dice “Bienvenido a México”. Él no lo sabía entonces, pero cruzando esa puerta metálica por su propio pie y subiéndose en aquellos autobuses dispuestos por el Estado mexicano, estaba firmando su propia deportación.
Le engañaron. Se dejó engañar. El resultado es el mismo.
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Su paradoja es que intentó hacer las cosas legalmente, escuchando los cantos de sirena que llegaban del embajador de México en Guatemala, Luis Manuel López Moreno, y ha sido devuelto a Honduras. Quienes ignoraron al funcionario y se lanzaron al río Suchiate se encuentran, en su mayoría, avanzando hacia Tijuana. Pero él creyó que habría un “salvoconducto”, una excepción, un premio por acomodarse a las condiciones que las instituciones planteaban en ese puente convertido en símbolo de la Centroamérica que huye.
Por eso su historia es más cruel. Porque confió.
No creer a las autoridades. Protegerse junto a los suyos. Estas son dos grandes lecciones que el éxodo centroamericano ha aprendido en tres semanas de romería.
Al igual que Connor, cientos de personas han sido devueltas a su país de origen desde que la caravana de los hambrientos irrumpió en México. Algunos entraron por el portón del puente internacional Rodolfo Robles. Otros subieron a los autobuses que les ofrecieron aliviar su camino entre Ciudad Hidalgo y Tapachula, sin saber que no iban a un albergue, sino a un centro de detención. Ante las puertas cerradas de la Mesoamericana conocí a un hombre, Wilmar Martínez, de 31 años, hondureño, que se salvó de milagro. Subió de buena fe a uno de estos vehículos, pero, cuando le explicaron que la feria era un lugar de los que se entra, pero no sale, se dio media vuelta. Un tercer grupo es el de los desgajados, los que se adelantaron o venían en la retaguardia, y fueron arrestados por agentes del Instituto Nacional de Migración, que únicamente ha respetado al grueso de la caravana, hostigando a quienes se salen de su disciplina.
En un comunicado fechado a 12 de noviembre, la secretaría de Gobernación del Gobierno mexicano cifró en 533 el número de migrantes que se han acogido al “retorno voluntario”. No habla de deportaciones. Pero todos estos procesos se han gestionado entre tinieblas, así que las cifras hay que tomarlas con pinzas.
En las estadísticas, casos como el de García Connor aparecen como “retornos voluntarios”. Él no quería volver. Pero la maquinaria que regula el tránsito de los migrantes y sus solicitudes de asilo, pensada para ser un cuello de embudo, terminó por obligarle a regresar.
Temporalmente, claro.
Tiene poderosas razones para volver a intentar atravesar México para llegar a Estados Unidos. Tres en concreto, uno de 13 años y otros dos, gemelos, de 11.
Cómo aceptar una oferta oficial se convirtió en la antesala de la deportación
“Mis hijos son toda mi familia. Llevo cuatro días sin hablar con ellos”. Estamos a 18 de octubre, son las 10:35 de la mañana y García Connors es uno de los primeros cien migrantes que guardan fila ante el portón de migración de Tecún Umán, en Guatemala. Es de piel oscura y lleva una playera de la selección alemana de fútbol. Presume de tener filmada toda la caminata desde que salió de San Pedro Sula y busca periodistas para hacer negocio. Al final, termina relatando su propia historia.
Explica que llegó a Estados Unidos hace siete años, que ahí están sus tres hijos, en Houston, Texas. Muestra un video jugando con ellos en un barquito, como prueba de los buenos tiempos. Explica que en septiembre tenía un plan con dos hermanos para cruzar juntos la frontera de Estados Unidos y pedir allí asilo. Dice que fue detenido en el aeropuerto de Tijuana el 17 de septiembre. Que antes, en Estados Unidos, se dedicaba a restaurar carros antiguos. Que su padre y dos de sus hermanos fueron asesinados en Honduras por cuestiones de herencia y crimen organizado. Que a él también quisieron matarlo, pero que los sicarios habían ido a la escuela con él y le instaron a escapar. Que él no quiere quedarse en México, solo atravesarlo para llegar nuevamente al “vecino del norte”, a ese lugar que, probablemente, ahora se arrepienta de haber abandonado.
La historia es extraña. Una persona en situación irregular que deja el relativo confort de Estados Unidos y se expone, todavía más, a que le regresen a Honduras. Para probar que no miente, muestra un billete de autobús, con el que llegó hasta Ciudad de México. De Houston a Laredo. De Laredo a Querétaro. De Querétaro a Ciudad de México. Pagó 150 dólares. Salió el 9 de julio a las 10:30 horas. Dos meses después sería arrestado y expulsado a Honduras.
Nadie tiene una vida plana, coherente, sin aristas. Tampoco los migrantes. Tampoco las víctimas.
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“Salí de Estados Unidos para reunirme con mi hermano en Tijuana. Mis dos hermanos estaban tramitando un permiso para permanecer en México legalmente (muestra el documento) y habían solicitado asilo en Estados Unidos. Uno de mis hermanos viajó hacia la frontera de Laredo, donde fue detenido por Migración y asilado en Estados Unidos. Una vez mi hermano entró en el proceso de asilo y la información ya estaba en Migración, mi otro hermano y yo ya estábamos listos para entregarnos a Migración de los Estados Unidos de América”, dice, a través de un mensaje de Whatsapp.
Relata que se encontraba en San Pedro Sula cuando vio, por televisión, las noticias de la caravana. “Era una oportunidad”, pensó. Como otros cientos. Como otros miles. Y se lanzó a la carretera, grabando todo lo que ocurría a su alrededor. Ahí está Edwin atravesando la frontera de Aguascalientes, entre Honduras y Guatemala, entre gritos de “si se puede”. Ahí lo vemos subido a un tráiler. Y cargando con un niño sobre sus hombros. Y en la frontera, esperando turno, confiado en que las autoridades mexicanas no podrían mentirle.
Ese fue su error. Confiar. No leer la letra pequeña.
A pesar de haber sido deportado dos meses atrás, García Connor pensó en que cruzar a través del puente y seguir las indicaciones de los funcionarios mexicanos era la mejor garantía para lograr su objetivo de atravesar México de forma segura. Por eso guardaba fila aquel 18 de octubre. El suyo es un pequeño grupito que se había adelantado a la enorme romería que espera en el parque central para dar un mensaje unívoco: “o nos dejan pasar o nos tiramos al río”. No querían relajo, sino entrar caminando. En ese momento quedaba mucha, muchísima historia por delante. Pero todavía no lo sabíamos. Ni nos acercábamos a adivinar que, minutos después, una masa hambrienta y exhausta rompería las dos barreras policiales guatemaltecas. Que luego, esos mismos seres humanos agotados y deshidratados, pero extasiados de pura esperanza, serían gaseados en el pequeño pedacito de puente mexicano que les dejaron pisar. Que convertirían esa infraestructura de apenas un kilómetro en un caótico campo de refugiados, el primero de muchos levantados al aire libre. Que algunos, desesperados, saltarían al agua desde más de 15 metros. No sabemos nada y Connors guarda fila convencido de que esta es la mejor opción. Cree que México les permitirá obtener algún “salvoconducto” para atravesar el país. No quiere quedarse, solo llegar al norte.
* * *
En medio de los enfrentamientos y el caos, otra vez, Edwin García Connor aprovecha para ponerse el primero de la fila. Como ya lo estaba antes de que se rompiese la barrera policial. Recuerda cómo le decían que no se montase en esos autobuses, que era una trampa, que estaba comprando un billete directo para Honduras. ¡Si hubiera sabido entonces lo que sabe ahora! Pero no lo sabía. Así que obedeció. Y se montó en el vehículo. Y envió un video en el que se le ve a él, sentado, con su playera de la selección alemana y las gafas de sol puestas. En principio se dijo que en estos autobuses tendrían preferencia las mujeres y los niños. Pero este vehículo está lleno de hombres. Y uno de ellos, el que está junto a García Connor, refuerza su decisión, criticando a los que se quedan. “Estamos en otro país, hay que respetar a la gente y sus leyes, que son distintas”. Desconocemos si a estas alturas ya ha sido deportado, “voluntariamente retornado”, como su compañero.
Ese, el vehículo que muestra el video de García Connor, fue uno de los autobuses que se dirigió a la Feria Mesoamericana, el complejo que sirvió para la pelea de gallos y que fue utilizado como anexo de la Estación Migratoria Siglo XXI, la cárcel de migrantes inaugurada por el expresidente Vicente Fox en 2006. En aquel momento, sus ocupantes estaban felices. Creían, como el hondureño, que estaban haciendo lo correcto. Al mismo tiempo, cientos, miles de personas, acampaban en el puente Rodolfo Robles. Y algunos grupos cruzaban el río Suchiate, convirtiéndose, por primera vez, en “irregulares” para las leyes migratorias mexicanas.
“Te puedo dejar como a un perro”
Dice García Connor que comenzó a sospechar cuando llegó el Gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Coello, y se presentó ante los migrantes para hacer ofertas de trabajo y vivienda. “No las podía cumplir”, considera. El mandatario hacía referencia al plan “Estás en tu casa” con el que el gobierno de Enrique Peña Nieto trató de desmovilizar la caravana. Era una propuesta-trampa, sólo válida para establecerse en Chiapas y Oaxaca, los dos estados más pobres de México. Centroamericanos pobres que huyen de la pobreza encerrados en los dos estados más pobres de México. Buena jugada. Ese fue el último cartucho con el que el presidente saliente trataba de evitar que la romería de los pies doloridos se plantase ante la frontera de Estados Unidos. Pero eso García Connor no lo sabía. Aunque ya había comprobado que eso de albergue era mucho decir. En primer lugar, porque no podían salir. Ellos creyeron que estaban en un espacio de acogida, pero realmente estaban en una cárcel. En segundo, por el régimen casi militar bajo el que se encontraban sometidos: les retiraron objetos como aerosoles o perfumes. Como en una cárcel. En tercero, por la falta de servicios básicos, como el agua para bañarse, que escaseó los primeros días.
A esto se le suma que la “política de puertas abiertas” del Gobierno mexicano no era tal. En realidad, habían entrado al proceso habitual de solicitud de refugio o visa humanitaria. Esto es: tener papeles en regla, no haber sido deportado previamente (solo por esto García Connor ya quedaba excluido), pasar un período de 45 días ampliable a otros 45 para saber si la Comisión Mexicana de Apoyo al Refugiado aceptaba el caso.
Esperar.
No seguir adelante.
Eso no era lo que les habían prometido. En realidad, sí, pero los hechos eran otra cosa. En el interior de la Mesoamericana: un montón de hombres y mujeres cansados, encerrados, confundidos, enfermos, angustiados y sin saber qué estaba ocurriendo a su alrededor y por qué no podían abandonar el recinto.
El ambiente podía estallar y eso hizo.
El jueves 25 hubo un conato de motín.
Al día siguiente, un grupo de hombres (30, según el relato de García Connor, que se encontraba entre ellos) fue trasladado a Siglo XXI.
La conducción no fue fácil, según su testimonio.
“La gente estaba reclamando, sobre por qué nos tenían encerrados y con calor. Uno de los policías dijo: ‘cállense ustedes, hijos de su puta madre’. Se insultaron. Vino el federal, desenfundó el arma y le apuntó. Le dijo que matarle era lo más fácil”, asegura el hondureño. “Te puedo dejar como un perro”, dijo el agente, según su relato.
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“Ahí me llevaron al centro de detención Siglo XXI. A la gente le dijeron que llenara unos datos, que dieran su cedula de identidad, que iban a ir a un albergue que estaba mejor. Era para que firmaran la deportación voluntaria”, denuncia, en conversación telefónica, ya desde Honduras.
Entre el 26 de noviembre y el 3 de octubre no hubo comunicación con el hondureño que creyó que entregándose a las autoridades migratorias tendría un salvoconducto. Una de las reglas dentro de Siglo XXI es retirar los celulares a las personas que se encuentran encerradas.
Plaza Pública quiso hablar con el Instituto Nacional de Migración, responsable de la gestión del centro, para conocer las razones del traslado, pero una vocera de su gabinete de comunicación social derivó las preguntas a la secretaría de Gobernación. Son ellos los que están a cargo de difundir la información sobre los asuntos concernientes a la caravana. Se enviaron las preguntas a esta institución, pero tampoco hubo respuesta.
El portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Pierre-Marc René, aseguró desconocer la existencia de casos como el de García Connor, u otras personas trasladadas a Siglo XXI a pesar de estar en proceso de solicitud de asilo.
Un funcionario del Gobierno de Chiapas, que habló a condición de anonimato, ofreció algo de luz sobre el caso. Explicó que, al Centro Migratorio, paso previo para la deportación, habían sido trasladados tres tipos de personas: las que firmaron su regreso voluntario, las que tenían antecedentes penales o se encontraban en alguna alerta policial, y aquellas que no relataron la verdad sobre sus circunstancias, especialmente quienes habían sido previamente deportados. Ahí estaba García Connor. No obstante, este funcionario sí vinculó el traslado a los problemas de orden que se habían generado en jornadas previas. Es decir, que se trató de un castigo.
El Gobierno federal nunca ha hablado de deportaciones.
Dos equipos del Servicio Jesuita a Migrantes acudieron de visita a la estación migratoria Siglo XXI en el tiempo en el que Edwin García Connor estuvo encerrado ahí. Preguntaron expresamente por él. Los funcionarios con los que se entrevistaron respondieron que no se encontraba en la cárcel para migrantes. “Mintieron, porque yo estaba allí”, dice el hondureño.
Ya en Honduras, reflexiona sobre la psicología del encierro.
“Nos dimos cuenta de que todo era una farsa, de que Comar (Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados) estaba mintiendo, no estaba haciendo el proceso correcto. Llegaban personas que habían salido y no estaban recibiendo ayuda (se refiere a personas que pasaron de la Mesoamericana a régimen abierto). La gente, al no recibir ayuda, al no recibir empleo, no tuvo otra opción que regresarse. De una u otra forma acorralaban a la gente”, se queja García Connor. Explica que en la Siglo XXI dormían en celdas con diez literas. Que en su caso, únicamente pernoctaban seis en el recinto: cuatro hondureños y dos nicaragüenses. Esto no ocurría en los departamentos de las personas que iban a deportar. Según el testimonio del hondureño, pasaban la noche hacinados. “Todas las noches llegaban personas para ser deportadas. Los metían en la misma celda, no podían dormir, había colchones y cobijas, pero no podían dormir porque eran demasiados”, dice.
El Gobierno federal mexicano nunca ha hablado de deportaciones en relación a la caravana, a pesar de que México es el país que más centroamericanos deporta.
El 5 de noviembre, Edwin García Connor desistió. Ya había comprendido que no saldría en libertad, que su destino era regresar a Honduras y que, firmando el retorno voluntario, estaba acelerando el proceso.
Él, que durante días envió fotografías de todo lo que pasaba ante sus ojos, dice que no tiene copia de los documentos que firmó para que le diesen la vuelta. Que no se lo permitieron.
Sobre aquel día, García Connor recuerda que “llegaron tres de migración y el cónsul de Honduras en Tapachula (Marco Tulio Bueso). Nos dijeron que debíamos estar 45 días. Solo estábamos esperando que nos sacaran. Nos dijeron que íbamos fuera, pero cambiaron su parecer. Dijeron que nadie iba para fuera, que íbamos a estar 45 días más y que eso no nos garantizaba nada. Yo estaba enfermo del pulmón así que decidí desistir”.
Plaza Pública trató de contactar con el delegado hondureño, pero tras una primera conversación en la que pidió que se le llamase más tarde, no volvió a responder.
Esa misma noche, García Connor fue trasladado a San Pedro Sula en un avión. De ahí, los deportados recibían un pasaje de autobús. Él se dirigió a Puerto Cortés, donde se encuentra su hermano. Según explica, la primera noche la pasó en la calle. Solo. Enfermo. Agotado.
Actualmente se encuentra en Puerto Cortés, en una vivienda sin servicios básicos que está en el origen, según relata, de los asesinatos de sus familiares. Mal asunto, aunque al menos está acompañado por su hermano, Eudoro. Se queja de que no tiene empleo. Volvemos al punto cero.
“Yo lo que andaba buscando era un permiso, un salvoconducto para pasar por México y llegar a los Estados Unidos”, repite. Dice que siente una enorme desconfianza hacia el gobierno mexicano y el hondureño. “No hacen las cosas transparentes”, se lamenta.
El Instituto Nacional de Migración cerró la Feria Mesoamericana el pasado fin de semana. No dio explicaciones. Simplemente, liberó a cientos de centroamericanos que volvieron a quedar a su suerte. Algunos se ubicaron en albergues abiertos. Otros, quién sabe. Nadie ha dado explicaciones sobre los motivos de su clausura.
En nuestra última conversación, García Connor pregunta por un menor no acompañado. Se llama Christian Romero Martínez, tiene 12 años y le acompañaba el 18 de octubre en la fila en Tecún Umán. Lo conoció en la caravana y, de alguna manera, lo adoptó. No ha vuelto a saber nada de él desde el choque con la policía mexicana.
Es posible que ese niño, porque aun haciendo cosas de adultos sigue siendo un niño, le recordase a García Connor a sus hijos. A esos mismos menores que siguen en Houston, Texas, a 2,755 kilómetros por la carretera más corta. Siempre que puede habla con ellos. Ahí están, esperándole. Manda varias fotos en los que se les ve contentos, sonrientes, ajenos a todo lo que su padre está padeciendo. Buen motivo para volver a intentarlo. Sea con caravana o sin ella.
Tres semanas atrás, cuando todo era distinto y nada de esto había ocurrido, Edwin García Connors se mostraba convencido de las palabras de los funcionarios mexicanos. Creía que un oficial no puede engañar, que existen leyes, que se pueden presentar denuncias.
Él quiso transitar el camino correcto y terminó deportado.
Quienes desafiaron las leyes migratorias mexicanas siguen su camino hacia Estados Unidos.
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Read lessAsí avanza el éxodo centroamericano. Este camión llegó a Ixtlán del Río en Nayarit. Ahí los migrantes subieron a buses. #CaravanaDeMigrantes pic.twitter.com/mapEITmUPC
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Read lessAsí se organiza una rastra. Alex colabora con la coordinación. Es hondureño, estaba en Tapachula cuando llegó la caravana. pic.twitter.com/2TM48g0ISI
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Read lessCamino a Irapuato. #CaravanaMigrante pic.twitter.com/GbCVKV7ktq
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Una de las primeras heroínas que nos regaló esta épica marcha fue Sor Ana María, una religiosa ro...
Una de las primeras heroínas que nos regaló esta épica marcha fue Sor Ana María, una religiosa rotunda que cerró el paso de uno de los albergues de Ciudad de Guatemala a David Hodge, nada más y nada menos que el consejero de la embajada estadounidense en el país centroamericano. El sábado, 10 de noviembre, nos encontramos con otra mujer de la misma estirpe. “Quiero que lleguen a Querétaro. He venido acompañándolos desde Tapachula y he visto un pueblo que sufre, un pueblo sencillo, un pueblo luchador, que tiene ganas de trabajar y que no es delincuente, sino al contrario, tiene la esperanza de una mejor calidad de vida. Todos tenemos derecho a eso”. Sor Beatriz es la religiosa que se enfrenta al tráfico, a los carros que pasan sin inmutarse, a los conductores que no se apiadan. Sola, con su brazo extendido, con gesto contrariado. Es conmovedor.
Son las 9 de la mañana en la caseta de la autopista entre Ciudad de México y Querétaro y la mujer trata de buscar jalón para una interminable fila de migrantes.
El ejército de los centroamericanos famélicos llegó desde el estadio Martínez Palillo de Ciudad de México, como un solo cuerpo. Demostrando que, cuando salen, salen.
Tomaron el metro, ordenados.
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Como dijo el antropólogo Juan Martínez en Twitter, por primera vez los migrantes iban dentro de un tren y no sobre él.
Avanzaron a través del extrarradio de la capital mexicana. Y ahora quieren seguir. Unos autobuses se han comprometido a trasladarles gratuitamente, pero apenas son diez minutos. A pesar de ello, todo el mundo hace fila. La pobreza y el éxodo son eso: hacer fila para para cualquier cosa.
Sor Beatriz llama, gesticula, pide, suplica. Se enfada. Pasa un autobús y su piloto toma fotos de la caravana. “Menos fotografías y más ayudar a la gente”, dice la religiosa, que luego sonríe como avergonzándose de su indiscreción.
En este punto, el despliegue policial es muy visible, quizás más que en Ciudad de México. Hay agentes federales, municipales y estatales. Anastasio Hernández Rosas, policía del estado de México, dice que tienen orden de coordinar la salida ordenada. Que así va a ser hasta Querétaro. ¿Qué implica esto? Que son los propios uniformados los que organizan el aventón. Como Sor Beatriz, hay agentes que se acercan a los camiones o las rastras, charlan con los pilotos y, al minuto, dicen “hay raite”. Y un montón de gente se lanza a por su pequeño espacio en la nueva Bestia, la que va sobre ruedas y uno se sube sin saber exactamente hasta dónde podrá llegar.
Esto es importante.
A veces hay que hacer retrospectiva.
Recordemos que el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, dijo a estos hombres y mujeres y niños que, si cruzaban de forma irregular, serían detenidos y deportados. Pues bien, lo hicieron. Y avanzaron. Se juntaron con más como ellos. Y comenzaron a hacer historia y ahora los policías están pidiendo aventón para los mismos tipos a los que hace un mes habrían arrestado y entregado a Migración.
Esta anomalía, la de policías preocupándose por el bienestar de migrantes pobres a los que siempre se han dedicado a hostigar, se observa en toda su grandeza en una gasolinera a varios kilómetros de Querétaro. Será mediodía, o la una, quién sabe. Un grupo de uniformados detiene una camioneta en la que van dos docenas de personas.
—Disculpe, es que aquí hay dos familias con niños que necesitan aventón. ¿No podrían hacer espacio para que suban? —pide el agente al conductor de un camión.
—Por supuesto.
—Tengan buen viaje.
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Juan Pec es guatemalteco, maya qeqchí para más señas, y tiene frío. También 37 años y dos hijas, ...
Juan Pec es guatemalteco, maya qeqchí para más señas, y tiene frío. También 37 años y dos hijas, que son el motivo para pasar frío esta noche y las noches que sea necesario hasta llegar a Estados Unidos. Se llaman Marjorie Mileidy, que cumplirá 6 años el 28 de noviembre, y Rita Leticia, que apenas tiene tres meses. Por ellas, el frío que haga falta. Y la lluvia. Y el cansancio. Y el hambre. Y la deshidratación. Y la enfermedad. Todas las plagas que esta larga marcha es capaz de soportar. Son las 14.50 horas del sábado 10 de diciembre, y Juan Pec, que tiene gesto de tipo optimista, está sentado en el exterior del estadio Corregidora, en Querétaro. Ahí juegan los Gallos Blancos Albiazules y, desde el exterior, la cancha tiene ese verde reluciente del césped de los estadios de fútbol. Lo vemos desde fuera, tras una valla custodiada por tres policías. No es como en Ciudad de México. Aquí, las gradas están vetadas, las vemos vacías e inmensas. Al otro lado, en todo el perímetro exterior, en los accesos por los que cada domingo los aficionados entran a ver el partido, volvemos a encontrar un campamento de refugiados. Lo repetimos: campo de refugiados itinerante. Colchones y mantas por el suelo para quienes no tienen otra cosa sobre la que acostarse, plásticos a modo de toldo, ropa y mochilas, y tiendas de campaña para los suertudos que consiguieron alguna y gente desparramada por el suelo, comiendo, descansando, jugando a los naipes, sobreviviendo.
Juan Pec tiene frío y no es el único. No ha caído la tarde y ya hay gente tiritando. Imaginemos cómo se va a poner el ambiente cuando sea noche cerrada.
El estadio Corregidora está en medio de la nada, en la zona industrial de Querétaro. El terreno es ligeramente elevado y no hay ningún edificio, ningún muro, absolutamente nada que lo proteja. Hay algunas fábricas que están construyéndose y hoteles de extrarradio, pero poca cosa para lo que se puede encontrar en una de las ciudades más prósperas de México. El viento pega directamente sobre los cuerpos que se tapan con mantas. Tiene motivos Juan Pec en protegerse del frío, porque hace frío y el termómetro baja; cero grados.
Juan, que es un tipo optimista, dice que no hay problema, que se cubrirá como pueda, que tiene energías para “seguir con todo”. A su alrededor, todo el mundo tose. Si alguien se pregunta cuál es la banda sonora de este éxodo centroamericano, encontrará una rápida respuesta: la tos. Si escuchas atentamente, ahí está: todo el mundo, absolutamente todo el mundo tose, carraspea, escupe, desflema; los niños tosen. Una chica, riéndose, celebra que no tiene tos, que únicamente moquea. Los pulmones están doloridos. Pasar del calor al frío, y del frío al calor, y dormir a la intemperie y pasar horas subidos en un camión ha castigado los cuerpos de estos seres humanos con voluntad indestructible.
Están enfermos, cada día más enfermos.
La larga marcha de hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses ha dejado atrás la Ciudad de México, su parteaguas. Como era de esperar, casi la totalidad de sus integrantes siguieron hacia Estados Unidos, sin escuchar las invitaciones a pedir refugio en la capital. Ya que estamos en camino, mejor tocar frontera, piensan. Ya habrá tiempo de pensárselo mejor cuando estemos en Tijuana, se escucha. Seguir adelante es la única consigna.
La tendencia a la fragmentación es un hecho. Hay gente durmiendo en Guadalajara, estado de Jalisco, a más de 550 kilómetros de Ciudad de México; en Celaya, estado de Guanajuato, a más de 260 kilómetros; en Querétaro, a 220 kilómetros, y en Entronque Palmillas, a unos 170 kilómetros. Este era, en principio, el punto de destino de la caravana que abandonó a las 5 de la mañana el estadio Jesús Martínez “Palillo” de Ciudad de México, pero, ni modo, el ansia no entiende de asambleas y la romería se ha convertido en un gran acordeón que se extiende a lo largo de tres estados mexicanos. Ley del más fuerte. Los débiles más débiles y los fuertes, más vulnerables. Nada que no se sepa.
“Regresa a Guatemala. Tu hija te va a echar de menos”
“Esto lo hago por mi familia, por mis hijas. Somos cuatro y para alcanzar el mes necesitaríamos 6,500 quetzales. Cobro la mitad”, dice Pec, que nació en Raxruhá, en Alta Verapaz, pero se mudó a la capital cuando tenía 18 años. Presume de que habla, lee y escribe en idioma qeqchí. “Veintitres idiomas hay en Guatemala”, afirma, ante un hondureño somnoliento que mira con curiosidad en uno de los vagones del metro de Ciudad de México. Aún en medio de la penosa caminata tiene tiempo para acordarse de lo que ocurre en el departamento que le vio nacer. “Hoy me siento muy triste”, dice. “Por mi paisano, Bernardo Caal. Le han condenado injustamente a siete años de cárcel”, explica. Caal es un activista qeqchí que denunció las irregularidades cometidas por la hidroeléctrica Oxec, instalada en Alta Verapaz, y que el viernes fue condenado a siete años y cuatro meses de prisión por varios delitos que él niega haber cometido.
Existe un nexo entre el modelo de desarrollo de Guatemala, la miseria y la migración masiva hacia Estados Unidos. Son causa y consecuencia.
Regresamos con Pec, que se encuentra a 1,492 (funesta fecha para América Latina) kilómetros de su aldea natal. Eso, en línea recta, por el camino que marca Google Maps. Pero a este hombre le ha costado mucho más. Como a todos. Solo hoy ha tomado un metro, dos autobuses y un camión. También ha caminado, aunque lo menos posible. Imposible de contar cuántos transportes ha abordado desde el sábado 27 de octubre, cuando se unió a la caravana en Tapanatepec, Chiapas. Según relata, tenía pensado alcanzar al grupo antes, pero trabajaba en la EMT, en Guatemala, y se demoró para lograr un permiso de dos meses sin sueldo. Si tiene éxito, podrá renunciar a su empleo. Si logra cruzar al otro lado, el puesto quedará vacante.
La historia de la familia de Pec es la de una Guatemala con las maletas hechas. La Guatemala que tiene un ojo puesto en Estados Unidos. La Guatemala en la que las relaciones personales se mantienen por teléfono y por remesa. Su esposa, Rita Leticia Lara Huz, también emigró. Lo hizo hace cinco años, pagando coyote, cuando su hija Marjorie Mileidy tenía 9 meses.
Algo muy serio ocurre para que una madre se marche a miles de kilómetros antes del primer cumpleaños de su hija.
El pacto al que llegó la pareja era el siguiente: la mujer trabajaría “en el norte” durante tres años. Luego, regresaría. Dos años y ocho meses aguantó Rita Leticia Lara en Brooklyn, Nueva York. Echaba de menos a su hija. Ahora, con la segunda todavía colgada de su pecho, es el marido el que emprende el viaje. Es difícil mantener una relación así. La gente cambia. La distancia marca. La mujer que marchó no es la misma. El hombre que se quedó es distinto. En este caso, la familia permanece unida, hasta el punto de que ella misma, su esposa, le acompañó desde San Pedro Ayampuc, en Guatemala, hasta Tapanatepec, para ponerle en ruta. Ahí lo dejó, solo con su humilde mochila: una mudada extra, tres bóxeres, tres pares de calcetines, una sábana y los enseres de aseo personal.
¿Qué meterías en tu mochila si viajas y no tienes previsto regresar en nueve años?
“Regresa a Guatemala”, fue lo último que le dijo la esposa.
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Su hija, que vivió sus tres primeros años atendida únicamente por su padre, le va a echar de menos.
Juan Pec tiene frío, pero piensa en Marjorie Mileidy y en Rita Leticia y se convierte en un tipo que podría pasear por el polo norte sin camiseta ni zapatos. Por suerte, esta es una heroicidad a la que no tiene que enfrentarse. Le basta con acurrucarse bajo su cobija, que para eso la carga todo el día a la espalda, y esperar que salga el sol para ponerse en marcha.
Tiene un plan, pero no lo contaremos por ahora. Con una travesía terriblemente peligrosa por delante, uno escribe lo razonable, no lo que le confían.
El sueño recurrente de los autobuses
Para llegar hasta el estadio de Querétaro, Juan Pec tuvo que tomar muchas decisiones. La más trascendental con relación al viaje, fue la víspera, cuando la caravana volvió a romperse. El jueves 8, un grupo de unas 200 personas se plantó ante la sede del Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en México para exigir autobuses que les transporten de modo seguro hasta Tijuana, convertido, al menos por ahora, en destino final para el éxodo. Al frente, Milton Benítez, periodista hondureño y muy activo en las últimas jornadas. Hubo caminata, con una pequeña representación de este éxodo de los hambrientos avanzando por Polanco, una de las zonas más exclusivas de Ciudad de México. Tremendo contraste. Hubo reunión, pero no se llegó a nada claro. A pesar de ello, el grupo llegó a la asamblea coreando un “sí se pudo” que daba para muchas interpretaciones. ¿Qué es lo que se había podido? ¿Autobuses? ¿Otro tipo de transporte? ¿Garantías de seguridad? Según lo relatado en el encuentro del estadio Martínez Palillo, en dos horas iban a recibir una respuesta. Si había buses, adelante con todo. En caso contrario, marcharían como siempre lo habían hecho, a pie y pidiendo aventón.
Es el eterno debate, la esperanza recurrente. En la caravana de marzo pasado, la primera de este tipo, esto es cierto, las negociaciones permitieron que autoridades locales prestasen transporte a los marchistas con relativa frecuencia. Pero eran menos, muchos menos, menos de mil. Era un acto mucho más humilde, no este torrente que ha estirado casi hasta romper las costuras de la política migratoria de la frontera sur de Estados Unidos. Además, siempre es más fácil que un estado o una capital preste unos autobuses escolares que pensar en un monstruo como Naciones Unidas gestionando una agencia de transporte para miles de personas que están desobedeciendo las leyes mexicanas a plena luz del día.
Lo que plantea Benítez es razonable: el camino que queda hasta Tijuana es tremendamente peligroso, ahí operan carteles del narcotráfico, traficantes de personas, grupos dedicados a la explotación sexual. Qué menos que proteger a los seres más vulnerables que transitan una ruta que en el pasado se tragó a cientos de compatriotas. Los deseos y la realidad no siempre son compatibles y la realidad, la cruda realidad, es que la posibilidad de que Naciones Unidas pusiese autobuses para este éxodo centroamericano nunca fue una opción factible.
A pesar de ello, el jueves por la noche, en la asamblea, se hablaba de autobuses. A la vez, era imprescindible decir que marcharían. Porque hay gente que llevaba cuatro días en las colchonetas del estadio Martínez Palillo, porque el ansia aprieta, porque unos, los que quieren pisar el acelerador, preguntan a los que optan por aguardar si no se han cansado de ser unos “mantenidos”. Qué complicado es gestionar a cientos de personas con tantos traumas y tanta necesidad y tanta energía y tanta angustia.
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Son las 20:00 horas del jueves, 8 de noviembre y el público de la asamblea, mayoritariamente masculino, en un ambiente de mucha testosterona, está ansioso. “Si esperamos…”, arranca alguien con el megáfono. “¡¡¡Nooooooo!!! ¡¡¡Nos vamos!!!” es la respuesta mayoritaria. No hay otra salida. Hay que anunciar que se inicia la marcha. Próxima estación: Querétaro. Hora de la partida: cinco de la mañana.
Algo ocurrió antes de medianoche, porque el grupo cambió de idea.
A las cuatro de la mañana del viernes 9 de noviembre, el estadio Martínez Palillo dormía profundamente. Solo había madrugado la prensa, ajena a los intestinos de una caravana con reglas propias, que se mueve por impulsos, con liderazgos cambiantes y que toma decisiones rápidamente impugnables.
A las cinco, apenas un grupo de impacientes deambula entre las carpas. Gritan, silban, intentan convencer a los dormidos de que hay que ponerse en marcha. Es en vano. Este grupo compuesto por cientos, miles de individuos, es a su vez un ser vivo que toma decisiones colectivas. Y la de aquel momento, inamovible, era que no iban a salir todavía.
“La mayoría se va a quedar, esperando a que den respuesta al problema. Pero no nos van a dar buses. Es todo paja”. Wiston Betancourt, de Choluteca, Honduras, exiliado a causa de las inundaciones en su tierra, se marcha enfadado. Carga su exigua mochila y viene abrigado hasta casi taparse los ojos. No aguanta más. Avanza, mirada al frente, manos en los bolsillos. No cree absolutamente nada de lo que le digan y considera que esperar un día es perderlo. Así que se lanza, junto a unas decenas de personas. En la cancha, donde casi todos duermen, se prende una discusión. Unos se quejan de que se incumplió el acuerdo para partir y el resto, somnoliento, rebate que son libres de marcharse, pero que se callen y dejen dormir a los exhaustos.
Betancourt camina molesto. Se siente traicionado. En el vagón del suburbano, rumbo a la parada de Cuatro Caminos, el grupo se da ánimos. Dicen que quedarse es una tontería, que lo de los autobuses es “pura paja”.
Al abandonar el metro se encuentran con la inmensidad de México.
Ya no son esa gran masa que colapsaba calles de Chiapas y Oaxaca. Ahora son pequeñitos, casi imperceptibles. Son un grupo de 500 personas en una de las ciudades más grandes del mundo, en plena hora punta. Es como si los grandes edificios los empequeñeciesen. La hilera de caminantes centroamericanos es reconocible por sus mochilas, pero termina engullida por las miles de personas que, en ese mismo momento, se dirigen al trabajo. Las bocinas de los autos. La gente enfadada un viernes por la mañana. Y en medio, los migrantes, refugiados, caminantes. México se los traga con sus grandes avenidas y ellos siguen caminando, más pequeños, igualmente decididos.
Para entonces ya hay, otra vez, dos caravanas.
La primera, la avanzadilla, terminará durmiendo en el estadio Corregidora de Querétaro. Una decisión que será clave para que los siguientes escojan el mismo lugar.
La segunda, la que se quedó en Ciudad de México, se relame sus heridas y vuelve a tener claro que la ilusión de un transporte seguro hasta Tijuana sigue siendo eso, una ilusión. ¿Por qué Tijuana? Porque, descartado subirse a La Bestia, los migrantes consideran que se trata del camino más seguro. Es el más largo, pero de entre todas las malas opciones que aparecen en el norte de México, creen que se trata del trayecto que les brinda mayor protección.
Nadie quiere a pobres y enfermos en el centro de una ciudad
William Mauricio Derler, de 19 años, de Honduras, que lleva un chaleco verde con las letras PSF (Pueblo Sin Fronteras), se queja de las condiciones en el exterior de la cancha del estadio la Corregidora. Dice que hay gente que llega y tiene que establecerse en los alrededores, todavía más expuestos. Que han hablado con un policía y que este les dijo que no eran bienvenidos en Querétaro.
Como en todos los lugares por los que ha pasado la caravana hay reparto de comida, y los baños del estadio están habilitados con agua caliente. Pero sigue sin ser un lugar con condiciones mínimas para esta gente cada vez más cansada y, repetimos, cada vez más enferma.
Nidia Cruz, de la secretaría de Comunicación Social del Gobierno de Querétaro, dice que se habían implementado dos lugares: San Juan del Río, un auditorio, y el Macroliberamiento de Palmillas, el lugar en el que en un primer momento se había pensado como destino final. Tiene lógica, porque desde aquí se agarra la vía más rápida hacia Guadalajara. Pero eso no lo sabían los 600 enfadados que se adelantaron la víspera. Llegaron, sin lugar a dónde ir. No les gustó el auditorio. Así que se marcharon a la Alameda, en el centro de Querétaro, el centro rico, histórico y turístico de la ciudad.
Cuando no se sabe qué hacer, se tira de experiencia. Y la experiencia, desde que entramos a México, es que el parque central es el punto de reunión.
“De buenas a primeras decidieron llegar acá y se implementó el estadio”, dice Cruz. Reconoce que es “un lugar frío” y que “por eso no se había considerado originalmente”.
La Alameda está en el corazón de una próspera ciudad mexicana y nadie quiere pobres y enfermos en el corazón de una próspera ciudad, sea esta mexicana o de cualquier otro lugar. Los pobres y enfermos tienen acomodo en el extrarradio. Por ejemplo, donde se encuentra el estadio Corregidora.
Cruz explica que se implementaron camionetas y camiones, transporte escolar, para trasladarles al campo de fútbol, de propiedad estatal.
Ahí llegó Juan Pec al mediodía, después de agarrar un metro, dos autobuses y un camión. Por la tarde, descansa junto a otro grupo de guatemaltecos. Entre ellos hay una chica joven. Se acerca un hombre. Dice que ofrece trabajo vendiendo café, que necesita cuatro o cinco mujeres. Que ofrece 1,200 pesos semanales (458 quetzales, lo que implica 1,832 quetzales al mes, algo más de la mitad del salario mínimo en Guatemala). La gente se queda mirando, pensativa. No se fían. “En Guatemala, cafetería es un prostíbulo”, dice preocupada la madre de la chica joven. Según cuenta, alguien le dijo que este es un lugar en el que operan los Zetas, el cartel mexicano, y había recibido la recomendación de no vestir de modo que pudiese ser interpretado como provocativo. Ajeno a la conversación, el hombre, presunto empresario, ofrece su teléfono, pero nadie lo toma. Desde Ciudad de México se escuchan historias sobre tipos que llegan y ofrecen trabajos de dudosa legalidad. El éxodo centroamericano es un animal herido, que desconfía de los extraños.
Si de verdad este hombre estaba ofreciendo un empleo seguro, quizás proclamarlo a voces entre las improvisadas tiendas de campaña no era la mejor manera de generar confianza. Quizás el Gobierno mexicano podría apoyar. Quizás, entre las oenegés y los repartos de comida y los integrantes de diversas instituciones que se presentan en los lugares de descanso del ejército de famélicos, podría instalarse un stand con aquellos empresarios que ofrezcan empleo. Con seguridad. Con garantías. Con la certeza de que no te vas a subir a un carro y alguien te va a secuestrar, explotarte sexualmente o convertirte en esclavo.
Cae la noche y hace frío en el estadio Corregidoras. Los megáfonos anuncian que el próximo destino es Irapuato, a 100 kilómetros.
Cae la noche y hace frío en el exterior del estadio. ¿Lo escuchan? Es la tos de cientos de personas exhaustas, con los pulmones castigados. Todos toditos parecen enfermos.
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“Esperaremos un poco más, pero si no nos ponemos en marcha, nosotros salimos. No estamos aquí de ...
“Esperaremos un poco más, pero si no nos ponemos en marcha, nosotros salimos. No estamos aquí de paseo”. Eddy David Pineda tiene 34 años y ha montado su tienda de campaña en el exterior del estadio Jesús Martínez Palillo, en Ciudad de México. El complejo deportivo se ha convertido en un inmenso campo de refugiados. Otro más. Cambia la ciudad, el escenario, pero la dinámica de los migrantes no se modifica: instalarse en un precario rincón, desempacar la mochila, acomodarse al clima, hacer fila para todo. Hay gente en las gradas, durmiendo sobre el piso y pasando frío cada noche. Hay gente hacinada en varias carpas instaladas por las autoridades de la capital. Hay tiendas de campaña regadas por las calles aledañas a la cancha y negocios improvisados de venta de cigarrillos, peluquería y hasta tatuajes. Hay oenegés. Muchas oenegés. Todas las oenegés que caben en este monstruo que es la capital mexicana, una de las ciudades más pobladas del mundo. También instituciones de todo tipo, e iglesias, con sus diferentes stands: médicos, reparto de alimentos, información sobre refugio en México y Estados Unidos.
Aquí hay todo lo que esta masa hambrienta, cansada, enferma y en permanente movimiento ha necesitado desde que se pusieron en marcha, hace más de tres semanas.
“No podemos esperar demasiado”, dice Pineda, que viene con dos hermanas desde San Pedro Sula. Lleva una playera de la campaña electoral de Miguel Ángel Yunes, actual gobernador de Veracruz. Exacto, el mismo Yunes que jugó con sus esperanzas y les traicionó el pasado viernes, cuando les prometió llevar en 150 autobuses y, dos horas después, les dejó en la estacada. Pineda no es rencoroso. Le dieron esta camiseta en un reparto de ropa en el estadio. Agarró esa. Lo importante era tener una prenda limpia. México celebró elecciones el pasado 1 de julio. Desde que los migrantes pusieron un pie en Chiapas se enfundaron cientos de camisetas y gorras del Partido Revolucionario Institucional, del presidente Enrique Peña Nieto; de Morena, del futuro mandatario Andrés Manuel López Obrador; del Partido de Acción Nacional, de Yunes. Al menos las camisetas han tenido su utilidad después de la campaña.
México ha simbolizado la burocratización del éxodo. O, al menos, un intento. Está por ver si tiene éxito ante un movimiento que tiene sus propias reglas, que en ocasiones se vuelve caótico, pero tiene una enorme capacidad para organizarse, que aprende a cada paso y que, en muchas ocasiones, ha demostrado que no se deja pastorear. Solo le mueve el ansia por seguir adelante. Y aquí vienen las preguntas fundamentales: ¿cuándo decidirán reiniciar la marcha? ¿Qué ruta escogerán? ¿Tijuana, Tamaulipas? ¿Volverá a ser una caminata compacta o se impondrá la ley del más fuerte que los disgregó desde Veracruz?
La llegada a México no fue la entrada épica de cientos de almas agotadas y hambrientas, caminando a través de grandes avenidas como el triunfal ejército de los derrotados. Venía rota y así alcanzó la capital, como un goteo. El domingo llegó la avanzadilla, los que lograron un aventón desde el caos de Isla hasta la Ciudad de México. Ni lugar para dormir había. Finalmente, el gobierno de la capital dispuso el estadio Jesús Martínez Palillo. Allí fueron llegando, en camiones, buses, picops, tráileres, los miles de personas que acampan en la cancha. En total, más de 5,500 almas, según la Comisión de Derechos Humanos de Ciudad de México. Aunque el conteo es engañoso. Ya hay gente que se ha lanzado hacia el norte, desgajándose del grupo. La mayoría se encuentra a la expectativa. Pero el éxodo es un ser vivo, con empuje, al que le quema la piel si permanece demasiado tiempo en un único lugar.
La idea era descansar algo en la capital y que los integrantes del grupo recibiesen información sobre sus alternativas: pedir asilo en México o seguir hacia Estados Unidos. Esta es la opción favorita por la mayoría. Hay quienes se plantarán en el puente migratorio y fiarán su futuro a las autoridades norteamericanas. Otros aprovechan la larga marcha, pero tienen ya pensado separarse cuando se acerquen a la frontera y recurrir a un coyote.
“Han mandado soldados a la frontera, está muy peligroso”, explica Mary, una de las voluntarias encargadas de informar a los migrantes sobre qué pueden encontrarse al otro lado de Río Bravo. Hay tres turnos de charlas, aunque llega poca gente. Tienen muy pocos datos. Más que certezas, les mueve la fe. Como un hombre, convencido de que no haber sido nunca deportado le puede garantizar el asilo.
“Existen cinco causas por las que se puede pedir refugio: ser perseguido por raza, religión, opinión política, nacionalidad o grupo social”, explica, pacientemente, Mary. Dice que, si finalmente se opta por Tijuana, deberán aguardar turno en territorio mexicano antes de cruzar a Estados Unidos. Que por delante tendrán, al menos, a 2,500 personas y un tiempo de espera de entre dos y seis semanas. “Cuenta con que, si te presentas, vas a ser detenido”, dice.
“Primero se realiza la entrevista llamada de miedo creíble. Es el primer paso para no ser deportado. Si la pasas, tendrás un juicio. Si no, serás deportado sin derecho a hablar ante un juez”, explica. Ahí el migrante, solicitante de asilo, perseguido, es sometido a un tercer grado: ¿Qué pasó? ¿Quién le hizo daño? ¿Por qué se lo hizo? ¿Si acudió a la policía? ¿Por qué cree que puede volver a ser violentado?
“Yo tengo pruebas de que soy perseguido en Nicaragua”, dice un joven.
“A mi ya me deportaron hace meses, ¿qué me puede ocurrir?”, plantea otro.
Mary sigue con su terrible relato: separación familiar, estar en manos de un juez con un 95 % de rechazo a las peticiones de refugio, el peligro de ser detenido, la amenaza de la deportación. Al final, una obviedad: “es su decisión si quieren intentarlo”. Y aquí entra una disyuntiva clave. La caravana ha avanzado en bloque, desobedeciendo las leyes migratorias de México y los intentos de Guatemala y Honduras por frenarles. Pero a cada kilómetro que se avanza las cosas se ponen más difíciles. Y, a pesar del relativo éxito del Partido Demócrata en las elecciones de mid-term en Estados Unidos, Donald Trump sigue siendo el inquilino de la Casa Blanca. Es el peor momento del mundo para intentar poner un pie en el vecino del norte, y los activistas lo saben, pero no pueden pedirles que se queden en México, solo advertirles de que la fe no mueve todas las montañas y que, ante la política xenófoba de Trump, no hay “primero Dios” que evite las penurias que tiene por delante. Solo queda informar.
En este punto, hay divisiones entre quienes acompañan el éxodo. Por ejemplo, el padre Alejandro Solalinde, presente en la asamblea del lunes, se ha mostrado abiertamente partidario de que la travesía concluya en México. Pero la realidad, la tozuda realidad, es que la mayoría de estos hombres y mujeres no conciben otra opción que no sea ingresar a Estados Unidos. Y no hay aviso, amenaza, alegato o advertencia que pueda hacerles cambiar de idea.
La asamblea del miércoles fue reflejo del choque entre la impaciencia por avanzar y quienes creen que todavía puede hacerse algo en Ciudad de México. En principio, un día antes se había acordado esperar 48 horas para seguir ofreciendo información y escoger la ruta. Pero ya hay nervios. La gente, la mayoría de la gente, quiere seguir adelante. Aunque esa misma mayoría de gente quiere refugiarse en el grupo. Así que, entre alguna protesta, se impone el plan de quienes optan por pisar el freno.
Hace más de una semana, cuando la Policía Federal cortó el paso en el tránsito entre los estados de Chiapas y Oaxaca, se acordó que se nombraría una comisión negociadora y se hablaría tanto con el Gobierno saliente, el de Peña Nieto, como con el entrante, el de López Obrador. A día de hoy no se ha confirmado ninguno de estos encuentros.
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Con las grandes decisiones todavía pendientes, el estadio Jesús Martínez Palillo es un microcosmos con vida propia. Aunque resulta más difícil retratarlo que en etapas anteriores. Al parecer la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México ha considerado que la labor de los reporteros atenta contra la privacidad de los migrantes e impone restricciones al acceso al interior de la cancha. Ahí dentro uno puede encontrarse a jóvenes practicando boxeo, niños jugando con un payaso, familias descansando, jóvenes jugando a los naipes, ropa tendida por cualquier lado, una pista de atletismo por la que la gente no corre, sino que, simplemente, espera.
También se han registrado incidentes.
Por ejemplo, la denuncia presentada por un salvadoreño, Nelson Valladares, de Aguachapán, y un guatemalteco, Lester Gámez, de Jutiapa. El martes, ambos trataron de interponer una denuncia ante el Ministerio Público. Acusaban a una patrulla de la Policía Municipal de haber tratado de asaltarles cuando venían de sacar dinero. “Se nos cruzó una patrulla y agarró a mi compañero y le dijo que se montara. MI amigo no quiso montarse. Adelante me salieron otros municipales, me metí entre los carros, uno me dio una trompada y me tiró al suelo. La gente comenzó a grabar, dijeron que era de la caravana, yo les mostré un sello que llevaba. Ellos se asustaron, pero querían mi cartera”, dijo Valladares. “Intentaron romper mi identificación”, dice Gámez, que muestra su DPI. “La gente nos apoyó y pudimos regresar aquí”, añade.
Ambos quisieron poner la denuncia ante el Ministerio Público, pero regresaron por donde habían venido. En la furgoneta de la institución alegaron no disponer de luz y no registraron la denuncia. Ofrecieron una patrulla para que el salvadoreño y el guatemalteco se trasladasen a la oficina más cercana, pero estos declinaron la oferta. No se fiaban de los agentes que podían acompañarlos.
Otra preocupación: la aparición de sospechosos empleadores en las inmediaciones del campamento. Ofrecen trabajo sin demasiadas garantías. La gente ha empezado a inquietarse. Son muchos los rumores sobre migrantes desaparecidos, grupos criminales que tratan de secuestrar a los caminantes. Algo habitual en esta ruta que chorrea sangre. Hasta ahora, ninguno de esos rumores ha sido confirmado.
En la asamblea del miércoles la caravana decidió agotar un plazo de 48 horas para seguir avanzando. Un pequeño grupo anunció que no se sometería a la disciplina general y que saldría en la madrugada. Pero el grueso, miles de personas todavía, espera una jornada más. Cuando ellos salgan el estadio seguirá siendo un campo de refugiados. Otras tres caravanas caminan por el sur del país, y esperan llegar a la Ciudad de México antes del fin de semana. El éxodo no se detiene.
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Read lessHabla Bartolo Fuentes en Ciudad de México. #CaravanaMigrante pic.twitter.com/TZHXWYUcvy
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Alberto Pradilla
Miguel Ángel Yunes, gobernador de Veracruz, pudo haber sido un héroe. Lo fue, de hecho, durante u...
Miguel Ángel Yunes, gobernador de Veracruz, pudo haber sido un héroe. Lo fue, de hecho, durante un par de horas, entre las 17:30 y las 19:30, del viernes 2 de noviembre. Este es el tiempo en el que el mandatario sostuvo su oferta de facilitar unos 150 autobuses a los miembros del éxodo centroamericano, que aquel día entraban en uno de los estados más peligrosos de México. Autobuses para llegar hasta Ciudad de México. Sonaba bien la idea. Sonaba increíble. Sonaba a no tener que pedir ride, ni colgarse de forma inverosímil sobre un picop, ni jugarse la vida aferrado a una cisterna, poniendo a prueba las exiguas fuerzas de los brazos agotados, ni asfixiarse junto a 100 compatriotas en un camión lleno hasta reventar. Sonaba tan bien que los hombres y mujeres exhaustos, doloridos y enfermos que acampaban en el mercado de Sayula, estado de Veracruz, recibieron la noticia eufóricos. Sonaba tan bien, ¡tan bien!, que creyeron, sin dejar resquicio a la duda, sin caer en la cuenta de que era demasiado bueno para ser verdad.
Dos horas después de prometer que solucionaría la vida de la caravana, al menos en su tramo hasta la capital mexicana, Yunes se desdijo.
Pudo ser un héroe, pero el gobernador de Veracruz eligió pasar a la historia como un mentiroso.
Esta es una parte de la historia cruel. Terriblemente cruel. Y hay que contarla cronológicamente.
2 de noviembre. 17.30 horas. El gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, anuncia lo que sus homólogos de Chiapas y Oaxaca nunca estuvieron en disposición de ofrecer transporte seguro hasta Ciudad de México. El mandatario habla en un video de 1:21 minutos, colgado en su cuenta de Twitter. “Son más de 5,000 personas”, dice, contradiciendo al Gobierno federal, que siempre ha cifrado en 4,000 el número de caminantes. “Vamos a proporcionar ayuda humanitaria. Aguas, alimentos, servicios de salud”, afirma.
“Es muy importante que puedan moverse pronto de Veracruz hacia otro lugar. Por eso, ofrecimos transporte para que, si es posible, el día de mañana, 3 de noviembre, puedan trasladarse a la ciudad de México”.
Transporte. Transporte. Transporte.
Atravesar rápidamente uno de los estados más peligrosos del país, el lugar en el que se mata, se secuestra, se explota sexualmente a más migrantes que en otros territorios de México, en los que también se mata, se secuestra, se explota sexualmente. La ruta que cada año se traga a decenas de centroamericanos.
19.00 horas. Hay una asamblea ante el mercado de Sayula de Alemán, que es donde ha llegado el grueso de la caravana procedente de Matías Romero, en Oaxaca. En total, 129 kilómetros. La gente está nerviosa, cree que se avanza demasiado despacio, especialmente los jóvenes, que son los que tienen capacidad para adoptar posiciones inverosímiles en la parte superior de un camión. Se dejó atrás Donají, que es el lugar en el que estaba previsto dormir, y se avanzó a pulmón hasta Sayula y Acayucan, en Veracruz. Estamos ante el primer síntoma de fractura de una caravana que tiene en la unidad su gran fortaleza: si no caminan juntos, si no son parte de ese grupo, entonces sus integrantes pasan a ser migrantes anónimos, de los miles que cada año atraviesan México hacia Estados Unidos. Sin el colectivo abandonan su carácter de inmensa acción de desobediencia civil, y son mucho más vulnerables.
Ahora no es momento de discutir sobre estrategia. La oferta del gobernador de Veracruz ha venido a cambiarlo todo.
“Lo logramos. Vamos a tener autobuses. Luchamos, pero lo logramos”, dice Francisco Suazo, un dominicano nacido en 1969, que renueva cada año su permiso de residencia en México, muy activo en las asambleas, al que suele verse, megáfono en mano, en todas las reuniones. Atraviesa las estancias del mercado municipal de Sayula, convertidas en campo de refugiados. Las habitaciones, que es como llamaremos a los espacios ocupados por cada núcleo familiar, se separan con toallas, plásticos negros, mantas o la ropa tendida. Entre la gente que descansa se mueve Suazo con su megáfono, anunciando la buena nueva. “Si se pudo”. Lo que hace 24 horas era un imposible ahora lo tocamos con la punta de los dedos. En el exterior se desarrolla una asamblea. En realidad, una celebración. Se oficializa la oferta. Habrá autobuses que partirán en caravana, de diez en diez. Prioridad para los niños y las mujeres. Habrá escolta de un vehículo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Comisión Estatal de Veracruz, Defensoría de Oaxaca y otro de la Policía Federal. Se harán dos paradas, en Córdoba y Puebla. Está previsto que cada caravana llegue a Ciudad de México en diez o doce horas.
Después de una noche de tormenta en un refugio al aire libre en Matías Romero, escuchar que habrá autobuses es la mejor noticia que jamás alguien pudo dar a estos hombres, mujeres y niños. Están exhaustos, doloridos, hambrientos, pero ahora, en este momento, tienen una esperanza.
“Manchadas de sangre, están las fronteras, porque ahí se mata a la clase obrera”, clama una voz que se deja escuchar entre un centenar de personas bajo la lluvia.
La asamblea queda en manos de la comisión de negociación formada por cuatro hombres, tres mujeres y un representante de la comunidad LGTBI. De ellos, dos son guatemaltecos: Anger Odamir Godoy González, de 26 años, que residía en la zona 1 de la capital; y Ana Luisa España, de Zacapa. El primero huye de las pandillas, mientras que la segunda busca una vida mejor en Estados Unidos.
Dejamos a la caravana en un momento de excitación máxima. A ver quién se duerme ahora. A las cuatro de la mañana tocarán diana. A las cinco se formarán las primeras filas para ordenarse y subir a los ansiados autobuses. Parece mentira que mañana vayamos a estar cómodamente sentados, de camino a Ciudad de México.
19.30 horas. Todo se viene abajo. El gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, emite un segundo video. Se contradice. Antes quería a los migrantes fuera de su estado lo antes posible. Ahora les pide que se queden en Veracruz. Alega los problemas de abastecimiento de agua que sufre la Ciudad de México, que cortó el suministro entre el miércoles y el domingo por la realización de unas obras.
“Se trata de un problema institucional, que hay que resolver de fondo. No se trata de pasar la papa caliente de una mano a la otra o de un Estado al otro. Se trata de ir al fondo del tema. Ofrecí darles apoyo para trasladarse a la Ciudad de México. Pero la Ciudad de México enfrenta hoy, todo el fin de semana, y probablemente hasta el lunes o martes de la próxima semana, un problema grave de abasto de agua que afecta a más de siete millones de personas. No sería correcto que agraváramos aún más esta situación. Por eso quiero ofrecer a los migrantes que, mientras los problemas se resuelven, y a la espera de una solución de fondo a este asunto, acepten la invitación para ir a alguna ciudad de Veracruz más al sur, una ciudad grande, donde podamos tener instalaciones adecuadas”, dice Yunes en el video, de 1:31 minutos de duración.
“Solución de fondo” suena a burocracia, a engaño, a trampa, a proceso larguísimo y migrantes varados.
Jarro de agua fría. Tremendo jarro de agua fría.
Asamblea de urgencia. Apenas participa un pequeño grupo. Deciden emitir su propio video y un comunicado. Alegan que el puente humanitario organizado por la Ciudad de México ya había tomado en cuenta que no habría agua, que ha habilitado la unidad deportiva de la Magdalena Mixuca y que les están esperando. Son horas frenéticas. Intentos de negociación, pero en vano. Toca informar a toda la romería. Muchos de ellos ya duermen, confiados en que al día siguiente tendrán su espacio reservado en un autobús con destino a Ciudad de México.
Solo el gobernador de Veracruz puede responder a las preguntas fundamentales: ¿qué ocurrió entre las 17.30 y las 19.30 horas para que cambiase de opinión de forma tan radical? ¿Por qué empleó un argumento que todos conocían de antemano, el corte de agua en la capital, para retirar su oferta? ¿Por qué los miembros del puente humanitario organizado por Ciudad de México se enteraron a través de un comunicado y no por información directa de las autoridades de Veracruz? ¿Telefoneó algún miembro del gabinete del presidente Enrique Peña Nieto a Yunes para obligarle a dar marcha atrás?
Esas respuestas explicarían por qué, pudiendo convertirse en un héroe, Miguel Ángel Yunes, del Partido de Acción Nacional (PAN), decidió quedar como vendedor de humo a menos de un mes de abandonar su cargo.
La asamblea de la decepción bajo la lluvia
Sábado 3 de noviembre. 6 de la mañana. Ginna Garibo y Alex Mansing, de Pueblos Sin Fronteras, están subidos a un camión cisterna, megáfono en mano. Junto a ellos, Arturo Peimbert Calvo, defensor de los Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca, y Juan José García Ochoa, de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México.
Es uno de los momentos más dramáticos. Nadie querría estar en su pellejo. Tienen delante a una masa de seres humanos agotados, enfermos, hambrientos y mojados. Deben comunicarles que la esperanza por la que llevan haciendo cola varias horas bajo la lluvia se ha esfumado, que regresan al punto cero, que no tienen más alternativa que seguir caminando a través del peligrosísimo estado de Veracruz.
Había que dar la cara y ahí están, Garibo y Mansing, sobre un camión, expuestos, conteniendo su propia decepción. Definitivamente, a nadie le gustaría estar en su pellejo.
Los migrantes llevan horas en fila y han comenzado a desesperarse. Ni rastro de los autobuses. Algunos ya saben la malísima noticia, pero otros todavía confían en una milagrosa aparición de los vehículos mágicos.
Es difícil gestionar la información cuando las urgencias del día a día dificultan muchísimo la asistencia a las asambleas y la rumorología es la principal fuente de noticias.
Antes de que Garibo comience a hablar, emite a través del megáfono los dos comunicados del gobernador Yunes, como vacuna. El primero, el de la oferta, y el segundo, el del desengaño. Y pronuncia las terribles palabras que nadie quiere escuchar: hay que seguir caminando. Juntos. En el peligrosísimo estado de Veracruz. Próximo destino, el municipio de Isla.
Las caras de los cientos de hombres y mujeres que observan a Garibo, Mansing, Peimbert y García es el reflejo de la decepción máxima. Es terriblemente cruel manipular su esperanza. Estamos ante gente acostumbrada a que jueguen con ellos, a ser los últimos de la fila, a no contar para nadie más que para ellos mismos. El jefe, el pandillero, el matón del barrio, el padre ausente, el político, el gobernante. Todos ellos les decepcionaron, les abusaron, les pisotearon. Ahora se sienten engañados por las personas que, al menos durante dos semanas, les han ofrecido algo de esperanza.
“¡Basta de pajas! ¡Nos están engañando! ¡No pueden jugar así con la dignidad de esta gente!”
En la primera fila, un hombre bajito de gafas, gorra y abrigo abrochado hasta el cuello, expresa su enfado. Alega ante Ginna Garibo. “Si no estaban seguros, no debieron dar esa información”, dice. “Era seguro. A nosotros también nos han engañado”, responde la mexicana. Tiene el gesto descompuesto. A ella también le estafaron, pero tiene que dar la cara. “Emitió un comunicado en televisión. Nos aseguró que tendríamos los autobuses. No lo comunicamos hasta que estuvimos completamente seguros. Ustedes han podido escuchar al gobernador”, explica.
El hombre se queda pensativo. Da la razón a la activista.
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“Entonces… ¿habrá que organizar una rueda de prensa, verdad? No se puede quedar así. Hay que denunciarlo”, responde.
Su indignación ha cambiado. Es como si no le cupiese en la cabeza que una autoridad pueda decir una cosa y luego hacer la contraria. Como si no recordase todas las veces que en Honduras, El Salvador o Guatemala, sus gobernantes hayan engañado a gente como él. Es casi conmovedor escuchar su confianza en una denuncia pública, como si eso pudiese cambiar el estado de las cosas.
La caravana sigue. Algunos, los menos, se desgajan. Han perdido la paciencia. Quizás lo intenten con un coyote. El gran ejército de los derrotados centroamericanos inicia otra etapa de su larga marcha. El próximo destino es Isla, a 80 kilómetros. Es injusto, pero hay personas que empiezan a perder la confianza en el grupo.
La ley del más fuerte en la gasolinera de Isla
Sábado 3 de noviembre. 11.36 horas. Gasolinera de Isla. Magui Núñez, de Pueblos Sin Frontera, avanza rodeada por más de una docena de personas. Les recuerda que el pacto al que se llegó hace menos de seis horas implicaba dormir en Isla, donde se ha habilitado un salón social. El albergue está vacío y cientos de personas se encuentran en este cruce. Tienen dos alternativas. Tomar el camino de la izquierda y adentrarse en este municipio de más de 40,000 habitantes, calles cuadriculadas y atravesado por la vía del tren, o seguir adelante. Allá, más lejos, al final del tránsito que comienza en esta carretera, se encuentra Puebla, a 371 kilómetros. Todavía más lejos, a 483 kilómetros, está la Ciudad de México, parteaguas para esta romería de los hambrientos.
¿Qué hacer? ¿Seguir adelante y jugársela en la carretera o esperar al grupo? ¿Avanzamos demasiado lento? ¿Cuánto falta para llegar a Ciudad de México? ¿Y la frontera con Estados Unidos?
Minutos antes, toda la frustración, la ira y la desesperación han estallado junto a la gasolinera de Pemex. Se produjo una disputa entre dos tipos que estaban subidos a un camión y otra gente que quería entrar, contraviniendo al chofer, que se negaba a arrancar con gente encaramada en sus costados. Alguien dijo una palabra más alta que la otra y estos dos tipos, hondureños ellos, bajaron con sendos garrotes. Midieron mal sus fuerzas. Por mucho que uno cargue un palo, si se enfrenta a una multitud siempre tiene las de perder. Así que huyeron. Uno consiguió escapar. El otro no. Recibió tremendos golpes. Lo vimos, herido, sangrando por la nariz, mientras era evacuado en la palangana de un picop de la Policía Federal. Alguien también empujó a un camarógrafo. Y eso encendió aún más los ánimos. Uno de los consensos de la caravana es que los medios de comunicación les permiten hacerse visibles, caminar a plena luz del día por esas carreteras por las que antes se escondían, en las que les secuestraban, les engañaban, les mataban. No pueden permitirse que su éxodo deje de ser transmitido. Así que protegen a los medios. “Si alguien te toca, por favor, nos lo comunicas. Nadie puede tocarte. Tienes derecho a grabar lo que quieras. Nos estás ayudando”, dice un hombretón alterado.
Todo en esta gasolinera es un caos. Se forman corrillos. Algunos agarran aventón y no miran atrás. Otros deambulan preguntando qué hacer. No hay nadie identificado como liderazgo y todo se ha descontrolado.
—Les recuerdo el pacto al que habíamos llegado —dice Núñez, agotada.
—¿Dónde están los autobuses? —responde un joven, airado.
—¡Avanzamos muy lento! —dice otro.
—Si no seguimos con la caravana, no somos nada —opina un tercero.
Es muy difícil entender qué está pasando. Todo el mundo anda de un lado a otro, perdido, nadie lleva la batuta. Hay órdenes contradictorias de personas con chaleco verde. Hay tensión en el ambiente. Rabia, frustración, un calor terrible, policías armados y dos patrullas del Ejército mexicano. Algunos camiones, la nueva Bestia sobre ruedas, ya están camino a Puebla, o a Ciudad de México, o a alguno de los municipios que encontrarán en la ruta. Un pequeño grupo fue al albergue, pero, al verse en soledad, regresó por donde habían venido.
“¿Qué hacemos ahora?”, es la pregunta que más se escucha.
Llegan Ginna Garibo y Alex Mansing. Bajan de un camión lleno hasta reventar. No pueden estar en todos sitios.
La joven mexicana toma la palabra, megáfono en mano, subida a los hombros de otro compañero. Frente a ella, más de un centenar de personas. Dice que su papel es acompañar, que ellos no son organizadores, y que debe estar con el grupo mayoritario. Lleva días preocupada por los diferentes ritmos que se observa en la caravana. Los hombres jóvenes, sin cargas familiares, pueden avanzar más deprisa. Tienen agilidad para subirse a cualquier recoveco de un vehículo en marcha. Esto no ocurre con las personas mayores, las madres y los niños, las decenas de niños enfermos que caminan de la mano de sus adultos. Es la ley del más fuerte. Hay muchos hombres jóvenes y muchas madres solas. No hay hombres solos con sus hijos. Eso nos dice algo de la sociedad que se exilia.
“Si aquí habemos muy pocas personas, los acompañantes deben ir donde está la mayoría. En algún punto nos tenemos que reunir. No podemos entrar a Ciudad de México desorganizados. Esto se va a volver nada. Y le vamos a dar gusto al Gobierno federal. De eso no se trata”, proclama. Se escucha algún aplauso y también, desde la lejanía, alegaciones. “¿Dónde están los autobuses?” Los activistas se han convertido en paganos del engaño del gobernador Yunes. Es injusto, pero es así.
“Hay que seguir juntos, hombro con hombro, como hemos venido”, prosigue Garibo. “Esta es su caminata, ustedes la hicieron desde Honduras. Considero que antes de entrar a Ciudad de México es importante reagruparnos. Eso se puede hacer en Puebla. Si deciden avanzar nos vemos en Puebla. Ahí está el padre Gustavo Rodríguez Zárate. El padre está en la parroquia de La Asunción. Ahí es el punto de reunión para los que decidan avanzar”.
Aplausos. Los presentes han escuchado lo que querían, el visto bueno, que no necesitan, para seguir avanzando.
“No me fío de esta gente. Ya nos han engañado en dos ocasiones. ¿Por qué aparece y desaparece? ¿Quién le dio autoridad?”, protesta Mauricio Mancilla, de 33 años, de San Pedro Sula. Discute con otros compañeros. Está muy presente la decepción por los autobuses. Sabe Mancilla, porque lo dice, que los activistas no fueron quienes negaron el transporte. Que a ellos también les engañaron. Pero en situaciones extremas existe el riesgo de dejarse llevar por la ira, el enfado, la decepción, y cargar contra la persona que tienes más cerca. “Estamos vacunados contra la paja”, dice el hombre, mientras se retira para pedir jalón.
La caravana está rota. Un grupo de unas 2,500 personas se queda en Isla. Son, en su mayoría, familias con niños pequeños, los que avanzan más despacio. La teoría dice que tienen prioridad en los rides, pero eso no siempre se cumple. Hay vehículos a los que un niño jamás podrá subir. El resto sigue adelante. Algunos llegarán a Puebla. Otros quedarán por el camino. Córdoba. Tierra Blanca. Comunidades que tienen nombre de secuestros masivos, violencia, desapariciones. Muchos no han escuchado las recomendaciones de Garibo para reunificase a 130 kilómetros de la Ciudad de México. Si todo se disgrega definitivamente, si esta gran romería de hombres mujeres y niños se convierte en pequeños grupos dispersos, dejarán de ser el éxodo centroamericano para regresar a la oscuridad del anonimato. Volverán a ser migrantes irregulares en el país que más migrantes centroamericanos deporta del mundo. Cuando se encontraban a las puertas de México, en aquel puente lleno de seres humanos desesperados, Enrique Peña Nieto les dijo que si cruzaban por el río serían detenidos y devueltos a sus países. Sin embargo, la Policía Federal escolta su marcha. Eso sería lo que perderían si la caravana se deshace. Desde la capital todavía faltarán cientos de kilómetros hacia Estados Unidos, atravesando algunos de los territorios más peligrosos de una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo. La ley del más fuerte les debilita.
Muertos vivientes llegan a una parroquia de Puebla
Sábado 3 de noviembre. 22.46. Parroquia Nuestra Señora de la Asunción, Puebla. Un hombre cubierto con varias mantas. Parece un fantasma que se hubiese descubierto la cabeza. Arrastra los pies, mirada perdida, pasos cortísimos. Es la sombra de lo que fue. Camina despacio, muy despacio, hacia la parroquia Nuestra Señora de la Asunción, en Puebla. Carga sobre sus espaldas seis horas agarrado a un camión, o encerrado, o subido en la parte de arriba de un tráiler. No lo sabemos, porque por mucho que se le pregunte, el hombre parece incapaz de hilvanar una respuesta. Es un muerto viviente que ha logrado cumplir la etapa más larga de todas las que la caravana ha desarrollado en México. Lo perdemos al entrar en el albergue. Hoy podrá dormir caliente.
Todos los seres humanos que caen en este centro religioso convertido en refugio están exhaustos, perdidos, derrotados, enfermos. La tos es parte de la penosa banda sonora. No queda rastro del entusiasmo de horas anteriores. Son cuerpos doloridos que avanzan por inercia.
“Nos han engañado tanto. Juegan con la dignidad de las personas”. Jenina Díez, salvadoreña, de la capital, es de las primeras en arribar al albergue. No escuchó las recomendaciones de Ginna Garibo en la gasolinera de Isla, pero el instinto le ha conducido hasta aquí. Está enferma. Tiene fiebre. La voz se convierte en un hilillo aflautado cada vez que abre la boca. Es como si sus pulmones protestasen. Le arde la piel. Se cubre con una manta, sentada, derrotada. Viene con tres nietos, su hija, su yerno. Llegaron en camión, pero finalmente, al alcanzar Puebla, pagaron un taxi. Ella no podía más.
Junto a Díez está Marvin Andrade, de 37 años, también salvadoreño. Al hombre lo habíamos encontrado hace dos semanas; el sábado 20 de octubre, en el puente que une Tecún Umán, en Guatemala, con Ciudad Hidalgo, en México. Era de los últimos que esperaba que el portón metálico se abriese. Decía entonces que no quería relajo. “La idea es entrar legal aquí porque hay ventajas que nos pueden dar la oportunidad para pelear el caso, que nos dejen pasar o nos den albergue. En cambio, nos han informado de que, si uno cae y no está registrado, directamente va deportado o hasta preso puede ir”, aseguraba.
Horas después habría cruzado de forma irregular el río Suchiate. Si no lo hubiese hecho así, jamás habría llegado hasta Puebla.
Hablaba entonces Andrade de sus penurias en San Miguel, El Salvador. Relataba cómo miembros de la Mara Salvatrucha (MS-13) le arrebataron su casa. Cómo asesinaron cuatro meses atrás a su esposa, Ángela, quien quiso oponerse a que unos pandilleros entrasen a su casa buscando a uno de sus hijos, de 12 años, a quien querían reclutar.
“Allá no se puede, esta todo topado de pandilleros. Allí se han dividido todos, hay un solo revoltijo, ya están los sureños, los revolucionarios, ha llegado otra pandilla, entre ellos se están peleando, uno no puede ir a otra colonia porque lo matan a uno, aunque no sea nada”, decía.
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Mientras Andrade relata las últimas horas de tránsito, dentro de un camión, padeciendo frío y agotamiento, se escuchan unos ruidos en el exterior. Es otro camión. En la parte de arriba, un pequeño grupo cubierto por mantas. Son náufragos en la parte de arriba de un camión. En el interior, decenas de cuerpos hacinados. Solo se les ven las manos, que asoman entre los tablones de la puerta. Gritan. Dicen que no tienen aire, que les abran ya, que no aguantan más. Uno de los voluntarios del albergue responde que no tienen espacio para ellos, que tienen que esperar 15 minutos. Un tipo, desesperado, sale del interior a través de la tela. Baja. Desata las cuerdas. Da igual lo que le digan, la gente se está quedando sin aire y por 15 minutos más no va a permitir que algún compañero termine cadáver.
Si uno pregunta a estos cuerpos exhaustos, doloridos y enfermos si permanecerán un día en Puebla para recuperarse encuentra una respuesta unánime: “mañana temprano, a Ciudad de México”. Son indestructibles.
Read lessAlberto Pradilla
“Ojalá no llueva”, dice Ginna Garibo, mexicana de 30 años, integrante de Pueblo Sin Fronteras y u...
“Ojalá no llueva”, dice Ginna Garibo, mexicana de 30 años, integrante de Pueblo Sin Fronteras y uno de los rostros visibles en las asambleas en las que, cada tarde a las 19.00 horas, la caravana migrante toma las decisiones operativas para la próxima jornada.
“Ojalá no llueva”, suplica con un hilo de voz, adentrándose en la cancha de fútbol Emiliano Zapata, campo de refugiados al aire libre de Matías Romero, Oaxaca, un municipio de cerca de 40,000 habitantes, según el censo de 2010. Desde que salió de San Pedro Sula, el éxodo ha recorrido cientos de kilómetros. De ellos, 461 en territorio mexicano. Todavía les queda más del doble: 672 kilómetros hasta la Ciudad de México, según la ruta más corta
Para llegar al lugar donde decenas, cientos de personas han establecido su campamento hay que atravesar una cuesta de hierba y tierra, abierta entre matorrales, a un costado de la carretera, sin entrar al centro del municipio. Hay que dejar a la izquierda los sanitarios portátiles y caminar a oscuras, únicamente iluminado con la linterna del celular, a través de un manto de seres humanos, hombres, mujeres y niños que intentan dormir para retomar la marcha al alba. Su exigua protección son los plásticos negros, que forman negras tiendas de campaña en palos clavados en la hierba.
Si llueve, todo el terreno quedará enfangado. Apenas hay dónde guarecerse.
Por ahí se pierde Ginna Garibo, entre los solados de este ejército de derrotados que mantienen la fila por un plato de comida antes de acostarse. Los alimentos los reparten voluntarios del municipio, iglesias, oenegés. Gente particular que llega con el carro lleno. Hay jornadas de abundancia y días en los que los ranchos escasean.
“Ojalá no llueva”, repetimos todos los presentes, mientras observamos con desazón los rayos que amenazan la tormenta. Aún no han dado las 20.00 horas.
Nuestras súplicas no son escuchadas.
Pasadas las 22.00 horas, comienza la tormenta.
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Caen gotas gordas como canicas durante algunos minutos, seguidas de una lluvia fina. El ambiente es de un calor pesado. La cancha comienza a embarrarse, a encharcarse. Se organiza un nuevo éxodo hacia el interior de Matías Romero. Soportales llenos de gente, las puertas de un Oxxo (la cadena de supermercados que se extiende por todo el territorio mexicano) llenas de gente, un bar de carretera en el que suena el reguetón, ajeno al tránsito que se desarrolla, penoso, a su lado.
En el arcén, cientos de personas cubiertas con capas, protegiendo sus exiguas pertenencias, con niños de la mano o en carritos, deambulan buscando un lugar seco en el que pasar la noche. Está previsto que a las cuatro de la mañana se toque diana y, a las cinco se pongan en ruta hacia Donají, último municipio de Oaxaca antes de entrar en el estado de Veracruz. Pero faltan muchas horas, estamos bajo la lluvia y ahora, lo importante, lo verdaderamente vital, es hallar un lugar resguardado. El campo de fútbol que minutos antes albergaba a cientos, miles de personas, es un escenario apocalíptico. Las botas chapotean en los charcos. El olor de las aguas fecales impregna el acceso. La lluvia ha debido desbordarlas. Los caminantes, exhaustos, mojados, hambrientos y enfermos, avanzan sin saber a dónde dirigirse. A ratos, enormes rayos iluminan por completo el terreno. Son dos, tres segundos en los que vuelve a hacerse de día. Truena el cielo y parecería que puede desplomarse sobre nuestras cabezas. Y cae de nuevo la oscuridad y la gente avanza, perdida, y llueve a ratos y todo esto es un caos.
“Estaba durmiendo en el campo de fútbol, pero comenzaron a evacuarnos. Dijeron que habían encontrado culebras”, dice Anahí Laguna Ramírez, de Tegucigalpa. Está en la orilla de la carretera. No sabe a dónde ir. Solo sabe que no pasará la noche sobre la hierba, como tenía pensado.
Hemos entrado en un momento crítico. Por delante, la peligrosísima ruta a través de Veracruz, terreno en el que operan diversos grupos criminales. Aquí y ahora, la lluvia, la noche, el desamparo.
* * *
La desesperación comienza a hacer mella. Horas antes de la tormenta, un grupo ha tomado las instalaciones de un antiguo hotel abandonado, que colinda con el campo de fútbol Emiliano Zapata. Hotel Real El Istmo, se llamó, en sus buenos tiempos. Parecía un lugar acogedor. Son decenas de habitaciones con cama y cubiertas. Mucho mejor que el campamento al aire libre donde se desparraman los caminantes sin ningún techo bajo el que cobijarse. Quien no compartió la idea de tomar el antiguo hospicio fue el dueño, que hizo acto de presencia y llegó a disparar al aire, clamando que se encontraban en el interior de una propiedad privada. No logró hacer desistir a los caminantes, entusiasmados ante la perspectiva de pasar una noche entre cuatro paredes. Volvió por donde había venido, derrotado, incapaz de mover de su refugio a cientos de centroamericanos. “Hagan lo que quieran”, dicen que dijo.
Al principio son familias las que ocupan el espacio. Luego, algunos chicos jóvenes, de esos que son acusados de mariguaneros. Se produce una pelea. Alguien contra otro alguien. Quién sabe cómo empezó, pero todos los consultados hacen referencia a los tragos que habrían tomado los participantes en la trifulca. Apareció un machete, y un cuchillo. Un chico resultó herido y otros tres detenidos por la Policía Federal y dirigidos a los agentes del Instituto Nacional de Migración. “Los hemos entregado a las autoridades. Si crean relajo, nos perjudican a todos”, dice Walter Coello, responsable de seguridad de la caravana.
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“Cuando uno no es relajero no tiene qué temer, pero hay gente que viene cagando la vara”, dice Neptali Barahona, de 32 años, de la colonia Torocagua, en Tegucigalpa. Ha pasado la noche en el hotel abandonado, resguardado en sus soportales. Viaja con su esposa y tres hijos, de 13, 12 y 5 años. Tienen tos. Como todos, absolutamente todos los niños de esta caravana, enfermos de uno u otro modo. Los medicamentos escasean, a pesar del despliegue de la Cruz Roja, de los comités de salud municipales y de voluntarios como el doctor Manuel Valenzuela, un tipo omnipresente, que lo mismo está ordenando a quienes esperan para subirse a los jalones que atendiendo a pequeños como los hijos de Barahona. El hondureño tiene su propia carga médica. Lleva una prótesis que le obliga a caminar ayudado por unas muletas. Hace cuatro años sufrió un accidente trabajando como albañil, empleo en el que cobraba 300 lempiras (Q96) al día. Nadie le pagó por su pierna perdida y siguió trabajando. Pero más que eso, cuenta, lo que le movió a dejarlo todo, fue la violencia. Otra terrible historia de violencia. Hace cinco meses mataron a su padrastro, José Manuel Quirós Gallo, por no pagar el “impuesto de guerra”. También mataron a su hermano, Enrique, y a su primo, y a un tío. ¿Quién los mató? “No se sabe. No vas a averiguar para que te maten a ti también”, dice, con una gorra del Partido Revolucionario Institucional, la formación que gobernó ininterrumpidamente México desde la revolución de 1910 hasta principios del siglo XXI. En la colonia de la que huyó, la Torocagua, es la Mara Salvatrucha (MS-13) la que impone la ley, pero este hombre, dice, “no sabe” quién descerrajó varios disparos a sus familiares. Mejor no saber.
Con tres niños pequeños a su cargo, a Barahona le da miedo el paso por Veracruz. Todos han escuchado relatos terribles sobre las estructuras criminales que operan en ese estado mexicano. Saben que aquí ahí se secuestra, se mata, se extorsiona, más que en la media del país, que es de por sí una sangría desde 2006, cuando el entonces presidente mexicano Felipe Calderón inició su “guerra contra el narcotráfico”.
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A Barahona le extorsionaban en Tegucigalpa, tenía un riesgo terriblemente objetivo de ser asesinado. En su desesperada romería para encontrar un lugar a salvo, se ve obligado a transitar una ruta que se ha tragado a cientos de compatriotas.
“La clave es seguir pegados a la caravana”, dice, sentado al borde de la carretera en Matías Romero. Todavía no sabe que el grupo se ha roto por primera vez. En Donaji, a 46 kilómetros de donde se encuentra, los primeros avanzados no han respetado el acuerdo de quedarse en Oaxaca. Consideraron que el municipio era muy pequeño, que habían avanzado poco. Y siguieron hacia adelante, hacia Acayucán, en Veracruz, a 139 kilómetros.
Esta es la etapa más larga transitada hasta la fecha por territorio mexicano y se realiza de modo improvisado, sin respetar la decisión adoptada la víspera por la asamblea.
El momento en el que la caravana debía permanecer más unidad ha sido el momento en el que el grupo más se ha fracturado. Unos, los que lograron aventón, se dirigen hacia Acayucán. Otros permanecen detenidos en Ayula, de camino. Un tercer grupo, los que no se subieron a ningún carro, en Donaji, el lugar original en el que estaba previsto pernoctar.
La gran certeza de la caravana es que nada es inamovible. Lo que se había decidido en asamblea ha sido revocado por la fuerza de los hechos. Esto nos lleva a un terreno pantanoso. ¿Hasta qué punto será fiable lo que se debata en próximos encuentros? Por otro lado, demuestra que este éxodo no es un peregrinaje teledirigido. Tiene sus propias pulsiones. Y muta. Mientras que el primer grupo avanza por México, otra caravana de hondureños le sigue por el estado de Chiapas, y otra, mayoritariamente integrada por salvadoreños cruza el Suchiate como antes lo hicieron sus compañeros: nadando.
Miércoles 31 de octubre: el peor de los momentos posibles
Si a Ginna Garibo le hubiesen preguntado cuál era la fecha idónea para que la caravana de los hambrientos se pusiese en marcha en San Pedro Sula, seguro hubiese escogido otro momento. No le dieron esa opción. Tampoco estaba en su mano. Primero porque estas cosas no se preguntan. No había un plan, más allá de lanzarse a caminar. No crean en teorías de la conspiración. Nadie sabía hace dos semanas, que una primera caravana de cerca de un millar de hondureños que en marzo pasado hizo este mismo recorrido pero de una manera más discreta, sin llamar la atención de la prensa ni de las autoridades, terminaría convertida en el éxodo que ha desgarrado las costuras de la frontera sur de Estados Unidos.
Segundo, porque Garibo tampoco tendría voz ni voto, porque ella no es una migrante. Los acompaña, pero no es una de ellos, en el sentido más estricto de la palabra. Come con ellos; duerme con ellos; padece con ellos; parece una de ellos. Pero no es una de ellos. Esta joven, estudiante de doctorado en una universidad pública de Puebla y profesora en la Universidad Iberoamericana, en el mismo estado mexicano, forma parte de Pueblo Sin Fronteras, la organización que acompaña a la larga marcha. Acompaña. Esa es la palabra que utiliza para denominar el trabajo de su organización. Solo comiendo, durmiendo, padeciendo exactamente lo mismo que tus compañeros, se gana uno el respeto de la larga marcha centroamericana.
“Fue el peor momento”, dice, en la carpa instalada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en un predio cedido por la municipalidad de Juchitán, Oaxaca. Es miércoles 31 de octubre, y el campo de refugiados itinerante acampa una jornada extra en uno de los municipios más castigados por el sismo de 2017. En el centro no hay cuadra sin vivienda dañada, agrietada o, directamente, en ruinas. Juchitán forma parte también de un siniestro ranking: el de las ciudades mexicanas con un mayor número de asesinatos. Con una tasa de 95.1 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, el municipio oaxaqueño casi cuadruplica los 26 homicidios por cada 100.000 mexicanos que tiene de media el país.
Tiene motivos Gina Garibo para reflexionar sobre la oportunidad, consciente de que nada estaba en su mano, que los hechos se han sucedido así y nada podía haberlos cambiado.
En Estados Unidos, el martes 6 de noviembre se celebran elecciones de mid-term, que renuevan el Senado y parte del Congreso. Era una oportunidad para que el partido Demócrata recuperase fuerza en la Cámara Alta, actualmente dominada por el partido Republicano. Pero la coyuntura no les beneficia. El presidente Donald Trump ha aprovechado la explosión de la caravana para relanzar su mensaje antiinmigración, que tan buenos resultados le dio para llegar a la Casa Blanca. El éxodo es gasolina para el fuego xenófobo que tan bien maneja el multimillonario mandatario.
En México, la administración se encuentra en un momento de transición, y presionada por Estados Unidos. El presidente saliente, Enrique Peña Nieto, todavía no ha abandonado su despacho, mientras que el futuro gobernante, Andrés Manuel López Obrador, no tomará posesión hasta el 1 de diciembre. Así que la papa caliente atraviesa el país por tramos, pidiendo ride a cualquier vehículo que se cruce en su camino. Avanza entre una Administración que se marcha mientras improvisa qué hacer con los centroamericanos y otra que todavía no ejerce ni se ha posicionado. Lo más cerca de una posición oficial del futuro gabinete son las palabras del sacerdote Alejandro Solalinde, íntimo amigo de López Obrador, que en una entrevista con El Faro dijo que la voluntad del futuro mandatario es absorber a toda la caravana en territorio mexicano.
Definitivamente, no parecen las mejores fechas para iniciar esta larga marcha. Aunque, en realidad, si se pregunta a cada migrante, seguro que hubiesen preferido no tener nunca que dejar su país. Este no es un éxodo al que uno se sume alegremente. Ningún éxodo lo es.
“El hambre no entiende de calendario”, dice Garibo. Tampoco las oportunidades y eso simboliza esta caravana: la oportunidad de avanzar, arropado, por los peligrosos caminos que hasta hace dos semanas se transitaban en clandestinidad. Ninguno de los cientos, miles de integrantes de esta romería de los desesperados tenía en su cabeza las elecciones en Estados Unidos o el proceso de cambio de presidente en México. Lo que sí tenían, y bien presente, eran la pobreza y la violencia. La certeza de que no aguantaban más.
Cuando cobras 100 lempiras (Q31,87) al día, si la extorsión te tiene ahogado, si un pandillero ha puesto precio a tu cabeza o la sequía ha devastado lo que antes eran tus cultivos, no tienes tiempo para detenerte unos minutos para reflexionar: ¿y si retrasamos el éxodo un par de semanas a ver qué pasa con las elecciones en Washington?
Garibo no puede darse el lujo de reflexionar mucho tiempo sobre cuestiones filosóficas que no están en su mano. Tiene que resolver y, en este momento, todavía está esperanzada. Dice que es una jornada clave. Espera una llamada. Asegura que haber logrado el compromiso de 71 autobuses para transportar a la mitad de la caravana hasta Ciudad de México. Es la mitad de los que necesitaban. Han hecho el cálculo de que, para unos 7.000 integrantes del primer bloque del éxodo son necesarios 150 buses, con 46 pasajeros cada uno.
Cree que alguien, organizaciones sociales, Gobierno de la Ciudad de México, estado de Oaxaca, puede completar sus demandas y agilizar el tránsito. Pero es mucho dinero. Muchísimo dinero. La caravana de los que no tienen para pagar un coyote se autofinancia pidiendo unas monedas en los municipios en los que caen. No serán ellos quienes puedan soltar la lana.
“Hay dos opciones. O logramos el transporte y vamos en autobús a Ciudad de México o seguimos caminando”, explica.
No pueden mantenerse demasiado tiempo en un mismo lugar. Porque la gente, ansiosa, no está para perder el tiempo y por los propios recursos de los lugares que visitan.
En ese momento, el plan era dirigirse hacia la capital de Oaxaca. Abandonados por buena parte de las instituciones, los marchistas estaban fiando todo a la organización social del estado sureño. Ahí está, por ejemplo, la sección 22 del Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza. Gente peleona, solidaria, con historia de lucha. Pero también, gente pobre, con escasos recursos con los que acoger a la tromba de hambrientos que avanza por México.
Finalmente, no hubo autobuses. Y tampoco tránsito hacia la capital de Oaxaca.
Los transportistas del estado oaxaqueño emitieron un comunicado en el que justificaron no ceder sus vehículos a la caravana porque deben priorizar las necesidades de la población local. Pueblos Sin Fronteras acusó al Gobierno de Enrique Peña Nieto de obstaculizar una cesión que ya estaba apalabrada. Y una fuente del Gobierno de la Ciudad de México que habló a condición de anonimato aseguró que jamás estuvo sobre la mesa poder brindar transporte a la caravana, ya que esto implicaría contravenir la política del Gobierno federal.
Sobre la ruta, los marchistas tomaron la decisión de seguir por Veracruz ante las dificultades añadidas que observaron en Oaxaca. Había que cruzar la sierra, lo que dificultaba la posibilidad de lograr jalón. Es un camino sinuoso, que incrementa el riesgo de accidentes. Además, las comunidades en el camino son muy pobres y apenas iban a tener recursos para atender a los miles de caminantes.
En mitad de la madrugada se cambió el rumbo.
Jueves 1 de noviembre. Día de los muertos. La caravana llega a Matías Romero, estado de Oaxaca. Esto implica que, para seguir hasta Ciudad de México, tendrán que atravesar Veracruz. La capital mexicana es el próximo punto rojo en el mapa. Por delante, 672 kilómetros. Está previsto que allí se instalen, se reagrupen, tomen fuerzas y traten de negociar con las autoridades asilo para aquellos que quieran quedarse y una visa de tránsito para los que deseen seguir hacia Estados Unidos.
Han constituido una comisión de gestión y negociación para hablar, cara a cara, con las autoridades mexicanas. No quieren dejar nada al azar. Por eso, su propósito es sentarse con el gobierno saliente y el entrante, con sus equipos de transición, con las comisiones de Migración de Congreso y Senado, con el Instituto Nacional de Migración y con la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado. Por parte de los migrantes, ocho personas: cuatro hombres, tres mujeres y un integrante de la comunidad LGTBI.
Siguen esperando el acuse de recibo por parte de las autoridades.
Un temor: que México decida cortar el paso cuando los caminantes enfilen hacia Veracruz.
Ya lo hizo cuando abandonaron Chiapas, en un extraño ensayo de la política del palo y la zanahoria. El presidente Peña Nieto ofreció un plan de ayudas para aquellos que pidiesen regularizar la situación en Oaxaca o Chiapas, los dos estados más pobres del país. Y mandó a decenas de policías para oficializar la propuesta en mitad de un puente en medio de la nada, en el camino entre Arriaga, en Chiapas, y San Pedro Tapanatepec, en Oaxaca. El plan se llama “Estás en tu casa”. Apenas un centenar de personas ha aceptado estas condiciones, según la secretaría de Gobernación. El resto sigue adelante.
La caravana tiene una única certeza: que no hay nada inamovible. Decisiones en apariencia firmes se convierten en papel mojado pasadas las horas. Propuestas avaladas en asamblea son revocadas por otra junta extraordinaria. Cambia el contexto, llega nueva información, se trastocan las expectativas y se modifican las propuestas. Por eso, solo sabemos que ahora, en este momento, 1 de noviembre de 2018, estamos en Matías Romero, en pleno estado de Oaxaca. Si hubiesen preguntado 24 horas antes, nadie hubiese vaticinado que nos encontraríamos aquí. Había dos planes y ninguno de ellos pasaba por Matías Romero. Ni siquiera tras la asamblea, celebrada en la tarde del miércoles, se barajó la opción de alcanzar este municipio. Pero la ley de la caravana se impone, nada es inamovible y hoy los exhaustos integrantes de la romería de los pobres descansan en el estadio Emiliano Zapata de Matías Romero, a un kilómetro de la entrada al municipio.
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Read less#URGENTE. Después de ofrecer buses para llevar a los migrantes a CDMX el gobernador de Veracruz, Miguel Angel Yunes, se retracta. Alega los problemas de agua en la capital. pic.twitter.com/57n4qJtfF0— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 3 de noviembre de 2018
Alejandro García
—¡Salten, perros! —le gritaban los balseros a los cientos de migrantes apostados en el puente que...
—¡Salten, perros! —le gritaban los balseros a los cientos de migrantes apostados en el puente que divide Guatemala y México. Lo gritaban desde abajo, con el agua del Suchiate hasta la barriga.
La gente saltaba. Otros se montaban a las balsas desde la orilla. Y así cruzaban, ante la mirada de los agentes que no hacían más que custodiar el portón, la entrada oficial a México, pero poco hacían por detener a los que se lanzaban al agua. Cruzar Guatemala fue incluso más fácil. El gobierno primero lanzó un comunicado en el que aseguraba que no les permitiría el ingreso, después alineó a un par de docenas de agentes de la Policía Nacional Civil en Esquipulas, frente a la caravana. Pero estos agentes, al cabo de un par de horas, se hicieron a un lado y permitieron el ingreso.
Eso fue con el primer grupo de migrantes. Pero los nuevos, los que han llegado después, no corrieron con la misma suerte. Para ellos la presencia policial guatemalteca fue mayor. Incluso un helicóptero mexicano sobrevoló el Suchiate para dificultarles el paso. Sin embargo, la barrera más grande aún está por llegar: la frontera de los Estados Unidos.
Mientras, la caravana avanza sobre Oaxaca, Trump se impacienta.
Que detendría toda ayuda financiera a Honduras, dijo cuando la caravana llegó a Esquipulas. Que es culpa del partido Demócrata —su principal opositor en el Congreso estadounidense—, dijo días después. Que en el grupo van delincuentes y terroristas provenientes del medio oriente, agregó. “Dense la vuelta”, tuiteó el jueves. Ese mismo día, el secretario de la defensa James Mattis indicó que hasta 800 miembros del Ejército de Estados Unidos están listos para ser situados en la frontera sur, cumpliendo así con otra amenaza tuitera del presidente.
El lunes 29, el Pentágono anunció la Operation Faithful Patriot (Operación Patriota Fiel), que consiste en enviar hasta 5,000 miembros del ejército hacia la frontera sur de Estados Unidos. Y el miércoles Trump aseguró que la cifra de militares que enviará a la frontera se elevará a 15.000.
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Mattis, sin embargo, resaltó que las tropas estarán compuestas mayoritariamente por doctores e ingenieros y que brindarán apoyo a la patrulla fronteriza o Border Patrol. Resaltó que las tropas estadounidenses no tienen permitido usar fuerza letal en operaciones de aplicación de ley en la frontera con México. Esto no evita, sin embargo, que ocurran incidentes como el asesinato de la migrante guatemalteca Claudia Patricia Gómez este año, que recibió un disparo de un guardia fronterizo, o el de José Antonio Rodríguez en 2012. El domingo Mattis finalmente dio la orden de movilizar a las tropas hacia la frontera. Se espera que inicien su labor “preventiva” esta semana.
El secretario aseguró que ya se han empezado a entregar barreras de hormigón al sur del país.
Preparándose para la “invasión”
El lunes el presidente volvió a pedir a los migrantes que regresen a Honduras, “esta es una invasión a nuestro país y nuestras fuerzas militares los están esperando”, añadió, pues “miembros de pandillas y gente muy mala van camino a la frontera”.
Y el Pentágono parece creerle, pues se arman hasta los dientes para proteger la seguridad del país. Los militares que enviará el Pentágono irán a tres puntos de la frontera sur: 1,800 soldados a Texas, 1,700 a Arizona y 1,500 más a California. Además, según datos del Pentágono, actualmente hay 2,100 guardias nacionales laborando a lo largo de estas fronteras. En total, 7,100 agentes armados recibirán a la caravana migrante. Ese era el plan hasta antes de que Trump asegurara que la cifra de soldados podría elevarse a 15.000.
Pero no termina ahí.
La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (CBP, en inglés) anunció en conferencia de prensa el lunes que estaban uniendo fuerzas con el Departamento de Justicia (DOD, en inglés) para la llamada Operation Secure Line (Operación Línea Segura), que consiste en fortalecer la vigilancia en la frontera sur de Estados Unidos.
El comisionado de la CBP, Kevin McAleenan, aseguró que están monitoreando el paso de la caravana y están al tanto de un segundo grupo en Ciudad Hidalgo. “Para aquellos que buscan recibir asilo en Estados Unidos, y desean hacerlo de forma segura y acorde a la ley, en los puertos de entrada, les recordamos que el gobierno de México ya les ofreció protección y autorización para trabajar en el sur del país”, dijo McAleenan y la llamó una “oferta generosa”. El comisionado también hizo énfasis en cómo la primera caravana salió de Guatemala, “de forma ilegal” y cómo la segunda ingresó a México, “usando tácticas violentas que atentan contra los equipos de seguridad en Guatemala y México”.
Para esto, la CBP alista 140 agentes de operaciones especiales, 385 agentes de respuesta móvil, 350 agentes varios, cuatro helicópteros Black Hawk y seis helicópteros más de otros tipos. Pero, aseguró que “nosotros actuaremos acorde a los más altos estándares del cumplimiento de la ley y trataremos a los migrantes de forma humana y profesional”.
Por otro lado, el general Terrence J. O’Shaughnessy, del comando de Defensa Aeroespacial de Norte América, detalló que la DOD enviará tres batallones expertos en la construcción de barreras y cercas hacia Texas. Así como tres helicópteros equipados con tecnología para monitorear de noche, tres aviones C130 (usados para transportar el personal de forma rápida), 800 soldados entrenados en Fort Knox, 21 millas de alambre de púas Concertina en la frontera y esperan recibir 150 millas más. El general agregó que están preparados para cualquier eventualidad pues “como dijo el presidente, la seguridad fronteriza representa la seguridad nacional”. Los vehículos de aviación, resaltó O’Shaughnessy, responden a otra operación, Operation Guardian Support que consiste en movilizar unidades militares a la frontera con rapidez para asistir a la seguridad fronteriza.
Además, Roger Maier, especialista de relaciones públicas de la Border Patrol en Texas, aseguró por correo electrónico con Plaza Pública que el personal de El Paso ya se encuentra preparando barricadas.
Por teléfono, Carlos Díaz aseguró que la Patrulla Fronteriza actualmente realiza simulacros que consisten en dirección de tráfico, cambio de vías, movilización de personal antimotines y agilización de funciones internas para procesar a las personas de forma rápida y ordenada. “Estamos esperando que todos los recursos estén disponibles para recibir a un grupo pacífico y que busca pedir asilo”, afirma. “Y esperamos que, con nuestra planificación, el movimiento regular de personas y comercio en la frontera continúe de forma adecuada”.
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¿Es posible el asilo en Estados Unidos?
El primer paso, según lo describió por teléfono a Plaza Pública el director de comunicación de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, Carlos Días, es presentarse a las autoridades en los puertos de entrada y llenar su solicitud de asilo. “Nosotros recibimos el reclamo y realizamos una entrevista previa, para llenar datos y conocer su situación”, dice. A pesar de haber sido alertados por el gran número de migrantes que conforman la caravana, el trabajo de la Patrulla continúa sin mayores cambios. “Quienes vienen a solicitar asilo, queremos que lo hagan en los puertos de entrada, de la forma correcta”, agrega.
El director pide también paciencia, pues procesar a todos los asylum seekers les tomará mucho tiempo. “Estos puertos tienen cierta capacidad y cada persona que busca pedir asilo debe atravesar cierto proceso, en la garita”, remata. Al preguntársele sobre cuántas personas podrá la Patrulla despachar al día, Díaz admite no saberlo, “pues últimamente hemos recibido más personas pidiendo asilo en las fronteras de lo esperado; cada día varía el número y nuestros puestos de entrada están llenos”.
Una vez la Border Patrol registre a los buscadores de asilo, estos pasan a las manos del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS, en inglés) o el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, en inglés) para continuar el proceso. Es cuando todo se complica.
Solo algunos de los migrantes hondureños que van en la caravana, en teoría califican para recibir asilo; la mayoría no. Por ejemplo, Mayra Orellana, de 52 años y su hija Heidy, de 19, ambas víctimas de extorsión de pandillas y violencia doméstica, quienes además viajan con la papelería extendida por la policía de Honduras detallando los incidentes que las obligaron a salir del país, no califican. O Sergio, de 49 años, que busca recibir tratamiento médico, tampoco.
Y es que pocos, en realidad, califican.
Lo primero a entender es que mientras las personas que solicitan refugio lo pueden hacer desde su país de origen, quienes buscan recibir asilo lo deben hacer en un puesto migratorio y ante oficiales de migración. No pueden, ni deberían, simplemente darse la vuelta, como pide el presidente Trump. Estados Unidos está obligado a escuchar. Además, los migrantes tienen hasta un año después de ingresar a Estados Unidos para solicitar asilo. Esto significa que incluso aquellos que entren de forma irregular pueden aplicar para recibir asilo durante hasta 12 meses después de su entrada.
Segundo, la persona deberá demostrar que tiene miedo de regresar a su país natal por temor a ser perseguido por su raza, religión, nacionalidad, opinión política, por pertenecer a un grupo social en particular o, más recientemente, por su género u orientación sexual. Mayra, Heidy y Sergio, en papel, no califican. Quienes viajan en búsqueda de oportunidades laborales, no califican. Pero César Mejía, de 23 años y miembro de la comunidad LGBTI y exvoluntario de la Unidad Color Rosa —una ONG que brinda educación sexual— sí calificaría, pues admite haberse sentido discriminado y haber sido brutalmente golpeado por pandilleros en su natal San Pedro Sula por su orientación sexual. César viaja con una bandera de arcoíris.
Esto no siempre fue así. Hasta este año, la violencia en el país de origen podía ser razón suficiente para armar un caso de solicitud de asilo. Pero el 7 de mayo el fiscal general Jeff Sessions estableció la política de Cero Tolerancia que establecía que el 100 % de casos de cruces fronterizos ilegales iban a ser procesados por el Departamento de Justicia. Inició entonces la crisis de separación que arrancó a miles de niños y niñas de los brazos de sus padres. Pero, la política de Sessions también indicaba que quienes citen violencia doméstica y violencia de pandillas como motivo para pedir asilo este “generalmente” será negado. “El simple hecho de que un país pueda tener problemas vigilando efectivamente ciertos crímenes, o que cierta parte de la población sea más propensa a ser víctimas de crímenes, no establece una solicitud de asilo”, afirmaba el documento. Y si bien semanas después el presidente Trump ponía fin a las separaciones de familias, esta última actualización sigue en pie.
Quienes salieron de Honduras en busca de empleo o citando pobreza y hambre no son elegibles para obtener refugio o asilo en Estados Unidos.
Y es que incluso quienes sí califiquen para recibir asilo, y aunque sí se presenten ante las autoridades, están a la merced de los agentes migratorios. “Te puede tocar un oficial chingón con ganas de ayudarte y te deja pasar, o te facilita el proceso”, comentó la escritora Valeria Luiselli en entrevista con Plaza Pública en septiembre, “pero también hay muchos desgraciados que desechan los casos sin el debido proceso”. Luiselli fue intérprete en las cortes migratorias de Nueva York durante la llamada crisis migratoria de 2014, cuando más de 80.000 niños y niñas de México, Guatemala, El Salvador y Honduras se presentaron en la frontera sur de Estados Unidos, no acompañados. Muchos de estos solicitaron asilo con base a lo que luego fue derribado por Sessions: violencia doméstica y miedo a pandillas.
Pero digamos que miembros de la caravana califican, logran establecer un temor creíble ante las agencias del gobierno estadounidense, estos luego deberán iniciar una investigación que puede tardar años. Luiselli admite que muchos de los casos para los que trabajó, en 2014 y 2015, siguen en proceso. Pueden recibir permisos temporales de residencia y trabajo. Esto, sin embargo, depende de ICE y USCIS.
En 2016, según documentos del Departamento de Seguridad Nacional, Estados Unidos admitió a 84,989 solicitantes de refugio y 8,726 de asilo. Los primeros cuatro países con solicitantes de asilo admitidos, en 2016, fueron El Salvador (1,404), China (1,381) Guatemala (1,317) y Honduras (885).
Mientras el gobierno y el Ejército de Estados Unidos aprieta los puños, la caravana amanece en Juchitán y sigue su camino sobre Oaxaca. No llevan ni una tercera parte del país. Se estima que hasta 10,000 migrantes lleguen a la frontera de Estados Unidos en los próximos meses. La mayoría, espera pedir asilo. No saben cuándo llegarán, o por dónde van a entrar. Pero el éxodo sigue su marcha a pesar del calor, del hambre, la sed, el dolor de pies. Las amenazas de Trump no son nuevas. Desde Esquipulas muchos lo sabían. “Ya veremos al llegar allá”, respondieron algunos pues “cualquier lugar es mejor que Honduras”. De momento la prueba es superar México. Luego verán.
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Rocael Monterr...
Read lessRocael Monterroso, de Quetzaltenango, viene con su esposa y cuatro hijos. Suben a un bus con destino a Matías Romero, próxima parada de la #CaravanaMigrante pic.twitter.com/qwPzsvOxFI
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 1 de noviembre de 2018
Simone Dalmasso
A poca distancia del lugar donde más de 7.000 migrantes centroamericanos pasaban un día cansado de concentración forzosa, en espera de seguir su marcha imparable hacia el norte, en el centro de Juchitán de Zaragoza, en el estado mexicano de Oaxaca, caras pintadas de blanco en honor al Día de los Muertos, se hacían siempre más visibles entre la muchedumbre del mercado, desde temprano, por la mañana. Niños y jóvenes, en su mayoría, aprovecharon la fecha para andar por las calles del pueblo disfrazados de la forma más creativa. Los más chicos, pidiendo dulces; los mayores, renovando una de las costumbres más importantes de la tradición popular mexicana traducida en los tiempos modernos.
Pero sólo al atardecer se hizo presente la más esperada, bella y representativa de las figuras fúnebres: por el centro histórico, todavía gravemente afectado por los daños del terremoto del año pasado, decenas de Catrinas desfilaron por algunas cuadras, capturando la atención de las personas, incluso de algunos migrantes que se encontraban allí paseando, consiguiendo víveres, o pidiendo una ayuda económica a los lugareños.
La Catrina, personaje popular inventado hace más de un siglo por el célebre grabador José Guadalupe Posada, es el símbolo de la irreverencia popular en contra de la aristocracia del siglo XVIII y la miseria de la política de aquel entonces. La calavera desnuda que anda con un sombrero pomposo, excesivamente adornado, era representación de la clase adinerada mexicana que se comportaba como descendientes de europeos, rechazando sus orígenes indígenas.
Desde aquel primer grabado, pasando por la celebre pintura “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”, de Diego Rivera, la Catrina se volvió siempre más famosa y emblemática de la cultura popular mexicana, actualmente, protagonista indiscutible de los Días de los Muertos.
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Campo de refug...
Read lessCampo de refugiados itinerante en Juchitán, Oaxaca. Hoy es un día clave para obtener transporte o seguir caminando. #CaravanaMigrantes pic.twitter.com/dvJKysTkS6
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 31 de octubre de 2018
Alberto Pradilla
Algunos ya estuvieron en Estados Unidos y fueron deportados. Otros prueban suerte por primera vez...
Algunos ya estuvieron en Estados Unidos y fueron deportados. Otros prueban suerte por primera vez, aunque tienen familiares al otro lado de río Bravo. Todos coinciden en el origen de su relato. Se enteraron de la caravana en las noticias y quisieron aprovechar la oportunidad. Esa es la clave. La “oportunidad”. Todo o nada. Ahora o nunca. Quizás no haya otra opción para atravesar México acompañados por otros cientos de desposeídos.
Si alguien pregunta a los caminantes por qué se pusieron en marcha encuentra, irremediablemente, dos respuestas: pobreza y violencia.
Y los datos los respaldan: el 59,3 % de los guatemaltecos sufre condiciones de pobreza, según la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) de 2014. En 2017, un total de 4,410 guatemaltecos fueron asesinados, lo que implica una tasa de homicidios del 26,1 por cada 100.000 habitantes.
Al menos un millón de guatemaltecos reside en Estados Unidos, y sus remesas sobrepasan el 12 % del Producto Interior Bruto del país.
Sin migración Guatemala sería mucho más pobre de lo que es ahora.
Mientras que la policía guatemalteca montaba guardia ante el puente internacional Rodolfo Robles, decenas de sus compatriotas avanzan por el estado de Oaxaca, en México. Podían haber sido ellos mismos los interceptados. Pero se lanzaron los primeros. La caravana, aunque mayoritariamente hondureña, es reflejo de la Centroamérica pobre y violenta.
Óscar Antonio Choj Pérez. 23 años. Quetzaltenango
La última vez que Óscar Antonio Choj, de 23 años, tuvo una pistola apuntándole a la cabeza fue hace cinco meses. Trabajaba como ayudante en la Servibus, una línea de microbuses en Quetzaltenango.
“Paren el bus, muchá. Agachá la cabeza, vos. Manejá con la cabeza agachada porque te reviento”, escuchó decir a uno de los asaltantes. Eran tres, pero apenas si pudieron verlos. Mejor no levantar la vista si tienes una pistola en tu nuca.
Le robaron la recaudación del día. Hasta los céntimos se llevaron, relata.
También robaron su celular, y a cambio le dejaron otro; no para reponer el que le quitaron, sino el que debía responder cada vez que los asaltantes decidieran que era hora de cobrar la extorsión. Ese celular que uno debe responder si no quiere que le maten.
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Cobraba 50 quetzales al día. Si todo iba bien; 1,500 quetzales al mes. Casi la mitad del salario mínimo.
Por eso, cuando escuchó sobre la caravana migrante, hizo la mochila y salió en su busca.
“La violencia está demasiado elevada. Vas de noche y tienes el riesgo de que te asalten, te roben, te puedan matar”, dice, mientras se baña en el río Niltepec, en el exterior de Santiago Niltepec, pequeño municipio del estado de Oaxaca donde la caravana durmió el lunes.
En su caso, la pobreza y la violencia son dos argumentos que se cruzan.
Cobraba poco y, además, tenía que pagar una parte de su exiguo salario al Barrio 18, que es la pandilla que opera en Quetzaltenango.
La dinámica es perversa.
“Los ayudantes teníamos que pagar una extorsión de 25 quetzales; 100 quetzales, los pilotos; 300 quetzales el bus”, explica.
En total, por cada vehículo, la pandilla se embolsa 425 quetzales por semana.
“Si pagas lo tuyo, pero el dueño del bus no, van a ir a balear al bus. El dueño tiene que estar constante. Si el dueño no paga, a nosotros nos matan. Si el ayudante no paga, lo matan desde la puerta y tiran teléfono igual. Si el piloto no paga, matan al piloto y al ayudante. Así ha sido. Está crítico. Por eso es que busco nuevos horizontes, para ver cómo levantar a mi familia”, afirma.
Eso, además de una deuda impagable con un abogado. Un platal: 25.000 quetzales por sacarlo de prisión. Dice que fue acusado de violación, denunciado por la mamá de la que era su pareja. Ella quedó embarazada, era menor de edad. Él estuvo encerrado en la Granja de Rehabilitación Cantel entre el 23 de agosto y el 3 de septiembre de 2017. Salió en libertad después de que su antigua compañera testificase a su favor. Cuando dejó la prisión tenía varias costillas rotas por no haber pagado la talacha, la protección que los reclusos pagan a quienes mandan en el penal a cambio de no ser maltratados.
“Yo no la violé. Éramos novios, habíamos tenido relaciones antes”. Su hijo, Dilan Sebastián, se ha quedado con los apellidos de la madre.
“Con los papeles manchados no puedo obtener un buen empleo. La meta es llegar a la frontera”, dice.
Con estos antecedentes, sus posibilidades para cruzar a Estados Unidos se reducen todavía más. Teme que el abogado que le sacó de prisión quiera cobrarse la deuda con la hipoteca de la casa de sus padres. Por eso, darse la vuelta no es una opción.
Wilson Jiménez. 23 años. Chiquimula
Cuando Wilson Jiménez tenía 15 años su mamá le dio una cafetera, una bolsa con sus pertenencias y le echó de su casa.
“Buscá dónde vivir”, le dijo. “En casa no queremos una maldición”.
Jiménez es homosexual. Su familia, tremendamente conservadora. Un compañero de clase le dijo a su hermano algo sobre su condición. Este, a su vez, se lo contó a sus padres. Y él se dio cuenta de que lo sabían cuando se vio con las maletas hechas.
Su familia supo que estaba en la caravana por una fotografía que vio en la prensa.
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A pesar de ello, prefiere no hablar de su condición sexual cuando se le pregunta por las razones de su marcha de Chiquimula.
“Me voy por la falta de trabajo, de empleo. Hay mucho racismo. Mucha discriminación. No podemos salir de la casa a partir de las siete de la noche. Nos toca emigrar por la falta de empleo y la violencia”, dice, mientras camina por el campo de refugiados itinerante en Santiago Niltepec.
Sus cifras son las de la escasez en Guatemala.
“Yo vendía comida”, explica. “Salía a vender plátano frito, lo ponía en un canasto. Ganaba 60 quetzales, 70 quetzales, lunes, martes y miércoles”. Los fines de semana vendía pulseras en un mercado de artesanía. Podía llevarse unos 35 quetzales.
No es vida esa para salir adelante, dice Jiménez. Ha conocido a un chico hondureño. Es también migrante. Quizás pidan asilo en México. Aunque el objetivo principal sigue siendo llegar a Estados Unidos.
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Kevin Julián. 27 años. Mirsa Julián, 50 años. Morales, Izabal
El padre de Kevin Julián le abandonó cuando todavía no había nacido. Su madre, Mirsa Julián, estaba embarazada de tres meses y Adelfo —que así se llama el exesposo— le anunció que marchaba a Estados Unidos. Le dejaba con Roberto Carlos, de apenas un año, y Kevin en camino. No hubo posibilidad de réplica. “Tenía la decisión ya tomada”, dice la mujer, sentada junto a la Iglesia del Cristo Negro de Esquipulas en Santiago Niltepec, Oaxaca. El templo fue gravemente dañado durante el sismo de 2017. Tiene las puertas apuntaladas con traviesas. El campanario se vino abajo. A pesar de todo, sus muros sirven de protección para madre e hijo, originarios de Izabal, que vienen con un único propósito: que el joven pueda llegar a Estados Unidos.
“Nos enteramos de la caravana en las noticias. Fuimos en bus. Salimos a las dos de la mañana y llegamos a las seis de la tarde allá al puente”, dice Kevin.
Rápidamente hace referencia a su papá, a quien conoció hace un año, 26 años después de que partiese como “mojado” y se estableciese en Los Ángeles, Estados Unidos.
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Le prometió que le ayudaría con los papeles, pero fue pura palabraría.
Ahora dice que no está de acuerdo en que emprenda el viaje. El mismo viaje que él mismo comenzó hace 27 años.
El relato de los integrantes de la caravana está lleno de historias de padres ausentes, que no se hacen cargo. De madres solteras que se echan a la espalda a su familia.
“De mi papá, ni pienso ni opino. La vida da muchas vueltas”, dice Kevin. Su preocupación ahora es su propio hijo, Alejandro. Tiene dos años. “El domingo cumplió dos”, dice Kevin, con un nudo en la garganta. Parece que pueda llorar en cualquier momento. Explica que se divorció hace cinco meses, que la plata no alcanzaba y la relación se deterioró. Que sus últimos trabajos han sido en una granja de crianza de cerdos y una planta procesadora de aceite de palma. En cada empleo 80 quetzales al día. “No alcanza”, se queja.
“Llevo ocho meses sin trabajo formal”, dice. El último despido fue a causa de la sequía. “Ha sido un año muy seco. Llueve, pero no es lo que necesita la fruta para madurar. Tuvieron que recortar personal. Quince días antes de venir pregunté y me dijeron que seguían igual”, afirma.
Al divorcio y el desempleo se le suma otra desgracia. Mirsa, su madre, padece cáncer de hígado desde hace cuatro años. Dice que hipotecó su casa para pagar las medicinas y el banco les ha quitado la vivienda. Habla despacio, mientras una lágrima le cae por toda la mejilla. Sin embargo, no quiere decir ni por cuánto se hipotecó ni, sobre todo, cuál es la entidad que le ha dejado sin casa.
Un banco, que no entiende de razones que no sean monetarias, ha dejado en la calle a una mujer que hipotecó su casa para pagar su tratamiento contra el cáncer.
Por suerte, un vecino les prestó un lugar para dormir. Allí se ha quedado Pedro Miguel, su tercer hijo, 18 años, estudiante de bachiller de computación.
“Yo vengo por no dejarlo solo a él”, dice Mirsa en referencia a Kevin. “La vida lo ha tratado muy duro. Su papá le dio la espalda. Su familia le dio la espalda. Como madre no le puedo dar la espalda. Voy con él hasta donde dios permita. Sus tíos pueden reclamarle a él en la frontera. Si ocurre así, yo regreso”, explica la mujer, enfermera de profesión, que hace cuatro años tuvo que dejar su empleo a causa de sus padecimientos.
A pesar de todo, dice que el camino no ha empeorado su estado. “Ahí vamos en el nombre de dios, no me duele”.
Es la primera vez que esta mujer está tan lejos de su casa. Antes solo había viajado a Esquipulas y a Río Dulce. Quién le iba a decir que terminaría acompañando a su hijo en esta larga caminata a través de Guatemala y México. “Siempre hay un hijo que requiere más atención”, dice, sentada, mientras Kevin guarda cola para pedir comida. “No porque lo quiera más, no, no, no es eso. Sino que necesita que se le empuje”.
Su misión es acompañarle hasta la frontera. Si cruzan los dos, está dispuesta a trabajar en Estados Unidos. Si no, asegura, regresará a Izabal. Ahí tiene otros dos hijos.
Johan Estuardo Poz Camey. 21 años. Ciudad del Sol, Villanueva
“Yo vengo de un hogar desapartado. Mi mamá fue la que luchó por mi hermano y por mí. Mi papá siguió su vida, no se hizo cargo de nosotros. Yo quiero ser responsable y demostrar a mi hijo que un hombre tiene que ser responsable”. Johan Estuardo Poz camina con una bandera de Guatemala al entrar en la plaza de Arriaga. Dice que simboliza a los cientos de compatriotas que migran. Dos días después lo encontramos cargando el celular en una calle de Niltepec. Le han robado la bandera.
El relato de este joven de barba lampiña y discurso bien estructurado habla de pobreza atroz, pobreza violenta, pobreza que te marca la vida.
“No quiero que mis hijos pasen lo que yo pasé”, dice. Piensa en Santiago y Jennifer, de cinco y tres años. Se han quedado con Mindy, su esposa. Hace un año, el matrimonio trató de emigrar por su cuenta, sin pagar coyote. Se cansaron pasado Oaxaca. Era demasiado para su esposa, dice, así que regresaron ambos. Durante todo este año estuvo rumiando la idea. Se lanzó. Y la caravana la pilló en Tapachula, cuando ya había cruzado y barajaba solicitar asilo o seguir adelante.
“En Guatemala hay trabajo, pero mal pagado. Solo alcanza para medio sustentar a la familia. No quiero que mis hijos pasen lo que yo pasé”, repite.
¿A qué se refiere?
“Comencé a trabajar por las tardes a los 12 años. Me quede en segundo básico”, explica. Un niño de 12 años en carga y descarga.
“No quiero que mis hijos pasen lo que yo pasé”, repite por tercera vez.
“La vida en Villanueva es dura. Hay muchas pandillas. Por una mala mirada, un mal gesto, matan a las personas. Si sobresales o tienes un negocio, te caen con la extorsión”, explica. Solo tuvo problemas con la Mara Salvatrucha, relata, la pandilla que controla su colonia. Fue por un asunto de fútbol. Un partido, un encontronazo y un joven rodeado por varios tipos dispuestos a darle una paliza. “Gracias a dios se acercó una persona, hablo con ellos y me dijo ‘agarra tus cosas y sal de aquí’. Pude seguir viviendo, pero ya con el temor de que me pudiera topar a alguien y me hiciera algo”, dice.
Violencia cotidiana es que un choque tras un partido amistoso te lleve a caminar con miedo por tu barrio.
A pesar de todo, Poz Camey reconoce que tiene amigos que se brincaron.
—¿Qué es la pandilla para ellos?
—Para muchos, una familia.
—¿Tú te lo pensaste?
—Bien.
—¿Por qué decidiste que no querías unirte?
—Por los hijos. Ellos siguen los pasos de los padres. No me gustaría ver a mi hijo en malos pasos el día de mañana y que me quede remordimiento de que no pude hacer nada.
—No solo en Honduras hay pandilleros ni pobreza. Eso hay en toda la República de Guatemala.
Lynda Chávez 19 años. Alexander Cardona, 19 años. Quetzaltenango
Lynda Chávez pidió amistad en Facebook a Alexander Cardona hace un año y cuatro meses. Ahora, ambos se encuentran en la terminal de buses de Juchitán, convertida en albergue temporal para los miles de migrantes que caminan desde hace dos semanas. Qué vueltas da la vida. Quién le iba a decir a Chávez hace año y medio que ahora estaría en mitad de México, acompañada por ese chico al que entonces no conocía y embarazada de mellizos, Daniela y Alexander. Si todo sale como lo planean, nacerán norteamericanos.
“Salimos porque no teníamos trabajo. Y toda mi familia está en Estados Unidos, en Nueva Jersey. Mi mamá, mis abuelos, primos y hermanos. Mi papá me reconoció, pero no sé nada de él”, explica, sentada en una acera de Niltepec. Acaba de bañarse en el río. Su novio le peina. Hasta en los contextos de sufrimiento podemos ver gestos cotidianos que emocionan.
“Mi mamá se llama Celeste”, dice la joven. “Lleva 16 años de estar allá. Fue sola, con coyote. Ahora tiene residencia y se casó en Nueva Jersey. Yo he estado este tiempo viviendo con una mi tía. Mis hermanos nacieron en Estados Unidos. Me cansé de esperar”.
Interviene Alexander.
“Yo le ayudo. Encaminándole a ella a su mamá. Tratando de caminar, ver como conseguimos un bus, camión, un taxi… Está lejos pero ahí vamos luchando y alcanzar el sueño americano”, dice.
Ambos viven en la colonia San Antonio de Quetzaltenango. “Hay muchas extorsiones. No podemos vivir. Tratamos de vivir como podamos, ganamos entre 30 quetzales o 50 quetzales diarios. No dan oportunidad de trabajar”, dice ella. “La colonia es muy peligrosa. Muchos se han matado ahí”, dice él. Relata intentos de la pandilla (en este caso, el Barrio 18), para que los jóvenes se unan a sus filas. “Buscaban que estuviéramos cerca de ellos, que ingiriéramos lo que ellos estaban ingiriendo”, dice.
“Xela se volvió complicado. Hay violencia, robos, extorsiones. No se puede vivir así”, dice ella.
Él se queja de que, en su último empleo, en Boquitas Diana, le dejaron a deber 900 quetzales.
Pobreza y violencia. Otra vez. Pobreza y violencia. No es un drama exclusivo de Honduras. Para esta pareja de guatemaltecos ahora hay algo muy importante que proteger: sus hijos. “Esperamos que nazcan sanos, en un lugar en el que nos puedan apoyar, poder recibir ayuda en Estados Unidos”, dicen.
Julio César y Oseas Moisés Aguilar. 49 y 41 años. La Blanca, San Marcos
Los hermanos Aguilar tienen experiencia en Estados Unidos. Ambos cruzaron con coyote, residieron en el “vecino del norte” y fueron deportados.
Julio César explica que sus dos primeros hijos (Leslie Karina y Julia Linda) nacieron en California, mientras que el tercero, Julio Denilson, lo hizo en Georgia.
Hace mucho, muchísimo, que no les ve. Ellos son norteamericanos. Hay veces que me dicen que vendrán a verme a Guatemala, pero nunca vienen, dice, mirando al vacío, sentado, viendo cómo otros compañeros montan las tiendas de campaña a su alrededor. “A ver si los puedo ver allá”, afirma.
Dice que en 2001 fue arrestado. Que pasó ocho años en prisión. Que, posteriormente, fue deportado. “En los 90 migrar era más fácil. Uno agarraba un tren e iba de lado a lado. No había tanta migra, ahora sobra la migra”, explica. Dice que para aquel primer viaje le bastaron 500 quetzales. No dice qué le ocurrió para terminar en prisión.
“La cárcel es lo más duro que hay. Si te van a visitar es amigo de verdad. Así lo dice la canción. No por nada sacan las canciones”, reflexiona.
Está sentado en una acera de Nistepec. Tiene los pies vendados. Dice que se le han dañado de caminar. “Este sufrimiento va a valer”, asegura este hombretón, parco en palabras, pero con agudo sentido del humor.
Su hermano también estuvo en Estados Unidos. Una década después de que él llegase, poco antes de que lo encarcelasen. Aguantó ocho años y fue deportado. Tiene dos hijos, Denilson Moisés y José Antonio, de 7 y 5 años.
“Lucho por hacer algo por ellos”, dice.
Recuerda el día de su arresto en Atlanta. No cargaba placas en orden ni documentos. Firmó lo que se denomina “salida voluntaria”, que es como se conoce a la deportación.
Permaneció encerrado tres meses en un centro de detención de migrantes en Alabama.
“Nos trataron mal. No nos daban jabón, ni papel. Si no tenías comida, tenías que comprar. Nos vestían con uniforme naranja de preso”, relata.
Ambos hermanos discuten sobre las razones que les pusieron en marcha. Y señalan al Gobierno de Jimmy Morales, y a los gobiernos que le antecedieron. “Se roban todo el dinero. Por eso los países están fregados. No hay carreteras. Un buen gobierno hace un buen país. Todos los que entran van robando”, dice Julio César.
“Si ganas 100 dólares, se come bien. Pero si ganas 100 quetzales, una librita de carne cuesta 35 quetzales. Y si ganas 50 quetzales, olvídate de la carne”, responde Oseas Moisés.
Ambos tienen las manos grandes, enormes, cuarteadas de trabajar el campo. Ambos repiten que hacen esto “por nuestra familia”.
Read lessSimone Dalmasso
La noche avanzada; el amanecer todavía lejano; aire fresco, respirable. La carretera negra aparenta la soledad típica de las cuatro de la mañana. Es una noche como todas, excepto porque miles de personas caminan como fantasmas en la carretera.
El cuadro es engañoso.
Los faros de un carro solitario recién salido del municipio de Arriaga en dirección de San Pedro Tapanatepec, rompen el manto de invisibilidad, y en el horizonte dibujan las siluetas de una familia en camino.
Son migrantes, son miles de migrantes que avanzan a paso lento sobre la carretera; parecen un infinito ejército de hormigas. Los murmullos rompen el estruendoso silencio de la madruga mientras avanzan con paso firme. Es mejor caminar de noche, dicen; así burlan el inclemente sol chiapaneco. Así lo hacen desde hace una semana, cuando cruzaron la frontera guatemalteca de Tecún Umán y empezaron a adentrarse por tierras mexicanas. De momento, lo único que estos miles de centroamericanos tienen claro es el objeto común que ha traído por estos caminos: huir de la pobreza y la violencia que amenaza sus vidas en sus países y buscar mejor suerte en Estados Unidos. El país de las oportunidades, creen.
Los policías federales cumplen ahora su papel formal de bloquear el paso entre Chiapas y Oaxaca. Detienen la caravana durante una hora; luego la dejan desvanecer como por inercia. Son los mismos agentes que más adelante, armados de antorchas, harán que los vehículos reduzcan la velocidad para prevenir accidentes. Son los mismos que después llevaran en la palangana de sus picops a los niños y mujeres necesitados de un lugar para descansar pero avanzar a la vez
Alumbrados por la ácida luz de los faros de un camión o por los rayos azul y rojos de la sirena de una patrulla policial, el silencioso ejército de los migrantes se come las millas, aquejado por la bulimia de quien no conoce tregua, animado por el ansia de descubrir si el sueño deseado se realizará de verdad. Bebés, niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos se mueven con la disciplina férrea de la necesidad. Nadie chilla o se queja. El camino es largo, tortuoso, plagado de obstáculos. La obligación es conseguir el jalón de un medio de transporte lo antes posible, para ahorrar energías, sobre todo de los más chiquitos. Mientras tanto, la caravana sigue a pie, en su largo peregrinaje de fantasmas desapercibidos, sombras en la sombra.
Read lessSimone Dalmasso
Después de pedir durante varias horas a las autoridades guatemaltecas que les dejaran cruzar la frontera en paz, que les abrieran el portón amarillo de rejas y les permitieran avanzar hacia México, lo único que recibieron por respuestas los cientos de migrantes que forman parte de segundo bloque de la caravana, fueron negativas. No es posible, les respondían los jefes del contingente de policías antidisturbios que custodiaba el paso. Pero la determinación de los centroamericanos que integran el grupo, en su mayoría hondureños, fue mayor que la advertencia de las autoridades. La fuerza de los migrantes derribó el portón, la muchedumbre avanzó con euforia y los agentes lanzaron gases lacrimógenos para intentar detenerlos. En respuesta, lo migrantes lanzaron piedras, palos y botellas en contra de los policías. Como saldo de este primero conato, un par de decenas de heridos —entre ellos varios agentes y muchos migrantes— y una gran satisfacción de la carava por haber vencido el primer obstáculo de la jornada en su intentó por entrar a México.
El segundo obstáculo —las fuerzas de seguridad mexicanas— no fue superado. El portón blanco de rejas ubicado a la mitad del puente Rodolfo Robles, el cual custodia la puerta de ingreso a México, no pudo ser derribado. Decenas de agentes antidisturbios de la policía federal mexicana, con el apoyo de un helicóptero y decenas de lanchas en las aguas del río Suchiate, impidieron el paso de los migrantes. Gases lacrimógenos y balas de goma fueron lanzadas desde el puente, el aíre y el agua en contra de los centroamericanos. Un hondureño de unos 26 años, identificado por sus compañeros como Henry Días Reyes, falleció por las heridas causas en la cabeza supuestamente por las balas de goma lanzadas por los guardias mexicanos. Al menos 30 migrantes más fueron atendidos por los cuerpos de socorro guatemaltecos con síntomas de intoxicación por los gases y heridas y golpes causados por las balas de goma.
La caravana debió retroceder. Golpeados, física y emocionalmente, los cientos de centroamericanos se instalaron en la plaza de Tecún Umán, el pueblo guatemalteco donde se habían concentrado desde el pasado viernes y en el que tomaron fuerzas para continuar el viaje hacia México. En las próximas horas tienen previsto analizar la situación y definir las acciones a emprender para continuar el viaje.
El incidente del domingo ha sido el incidente más lamentable registrado desde el 13 de octubre cuando el primer grupo de la carava migrante salió de San Pedro Sula, Honduras. Y Henry Días Reyes, uno de los miles de huidos de la pobreza y la violencia, la primera víctima del éxodo.
“Para hacer prevalecer el orden constitucional”, el gobierno decretó “alerta amarilla institucional” en Tecún Umán, y dejó “la seguridad y el orden del municipio” en manos del Ejército y la Policía Nacional Civil. Además, ordenó el cierre de los comercios y la venta de gasolina “a migrantes hondureños”; y recomendó a los lugareños no salir de sus viviendas y “evitar la confrontación con los migrantes”.
Otros centroamericanos, en su mayoría salvadoreños, un tercer grupo de migrantes partió la mañana del domingo 28 de octubre de San Salvador, con el objetivo de unirse a la caravana madre que desde hace una semana avanza por territorio mexicano. Se trata, según medios salvadoreños, de un grupo de unas 300 personas, que busca cruzar la frontera guatemalteca de Pedro de Alvarado y luego seguir por la capital hasta llegar a Tecún Umán.
Bienvenida policial: “Estás en tu casa”
Mientras tanto, el gobierno del presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ha recibido al éxodo centroamericano con acciones simbólicas y contradicciones. El viernes 19, la caravana fue reprimida con gases lacrimógenos en el puente fronterizo Rodolfo Robles, bajo un enorme cartel que decía “Bienvenidos a México”. Política de “puertas abiertas”, había anunciado el embajador en Guatemala, Luis Manuel López Moreno, minutos antes. El sábado 27, el recibimiento fue también uniformado. Lo ofreció un retén de la Policía Federal, acompañado por agentes del Instituto Nacional de Migración, que bloqueó el paso a los caminantes en la salida de Arriaga, camino a San Pedro Tapanatepec. 44 kilómetros de ruta.
“Estás en tu casa” es el nombre del plan propuesto por el Ejecutivo de Peña Nieto para los que abandonen la caravana, desistan de seguir hacia Estados Unidos y se entreguen en Migración. En teoría, tendrán acceso a sanidad, vivienda, trabajo temporal. Pero antes deberán pasar por Migración. La misma institución que mantiene encerrados en la Feria Internacional Mesoamericana de Tapachula a más de 1,700 personas. Los mismos que creyeron las promesas del Gobierno mexicano en el puente y los rezagados, pequeños grupos que trataron de alcanzar la cabecera y fueron interceptados, por no estar protegidos por la gran marcha.
“Estás en tu casa”, con una barrera policial impidiendo el paso; una alegoría de hospitalidad.
“Estás en tu casa” es una oferta que se limita a Chiapas y Oaxaca. Los dos estados más pobres de México. Cualquier cosa para que la larga marcha no llegue a la capital y, sobre todo, no prosiga su tránsito hacia Estados Unidos.
Sábado, 27 de octubre. 6.00 horas. Carretera entre Arriaga (Chiapas) y San Pedro Tapanatepec (Oaxaca). La marcha lleva dos horas caminando, pero se detiene en el puente Arenas. Delante, una barrera de antimotines. El comisionado de Policía, Benjamín Grajeda, dice que su cometido es explicar el plan “Estás en tu casa” a los caminantes. Pudieron hacerlo en Arriaga, donde la caravana pasó la noche anterior. O en San Pedro Tapanatepec, hacia donde se dirigía la caminata. Pero no. Optaron por bloquear el paso y exhibir su fuerza. Es como un aviso. Que nadie esté tranquilo. Que sepan que, en cualquier momento, la policía mexicana puede interrumpir el camino de estos hombres y mujeres cada vez más cansados, sedientos, hambrientos, doloridos.
La marcha ha comenzado en la noche, alumbrados únicamente por las luces de las patrullas que dirigen el tráfico.
Ante la policía, la caravana se sienta. No quieren enfrentamientos ni disturbios. Tienen fresco el recuerdo del puente entre Guatemala y México. Las piedras. Las bombas lacrimógenas. El terror ante el avance de los antimotines. Con la marcha detenida, puede observarse nuevamente la magnitud del éxodo. Son cientos, miles, los que permanecen en el arcén, pacientes. La mayoría son hondureños, pero también los hay guatemaltecos, salvadoreños, nicaragüenses...
Dos horas y media después, tras una negociación entre autoridades y representantes de los migrantes, la marcha se reanuda. Han perdido dos horas y media. No es un dato irrelevante. Dos horas en la madrugada, cuando el sol todavía no quema, son dos horas sin tanto riesgo de deshidratación o insolación. Dos horas de caminata a partir del mediodía son dos horas a 40 grados, sin sombra para cobijarse, asfixiados.
“No entendemos por qué no la podían dar en Arriaga. Están poniendo en riesgo a niños, niñas, gente que va en el camino”, dice Juan José Zepeda Bermúdez, comisionado de los Derechos Humanos en el Estado de Chiapas. Explica que las organizaciones presentes emitieron medidas cautelares verbales y solicitaron una negociación. El acuerdo es ambiguo. En principio, el Gobierno podrá instalar una mesa informativa en el lugar en el que la caravana acampe, explicando las bondades de “Estás en tu casa”. Los migrantes, sin embargo, quieren que el diálogo se desarrolle en Ciudad de México. Porque no están de acuerdo con los términos de la oferta. Quieren, al menos, que los planes temporales de residencia y trabajo se extiendan a todo el territorio mexicano. No han tenido respuesta. Estamos ante otro “impasse”. Esto ocurre poco antes de la división estatal entre Chiapas y Oaxaca. Poco después veremos el cartel de bienvenida al segundo estado mexicano que transitaremos. Quizás esto se convierta en costumbre, y a cada nueva administración que se visite aparezca un contingente policial.
Hacer una oferta de acogida cortando la vía con decenas de agentes con casos y escudos suena a posición negociadora. A un mensaje claro: “no crean que tienen opciones para elegir”.
Si la propuesta tiene validez únicamente para Chiapas y Oaxaca, podemos prever que, al abandonar este estado, encontraremos algún otro comité de bienvenida.
Son las 8.30 y la caravana reanuda su tránsito.
Sábado 27. 19.00 horas. San Pedro Tacanatepec (Oaxaca). Asamblea ante la iglesia de San Pedro Tapanatepec. El municipio, humilde, con edificios dañados desde el terrible sismo de 2017, casi en ruinas. Según organizaciones de Derechos Humanos presentes en el lugar, se han corrido rumores, hay sospecha entre la población autóctona. Algunos comercios están cerrados, no porque sea sábado, sino porque no se fían de los migrantes. El ambiente es más pesado que en jornadas anteriores. Rostros cansados. Se percibe hastío. Es normal, terriblemente normal.
La larga marcha ya tiene su propia dinámica. Los primeros, los que llegan en aventón, levantan sus champas con plásticos negros. En unos minutos, el parque, la cancha de baloncesto, la iglesia, son estancias del enorme campo de refugiados itinerante. Hay gente durmiendo, gente haciendo cola para recibir un plato de comida, gente aguardando para poder ducharse. La caravana es un ser vivo.
Margarita Núñez toma el megáfono.
Pregunta si el grupo quiere continuar o si prefiere descansar un día.
“¡Seguimos!”, es la respuesta (masculina) unánime.
Núñez se muestra contrariada. Recuerda que hay mujeres caminando solas con sus hijos. Dos, tres, cuatro chiquillos. Que no tienen tanta facilidad para subirse a los tráileres o camiones en posturas inverosímiles. Que hay hombres que se adelantan, toman los carros y dejan a las mujeres en la carretera, caminando. Que los doctores dicen que al menos 1,200 de los caminantes tienen llagas en los pies y deberían guardar reposo.
“¡Seguimos!”, gritan algunos
“¡El lunes!”, responden otros.
Una asamblea nocturna, sin apenas luz, con hombres y mujeres exhaustos, no es el lugar más eficaz para tomar decisiones.
“¡México si! ¡México no!”, en mitad de la discusión (debate, no hay acritud, solo cansancio), se escucha la voz de una niña. Repite frases que ha escuchado antes, que no vienen al caso, pero que a ella le divierten. Tiene tres años y medio, dice María Joaquina, su mamá, de 19 años y de Choluteca. Esto es muy serio, pero para ella, aferrada a los hombros de su madre, con cara pícara, puede entenderse como un juego.
Llegan a un compromiso. Saldrán a las tres de la madrugada del domingo. Habrá varias furgonetas donadas por unas religiosas ocupadas exclusivamente por madres con sus hijos. No podrán ir sus maridos. Si quieres que tu marido te acompañe, deberás caminar. Los recursos son escasos. La alternativa es caminar seis, ocho, diez horas, bajo el terrible sol de Oaxaca.
Nueva propuesta. Qué hacer al llegar a Ciudad de México. Imaginemos a este ejército de derrotados caminando por las grandes avenidas de la capital. El shock emocional. Serán los migrantes clandestinos transitando a plena luz del día en una de las ciudades más grandes del mundo. Para ello hay que organizarse. El consenso: pedir a Carlos Aguiar Retes, nuevo arzobispo de México, una homilía en la Basílica de Guadalupe como recibimiento. Esto sí sería hospitalidad y no los antimotines.
La asamblea concluye. Se sale a las 3.
Todo está a punto de trastocarse, una vez más.
Sábado 27. Algún momento de la noche. San Pedro Tapanatepec (Oaxaca). Nadie explica cómo comenzó el relajo. Pasadas las ocho de la noche hay ambiente agitado, gente corriendo, confusión. Los medios se han marchado. Las organizaciones de Derechos Humanos se han marchado. Algo ocurre. Un hombre es acusado del robo de un bebé. Es perseguido y golpeado. Logra ponerse a salvo. No hay versión oficial, pero los migrantes consultados concuerdan en un relato. Al parecer, se dio un pleito por un plato de comida. Alguien no quiso guardar la fila. Alguien se lo recriminó. Comenzó un conato de pelea. Una tercera persona gritó que se intentaron robarse un bebé. Y se organizó el caos.
El campo de refugiados itinerante es un universo de hombres y mujeres exhaustos, doloridos, hambrientos. Los recursos son escasos. Vienen con el dolor cargado desde casa. Proceden de contextos violentos, muy violentos. Son víctimas con dos semanas de tránsito a sus espaldas.
Decisión de urgencia. No se caminará el domingo. Hay que reorganizarse. Evitar nuevos conflictos. O, al menos, prepararse para gestionarlos. Es imposible que los conflictos no estallen en este microcosmos de hombres y mujeres agotados.
Domingo 29. 10 de la mañana. San Pedro Tapanatepec (Oaxaca). “No hubo robo de niños ni niños perdidos”, dice María Amparo Ramírez, de Ocotepeque. Habla ante la prensa frente a la parroquia convertida en refugio. En su interior comienza la misa. Su intervención viene acompaña por los primeros cánticos religiosos.
“Lo de anoche no fue parte de la caravana”, repite.
“Fue un caos mandado. Se provocó el pleito. Pasó por un chisme y golpearon a un joven. Se logró controlar la situación y no pasó a más”, dice Alexander Martínez, nicaragüense. Explica que se ha puesto en marcha un comité de seguridad. Que a los responsables se les pondrá en manos de las autoridades.
Que haya relajo es un terror para el grueso de la caravana. Recuerdan el puente. Creen que puede perjudicarles. Tienen miedo de lo que determinados medios de comunicación puedan decir de ellos. Existe una realidad inapelable: poco, muy poco ha pasado, si tomamos en cuenta que este es un campo de refugiados itinerante de personas exhaustas, hambrientas, desesperadas y víctimas de la violencia.
Jeff Valenzuela, integrante de Pueblo Sin Fronteras, explica que los migrantes han organizado un servicio de seguridad. Más de 300 personas se han sumado como voluntarias. Ante cada nueva dificultad, diferentes modos de estructurarse.
Próximo destino: Juchitán.
Read lessAlberto Pradilla
Una cárcel es un edificio “destinado a la custodia y reclusión de los presos”. Un preso es alguie...
Una cárcel es un edificio “destinado a la custodia y reclusión de los presos”. Un preso es alguien “que está en prisión o privado de libertad”. Los centroamericanos que aceptaron las condiciones impuestas por el Gobierno mexicano para atravesar legalmente la frontera entre Tecún Umán (Guatemala) y Ciudad Hidalgo (México), se encuentran en un limbo que no se aleja de estas definiciones. Un total de 1,743 migrantes, la mayoría hondureños, se encuentra en la Feria Internacional Mesoamericana, en Tapachula, Chiapas, México, un complejo que sirvió para peleas de gallos y que ha sido habilitado de forma excepcional. En teoría, ese lugar no es una cárcel. En teoría, no son presos. Pero permanecen recluidos y no pueden salir hasta que las autoridades migratorias lo permitan. Cuando lo hagan, será bajo condiciones. Si abandonan el estado de Chiapas se considerará que han renunciado al proceso para pedir refugio, y se convertirán, nuevamente, en migrantes irregulares. Como sus compañeros de la caravana migrante que inició su recorrido el pasado 13 de octubre en Honduras con destino a Estados Unidos. Quizás si hubiesen tenido esta información hace una semana, cuando desesperaban en el puente internacional Rodolfo Robles, cansados, doloridos, deshidratados, desesperados, después de haber sido reprimidos con gases lacrimógenos por las fuerzas antidisturbios de México, y con el portón cerrado ante sus narices, sus decisiones hubieran sido otras.
Estar en un lugar contra tu voluntad es lo más parecido a la definición de una cárcel, aunque sea temporal.
“No sabíamos que íbamos a estar encerrados. Nos dijeron que nos iban a dar un trato justo. Como entramos normal, sin guardias, caminando por un espacio ancho, abierto, pensamos que teníamos libertad para salir para cualquier lado”. Este es el relato de un hombre que se encuentra en el interior del centro. Habla con Plaza Pública a través de Whatsapp. Pide no que no se publique su nombre real como protección. Todavía está en proceso administrativo de petición de refugio. Pero a David —le llamaremos David—, en realidad, eso no le sirve de nada. Lo que quiere de verdad es llegar a Estados Unidos. Allá, en Houston, Texas, están sus tres hijos, y allá residió los últimos siete años, tras cruzar con la ayuda de un coyote. Su historia nos la relataba hace una semana, en el lado guatemalteco de la frontera, haciendo fila, confiado en las promesas mexicanas de una visa de tránsito. David contó que ingresó en México hace cuatro meses, para arreglar los problemas de unos familiares que no lograban entrar en el vecino del norte, pero fue arrestado y deportado a Honduras. Vio la caravana migrante y decidió que esta era la oportunidad para regresar.
“Mis hijos son toda mi vida”, decía David, mientras mostraba un video en el que se le ve jugando con ellos en un barquito.
Quedarse en Chiapas no tiene sentido, asegura. Sin embargo, lo que ha firmado le obliga a permanecer en este estado mexicano en el que pidió asilo. Si no lo hace, se convertirá en migrante irregular. Como sus compañeros de caravana, pero a 246 kilómetros del grupo, que el viernes se encontraba en el municipio de Arriaga, el lugar desde donde comienza su travesía La Bestia, el tren convertido en símbolo de la migración centroamericana hacia Estados Unidos. Habrá pasado más de una semana encerrado para nada.
Quizás si hubiese tenido toda esta información hubiese adoptado otras decisiones.
La Feria Mesoamericana es una infraestructura improvisada. El Instituto Nacional de Migración de México (INM) la habilitó como extensión de la Estación Migratoria Siglo XXI, el mayor centro de detención de migrantes de América Latina. Centro de detención. Cárcel. Lugar en el que uno entra, pero del que no le permiten salir, a pesar de que exprese su deseo de abandonar el recinto.
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A Siglo XXI es a donde llevan a los migrantes que son detenidos en su tránsito desde 2006, cuando fue inaugurada por el entonces presidente, Vicente Fox. Cientos, miles, que trataron de alcanzar Estados Unidos antes de la caravana. El proceso habitual es el siguiente: les toman sus datos y les ofrecen dos opciones: pedir refugio o ser deportados. Pedir refugio no es sinónimo de poder permanecer en el país. Es solo una prórroga de 45 días ampliables a otros 45, aunque se puede eternizar. México deporta mucho, aunque la ley mexicana no habla de “deportación”, sino de “retorno asistido”. Un eufemismo que no oculta que su destino es el mismo: regresar obligado al país del que estabas huyendo.
Según el gobierno de Chiapas, cada año pasan entre por este estado entre 120,000 y 125,000 centroamericanos al año. Es una estimación a la baja. Muchos, muchísimos, no entran en esta contabilidad.
Los papeles que firmaron los solicitantes de asilo
“Nos han tratado como a delincuentes. Nos han revisado todo. Nos han sacado un montón de cosas de nuestras pertenencias. Perfumes de espray, desodorantes, plumas, lapicero, objetos que se veían punzantes. Como si fuera una prisión y no un albergue”. Esta denuncia la realiza, a través de un mensaje de audio de Whatsapp, otro hondureño encerrado en la Mesoamericana. Jorge —le llamaremos Jorge— dice que pensaba que iba a un albergue, que escuchó a las autoridades mexicanas en el puente, que estaba cansado, con la certeza de que esa puerta no se abriría para todos, y les creyó. “Son autoridades, no pueden andar engañando a la gente”, pensó. Pero ahora está encerrado y no tiene las cosas tan claras.
Envía la fotografía de los papeles que firmó.
En uno de ellos, el que recoge los “derechos y deberes de los solicitantes del reconocimiento de la condición de refugiado”, dice claramente cuáles son sus opciones.
El punto 14 especifica que “todo solicitante, TITULAR, deberá presentarse a las oficinas de la COMAR (Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados) para una firma semanal durante el tiempo en que se encuentre en estudio su solicitud. Se considerará abandonado el trámite cuando el solicitante no asista ante la COMAR o el Instituto Nacional de Migración durante dos semanas consecutivas sin causa justificada”.
El punto 15 dice que “la constancia de trámite respecto de la solicitud de reconocimiento de la condición de refugiado establecerá la entidad federativa en la que el solicitante deberá permanecer, en tanto se resuelva su solicitud misma que tendrá una vigencia de 45 días hábiles, los cuales podrán ser prorrogados”.
Lo que dice este papel es que quienes cruzaron el portón del puente, bajo el cartel de “Bienvenidos a México”, no pueden seguir con la caravana que les trajo hasta aquí.
Hasta el miércoles no hubo agua para ducharse, relatan varias de las personas encerradas en la Mesoamericana. Añaden que los internos duermen en tiendas de campaña. Hasta el martes, de dos en dos. Después se individualizaron. No es cómoda la estancia en ningún campo de refugiados, pero en este caso, hay muchos que, además, se ven encerrados contra su voluntad. “Hay incertidumbre. La gente está incómoda, agobiada por la situación. Esto es como una bomba de tiempo. Puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento”, advertía Jorge el miércoles. Esa “cualquier cosa” se produjo el jueves, cuando tuvo lugar un conato de motín en el interior del centro. La gente está agotada, desesperanzada, angustiada, encerrada y no dispone de la información completa. A esto se le sumó la requisa de cigarrillos y refrescos. Y la baja calidad de la comida. Esto fue la gota que colmó el vaso. Los migrantes se rebelaron contra los funcionarios que vigilan el centro. La disputa no pasó a mayores.
“Es política de agotamiento”, denuncia Andrea Villaseñor, directora del Servicio Jesuita al Refugiado en México, que forma parte del grupo de organizaciones de la sociedad civil que trabaja en Tapachula para monitorear el trato recibido por los migrantes.
“No ha habido transparencia”, se queja. Las organizaciones, que habitualmente sí tienen acceso a la estación Siglo XXI, han sido vetadas en la Mesoamericana. Únicamente han accedido la Comar, Acnur (la agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados), y las oenegés internacionales Save the Children y Médicos del Mundo.
Plaza Pública trató de visitar ambos recintos y en los dos tuvo la misma respuesta: la prensa no puede entrar.
“No sabemos cuándo van a salir, ni si les van a aplicar las alternativas a la detención”, dice Villaseñor sobre las personas que se encuentran en el recinto con las puertas cerradas. En circunstancias normales Migración aplica esta figura para que los solicitantes de asilo no tengan que estar en un albergue/cárcel. Pero esta no es una situación habitual y el Estado mexicano da la información a cuentagotas.
Plaza Pública trató de hablar con algún vocero de la secretaria de Gobernación, de la Comar, y con el jefe de la Estación Migratoria, José Antonio Damiano, para preguntarles por qué estas personas están encerradas, cuánto tiempo iba a durar su cautiverio, qué ocurriría con las personas que quieren seguir hacia Estados Unidos y no desean permanecer en Chiapas.
Pero la oficina de comunicación de la secretaría de Gobernación no quiso dar declaraciones y se limitó a decir que la única vía por la que se ofrecerá información es a través de los boletines publicados en su página web. La persona al otro lado del teléfono se negó a dar su nombre en varias ocasiones. El Instituto Nacional de Migración repitió el mismo argumento, y aseguró que solo Gobernación puede hablar sobre el asunto. En el caso de Comar no fue posible contactarse ni con las oficinas centrales ni en la Ciudad de México ni con las de Chiapas. José Antonio Damiano, responsable de la Estación Migratoria, alegó estar muy ocupado y prometió devolver la llamada. Nunca lo hizo a pesar de ser contactado en varias ocasiones entre el miércoles y el viernes.
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Quien sí habló fue Pierre-Marc René, oficial de Información Pública de Acnur en México.
—¿Por qué los migrantes que están en la Mesoamericana permanecen encerrados?
—Son solicitantes de asilo. Hasta el momento no han podido salir porque están en proceso: solicitaron asilo. Las autoridades mexicanas están trabajando en eso.
—Este proceso puede darse en libertad, existen las alternativas a la detención. ¿Por qué siguen en régimen cerrado?
—Nosotros lo que estamos proponiendo es que sea en libertad. Hay una parte del proceso que se tiene que hacer aquí —en referencia a la Mesoamericana—. Una vez que tengan la constancia, se puede hacer en libertad. Eso es lo que estamos recomendando, pero no está en nuestras manos.
Hasta ahora, la Policía Federal y Migración no se han interpuesto en el camino de la caravana. Si sigue esta dinámica, es probable que esta cantidad de gente se acumule en la frontera de Estados Unidos.
—¿Tiene Acnur un plan para atender un potencial campo de refugiados en ese lugar?
—Por lo pronto estamos enfocados en atender lo que hay hasta el momento. No sabemos lo que va a pasar después.
—Es probable que si la caravana sigue, que esto sea lo que ocurra. ¿Acnur está previendo alguna gestión de recursos, fondos, apoyo, para enfrentar esta hipotética situación?
—Esas son puras especulaciones. Nosotros no tenemos ninguna información de qué rutas o qué planes tienen. Son especulaciones y nosotros estamos atendiendo lo que está ocurriendo ahora.
Lo que se dijo en el puente y lo que se omitió
Las medias verdades, o los engaños, comenzaron el viernes 19 de octubre, en el puente que une Guatemala con México.
“México es respetuoso con los derechos humanos de los migrantes. Respetamos la libre movilidad de los migrantes y, con base a la ley de migración mexicana, estamos recibiendo a las personas que han optado por dirigirse a Migración para pedir una solicitud de refugio o de visa humanitaria según el caso. Hemos pedido que sea de manera ordenada”, dijo Luis Manuel López Moreno, embajador de México en Guatemala.
“Seguramente estarán yendo a un albergue, en el que esperarán una decisión sobre el proceso de refugio”, agregó, sobre las personas que aceptasen cumplir las leyes y entrasen en territorio mexicano a través de una pequeña puerta ubicada en el costado derecho del gran portón metálico, cerrado a cal y canto.
No era verdad. O, al menos, no se cumplió como él dijo.
Ahora estas personas se encuentran en la Feria Mesoamericana. No puede considerarse albergue porque permanecen en régimen cerrado, aunque con la previsión de ser puestos en libertad. Esta vez sí, a un albergue.
“Esperamos tardar menos de diez días para el dictamen sobre su petición”, afirmó el embajador.
Tampoco acertó.
Lo que se resuelve ahora es una primera solicitud, tras la cual el migrante recibe una constancia. Posteriormente, la Comar dispone de 45 días, ampliables a otros 45, para resolver cada caso. La petición tiene sus reglas. Hay que firmar semanalmente en una oficina de la Comar (solo hay tres en el país, en Veracruz, Ciudad de México y Tapachula). Hay que permanecer en el Estado en el que se realizó la solicitud. Y esto no garantiza que se acepte. En 2017, esta institución recibió 14,596 peticiones de asilo. Solo respondió favorablemente a 1,097. Solo se tramitó el 53 % de estas demandas. El resto sigue pendiente. El sistema está colapsado.
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“La ley prevé que las personas que no entren de manera documentada tendrán que ser retenidas y van a ser retornadas”, aseguró.
El éxodo de más de 7,000 centroamericanos avanza por México. Han dormido en Ciudad Hidalgo, Tapachula, Huixtla, Mapastepec, Pijijiapa, Arriaga. La policía les escolta, ordena el tráfico. Hasta agentes de migración. Los mismos agentes que hace una semana los detenían, los arrestaban, los deportaban o todavía peor, los entregaban a un grupo criminal.
Lo sabe bien Jonnis Hernández, de 30 años, de Tegucigalpa. Atraviesa caminando por el puesto de control migratorio de Echegaray, antes de llegar a Pijijiapa. Lleva una bandera mexicana a la espalda y tremenda sonrisa en el rostro. “Ese de ahí, el gordo, me detuvo. Me tuvieron aquí, después a Tapachula y luego fui deportado”, dice. Relata que la caravana es su segundo intento. Que hace un mes logró sortear este puesto migratorio caminando por la montaña. Jonnis fue deportado por el mismo tipo que ahora regula el tráfico. Está tan contento que hasta quiere sacarse una foto con él. Mejor no tentar a la suerte.Ha transcurrido una semana desde los sucesos del puente fronterizo, desde que el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, advirtiese que quienes cruzasen de forma irregular serían detenidos y deportados. Se da una paradoja inapelable: los que desobedecieron y se subieron a las balsas caminan con escolta policial, mientras que los que acataron (o los rezagados, el viernes fueron arrestados 300 migrantes en Suchiate) siguen encerrados. “No se suban en el autobús, es un pasaje para Honduras”, era la consigna entre la mayoría de congregados ante la frontera cerrada y el cartel de “Bienvenidos a México”.
“Ellos lo que quieren hacer es deportarnos. Los derechos humanos no son internacionales, son de México. Nos están tratando como si fuéramos delincuentes, nos toman fotos. Esto es un abuso”. “No aguantamos el calor. Están violando nuestros derechos”. “Lo que quieren es separarnos”. “Nosotros no somos prisioneros”. Estas son algunas de las denuncias expresadas a través de Whatsapp por migrantes encerrados en la Mesoamericana. Otros no se quejan. Vinieron para solicitar asilo en México y están donde querían estar desde un principio.
El viernes recibieron la visita de Francisco Echeverría, delegado en Chiapas del Instituto Nacional de Migración. Prometió ayudas y empleo. Lo mismo que, poco antes, había anunciado el presidente mexicano Enrique Peña Nieto. Un plan denominado “Estás en tu casa”, y que tiene fecha de caducidad. Solo accederán a él quienes entraron de forma regular a través del puente o los que lo soliciten en tránsito en Chiapas o Oaxaca, el próximo estado en la ruta. Todo para que la caravana no llegue a Estados Unidos.
Cuatro días antes, Peña Nieto había amenazado con la expulsión inmediata. Ahora, promete incentivos a quien abandone la caravana. El grupo, nuevamente, demuestra su fuerza.
Resulta significativo que no expliquen estas opciones a quienes deciden darse la vuelta, de puro agotamiento. Más de un millar de personas han optado por abandonar la caravana y regresar a su país, según fuentes oficiales.
La caravana ha rechazado esta oferta. Aceptan dialogar, pero en la Ciudad de México. Su objetivo: sentarse con el Gobierno saliente, el de Peña Nieto, y el que tomará el poder el 1 de diciembre, el de Andrés Manuel López Obrador. Esto podría cambiar las perspectivas de la marcha. ¿Podría llegar a morir en la capital mexicana en caso de llegar a un arreglo? ¿O seguirán hasta Estados Unidos a pesar de ser conscientes de que su presidente, Donald Trump, se alimenta de la xenofobia?
Ajenos a los avances de sus antiguos compañeros, en la Mesoamericana ya no creen en promesas.
“Dicen que esto es normal, que es el proceso. Con esta situación está fastidiado todo el mundo. Esperábamos un salvoconducto, pero cuando se trata de hablar con ellos, nos esquivan. Prometen muchas cosas y no pasa nada”, explica David. “Si sales eres deportado, te llevan al centro de migración. Pedimos salir para seguir con la caravana y no nos lo permitieron. La situación está bien difícil, es malísima”, afirma.
Si le trasladan de la Mesoamericana hacia un albergue abierto y él decide seguir a la caravana, se convertirá en migrante irregular. Como si hubiese caminado con ellos desde el principio. Si suena la alerta migratoria y es trasladado al Siglo XXI, corre el riesgo de ser deportado. Algo que no le habría ocurrido si siguiese con la caravana.
Mientras tanto, una segunda carava de migrantes procedentes de Honduras ingresó el jueves 25 de octubre a Guatemala. Según el sacerdote Mauro Verzeletti, de la Casa del Migrante Scalabriniano, se trata de un grupo de unas 1.000 personas entre hombres, mujeres y niños que pretenden unirse a la carava madre que se encuentra en territorio mexicano. “Estos grupos (de migrantes) van a seguir. Se sabe que el 31 de octubre saldrá otro de El Salvador”, precisó Verzeletti. Es decir, huir de la pobreza y la violencia de sus países de origen; buscar un mejor futuro en Estados Unidos.
P.D.: A la hora de cerrar estas líneas, recibimos varios mensajes de David. Dice que está siendo trasladado a algún sitio, pero desconoce a dónde. Cree que va a ser deportado, tiene miedo, se siente engañado. Tiene dos opciones: que le lleven a un albergue de régimen abierto o que sea trasladado a la Estación Siglo XXI, donde puede iniciar su trámite de deportación. A las 19:58 deja de recibir los mensajes. No sabemos dónde se encuentra.
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Alejandro García, Andrea Godínez y Francelia Solano colaboraron en este reportaje desde Ciudad de Guatemala.
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Read lessLa #CaravanaMigrante se moviliza entre Pijijiapan y Arriaga, Chiapas, #México. pic.twitter.com/hG81IbksyG
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 26 de octubre de 2018
Andrea Godínez
Mario David tiene un tono de voz profundo, es curioso, inquieto y con una sonrisa llena de contag...
Mario David tiene un tono de voz profundo, es curioso, inquieto y con una sonrisa llena de contagiosa picardía. El pequeño guerrero, originario de San Pedro Sula, con sus 12 años es uno de los menores no acompañados que viajan en la caravana migrante que salió el pasado 13 de octubre de Honduras hacia Estados Unidos.
Su inquietud y curiosidad llamó la atención de los medios de comunicación y de los migrantes que avanzan en la caravana.
Lo vi el lunes 15 de octubre, en una de las reuniones de los dirigentes del grupo, después de haber pasado la frontera de Agua Caliente, sentado, cantando consignas. Después lo encontré trepado en vehículos avanzando en el recorrido de la caravana por el territorio guatemalteco.
Al enterarse en las noticias de que un grupo de hondureños dejaba su país para buscar mejores oportunidades de trabajo y un mejor lugar para vivir, decidió unirse a la caravana e iniciar el viaje desde San Pedro Sula, su ciudad natal. Salió sin permiso de sus padres y sin avisar a nadie. Llevaba una playera de mangas cortas que dice Inglaterra, un pantalón corto, un suéter amarrado a la cintura y un billete de la suerte de dos lempiras en la bolsa.
Como los miles de centroamericanos que desde hace dos semanas caminan rumbo a los Estados Unidos, Mario David Castellanos Murillo es el símbolo y reflejo de una sociedad que huye de la violencia y pobreza en la que la corrupción y desigualdad han sumido a Honduras.
—¿Qué te gustaría estudiar en Estados Unidos? —pregunté a Mario la primera vez que le hablé, en Esquipulas, Chiquimula.
—De lo que sea, con tal de que haga pisto —respondió entre risas.
Después de cruzar la frontera de Agua Caliente, el pequeño consiguió que le prestaran un teléfono para comunicarse con su familia. En breves minutos les informó que no estaba en San Pedro, que se había unido a la carava migrante y que su objetivo era llegar a Estados Unidos.
Mario es un hombrecito valiente, determinado y atrevido. También es un niño tierno, juguetón y enamorado de su familia.
—¿Qué dice tu familia sobre que estés viajando solo hacia Estados Unidos?
—Qué está bien —responde entre dientes después de un largo silencio que se mezcla con suspiros y lágrimas que recorren sus redondas mejillas.
Su madre, Dilsya Murillo, cuenta, le dijo que siguiera “hasta donde Dios se lo permitiera”. José Castellanos, su padre, dijo a Plaza Pública que el pequeño “salió sin permiso y en búsqueda de ese sueño de poder vivir mejor”.
Desde el día que Mario salió de su casa, la mamá no suelta su celular. Cada vez que el teléfono suena, contesta inmediatamente esperando que sea Mario. La llamé tres veces durante la última semana, y al percatarse que no era su hijo, pasaba el teléfono a José para fuera él quien atendiera la llamada.
Seis días después de iniciado el viaje, tras pasar por Guatemala, ratos a píe, ratos trepado en camiones o autobuses, Mario llegó a Ciudad Tecún Umán, el pueblo donde termina el territorio guatemalteco y donde, al cruzar el puente Rodolfo Robles, empieza el mexicano; justo sobre el río Suchiate que divide ambos países.
Lo encontré de nuevo en el parque central de ese caluroso pueblo fronterizo. Lucía cansado pero contento. Estaba satisfecho de haber concluido el primer tramo de su viaje. No tenía claro su futuro, pero estaba orgulloso de lo logrado. Se sentó entre varios periodistas, tomó la cámara de uno de ellos y empezó a tomar fotografías. Necesitaba entretenerse, estaba ansioso.
Sentados a una mesa ubicada en una plaza de pequeños restaurantes, rodeados de otros migrantes, tuvimos una conversación de amigos. Hablamos del cansancio y de fotografía. Tomó mi celular y me pidió que le dejara jugar al Candy Crush mientras llegaba la hora de caminar.
—¿Te gustaría aprender a tomar fotos?
—Mmmm —asintió con la cabeza, prestando poca atención a la plática y toda al celular con el que jugaba.
Luego de cantar el himno hondureño en la plaza central y escuchar a los líderes de la caravana, Mario se preparaba para cruzar el puente de manera pacífica para ingresar a México y continuar con la ruta de la caravana.
* * *
Es casi mediodía del 19 de octubre y la caravana se dirige hacia Ciudad Hidalgo, la primera parada prevista en territorio mexicano. Una masa humana de unas 3.000 personas se aprestan a cruzar la frontera. El calor es intenso, sofocante. Mario marcha al frente de la caravana; no es el líder, mas bien parece ser el símbolo.
Un contingente de agentes antidisturbios de la policía mexicana cierra el portón de rejas blancas para impedir el paso de los migrantes. El ambiente se torna tenso. La multitud entona una vez más el himno nacional de Honduras. Mario pide a gritos que los dejen pasar. Ruegan, suplican, exigen, gritan, empujan. El portón de rejas blancas empieza a ceder ante la fuerza de los migrantes. Caos. Estruendos. La policía lanza bombas de gas lacrimógeno para obligar a los migrantes a retroceder. Unos resisten, otros se lanzan al río y empiezan la travesía nadando. Otros lo cruzan en las improvisadas balsas en las que a diario centenares de migrantes, comerciantes y vecinos de la zona cruzan la frontera de ida y vuelta.
Veo a Mario resistir, correr, gritar, llorar. Intenta trepar el portón de rejas blancas, pero la imponente mano de un agente se lo impide. El policía federal mexicano lo toma por el cuello y lo regresa con fuerza a territorio guatemalteco. Mario es fuerte, regordete, unos 150 centímetros de estatura; pero es un niño. Los gases lacrimógenos que ha inhalado lo vencen; el empujón del federal lo vence; la aplastante multitud lo vence; el caos lo vence.
Encontramos entre la multitud a Mario, el niño de 12 años que viaja solo en la #CaravanaDeMigrantes. Según cuenta, lo alcanzó el gas lacrimógeno y fue detenido por la policía. pic.twitter.com/QcYvsov9pa
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 19 de octubre de 2018
Un funcionario de migración de México abre brevemente el portón de rejas blancas para que las personas afectadas por los gases puedan pasar al otro lado; a territorio mexicano. Veo a Mario correr. Es uno de los primeros en entrar. Se sienta en el suelo, sofocado, parece no entender nada de lo que ocurre. Su rostro ha cambiado. De pronto, la voz fuerte y chillona y la picardía de sus ojos de niño han desaparecido. Llora. Se restriega los ojos tratando de limpiar las lágrimas. Alguien deja caer sobre su cara un chorro de agua para ayudarlo a aliviar los daños provocados por el gas.
Me siento frente a Mario. Le tomo la mano y le acerco un poco de agua para beber. Le pido que se tranquilice, le repito que va a estar mejor. Lo abrazo, nos abrazamos durante algunos minutos; limpio su rostro empapado de lágrimas y furia. A los dos nos tiembla el cuerpo. A Mario por el susto, a mí por la impotencia. Mario suspira, llora, se recupera; sigue sin decir una sola palabra.
Un funcionario de migración de México se acerca. Le hace preguntas y las respuestas las va escribiendo en un formulario. Nombre, edad, nacionalidad. Al enterarse de que Mario viaja solo, lo levanta del suelo en donde ha permanecido desde que ingresó a territorio mexicano y lo entra a una oficina.
Lo volví a ver media hora después. Sentado dentro de una oficina y rodeado de varias mujeres del departamento de migración que le soplan el rostro, le dan agua para beber y le aseguran que todo estará mejor. Poco a poco se ha recuperado.
Salimos de la oficina y nos sentamos en unas bancas. Platicamos. Me cuenta las peripecias de su viaje; me da detalle de lo que recién acaba de ocurrir, de cómo la policía mexicana cerró el portón de rejas blancas, de los gases lacrimógenos, del miedo. Narra lo que ocurrió en la oficina de migración, de las preguntas que le hicieron, de la incertidumbre. No sabe qué ocurrirá con él ni con los otros integrantes de la caravana que permanecen dentro de la oficina de migración, pero está decidido a continuar el viaje. Una llamada a mi celular interrumpe nuestra conversación. Cuando regreso mi atención a Mario, ya no estaba. Agentes de migración lo habían regresado a la oficina; por más que rogué me negaron el acceso.
Esa fue la última vez que lo vi.
* * *
Busqué a Mario durante tres días, sin éxito. Nadie daba razón de su paradero, apenas rumores sobre posibles lugares a donde podrían haberlo llevado, pero nada certero. Que quizá estaba en la Estación de Migración Siglo XXI; o tal vez en el albergue instalado en la Feria Mesoamericana; o en el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia del Estado de Chiapas para hombres menores de edad. Todos con ingreso restringido.
Hasta que el miércoles 24 de octubre recibí un mensaje a mi celular. Griela García Borges del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, a quien le había pedido ayuda, me aviso que había encontrado a Mario durante una visita de rutina. Está ingresado en un albergue del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia de Chiapas, en las afueras de Tapachula. “¡Está bien!”, me escribió.
Y a continuación un mensaje de voz: “¡Hola Andrea! Aquí estoy bien, en un formatorio (reformatorio), pero aquí estoy”. La voz chillona de Mario en la grabación; apenas once palabras. ¡Está bien! Alivio.
Mario quiere regresar a casa, a San Pedro Sula, al lugar del que huyó esperanzado hace trece días. Eso fue lo que dijo a Griela, y es también lo que desean sus padres. “Yo lo que quiero es que mi hijo vuelva a la casa aquí con nosotros”, dice José Castellanos, su padre.
El Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova espera que las autoridades migratorias de México escuchen a Mario esta misma semana y de inmediato lo regresen de forma segura a San Pedro Sula para reunirse con su familia.
El sueño de estudiar y trabajar en Estados Unidos que llevó a Mario a unirse a la carava migrante queda en suspenso. Con su regreso a Honduras, volverá al punto de partida; a la violencia y pobreza de la que huyó.
La cantidad de menores no acompañados que formaban parte de la caravana y que han sido institucionalizados en México aún es desconocida. Las autoridades mexicanas poco informan sobre la situación de los migrantes que permanecen en los albergues estatales.
Según Griela García Borges, Mario podría solicitar refugio en México. El trámite para resolver esa petición tardaría no menos de 45 días hábiles, durante ese tiempo debería permanecer en el albergue. Si el asilo le fuera denegado, sería deportado a Honduras; si le fuera concedido, sería enviado a un albergue de puertas abiertas en la Ciudad de México, donde permanecería hasta cumplir la mayoría de edad.
Read lessMarta Sandoval
“Las migraciones masivas no tienen nada de fenómeno novedoso: han acompañado a la modernidad desd...
“Las migraciones masivas no tienen nada de fenómeno novedoso: han acompañado a la modernidad desde su principio mismo”, recuerda Zygmunt Bauman en su libro Extraños llamando a la puerta. Y en esta región del mundo –dominada por democracias “malas” como diría Edelberto Torres Rivas– la migración es una cosa de todos los días.
“Niños ahogados, muros erigidos precipitadamente, vallas con concertinas, campos de concentración atestados, gobiernos que compiten entre sí por rematar una desgracia —como es ya de por sí la de exiliarse, escapar por los pelos de una situación mortífera y correr los atosigadores peligros de ese viaje para ponerse a salvo— y que además tratan a los migrantes como si fueran patatas calientes que pasarse unos a otros: todas esas indignidades morales son cada vez menos noticia”, continúa Bauman.
Esta vez sí son noticia. Desde hace dos semanas, los televisores muestran columnas inmensas de personas, madres cargando bebés, niños que a duras penas logran seguirle el paso a sus padres, cientos y cientos de hombres y mujeres que se parecen todos a nosotros, a los que vemos al otro lado de la pantalla. Y nos asombra. Y nos conmueve. Pero tuvieron que reunirse todos, salir en caravana para conseguir un espacio en la programación. Los más de 20,000 menores guatemaltecos que han migrado solos a Estados Unidos en lo que va de este año, según el Consejo Nacional de Atención al Migrante (Conamigua), no aparecieron en las redes sociales. Iban silenciosos, tratando de camuflarse con los demás, de no verse diferentes.
Se calcula que más de 7,000 hondureños han enfilado el camino hacia Estados Unidos en la caravana migrante, y que otros dos mil más ya se encuentran en territorio Guatemalteco, dispuestos a seguir el camino trazado por sus compañeros. Estos datos, que pronto se reflejarán en las estadísticas, quizá harán que sea Honduras el país de la región con el éxodo más grande. Pero hasta ahora —los datos contabilizados hasta el 1 de septiembre de este año— muestran que es Guatemala el país de Centroamérica de donde más se huye. Solo este año ya han sido deportados más de 70 mil guatemaltecos.
“Si bien antes observábamos en su mayoría a hombres solos, ahora observamos un gran número de núcleos familiares”, cuenta Amanda Solano, oficial de protección de la Comisión de Naciones Unidas para los Refugiados. De acuerdo con datos de Carlos Nares, secretario del Consejo Nacional de Atención al Migrante, este año la patrulla fronteriza de Estados Unidos detectó a 42,707 familias guatemaltecas intentando cruzar de forma ilegal. Es como si todos los habitantes de Cuilapa, o de Fraijanes, se hubieran marchado.
Más fuerte es la situación de los menores que viajan solos. Mientras de México 9,300 menores decidieron migrar solos este año, de Guatemala se fueron 20,701. La situación causa espanto si comparamos las poblaciones de los dos países: México tiene más de 120 millones de habitantes y Guatemala ronda los 17.
¿Por qué migran los que migran?
“A mi sobrino lo mató la mara”, cuenta Rosa, una guatemalteca que ahora vive en Los Ángeles (EE.UU.). “Y yo sabía que también andaban detrás de mi patojo. A fuerza los querían meter a la mara. Como mi hijo es alto y es fuerte, les servía”, dice. El hijo alto y fuerte tenía 12 años y era el protegido de la mamá, que no lo dejaba salir ni a la esquina. Una tarde, cedió a sus deseos y le permitió ir con el primo al campo de fútbol que estaba a unas pocas cuadras de casa. Ese día dos hombres en moto pasaron disparando, el sobrino cayó fulminado por las balas y el hijo logró esconderse entre la maleza. Al día siguiente Rosa buscó un coyote. “Y nunca me voy a arrepentir. Fue la mejor decisión que pude tomar”, dice.
¿Por qué migran los que migran? La respuesta es simple: porque los expulsan sus países. Las democracias malas. “Son democracias creadas desde arriba que, aunque han logrado mantener la continuidad electoral, están lejos de resolver los problemas de desigualdad y pobreza que afectan a la mayoría de la población”, dice Edelberto Torres Rivas en Las democracias malas de América.
Amarela Varela, investigadora de la Universidad Autónoma de México, tiene claro que la causa de la migración es una sola: violencia, en sus diferentes ámbitos. “Si bien proponemos pensar las motivaciones para el éxodo como multicausales, sugerimos que hay una trinidad perversa que expulsa a esos millones de personas a la migración en su mayoría de carácter “forzado” pero ilegalizada por las leyes de extranjería de cada país que atraviesan o en el que se instalan. Esta trinidad a la que nos referimos remite a las violencias por parte del mercado (los rasgos domésticos de neoliberalismo y acumulación por desposesión), violencias del Estado (la impunidad y el acceso casi nulo a la justicia registrada en la región; el desmantelamiento de los derechos sociales y políticos básicos que un gobierno debe garantizar), y las que genera la violencia patriarcal, que obliga principalmente a mujeres, niños y niñas a fugarse de la violencia doméstica, intrafamiliar o sexual. De forma cada vez más generalizada, violencias con rostro patriarcal que performan los ejércitos privados de los cárteles en la región y las pandillas”.
Los migrantes huyen de las violencias. La violencia entendida según la definición de la socióloga argentina Cristina Kalbermatter: “cualquier proceso, relación o condición, por el cual un individuo o grupo viola la integridad física y o social, y o psicológica de otra persona o grupo, generando una forma de interacción en la que este proceso de reproduce”. Ese proceso se reproduce en Honduras, en Guatemala, en El Salvador, en Nicaragua. Países con historias similares y retos compartidos.
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Kalbermatter apunta otro dato importante, la violencia —o mejor dicho, las violencias— “es aceptada socialmente, no es cuestionada; hay un menor grado de identificación, no es un sujeto el que imparte violencia sino la propia sociedad. La propia sociedad construye y avala instituciones que ejercerán la violencia, y la sociedad se encuentra tan representada como enajenada”.
Más del 60 % de la población en Guatemala sufre de pobreza multidimensional, más de un 40 % de los niños menores de cinco años sufren de desnutrición, un 20 % de los guatemaltectos no saben leer y escribir. La canasta básica cuesta 3.552 quetzales, unos 560 quetzales más que el salario mínimo. Todo eso también es violencia. Esa violencia también les expulsa. Y les expulsa la otra violencia: la de las armas. El año pasado 5,384 personas fueron asesinadas en Guatemala, de acuerdo con el INACIF. Las pandillas reclutan a diario a menores de edad en las escuelas y se cometen en promedio 22 violaciones sexuales cada 24 horas.
Torres Rivas lo explica: “Las desigualdades (sociopolíticas, culturales, étnicas, de lugar, género, edad…), tal como hoy ocurren en estas sociedades, refuerzan los síntomas negativos de las democracias malas: mercado libre para el narconegocio, desbordes criminales imparables, impunidad y Poder Judicial impotente, bienes públicos escasos y de difícil acceso, infinitas formas de ilegalidad; es decir, una erosión del Estado de Derecho o dificultades para su constitución”.
Por eso no es dextrañarse que Guatemala sea el principal país exportador de migrantes. Del que más se huye.
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No quieren salvarlos, quieren controlarlos
“Las luchas migrantes son disputas políticas novedosas por las subjetividades —apunta Varela—, las demandas y estrategias que se ponen en juego no son propiamente luchas sindicales, tampoco exclusivas formas de protesta por el derecho a la identidad. Son luchas de personas no nacionales, extranjerizados por leyes que producen estatutos de ilegalidad, cuyas demandas abarcan desde el derecho a la existencia jurídica (los papeles) hasta el reconocimiento del ‘derecho a pertenecer’ en condiciones de equidad en las sociedades en las que los migrantes y refugiados deciden o consiguen instalarse”.
La lucha migrante es una lucha silenciada. Criminalizada. A los migrantes se les apunta con el dedo para tacharles de ilegales, de quebradores de la ley. Por eso, la caravana migrante que recorre México hacia los Estados Unidos es tan importante, porque por primera vez la lucha migrante suena. Aunque sus demandas todavía no parecen tener demasiado eco.
Bauman recuerda que, en la cumbre de líderes europeos de 2010, “lo que trataron de resolver bajo el epígrafe del problema migratorio fue, en última instancia y, de hecho, en esencia, la necesidad de recuperar el control de las fronteras continentales”. Los gobernantes hablan mucho de formas para detener a los migrantes, para regresarlos, para evitar que crucen. Pero poco hablan de formas para retenerlos, de evitar que se vean forzados a irse.
“La erección de muros con los que parar a los migrantes para que no entren en nuestros propios ‘patios traseros’ guarda un ridículo parecido con aquella historia sobre el filósofo antiguo Diógenes —continua Bauman—, a quien vieron un día haciendo rodar la tinaja en la que vivía de un lado a otro por las calles de su Sinope natal. Cuando le preguntaron por la razón de tan extraño comportamiento, él respondió que, al ver a sus vecinos tan ocupados parapetando con barricadas las puertas de sus casas y afilando sus espadas ante la inminente ofensiva de las tropas de Alejandro de Macedonia, pensó que de alguna manera tenía que contribuir él también a la defensa de la ciudad”.
Las docenas de policías apostadas en el puente Rodolfo Robles, los jeeps J8 aparcados frente a la aduana guatemalteca, las bombas de gas lacrimógeno, el helicóptero sobrevolando como un ave rapaz por encima de las cabezas, no sirvieron de nada. Lo miles de migrantes que integran la caravana se tomaron las balsas y cruzaron el río Suchiate hasta tocar tierras mexicanas. Avanzan con dignidad por calles que no son suyas.
"Michael Agier —cuenta Bauman— que es tal vez el más incisivo, el más sistemático y, a estas alturas ya, el más experimentado y experto estudioso de la suerte que corren actualmente más de 200 millones de personas desplazadas en todo el mundo, sugiere que la política migratoria va dirigida a consolidar una división entre dos grandes categorías mundiales cada vez más cosificadas: por un lado un mundo limpio sano y visible; por el otro, un mundo de restos residuales, oscuros, enfermos e invisibles. Prevé por ello que, si se mantienen las prácticas presentes, ese propósito de la mencionada política aplastará y minimizará a todos los demás pretendidos objetivos y funciones de la misma: los campos ya no se usarán para mantener vivos a unos refugiados vulnerables, sino para aparcar y vigilar a toda clase de poblaciones de indeseables".
“Esta podría ser una novedad positiva si unos gobiernos progresistas e innovadores colaboran para comprender mejor cómo ese movimiento de personas incidirá en fomentar un crecimiento sostenible y el bienestar de las poblaciones, cimentando al mismo tiempo los derechos humanos y la justicia en todo el sistema. No son menos sustanciales, sin embargo, los abundantes síntomas que indican que no estamos ni mucho menos abocados a tan favorable escenario”, lamenta Bauman.
"La situación de movilidad humana en Centroamérica, en general es una situación compleja de entender", dice Solano, de Naciones Unidas. "Es multicausal, hay distintas razones por las cuales las personas están saliendo. Y definitivamente notamos que va en aumento. Por ejemplo, las solicitudes de la condición de refugiado, que es nuestro mandato, han aumentado de forma exponencial. Hay casos que están huyendo de violencia de maras y de violencia intrafamiliar. Niños no acompañados que están huyendo de situaciones de reclutamiento", agrega.
Carlos Nares, secretario de Conamigua, habla constantemente de regularizar la migración, de migrar de manera legal, de no cruzar las fronteras sin los debidos permisos. “No es aceptable bajo ningún punto de vista la migración irregular por lo que se hace necesaria la coordinación interinstitucional que le permita a los países del Triángulo Norte de Centroamérica reforzar sus puntos fronterizos migratorios, puntos ciegos por ejemplo”, explica.
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Habla también de velar por el respeto a sus derechos, insiste en que migrar no es un delito y asegura que la institución que preside está trabajando para resguardar la integridad de los migrantes. Pero vuelve al punto: no migrar de manera irregular.
“La mayoría de migrantes no tiene acceso a una visa”, apunta Varela, poniendo el dedo sobre lo obvio. Nadie que pueda tener un pasaporte con visa se arriesgaría a cruzar de manera ilegal. La migración en muchos casos es una medida desesperada. A veces la última opción. La que migra es la madre que ve a sus hijos con hambre. El muchacho que no quiere meterse a la pandilla y sabe que si no lo hace lo matarán. El hombre que ha buscado trabajo hasta el cansancio y solo ha conseguido sueldos miserables, que no compran una canasta básica. Estas historias se repiten en las bocas de cientos de los integrantes de la caravana. Y las bocas calladas de los migrantes por goteo, los de todos los días.
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Read lessUna fila de migrantes se observa caminando sobre la carretera de Mapastepec a Pijijiapán, Chiapas, #México. pic.twitter.com/Uo4JKq6fl5
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 25 de octubre de 2018
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— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 24 de octubre de 2018
La #CaravanaMigrante avanza de Huixtla a Masatepec, Chiapas, #México. pic.twitter.com/pETqhetHWG
Francelia Solano
¿Cómo surgió la caravana migrante?
El pasado 7 de octubre, a través de su cuenta de Facebook, el exdiputado y periodista hondureño, Bartolo Fuentes, informó que una caravana con “un grupo” de personas saldría de Honduras hacia Estados Unidos. Contrario a lo acostumbrado, esta vez saldrían de manera visible y mediática, para llamar la atención de la crisis humanitaria que se vive en el país. Las siguientes publicaciones de Fuentes se inundaron de personas preguntando el lugar de salida de la caravana. Varios medios de comunicación hicieron eco de la noticia y miles de personas se enteraron por la radio y la televisión.
Durante su participación, el martes 23 de octubre en el Central America Donors Forum, celebrado en El Salvador, Bartolo Fuentes explicó que las caravanas son una dinámica normal de migración. Aseguró que, cuando se involucró en esta caravana en específico, se comenzó con un grupo de WhatsApp de 58 personas. La espontaneidad con la que se acrecentó la llamada “caravana migrante” fue inesperada, pero no sorpresiva, ya que en Honduras la gente “vive con las maletas hechas”.
¿Cuántos migrantes son?
Es imposible calcularlos. Se cree que la caravana inició con unas 2.000 personas. Pero, el sacerdote Mauro Verzeletti, director de la Casa del Migrante de la capital guatemalteca, estima que fueron más de 11.000 las que pasaron por el refugio y atravesaron Guatemala. El gobierno guatemalteco, sin embargo, asegura son 5.000 los hondureños que viajan. Y las autoridades mexicanas hablan de 7.500.
¿Qué papel juega Bartolo Fuentes y qué tan importante es para entender este movimiento?
Según Úrsula Roldán, coordinadora del área de Migraciones del Instituto de Investigaciones y Gerencia Política, de la Universidad Rafael Landívar, Bartolo Fuentes no desempeña un papel protagónico en la caravana. Dice que, desde su llegada a territorio guatemalteco fue aprehendido por las autoridades, y la caravana no se alteró con su arresto. Explica que Fuentes hizo público el movimiento, pero fueron los medios de comunicación y las redes sociales los que hicieron que esta convocatoria fuera multitudinaria.
La coordinadora del área de investigación y derechos humanos del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de Radio Progreso en Honduras, Yolanda Gonzales, dice que Fuentes es un líder social que se ha caracterizado por acompañar luchas en temas de migración. Sin embargo, explica “que ni por asomo, a pesar de lo que muchos quieren hacer ver, tiene el mínimo protagonismo en el tema”. Añade que lo que resulta más visible de este fenómeno ha sido la forma espontánea en la que se originó y los rostros de desesperanza a raíz de un llamado genérico que resultó masivo. No se necesita saber quién es Fuentes, agrega, para explicar el fenómeno; por lo tanto, es irrelevante para lo que sucede en estos momentos.
Si no es Fuentes la raíz de la caravana migrante ¿es la politización o manipulación como dijo Jimmy Morales y Juan Orlando Hernández?
Roldán y Gonzales coinciden en la respuesta: No. Roldán, que ha estado en constante contacto con los hondureños, explica que tan solo con platicar con un par de ellos al azar es fácil saber que cada persona tiene diferentes razones para migrar. Es difícil manipular a tanta gente, explica, pues migrar es un sacrificio enorme.
Entonces ¿Por qué ahora? ¿por qué en este contexto?
Gonzales dice que la caravana es el “rostro visible de una crisis de migración forzada que lleva años produciéndose, fruto de un modelo de inseguridad y violencia”. Explica que esto no se ha gestado en 10 días, como se quiere hacer creer. El golpe de Estado de 2009, y la instauración del régimen de Juan Orlando Hernández, reelegido en las cuestionadas elecciones del 26 de noviembre de 2017, fueron dos de los detonantes de esta migración masiva.
Úrsula Roldán desmiente que la caravana haya sido producto de financiación de alguna organización, explica que muchos de los que están en la caravana vendieron sus pocas pertenencias y costean con su propio dinero el viaje.
¿Es diferente el perfil de estos migrantes al de los migrantes solitarios?
Roldán explica que lo que diferencia a un migrante solitario de los de esta caravana es únicamente el tiempo y la información sobre el trayecto que poseen. Explica que un migrante “normal” toma la decisión con mucho tiempo, lleva una mochila apta para el viaje, planea sus rutas y se ha planteado qué hacer ante momentos de crisis. Por el otro lado, estos migrantes no tienen mucha información, viajan con pocas provisiones y van a merced del grupo. Explica que tienen pocas referencias como parques o centros de migrantes, que van conociendo mientras están en el grupo. Además, los “solitarios” por lo regular pagan fuertes sumas a un “coyote” que les guía el camino y ofrece ingresarlos de manera irregular a territorio estadounidense.
¿Puede convertirse la caravana migrante en una nueva forma de migración?
Para Roldán, todo depende de los resultados que obtengan esta caravana. Explica que a partir de cómo la gente evalúe su propia experiencia puede que se siga esta tendencia. Si las “condiciones se están agudizando”, económica o políticamente en Centro América, agrega, hay altas probabilidades de que las salidas sean grupales, como en el caso de los hondureños. “No estamos lejos que oigamos de nuevas caravanas”, señala.
¿Son solo hondureños los que van en la caravana?
La gran mayoría lo son. Sin embargo, según Roldán varios salvadoreños y guatemaltecos se han unido a la caravana que llegó el viernes pasado a la frontera México-Guatemala.
De los que llegaron a la frontera ¿Cuántos siguieron y cuantos regresaron?
Las expertas explican que las personas que se van añadiendo no han sido contabilizadas, además de que el grupo se ha fragmentado, pues algunos han pasado por el río Suchiate y otros han optado por esperar el proceso de asilo. No hay datos de cuántos pasaron y siguen la caminata en México. Tampoco de los que se quedaron en ese país o volvieron a casa. El presidente Jimmy Morales dijo que regresaron a Honduras unas 2.000 personas, y el viceministro de Relaciones Exteriores, Pablo César García, aseguró que 3.955 regresaron de manera voluntaria.
¿Qué pasó con los migrantes que se fueron en balsa? Y ¿Qué va a pasar con los que se quedaron en el puente?
Los migrantes que cruzaron en balsa continúan en la caravana con destino a Estados Unidos. En cambio, los que se quedaron en el puente optaron por pedir asilo en México. No todos conseguirán asilo, las autoridades mexicanas decidirán, caso por caso, a quién le permiten quedarse y a quién deportan.
¿Cómo funciona el asilo en México?
En este caso se está priorizando el paso de mujeres y niños por las condiciones insalubres y difíciles que se dan en el puente. Se está documentando a las personas que optan por el asilo, el cual se puede otorgar cuando una persona huye o es víctima de violencia en su país de origen. Roldán explica que el proceso es lento, que puede durar meses, cuando se hace por la vía normal, deben demostrar con hechos la violencia de la que huyen, y no siempre hay garantía de recibir asilo.
Explica que regularmente en estos procesos, los migrantes permanecen en estaciones migratorias del país en el que piden ayuda. Sin embargo, en esta ocasión es diferente, pues el flujo de personas es tan grande, que es probable que estos lugares no se den abasto. Lo que procedería, añade Roldán, es regresar a los procesos que se hacían en el tiempo de la guerra, cuando se abrió un campo de refugiados mientras se da una solución colectiva.
En México el paso de migrantes fue mucho más difícil que en Guatemala ¿Por qué? ¿Qué dicen las leyes al respecto?
En junio de 2006 se firmó el convenio Centroamericano de libre movilidad, o mejor conocido como el CA-4, por los gobiernos de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Este establece que los ciudadanos de estos países tienen libre movilidad en sus territorios sin restricciones. Aunque el presidente Jimmy Morales intentó frenar la entrada de los refugiados hondureños, no fue posible debido a este convenio.
Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, anunció a través de su cuenta de Twitter la reducción significativa de la ayuda estadounidense a estos países. ¿Qué tan importante es este dinero para evitar la migración?
Para Roldán, la ayuda que proporciona Estados Unidos no resulta tan significativa, comparada con el dinero que se recibe fruto de las remesas. Explica que este dinero compone entre el 11 y el 15 % del Producto Interno Bruto en Guatemala, y tiene una tendencia en aumento. Contrario con la ayuda que proporciona el país del norte, que va en disminución.
En todo caso, Roldan explica que en caso se reduzca la ayuda, es poco probable que sea de manera inmediata, ya que la decisión de ello la tiene el Congreso.
¿De cuánto dinero corresponde esta ayuda?
En 2017, Guatemala recibió 229 millones de dólares del Gobierno estadounidense. De este dinero 30 millones de dólares fueron destinados al programa de antinarcóticos. Este dinero proviene en su mayoría de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional y del Departamento de Agricultura estadounidense.
¿Quién financió esta caravana?
Cada persona financia su propio viaje. Llevan poquísimo dinero. En algunos casos nada. Pero se benefician de la solidaridad que encuentran en el camino, guatemaltecos y mexicanos les han brindado comida, agua, ropa y refugio. Bartolo Fuentes afirmó que las teorías de financiación de las que se hablan son mentira. Concluye que son los mismos migrantes que deciden emprender este viaje con su poco dinero, pues no hay pagos de coyotes, ni ningún tipo de cobro.
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Alberto Pradilla
“La verdad, pienso que una parte de Centroamérica acaba de hacer algo que no se va a olvidar y qu...
“La verdad, pienso que una parte de Centroamérica acaba de hacer algo que no se va a olvidar y que va a quedar en la historia, porque esto es internacional, todo el mundo lo está viendo y dice: alguien vino, llegó y se paró y tuvo cojones para enfrentarse a los Estados Unidos, que es uno de los países más fuertes del mundo”.
“Esto es lo que pasa cuando se levanta una nación entera”.
“No solo los hondureños. Centroamérica, América Latina. Muchas personas tienen mucha ira. Todas las personas que hay aquí, de Guatemala, El Salvador, Honduras. Todos tienen ira hacia el Gobierno. Lo que estamos haciendo es bien grande, quedará en la historia”.
Cientos, miles de seres humanos exhaustos, hambrientos, con llagas en los pies y quemados por el sol, desafían las leyes migratorias y caminan, a pecho descubierto, por las carreteras mexicanas. Son hondureños, en su mayoría, pero también guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses. No tienen visa ni sello en el pasaporte, algunos ni siquiera documentación. Pero están ahí. En México. Entre Ciudad Hidalgo y Tapachula. 37 kilómetros. Entre Tapachula y Huixtla. 41 kilómetros. Avanzando hacia Estados Unidos. Van subidos en las palanganas de los picops, en tráileres hacinados, camionetas de las que cuelgan piernas y brazos, maleteros abiertos que llegan a albergar hasta a tres, cuatro personas. Y en el arcén, los que no alcanzaron a subirse a un vehículo. Mucha, muchísima gente. Si la carretera desciende un poco puede observarse en toda su magnitud: la larga marcha alcanza hasta que se pierde la vista. Impresionan las dimensiones e impresiona la determinación. Esto es algo histórico.
Los más pobres de una de las regiones más pobres e ignoradas del mundo sienten que están haciendo algo importante. Ahora sí, por fin, les están mirando. Es imposible no verlos.
De esa visibilidad es de lo que hablan Ayyi Collins, de 23 años y originario de Roatán, Isla de la Bahía; y Jonnis Hernández, de 30 y de Tegucigalpa. Collins es espigado, gorra calada, moreno. Hernández es rotundo, camiseta negra y piel oscura. Pasan algunos minutos de las 13:00 horas del domingo 21 de octubre, y ambos se encuentran en las inmediaciones del parque Hidalgo, en Tapachula. Preguntan por las otras caravanas. Se ha extendido el rumor de que hay más gente saliendo desde Honduras, de que otro grupo se organizó en el Salvador. Se sienten pioneros. A la caminata se le suma ahora otra de madres. Buscan a sus hijos desaparecidos mientras realizaban el mismo trayecto que ahora enfila esta romería del hambre.
Collins y Hernández están exhaustos porque han avanzado 37 kilómetros en México. Están orgullosos porque han avanzado 37 kilómetros en México y no han sido detenidos ni deportados, a pesar de que el presidente, Enrique Peña Nieto, aseguró que ese sería el destino de aquellos que cruzasen de forma irregular.
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- “Nos conocimos en Esquipulas, Guatemala, el día en el que cruzamos la frontera. Le ayudamos a conseguir hotel al compañero”.
- “Venía con mi primo, pero ese jodío se me quedó atrás”.
- “Llegó él y, como los dos somos de color, creo que nos pudimos entender”.
Los dos se ríen. “Usted ya sabe, que la sangre…”
Horas antes, ambos jóvenes abandonaban el parque de Ciudad Hidalgo antes de que hubiese despuntado el sol. Dijeron que saldrían a las 7, pero lo hicieron a las 4. Por si acaso. Era un nuevo momento crítico porque, hasta el momento, les amparaba el Convenio Centroamericano de Libre Movilidad, firmado en 2006 y que permite a los habitantes de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua transitar por estos países sin más requisito que su DPI (aunque algunos de los integrantes de la caravana ni disponen de identificación ni la han tenido nunca). Ahora era distinto. Estaban en México y quién sabe qué podía ocurrir después de haber sido gaseados y expulsados del pedacito de frontera que llegaron a pisar. Así que cruzaron en barca, celebraron, descansaron un rato al raso y retomaron la marcha. Metro avanzado es metro ganado.
Fue esa mañana cuando el éxodo se mostró en todas sus dimensiones.
¿De dónde salieron? por la noche no parecían tantos. ¿De verdad había tanta gente?
La visibilidad es lo que marca la diferencia. Existen. Podemos verlos. Todos pueden hacerlo. Es un padre con su hijo sobre los hombros, protegido del sol por una toalla como si fuese un beduino. Un tipo que camina con una muestra de arreglos florales, que trabaja artesanalmente, con sus propias manos, y que exhibe como prueba de que él no es un delincuente. Es una mujer que abronca a un chavalo porque intenta colarse en el último espacio de un tráiler que hace tiempo que superó el aforo. La caravana les ha sacado de la clandestinidad. Antes también migraban, solo que a escondidas. Hasta hace una semana, este camino se realizaba en pequeños grupos, endeudándose para toda la vida por tres intentos en una frontera norteamericana cada vez más militarizada, fiando su vida a un coyote y a expensas del crimen organizado. Ahora, en cambio, se transita a plena luz del día, a la vista de todos. “No somos delincuentes”, se reivindican.
Este es el éxodo centroamericano en vivo y en directo, en toda su crudeza, a 30 grados a la sombra.
Un cadáver sin identificar
Son las 13.00 horas del lunes, 22 de octubre. Kilómetro 238 de la carretera federal que une Tapachula con Huixtla, próximo destino de la caravana. Hay policía, demasiada. Algo ocurre. Sobre unos conos, la cinta amarilla. Esa maldita cinta amarilla que nos avisa de que alguien ha muerto. En el carril de la izquierda, cubierto por una sábana ensangrentada, yace un cadáver. Es un hombre, de entre 25 y 30 años, dirá después un agente de la Policía Municipal de Tapachula. Bajo la improvisada mortaja asoman unos tenis grises y unos pantalones vaqueros. Tras la parte rojo sucio de la sábana, una gorra. El hombre llevaba una gorra cuando debió caer del vehículo que le transportaba. En la escena de la tragedia, nadie sabe si fue un picop, un camión o una furgoneta. Lo único seguro es que cayó y que el carro que venía después lo arrolló. Dos doctoras de Médicos del Mundo que forman parte de una caravana de acompañamiento trataron de salvarle. Llegaron cuando era un cadáver sobre el piso. No saben qué ocurrió. El ya estaba así cuando se bajaron del carro.
Hay un muerto en la carretera.
Nadie se quedó para identificarlo.
El vehículo en el que venía desplazándose siguió adelante.
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El vehículo que lo remató siguió adelante.
La nueva Bestia no es un tren, sino que va sobre ruedas, pero también mata.
Hay un cuerpo sobre el asfalto y nadie ha venido a reclamarlo. Quizás llegó solo. Quizás sus familiares estén más adelante. Puede, incluso, que viesen el cadáver cubierto por una sábana y siguiesen adelante. Nunca pensamos que la tragedia va a golpearnos a nosotros.
Mientras los policías acordonan la zona, decenas de migrantes caminan por el arcén derecho. Algunos se quedan unos segundos, observando. Otros prosiguen, mirada baja, paso apretado. La policía monta un pequeño retén y baja de los tráileres y camiones a las decenas de personas que se aferran a cualquier saliente para seguir adelante. Dos o tres kilómetros después, cuando los agentes ya no estén, los vehículos volverán a cargarse. Es eso o seguir caminando bajo el sol.
“Este es el sufrimiento que tenemos. Ese hombre se ha dejado la vida. Mire a mi hijo. Lleva calentura, fiebre. Está enfermo. Les pedimos que nos ayuden con transporte”. Javier Alejandro Higuera, de 30 años, extremadamente delgado, lleva un niño en brazos. Avanza hacia la gasolinera ubicada justo unos metros después del lugar donde el migrante desconocido fue atropellado. Dice que no tiene dinero, pero que al menos estará unos minutos en su interior para que el patojo aproveche el aire acondicionado.
Media hora después del siniestro, el cadáver ya ha sido levantado. Los migrantes avanzan, pasan junto al lugar, sin saber qué ocurrió. Si uno se fija, observa una mancha de sangre en la carretera.
La diferencia entre caminar o pagar un coyote
Salir de la clandestinidad, eso era lo que había que hacer.
Según los datos del refugio para migrantes de Suchiate, citados por la agencia Efe, 7,125 personas han cruzado la frontera. De San Pedro Sula salieron 160 personas. La necesidad existía. Solo era necesaria una chispa.
Lunes. 10 de la mañana. Primera conferencia de prensa.
Habla uno de los voluntarios. Hombretón de bigote. Se quiebra. Pero le da tiempo a relatar la historia del parque Hidalgo, la obligación de “violentar nuestros cuerpos por un techo o un plato de comida”, los abusos sexuales que se producen en Tapachula a mujeres migrantes obligadas a prostituirse, y denunciar la responsabilidad de “criminales, policía municipal y autoridades migratorias”. No llegará a terminar su discurso. Se retira entre sollozos. Hay mucho sufrimiento en esta caravana.
Habla Elena Lourdes Urbina. Su hijo, Víctor Wilfredo Rodríguez Urbina, y su nieto, José Rodríguez Hernández, se encuentran separados en una estación migratoria. Dice que les engañaron, que les prometieron una visa y han terminado encerrados. Es lo que dicta la ley migratoria. Quienes están en la plaza y avanzan por la carretera están rompiéndola.
Habla Denis Omar Contreras, de 32 años. Chaleco verde, rostro visible de este éxodo. Participó en iniciativas similares hace unos meses. Otros integrantes del grupo, en voz baja, le señalarán como coyote. Vive en Tijuana y dice haber sido deportado siete veces. Estaba en la frontera con Guatemala, megáfono en mano, arengando a la masa exhausta frente a la frontera. También en Ciudad Hidalgo. Y en Tapachula. Una localidad que conoce bien. Aquí está la Estación Migratoria Siglo XXI, la más grande de América Latina. O, hablando con propiedad, aquí está la cárcel para migrantes más grande de América Latina.
Habla Irineo Mujica, director de Pueblos Sin Fronteras, arrestado en Ciudad Hidalgo el viernes y con prohibición expresa de abandonar el Estado de Chiapas. “¿Quieren saber quién está detrás de la caravana? ¡El hambre y la muerte!”, proclama.
“¡Alerta, alerta, alerta que camina, la lucha del migrante por América Latina!”, claman. Se sienten expulsados de sus países. Hambre y violencia, hambre y violencia. Seguimos escuchando historias terribles. “En nuestros países si nos rebelamos, nos matan”, dice Contreras. Para él, esto también es un levantamiento. Están desafiando las leyes migratorias de México. Esa es la diferencia, la visibilidad. Al margen de la caravana, cada día entran en México cientos de migrantes centroamericanos. Migrantes, refugiados, víctimas de la violencia, pobreza o ambas. Antes se ocultaban. Ahora duermen en la plaza, dan ruedas de prensa, hablan con la avalancha de medios internacionales. Son, existen, los vemos. Ahí radica su fuerza.
De lanzarse al “sueño americano” sabe Nerly César Padilla, de 20 años, de Trujillo, departamento de Colón, considerada la ciudad más antigua de Honduras. Camina en chancletas (“los zapatos pesan mucho, esto es más desahogado”). Son las 12 del mediodía. Hace un calor abrasador, apenas se ven nubes, por la carretera ni una sombra. Él ya intentó cruzar al norte hace cinco años, cuando tenía 15. “No llegué a Estados Unidos. Me agarró la migra en Sinaloa”, dice. Los niños de la crisis de 2014 son ahora jóvenes en edad de trabajar. Y en Honduras no tienen trabajo. Así que vuelven a realizar el mismo camino, esta vez, en caravana.
¿Cómo se siente formar parte de un movimiento que hace historia? “Por una parte, decepción, porque tener que salir de su país no es muy bueno, pero ni modo, tenemos que hacerlo porque allá no podemos vivir. Echarle ganas, unirnos entre todos, darnos fuerzas, ayudarnos”. Sí, la larga marcha puede ser todo lo épica que uno quiera, pero, al final, dejar atrás tu casa no es algo que le agrade a nadie.
Regresamos a su estancia en México. Recuerda que tuvo miedo. Que la zona “estaba caliente” en ese momento. Por aquel entonces, Joaquín “Chapo” Guzmán todavía estaba en libertad, dirigiendo el mayor cartel del territorio mexicano. México es una sangría desde que, en 2006, el presidente Felipe Calderón declarase su tristemente célebre “guerra contra el narcotráfico”. Desde entonces, hay al menos 200,000 muertos y más de 35,000 desaparecidos.
“Vine puro tren. Me golpearon, ¿Sabe? Y me agarraron. Aún pude trabajar un mes”, dice. Trabajo infantil de un niño centroamericano de 15 años a cientos de kilómetros de su casa.
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La conversación se interrumpe.
“¡Se desmayó alguien, se desmayó alguien!”
Una mujer se encuentra desvanecida en una orilla de la carretera. La cargan entre varios. “¡Denle aire, denle aire!” El primer desmayo del lunes había tenido lugar un minuto después de que la caravana saliese del parque de Tapachula. Caminar 33 kilómetros en las horas en las que más pega el sol quizás no era tan buena idea.
Caminar con tu hijo de 3 años en un carruaje
Marvin Hernández, de 39 años, también sabe lo que es emigrar. Él sí tuvo éxito, relata, allá por 2005. Llegó hasta San Antonio, en Texas. Dos meses aguantó. Fue detenido y pasó 31 días en un centro de detención. De ahí, deportado. Ahora camina por el arcén empujando el carrito en el que se sienta su hijo Ezequiel, que pronto cumplirá tres años. Con una toalla ha improvisado un toldo para evitar que el pequeño se queme. Se le escucha llorar. Hace muchísimo calor y el pequeño se resiente. Normalmente, los padres que empujan carruajes con sus niños se encuentran en los parques, y no a más de 30 grados, avanzando por la carretera, con la certeza de que la próxima parada implica dormir en el suelo.
Hernández, de la colonia Amarateca, de Tegucigalpa, tiene otros tres hijos: María Elena, de 19; Christian, de 16 y Kevin, de 9.
Se queja de que la primera, que estaba en segundo curso universitario, ha tenido que dejarlo porque no alcanzaba. “La economía y la delincuencia es lo que nos hace emigrar. No se puede vivir en Honduras por el motivo de que uno no puede tener nada. Maras y pandillas lo destruyen todo. El Gobierno no hace nada”. En su caso, afirma que las pandillas le dan miedo porque “no se puede opinar ni ordenar a sus hijos”. En plena edad adolescente, son carne de cañón para el reclutamiento del Barrio 18 o la Mara Salvatrucha (MS-13).
“Pedimos un camino solo para recorrer. No somos criminales, seguro que cuelan dos que tres, pero somos personas que queremos tener derecho de sobrevivir”, dice. Cree que, si no consigue una oportunidad, “esto que estamos haciendo, exponer a nuestros hijos, no tendría sentido”.
El hombre, con perlas de sudor bajo la nariz, dice que existe una gran diferencia entre cómo se ha migrado hasta ahora y la caravana, que lo ha cambiado todo. “Aquí me siento seguro. Con coyote nos exponemos. La cantidad de dinero que ellos piden no está a nuestro alcance”, afirma. A su paso, un colectivo mexicano ha instalado una especie de mercadillo de ropa para que los migrantes agarren lo que necesitan.
Al mismo tiempo que Hernández empuja el carruale del pequeño Ezequiel, el presidente estadounidense, Donald Trump, habla de criminales y gente llegada de Medio Oriente. Habla de “terroristas”, la palabra mágica. Y uno, caminando junto a un padre abrasado que carga con su hijo y que se ha dejado a otros tres en Tegucigalpa, piensa que salir de la clandestinidad es lo mejor que les podía haber pasado. No, no hay ningún solo árabe en esta caravana. Ellos ya tienen su propio éxodo desde 2011, cuando comenzó la guerra en Siria. No necesitan llegar hasta aquí. Y también caminaron, por cientos de miles, a través de Europa, en verano de 2015. ¿Recuerdan al pequeño Aylan, el niño de dos años ahogado en el mediterráneo? No, no hay árabes en esta caravana, pero aquí también se huye. No de las bombas, sino de la extorsión (“impuesto de guerra”, en Honduras), el sicariato y el hambre, que también es violencia.
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Hernández, con su gorra y su paso tranquilo y una forma de expresarse tremendamente clara, hace una reflexión universal.
“La idea de todo migrante es llegar. Sea como sea. Nos detienen y volvemos. Nos detienen y volvemos”.
En esta ocasión lo hacen a la vista de todos.
Actualización: Las autoridades mexicanas identificaron a la persona fallecida, se trata de Melvin José López Escobar, de 22 años y originario de San Pedro Sula. Read lessAlejandro García
Osiris tiene una familia en Houston, su esposa y tres hijos pequeños. Vivió más de 20 años en Te...
Osiris tiene una familia en Houston, su esposa y tres hijos pequeños. Vivió más de 20 años en Texas, indocumentado. Llegó cuando apenas tenía 11. Hace dos años, en el 2016, la policía lo detuvo manejando.
“Como no soy americano, no tenía licencia o aseguranzas, insurance, para el carro”, dice, sentado sobre el puente que une a Guatemala con México. Después, lo deportaron y no tuvo más remedio que regresar a su natal Colón. Su rostro es severo, su mirada firme, su carne curtida por tres días bajo el sol de Guatemala.
Durante los últimos años Osiris trabajo en lo que podía. El año pasado su esposa Susana, ciudadana estadounidense, viajó hasta Honduras para casarse con él. Fue una ceremonia pequeña. Y entonces empezó su proceso de naturalización. La primera victoria: el gobierno de Estados Unidos reconoció el matrimonio de los dos. Luego, vendría una entrevista con la embajada. Estaba, admite, very excited. Pero días antes un primo lo atacó usando un machete. Apenas sobrevivió. Y, para evitar que lo matara, decidió huir junto a la caravana, el pasado sábado 13 de octubre, diez días antes de su cita.
“Han cambiado las fronteras desde la primera vez que me fui, en el 99”, cuenta. “Pero ahora que salimos de Guatemala, me siento más cerca de mi esposa”.
Osiris nació en 1987, en Colón. Es el mayor de dos, su hermana Valeria nació 3 años después. Sus padres, campesinos, trabajaban en un campo bananero. Eran cargadores, llevaban la penca en la espalda a la empacadora. Luego a finales del 1998 pegó el Mitch. El huracán causó, en Honduras, más de 7 mil muertes y hasta US$4 billones en daños. Los hondureños calificaban entonces a obtener el Temporary protected status (TPS) un estatus migratoria que Estados Unidos otorga a personas de países afectados por conflicto armado o desastres naturales. Se estima que hasta 60,000 hondureños y hondureñas recibieron el TPS. Entre ellos los padres de Osiris, que llegaron a Estados Unidos acogidos a esta protección. Pero, por un descuido, Osiris nunca recibió este estatus.
—Te queremos, mijo—, le dijo su madre, la madrugada que se despidieron.
—Cuida mucho a tu hermana—, le dijo su padre.
Mientras sus padres estaban en Houston, él y su hermana vivieron con una tía, hermana de su mamá. En esa época, la hermana de Osiris tenía 8, “y yo la cuidaba siempre”, cuenta. Sus padres les enviaban dinero para la comida, para sus útiles escolares. Cuando Osiris cumplió 11 años recibió una nueva bicicleta, “una Bacini morada, de montaña”, recuerda riendo. Pero poco pudo Osiris jugar con su Bacini, pues al poco tiempo sus padres tenían el dinero para pagarle el coyote a él y a su hermana. “Le regalé mi bici a mi primo Sebastián, que era como mi mejor amigo”, agrega.
En ese primer viaje, Osiris y su hermana cruzaron el Suchiate en balsa, viajaron en bus y tren a través de México, acompañados por su coyote quien, también, les consiguió dos parejas de padres falsos, uno para cada uno, que los ayudarían a cruzar la frontera de Matamoros-Brownsville. Del otro lado, Osiris y su hermana abordaron un bus, un Greyhound, de camino a Houston. Unas seis horas después se reunieron con sus padres.
“Me montaron en un convertible rojo, que era de un amigo de mis papás, y nos llevaron a comer a un bufete de comida china”, cuenta. De inmediato empezaron a estudiar en la Janowski Elementary School. “Fue por ratos difícil”, cuenta Osiris. “Como casi no hablábamos inglés, los niños nos miraban raro, nos tiraban miradas feas, nos hacían quedar mal con la maestra”. A pesar que en Janowski habían otros latinos, Osiris admite haber pasado un mal rato. “Miss Rodríguez, mi maestra, nos ayudó mucho”, sonríe.
Luego pasaron el Burbank Middle School donde, equipado con un buen inglés, Osiris señala que era un buen estudiante, “Straight A’s”, añade, “puros 90s y 100s”. Sobresalía en clases como matemática, español, ciencia y arte.
Durante esos años sus padres gozaron de los beneficios de tener una TPS: acceso al sistema de salud público y a permisos de trabajo; el padre de Osiris trabajaba lavando casas de ladrillo, mientras su madre laboraba en una bodega de ropa. Sin embargo, dado que ellos nunca llevaron a Osiris a las cortes, a iniciar su proceso, a admitir que había entrado de forma ilegal al país —tenían miedo de las represalias, señala el joven— él no recibió el mismo trato.
A finales de los noventa, mientras Osiris resaltaba en Burbank, la relación de sus padres empezó a tener fricciones. “Mi papá tomaba mucho y era muy violento; llegaba a casa y golpeaba a mi mamá”, dice, empuñando las manos. “A veces yo defendía a mi mamá, pero era aún muy pequeño. Llegó el momento en que ya no quería meterme con la vida de ellos”. Empezó entonces a faltar a clases.
A los 17 la policía lo aprehendió por no ir a clase. Repitió la falta varias veces. Lo empezaron a llevar a los centros de detención juvenil. Fue puesto en libertad condicional. Violó su probation. Y así, “in and out of jail”, saliendo y entrando de la cárcel, dice, resignado.
En el 2010, con 25 años, Osiris conoció a su esposa, Susana, en una fiesta. “Ella me estaba viendo desde que entré”, cuenta
—Vamos a agarrar balsa, compañeros— pasó corriendo otro migrante frente a Osiris, meneando las manos, como para acarrear a la gente. —Esos desgraciados en México no nos van a dejar pasar. ¡Vénganse! ¡Vámonos! — Le siguieron otras cinco personas, todas con sus pertenencias.
“Me fui a sentar con ella y le dije, ‘hola, me llamo Osiris; noto que solo te me quedas viendo. Qué bonita estás. ¿Me das tu número?’” y le sonrío, cuenta, arrogante y copiando quizás la misma sonrisa que ofreció a Susana. Osiris ríe ante la atención de otros migrantes que se fueron sentando a un lado a escuchar su relato, acaso olvidando incluso el tremendo sol de San Marcos.
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Tres meses después se fueron a vivir juntos. Para ese entonces Osiris trabajaba en remodeling and junk removal, “remodelaciones y botando chatarra”, agrega, “ese primer año juntos la embaracé del primero”, y sonríe orgulloso. Luego llegaron los otros dos. “Llevábamos ocho años de vivir juntos cuando me deportaron”. Su rostro severo, como sacudido por un viento tremendo, pierde firmeza y, de repente dúctil, tiene los rasgos inconfundibles de la tristeza, puchero y todo.
En el 2016, a Osiris la policía de Houston le hizo señas de detener su auto, pero él, asustado y sin papeles, se dio a la fuga. La sentencia: evadir el arresto en un vehículo. El castigo: la deportación.
Una boda en Colón, un machetazo inesperado, una terminal en San Pedro Sula
En Honduras Osiris siguió los pasos de sus padres, empezó a trabajar en fincas, como jornalero y a veces como ayudante de albañil. Así pasó un año, apenas sobreviviendo. Según un estudio realizado por el Servicio de Administración de Rentas (SAR) en Honduras, alguien trabajando en la rama de Osiris, en el 2018, debería ganar hasta 7,172 Lempiras —1,194 Lempiras menos del costo de la canasta básica hondureña— sin embargo, resalta que tenía suerte si llegaba a los 6,000. Mientras, Osiris vivía en una de las casas que sus padres compraron con el dinero obtenido en Estados Unidos.
A mediados del año pasado, Susana viajó hasta Honduras con sus tres hijos y contrajo matrimonio con Osiris. Fue una boda sencilla, admite. “Pero le compré su traje, zapatillas blancas, joyas de fantasía y pos fuimos a la municipalidad con testigos, mis hijos, nos sacamos fotos y fuimos a comer comida china”, cuenta, sonriente de nuevo. Susana se quedó en Colón por un mes y regresó.
“Tengo que regresar, man, tengo que estar con ella”, sentencia, bravo, Osiris y viendo la puerta de la aduana de México que se abría por ratos, dejando pasar apenas 300 personas al día.
Cuando Susana regresó a Houston, Texas, ella inició la papelería de naturalización de su esposo. Pronto Estados Unidos reconoció el matrimonio entre Osiris y Susana. Al poco tiempo recibió una carta de la embajada estadounidense en Honduras confirmando una primera entrevista.
“Pero no pude ir”, dice Osiris.
Un día, después de trabajar, Osiris estaba en su cuarto escuchando música cuando sintió, como el lo llama, un filazo en la nuca. Volteó a ver y era su primo Sebastián, el mismo primo al que le dejó su Bicini morada, empuñando un machete afilado, en sus ojos Sebas tenía un odio violento, brutal, primitivo. Sebastián macheteó una vez más, alcanzando a Osiris en el hombro derecho. Osiris lo empujó, lo abrazó, empezaron a forcejear, cubiertos de sangre. Sebastián movía su mano, queriendo darle otra tajada a su primo. Después de unos minutos rodando en el suelo, Osiris logró desarmar a su primo. Pasó al hospital. Los médicos cosieron las heridas. Temiendo por su vida, Osiris empacó sus cosas y agarró para la terminal de San Pedro, para unirse a la caravana.
“Ni yo sé por qué lo hizo este vato”, cuenta Osiris, enseñando la carne abultada y apenas cicatrizada de su hombro. “Nunca habíamos tenido un problema o una pelea…”
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“¿Alguna vez discutieron o…?”. “Nada, para nada. Éramos buenos amigos”. “Pero tiene haber una razón, por más mínima…”. “Te digo que no lo sé, man,” respondió, visiblemente molesto, “I don’t know, truly. Ya solo quiero ver a mis hijos”.
El viernes a medio día Osiris dejó la aduana guatemalteca e ingresó al bardo, el limbo entre Guatemala y México, sobre el Suchiate. Permaneció ahí 36 horas, antes de tomar balsa hacia el otro lado. Antes de salir admitió estar nervioso de esa pasada, “siempre es la más larga, la más dura”, dijo, “y luego no sabemos si Estados Unidos nos va a abrir”. Luego añadió que no está del todo en contra de quedarse en México. “Los padres de Susana son de Morelos, hemos hablado de encontrarnos allá; ya veremos”.
Osiris es apenas uno de los cientos de deportados dentro de la caravana, cientos que esperan regresar a su viejo vecindario, a su vida anterior, a hablar inglés, a ganar en dólares y mantener su familia con un solo salario. De los que recienten la escasez de Honduras y, a pesar de las políticas severas que los perjudicaron, aprecian a los Estados Unidos de América. Mientras, hace falta atravesar el último país de Mesoamérica y así regresar al rostro de Abya Yala.
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Read lessLa #CaravanaMigrante transita por Huixtla. Fueron varios centenares de personas los que lograron cruzar. pic.twitter.com/5QISeh3J0Y
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 22 de octubre de 2018
Alejandro García
¿Van todos a Filadelfia?, pensé, cuando vi por primera vez, entre la multitud de migrantes de la ...
¿Van todos a Filadelfia?, pensé, cuando vi por primera vez, entre la multitud de migrantes de la caravana hondureña, a un grupo de personas con gorras rojas del equipo de béisbol Phillies, de Filadelfia. Pero no era por eso. Tampoco es que sean fan de los Phillies. ¿Serán miembros de una misma familia?, intuí. No estaba del todo equivocado.
Los vi por primera vez el 19 de octubre, cruzando la aduana de Guatemala, rumbo a México. Un día después me los volví a topar, sobre el puente que cruza el Suchiate.
—Eh, ¿una foto, compa?— dijo alguien detrás de mí. Era uno de los gorras rojas. A pesar de lo nublado, el sol castigaba perverso.
Le sonreí y le pedí que posara, y lo hizo, al lado de otros Phillies. Todos jóvenes, incluyendo una madre con su nena. Un par hicieron a un lado su almuerzo: tortillas con carne. Les saqué la foto.
—¿Les puedo hacer una pregunta? — dije —¿Por qué las gorras?
Se voltearon a ver y empezaron a reír.
Cynthia Baquedano (24) y su primo, Stanley Joel Vásquez (23) salieron de Trujillo, en la costa norte de Honduras, de camino a la terminal de San Pedro Sula el viernes 12 de octubre, para unirse a la caravana migrante. Salían de su ciudad natal pues, a pesar de tener un título de maestro de educación primaria, ninguno había podido ejercer porque no hay plazas disponibles.
Por ejemplo, Cynthia se graduó en el 2014 y solo ha trabajado cubriendo a las maestras titulares. Stanley ha sido forzardo a trabajar en construcción, ganando 200 lempiras al día.
“Pero yo tengo una nena”, dice, “y el bote de leche cuesta 350”.
Ni siquiera el salario promedio de un maestro de educación primaria en Honduras, 6 mil lempiras, les habría alcanzado para cubrir el costo de una canasta básica, que ronda los 8 mil lempiras.
“Por eso salimos”, cuenta, sentada sobre las abandonas vías del tren que descansan oxidadas en el puente sobre el río Suchiate, el pasado 20 de octubre.
Salieron entonces el 12. Pero su aventura casi termina antes de empezar. Cuando Cynthia y Stanley iban por Ceiba, un operativo militar detuvo el bus donde viajaban. Varios muchachos subieron, encapuchados y con armas, y apuntándole a la gente. Los primos, sumidos en el temor, bajaron el rostro, temblaban. “Pero estaban buscando a otras personas”, dice Stanley, “y se bajaron”.
Al tiempo los dos llegaron a San Pedro. El sábado 13 la caravana salió de San Pedro Sula y durante el camino conocieron a otros migrantes. “Todos con cara de perdidos”, ríe Cynthia. “La peculiaridad de nosotros es que todos estamos haciendo este viaje por primera vez, entonces fácil veíamos al resto y se notaba que no sabíamos bien qué hacer y así nos fuimos juntando”.
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El lunes 15 entraron a Guatemala, pero en vez de pasar la noche en el Colegio San Benito, en Esquipulas, muchos siguieron su paso hasta Zacapa. Cynthia, Stanley y seis más llegaron al albergue Corazones Felices, en Teculután atendido por varios extranjeros.
“Los gringos nos atendieron bien”, cuenta Oscar Cruz Pineda de 20 años, de San Pedro. “Y ahí nos dieron estas gorras”, dice Engel Solórzano de 18, que en Honduras tenía que trabajar como jornalero. “¿Había alguien de Filadelfia?” pregunto. “No,” responde Stanley, “Doña Karen era de Chicago”.
“Fue más bien un regalo para distinguirnos entre nosotros”, añade Elmer Josue Rivera, originario de Santa Bárbara. “Fue idea de ellos. Nos vieron que nos llevábamos muy bien y nos las regalaron”.
En el anverso de la gorra escribieron los nombres de todos: Cynthia, Stanley, David, Josué, Alex, Denis, Oscar, Cristián, Elmer, Lourdes, Ariani Beatriz y la fecha que se conocieron: 15-10-18.
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Decidieron, entonces, seguir juntos, descansar en los mismos albergues, comer en grupo, contar sus sueños y aspiraciones. Como Cynthia que, resignada, dice que una vez en Estados Unidos espera trabajar de lo que sea para enviar dinero a su familia; aunque admite que le gustaría finalmente dar clases y seguir estudiando. Elmer Josué también, “yo le hago a todo”, dice “dinero es dinero, usted sabe, ¿va?” O Stanley que su prioridad es juntar dinero para su hija, Breily Valdés, quien cumple dos años en noviembre. “Primero es darle a ella lo que yo nunca pude tener en Honduras”, afirma, “luego pues si puedo seguir con mi profesión, sería mi sueño. Quiero dar clases, me apasiona dar clases”. Edgar David Mendoza de 18, de Choloma, también tiene también una hija de dos años a la que le quiere dar una mejor vida. “Quiero comprarle sus vestidos, darle educación y que nunca le falte nada”, cuenta, sonriendo, “le quisiera sacar sus papeles y que se quede también en los Estados. Primero es ella. Después yo.”
Edgar David cuenta que haberse separado de ella le ha afectado mucho, dice que ha llorado muchas noches por no poder cargarla y abrazarla. “Pero para esto están mis amigos; ellos me han ayudado mucho”, dice.
Los Phillies de Honduras tienen también en su alineación a una pareja y su hija, Daniel Antonio Aguilar y Lourdes Pérez, ayudante de albañil y ama de casa, respectivamente; ambos de 22 años, ambos de Cofradía, Cortés y padres Ariani Beatriz, de 5 meses.
“Todos somos muy unidos”, señala Lourdes, meciendo a su hija. “Además me ayudan con mi hija; la cargan, le hacen cariño, juegan con ella, le dan agua y su comidita”.
Y así el cariño siguió creciendo, tanto que han llorado cuando les ha tocado separarse, entre ciudades y jalones. Cynthia cuenta que cuando salieron de la ciudad de Guatemala, de camino a Tecún Umán, en uno de los jalones, como de costumbre, el grupo pidió que abordaran primero mujeres y niños. Al vehículo subieron solamente Lourdes, su hija y Cynthia.
“Me puse a llorar enfrente de la gente”, dice, “no me quería separar, tenía mucho miedo, ya estaba oscuro y estaba lloviendo; me puse muy desesperada. Quería estar con todos. No los quería dejar”. Pero luego, horas después, cerca de la medianoche del jueves 18 se reencontraron en el parque central de Tecún Umán. “Y nos encontramos por las gorras”, ríe Cynthia. “Imagínese, tanta gente y rápido nos vimos”.
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“Fue una gran alegría”, puntualiza Elmer. “Ahora nos identificamos como familia, todos veníamos de diferentes lugares y nos juntamos sin conocernos; fue por obra de Dios,” continúa Cynthia. “Fue por obra de Dios”, repite, seria, convencida, conmovida. “Sí,” continúa Oscar. “Aquí ya todos somos hermanos”. “Donde come uno”, inicia Cynthia. “¡Comen todos!” responde el grupo, en coro y empiezan a aplaudir. Elmer casi bota su tortilla.“Si nos dan una galleta, la repartimos entre todos”, dice Cynthia.
Todos piensan ya en Estados Unidos. Algunos tienen familia en Texas y ese podría ser el destino final de los Phillies de Honduras, de todos ellos y ellas. “La idea es llegar juntos, seguir juntos”, sonríe Cynthia y se seca el sudor. “Primero nos tienen que dar el paso”, señala Elmer, a medias con su segunda tortilla con carne.
“Y así va a ser”. Cynthia empuja juguetona a Elmer. “Somos una familia ya,” continúa serio Oscar; en su voz sincera esconde también una firme seriedad. “Ya hemos dicho que queremos hacer todo el trayecto juntos y, pues si se puede, ya estando allá, vivir cerca. O todos juntos en un edificio sería lindo”. “Cuando entremos”, advierte Elmer, “vamos a fundar nuestra comunidad catracha en Texas”.
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Alberto Pradilla
“Se suponía que nos iban a dar el paso. Pero ahora resulta que están diciendo que tenemos que mon...
“Se suponía que nos iban a dar el paso. Pero ahora resulta que están diciendo que tenemos que montarnos en un bus en el que nos van a dar un pase para solicitar un permiso. Los requisitos son llevar cédula y pasaporte. A mí me asaltaron dos semanas antes de venirme. No ando más que una partida de nacimiento, ni cédula ni pasaporte”. Josef Martínez tiene 23 años. Procede de la colonia La Primavera, de San Pedro Sula, esa ciudad hondureña que durante años tuvo el triste récord de ser la que concentraba el mayor número de asesinatos del mundo. Está aquí harto de que su trabajo como mecánico automotriz no le alcance, viene solo, en casa de su madre quedaron su esposa y su hijo, de tres años. A ella le dijo que salía a Tegucigalpa mientras que estaba enfilando el camino hacia Estados Unidos. Dice que, si llega a confesar, hoy no estaría aquí.
¿Cuántas de estas personas se han puesto en marcha sin decir de verdad a sus seres queridos hacia dónde se dirigen exactamente?
Son las 12 del mediodía y el joven camina entre los matorrales que conducen a la orilla del río Suchiate. No es el único. Una pequeña riada intermitente llega desde el casco urbano de Tecún Umán. Pequeños grupos con la mochila al hombro caminan como dejándose llevar, desgastados, sin el entusiasmo de jornadas previas. Frente a ellos, México sin policía, que es mucho más de lo que ofrece el puente. A su izquierda, a lo lejos, esa infraestructura de menos de un kilómetro convertida en campo de refugiados. Desde aquí todavía se distingue ese microcosmos de chumpas, gente deambulando y ropa colgada en las verjas.
Los migrantes llegan al río porque es la única alternativa y las incertidumbres de este viaje suelen disiparse con una reflexión y una pregunta: “ya que he llegado hasta aquí, ¿qué puedo hacer para avanzar?”
La frontera está cerrada. La pequeña puerta lateral solo se abre a cuentagotas. En un día, 300 personas, que cumplen con los requisitos planteados por el Instituto Nacional de Migración (INAM) mexicano. Registrarse y subir a un autobús de destino incierto. El mismo autobús que Martínez quiere evitar, consciente de que no reúne las condiciones para que le permitan, siquiera, permanecer los 45 días mínimos que la ley prevé para los solicitantes de asilo o visa humanitaria.
¿Cuántas personas viajan indocumentadas?
Entre los pobres más pobres hasta condiciones que podrían parecer básicas se convierten en muros infranqueables.
“Están diciendo que las personas que no cuenten con eso (pasaporte o cédula) van de regreso. Me sacrifiqué desde allá hasta aquí y no me quiero montar en un autobús que me lleve a Honduras”, dice, mientras avanza hacia las balsas. La orilla es una extensión del campo de refugiados. Varias mujeres se bañan mientras algunas familias esperan a estas barquitas precarias, construidas con neumáticos y madera, que pasan de una vereda a otra de forma incansable. Son Q10 o 25 pesos. Precio exiguo por mantener la esperanza. El martes, parece que haya pasado un siglo, cientos de personas colapsaban la orilla. En realidad, este es un trayecto que decenas de miles de migrantes ya realizaron antes que la caravana. El primer día en Tecún Umán, la mayoría aguardó la llegada del resto, convencidos de que el grupo les amparaba, de que no había barrera que no pudiese sortearse, que caminar en bloque marcaba la diferencia. Tardaron 24 horas en desengañarse. Así que el río volvió a convertirse en la opción principal de un buen número de caminantes.
“Tengo dos días de estar aquí por pura mentira. Siempre dicen que van a abrir y luego no ocurre”, dice Byron Antonio Bueso, de 19 años, originario de Santa Bárbara. Él también espera la balsa. Junto a Martínez y otros tipos a los que no conoce de nada, sube a la embarcación. Un minuto antes no las tenía todas consigo. El éxodo es lugar para la rumorología y, antes de lanzarse al agua, un hombre entrado en años aseguraba que la policía migratoria se encontraba en la otra orilla, dispuesta a arrestar a quien pusiese un pie en México. “Mirá, ahí se les ve”, señala. Todos asienten, convencidos. Las balsas van y vienen. Y no se ve gente corriendo. Pero el hombre señala temeroso y seguro de lo que dice, así que todos afirman creerle mientras buscan con la mirada quién será su patrón para este trayecto de tres minutos.
El desembarco de los pobres
Desde México, la llegada de los balseros parece el desembarco de la Normandía de los pobres. Llegan familias enteras, bolsas de plástico cubriendo sus pertenencias. Llegan grupos de jóvenes en barcas (mucho decir para este particular medio de transporte) hacinadas. Parece que en cualquier momento alguien dará un mal paso y enfrentaremos un naufragio. Terrible perspectiva, porque muchos no saben nadar. Entre los que sí, algunos deciden ahorrarse el trayecto y se lanzan al Suchiate a pulmón, enfrentándose a brazadas a la corriente. Ahí está Darwin José Juárez Calles, de 19 años, de Santa Bárbara, agricultor que toca tierra junto a otros tres amigos. “No está muy hondo. Está pochito”, dice. La razón de no pagar los Q10 es obvia. “No hay feria, todos andamos sin varas y mejor nos ajusta para comprar comida”, dice.
Las balsas llegan por oleadas.
Desde las seis de la mañana hay desembarco constante.
La otra orilla es el lugar de la catarsis, aunque el trayecto también tiene momentos trágicos.
Una joven se queda varada en mitad del río. No sabe nadar y ha logrado llegar hasta ahí caminando por el terreno que no cubre, con el agua hasta las axilas. La corriente llega fuerte en este río marrón convertido en frontera. Por eso, desde lo lejos, se ve que suficiente tiene la mujer con mantenerse en pie. No sabe por dónde avanzar y se ha quedado paralizada. Otro hombre llega hasta ella, para ayudarle. En la orilla, a gritos, varias personas le advierten: “¡No te tires derecho que ahí cubre!”. Llegará, sana y salva. El río aprieta, pero, al menos en este caso, no ahoga.
Pasado el mediodía cada vez son más los migrantes que llegan a México utilizando las balsas. Se corrió la voz y, si la víspera eran algunos aventurados, hartos de la estancia en el puente, ahora son decenas, centenares, los que recurren al agua del Suchiate para saltarse las leyes migratorias.
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Aquí se establece una distinción que marcará el futuro de la caravana. Los que optan por la vía legal y quienes fían su suerte a una acción de desobediencia civil.
Los primeros siguen en el puente, cumpliendo la exigencia del Gobierno mexicano. Por delante, saben lo que les toca: autobús, registro oficial, internamiento en la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, y un proceso de 45 días ampliables a otros 45 a la espera del asilo político, que implica quedarse en México pero desistir de llegar a Estados Unidos, porque seguir hacia el norte les convertiría también en proscritos, ya que las leyes no permiten abandonar el estado en el que has pedido ser refugiado.
En 2017, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) recibió 14,596 solicitudes de asilo. Solo respondió favorablemente a 1,097, aunque la mitad están todavía por tramitar.
Los segundos se lanzan al agua, entrando ya en el terreno de la ilegalidad. A partir de ahora son considerados fuera de la ley. El Gobierno de Enrique Peña Nieto ha sido tajante: todo aquel que entre de forma irregular en México será detenido y expulsado.
En los últimos años, México ha deportado a más centroamericanos que Estados Unidos.
Una marcha que recupera el orgullo
Hasta el momento, frente a la verja cerrada y el cartel de “Bienvenidos a México”, se consideraba que quien se lanzaba al agua, de pura desesperación, estaba abandonando los principios de la caravana, que prometía cruzar la frontera caminando, aún sin tener un plan para hacerlo. Olvidábamos que el miércoles, pasadas las 11 de la mañana, antes de que el empuje de 5,000 personas abriese la barrera policial en Tecún Umán, uno de los tipos con megáfono, a quienes se les presupone liderazgo, había advertido frente a los agentes: “O nos permiten pasar o en media hora cruzaremos por el río”.
Aunque con un día de diferencia, están cumpliendo lo que anunciaron que harían.
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Todo cobra más sentido pocos minutos después del mediodía. Estamos en la orilla mexicana. Llegan algunas balsas y, desde Ciudad Hidalgo, aparecen varias personas con petos verdes. Entre ellos se encuentra David López, activista de Pueblos Sin Fronteras y uno de los coordinadores de la marcha. Carga en su mano un megáfono. Reúne a los recién llegados en la primera cuadra asfaltada. Les dice que en el parque hay gente esperándoles y comienza una marcha hacia el primer municipio mexicano que pisan los migrantes. No llegamos a la tierra prometida, pero se ha superado el peor obstáculo encontrado hasta el momento.
“Los migrantes no somos criminales, somos trabajadores internacionales”, gritan.“¿Por qué nos matan, por qué nos asesinan, si somos la esperanza de América Latina?”
Durante algunos minutos desaparece el cansancio y la frustración. Estamos ante una caminata de seres humanos orgullosos, que acaban de superar una nueva dificultad. Toman la calle con paso firme, con gritos de “sí se puede”. Les pusieron una barrera, han logrado sortearla y ahora van a reencontrarse con quienes les antecedieron en el mismo camino.
La plaza de Ciudad Hidalgo es una fiesta. El suelo está sembrado de colchonetas, mantas y cartones, pero el ambiente es completamente distinto a la incertidumbre del puente. Aquí vuelve a haber esperanza. Se recupera ese espíritu de que, si continúan juntos, todo es posible. Algunos se instalan en los albergues. Otros, preparados para dormir al raso. Suena la música, se reparte comida, un grupo juega al fútbol. Vuelve a escucharse, a pleno pulmón, el himno de Honduras, ese país que expulsa a cientos de sus conciudadanos. Gracias Guatemala. Bienvenidos a México. Regresan las oraciones épicas, la narrativa que dice que esta es una caminata bendecida por Dios y que, como hizo con Moisés en Egipto según la Biblia, abrirá las fronteras a su paso. Tras una jornada funesta, todos necesitaban esta pequeña victoria, aunque ignoren cuáles son sus perspectivas para las próximas 24 horas.
“Nos tiramos al rio porque había mucha gente y no nos dejaban pasar. Donde nosotros vivimos no hay trabajo, hay muchas necesidades, buscamos una vida mejor”, dice Reina Lizet Fuentes Cruz, de 20 años, que viene con sus dos niñas, pequeñísimas. No le cabe la sonrisa en la cara. Se ha instalado en medio de la plaza y tiene a una de sus hijas en brazos. Lo que ayer era un deseo, cruzar a México, ahora es una realidad. Y esa es la única reflexión que fluye en estos momentos en la plaza de Ciudad Hidalgo.
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Último aviso antes de partir hacia Tapachula
En medio de la euforia colectiva también toca reflexionar. De la nada han aparecido decenas de chalecos verdes que se encargan de organizar la logística, acompañar a los migrantes en el desembarco, ayudarles en el acomodo y, en ocasiones, vigilar las buenas costumbres. Como una mujer de mediana edad que se acerca a un grupo de jóvenes advirtiéndoles, con sonrisa pero firmeza, que les apoyarán pero que “no fumen cosas raras”. “¿Ustedes me entienden, verdad ?”
Rodrigo Abeja, otro de los coordinadores de la marcha, con el tobillo herido tras los golpes de la policía, dice que hay un plan. Los migrantes se han organizado, han nombrado a diez responsables (cinco hombres y cinco mujeres) y Tapachula es el próximo destino. Se trata del mismo municipio al que son trasladados aquellos que transigen con las exigencias migratorias. Unos y otros llegarán en condiciones bien diferentes. “Estamos esperando a que se anime a salir la última persona para iniciar a subir hacia Tapachula para ver qué sigue, si nos van a ofrecer una mesa de diálogo con el secretario de Gobernación o Migración”, dice Abeja.
Minutos después lo encontraremos subido a una especie de escenario, con el indispensable megáfono, en medio de una asamblea. No es tan multitudinaria como la que abrió la marcha hacia la frontera de Tecún Umán, pero todavía es numerosa. Abeja propone dar una última oportunidad a quienes no se han sumado a la marcha desobediente. Si no llegan, ellos continuarán con el camino a las 7 de la mañana. “¡Vámonos, vámonos!”, grita la audiencia, envalentonada.
Esa última llamada se convierte en una marcha hacia el puente, donde cientos de personas, aunque muchísimas menos que las que había 24 horas después, se mantienen esperando a cruzar la frontera. Desde la orilla, solo iluminada por la pantalla de algunos celulares, se gritan invitaciones, se lanzan consignas, se transmite entusiasmo. Esto provoca una pequeña conmoción entre quienes aguardan. Algunos caen en una especie de epifanía y salen corriendo hacia la salida, convencidos de que, hasta el momento, estaban equivocados, y la única opción es sumarse a las barcas. Otros miran escépticos. Se forman debates en corro. En uno, un tipo fuerte, de barba y camiseta roja, alecciona a sus oyentes: “Están locos. No se dan cuenta de que eso es México. Ahí se secuestra. Están los narcos. Lo mejor es que nos quedemos aquí”.
Personas asustadas que huyen de una violencia brutal en sus países temerosas de cruzar por otro país cuya violencia aún les aterroriza más.
Llegados a este punto, no se puede hablar de una caravana. Al menos, existen dos estrategias, y muchísimo desconocimiento. En medio, mucha gente que no sabe a qué atenerse. Al cansancio acumulado, el hambre y la decepción se le suma ahora la incertidumbre. “¿Estaré haciendo bien?” es la gran interrogante que muchos se formulan. Los periodistas somos blanco perfecto para descargar todas las preguntas que les afligen. “¿Qué nos recomienda?” es un dardo terriblemente recurrente.
La fiesta de los balseros dio un respiro. Las puertas de México estaban cerradas, pero un grupo ha decidido cruzar por la ventana. Nadie podrá acusarles de no haber avisado.
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Read lessEn el municipio de Tuxtla Chico, la #CaravanaMigrante se extiende por varios kilómetros. pic.twitter.com/KW36hTUA3e
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Un grupo extenso de migrantes que logró pasar la feontera, avanza por Metapa. pic.twitter.com/DRq3DOevsG
Alejandro García
En la madrugada del 20 de octubre varios buses se estacionaron cerca del parque de Ciudad Hidalgo...
En la madrugada del 20 de octubre varios buses se estacionaron cerca del parque de Ciudad Hidalgo. Iban vacíos. Todo era silencio. Para la mañana, uno de esos buses ronroneaba, listo para salir. Ahora lleno de migrantes que ya habían tenido suficiente, que iban de vuelta a Honduras.
“Ya me cansé”, dijo Byron Espina, de 17 años, a través de una de las ventanas del bus. “Quiero aprovechar porque este puede ser el único chance que tenemos de devolvernos a Honduras gratis”, agregó. Byron salió de La Entrada, Copán, el viernes pasado hacia San Pedro Sula. En La Entrada, Byron trabajaba cortando café, un trabajo en el que, contó, “no se hacía nada, unos 200 lempiras a la semana”. Este año la canasta básica de Honduras se calculó en un valor de 8,300 lempiras, o unos 330 dólares. “Honduras es muy pobre y los gobernantes no hacen nada”, añadió Byron, quien espera regresar a trabajar en el cultivo del café, una vez llegue a Honduras.
—¿Viaja solo o con familia?
Pero ya no le dio tiempo a Byron para responder, a las 7:30 su bus aceleró y se perdió en las calles de Tecún Umán. Lleno de sueños frustrados.
Los agentes de la PNC de Tecún informaron que el Ministerio de Gobernación brindó 6 buses con capacidad de 40 personas y el Ejército de Guatemala dos más. De estos 8 vehículos, uno de es una panel Toyota Coaster que puede llevar hasta 20 migrantes. El viaje termina en la frontera Agua Caliente donde, según personal de la municipalidad de Tecún Umán, quienes están ayudando con la organización y registro, la gente será transportada en avión a su ciudad de origen. “A las personas no se les está cobrando nada”, aseguró Blanca Ruiz, oficial de la oficina del agua de la municipalidad de Tecún Umán.
A tiempo que el bus de Byron desaparecía, otro grupo de migrantes llegaba a preguntar por el procedimiento para volver a casa.
Noemí Ventura de 28 años y originaria de San Pedro Sula, para ese momento ya estaba segura de que México no iba a abrir sus puertas. “La gente hizo cosas que no debía”, dijo, en referencia a cómo el grupo rompió las puertas de la aduana guatemalteca. “Tienen razón de no abrirnos así”, continuó, resignada. Noemí salió de San Pedro Sula con su hijo Carlos, de 9 meses, porque no podía conseguir un buen trabajo. “Ni modo”, dijo, con la mirada sobre el bus frente a ella, una camioneta color verde olivo, “a regresar a las mismas, a ir a vender baleaditas” se resignó.
En el 2016 el Instituto Nacional de Estadística de Honduras, señaló que hasta un 60% de los hogares hondureños se encuentran en condiciones de pobreza y que sus ingresos son menores al costo de una canasta básica al mes.
En poco tiempo empezó a llenarse el bus verde olivo del ejército de Guatemala. El silencio dentro era fúnebre, la gente dentro, pues, estaban en un duelo. Un joven dentro se sostenía la cabeza y veía afuera; sus ojos grandes y llenos de lágrimas. El joven derrotado era Gustavo Chávez, de 24años. Regresaba a Tegucigalpa porque no había soportado el cansancio. “El desgaste fue demasiado”.
—Damas y caballeros, Dios anda con ustedes—, dijo la capellán de la PNC, a bordo del bus. —No se pongan tristes, pues todo va a salir bien. Confíen en Dios—.
“Estoy muy preocupado”, continuó Gustavo; sus ojos eran dos perlas temblorosas apunto de desbordar.
—Ahora ya estamos todos tranquilo—, siguió la capellán, caminando sobre el pasillo del bus. —Dios va a cuidar su regreso—.
“Atrás quedó mi hermano y su hijo”, confiesa. El sobrino de Gustavo tiene 4 años; los tres acamparon sobre el puente. “No los quería dejar, pero ya no aguanto. Estoy preocupado por ellos”.
—Pronto todos ustedes volverán a estar en su casita—.
“Si eso es lo que menos queríamos”, dijo alguien más, en la parte de atrás del bus, donde estaba de pie uno de los dos cadetes del ejército que, con rifle en mano, acompañarían a los retornados.
La resistencia
Sobre el puente que atraviesa el río Suchiate, las escenas se asemejan a la de los campamentos de refugiados. Tiendas de acampar improvisadas, ropa tirada y húmeda, platos de duroport con trozos de comida, moscas y pilas de basura, a pocos metros la una de la otra. La gente lleva ya dos noches allí, acampando. Muchos empiezan a perder la paciencia, pero hay quienes se niegan a ceder.
Para Fresbindo Carvajal, de Tegucigalpa, solo hay una ruta: norte. “Aquí la vamos a pasar, aunque sea a puros frijolitos y café, y aunque nos toque esperar semanas, aquí vamos a estar”, dijo, manoteando con autoridad, “es mejor sufrir un rato que pa’ toda la vida, y si regresamos a Honduras vamo’ a sufrir hasta que nos muramos”. Fresbindo camina usando un bastón, pues nació con un problema congénito en la pierna izquierda, tiene 24 años y cuenta que en Tegus trabajaba haciendo mandados pues no había otro tipo de trabajo. Sin embargo, no lograba cubrir sus necesidades básicas, por eso decidió emigrar y por eso se mantiene constante en el puente. “Yo sigo pa’rriba”, afirmó. “Para así pronto mandarle unas moneditas a mi mamá, a mi hermana y mis hermanos”.
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Y también hay familias enteras empeñadas en cruzar y que esperan pacientes sobre el puente, como la de Juan Amae de 34 años, e Ivette Alvarado de 22, ambos de Cofradía Cortés, que viajan con sus hijos: Jackeline de 7 años y Alex de 2 años.
“Nosotros teníamos una pulpería”, contó Juan, “mi esposa y yo la manejábamos. Pero solo en alquiler se nos iban 1,500 lempiras y apenas nos alcanzaba para pagar los servicios y la comida de nuestros hijos”.
Juan tiene un primo que vive en San Antonio, Texas, desde hace unos años y siempre le cuenta de la prosperidad que encontró en Estados Unidos, de cómo en tres años logró comprar su casa y sacar a su familia adelante.
—Si te venís, acá tenés trabajo—, le dijo alguna vez su primo, y Juan se lo tomó en serio.
“Pero yo no tenía para el coyote”, contó, mientras el pequeño Alex saltaba cerca de su hermana que aún no despertaba, y por eso decidió, junto con su esposa, unirse a la caravana, pues pensaban además que estarían más seguros en grupo. La idea de la pareja es ir a Estados Unidos, trabajar por unos tres años, ahorrar, regresar a Honduras y poner un negocio más rentable. “Y si eso significa pasar 15 días en ese puente, pues lo pasamos”, dijo Juan. Jackeline es quizás la más entusiasmada de la familia en llegar a los USA, como ella dice. “Cuando estamos cansados o nos empezamos a desanimar, ella nos sube el aliento”, cuenta Ivette.
“A menos que nos deporten, nosotros seguimos”, finalizó Juan antes de mencionar que cuando se enteraron de la caravana, decidieron rematar todo el producto de su tienda, “lo que sobró nos lo llevamos para comer en el camino”.
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Paola González, a quien entrevistamos en el albergue en la ciudad de Guatemala, el miércoles 17, en la frontera, titubeaba. No tenía claro qué hacer. “Estamos muy cansadas y creo que no vamos a poder pasar”, señaló, sosteniendo a su bebé Emil, “yo puedo seguir aquí otro rato, pero mi hijo y mi hija no deberían pasar un día más bajo el sol”. Se queda pensando, sin poder tomar una decisión.
Si bien durante la tarde el grupo sobre el puente era significativamente más pequeño de lo visto 24 horas antes, aún había miles de personas sobre el Suchiate, esperando el sí de las autoridades mexicanas.
En el parque, desesperanza
Esta es una doble derrota para quienes vuelven. Primero, la social que los hizo escapar y segundo, la moral que los hizo dejar de caminar. Entre los que vuelven está Jamie y Mary González Ramírez, hermanas que, junto a varias docenas de migrantes hondureños, la tarde del 20 de octubre, esperaban un bus de regreso a Honduras, a Ocotepeque, su tierra natal. Con Jamie va su hijo Saúl de 9 años y con Mary su hija Karla de 16. “Ya tuvimos suficiente, la sufrimos bastante”, contó Mary.
“Siento que nos están mintiendo”, añadió su hermana, Jamie, en referencia a las autoridades mexicanas. “Somos personas humildes, vinimos con el poco dinero que teníamos y ya no podemos esperar, por eso volvemos”. Las hermanas trabajan vendiendo ropa y con ello juntaban unos 1000 lempiras al mes, si bien les iba. “Y eso se iba solo en pagar la luz”, se quejó Mary. “Y todos los servicios van al alza”, añadió Karla, quien sueña con estudiar medicina, “pero en las universidades ya ni hay escritorios”.
Las González Ramírez eran apenas cinco de los cientos de personas aglomeradas en el salón de la municipalidad de Tecún Umán. La lista de Blanca Ruiz, a las dos de la tarde, revelaba que poco menos de 500 personas ya habían salido o esperaban ser llamados para salir de San Marcos y emprender su camino de vuelta a Honduras. Por otro lado, el presidente Jimmy Morales afirmó ayer en conferencia de prensa, junto al presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, que dos mil migrantes ya han vuelto a su país. Además anunció que se instaló un puesto de atención médica en Suchitepéquez.
A las cuatro de la tarde, cuando salió la Toyota, los 8 vehículos asignados para transportar a los retornantes estaban todos en ruta.
Adicional, ayer, el gobierno de Honduras y el Instituto Nacional de Migración, anunciaron que el cruce aduanero de Agua Caliente estará clausurado hasta nuevo aviso, para “salvaguardar la vida e integridad física de los ciudadanos nacionales y extranjeros que transitan” por ese punto fronterizo. Quienes se ocuparán de los retornados será el Comité Permanente de Contingencias (COPECO), el CONRED de Honduras.
A las 7 de la noche COPECO comunicó que había recibido ya a más de 800 personas, a las que brindaron alimentación, servicios médicos y psicológicos. Además entregaron frazadas, kits de higiene y kits para bebés.
Caída la noche la municipalidad seguía viva; la gente iba y venía. Así será durante las próximas horas, acaso días. De momento el puente que simbolizaba la esperanza, que refugió a las y los caminantes, se empieza a sacudir a la gente, a sacárselos de encima. ¿Abrirá sus fauces? ¿Los dejará salir de su garganta celosa hacia Hildago, donde muchos ya celebran? ¿O caerán por su columna vertebral, de vuelta al infierno de donde escaparon? La masa de tres mil hondureños y hondureñas perdió la cáscara, se desgaja.
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En Ciudad Hida...
Read lessEn Ciudad Hidalgo, México, un grupo de migrantes continúa abriéndose paso por las calles. pic.twitter.com/vOqvyJEFdb
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Algunos migran...
Read lessAlgunos migrantes se han separado de la #CaravanaMigrantes y cruzado por el río Suchiate. pic.twitter.com/SIlmGW4o5h
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Alberto Pradilla
“Estamos mal, queremos pasar, queremos trabajar. Que nos den un permiso, aunque sea aquí en Méxic...
“Estamos mal, queremos pasar, queremos trabajar. Que nos den un permiso, aunque sea aquí en México. Están matando a la gente en Honduras”. Alba Luz Girón Ramírez, de 33 años, viene de San Pedro Sula. Tiene los ojos rojos, lágrimas en las mejillas, gesto quebrado. Junto a ella, su hijo Emerson, de 5 años, el único de los sus tres vástagos que esta madre soltera se trajo a la caravana. Son las 17:00 horas y la última valla de seguridad antes de la entrada a México lleva horas cerrada. Pesa el cansancio de cinco días de caminata y hunde la perspectiva de no poder avanzar. El agotamiento, la decepción, la rabia, la necesidad, las expectativas frustradas, todo lo que este grupo de seres humanos ha podido sentir a lo largo de su travesía, se concentra en un puente, el que une Tecún Umán, último municipio de Guatemala, con Ciudad Hidalgo, el primero de México.
Es el puente de la desesperación, un campo de refugiados improvisado sobre un río. Desde hace horas, decenas, cientos de personas, aguardan impacientes cuál va a ser el próximo paso. Por primera vez no basta con la fe. Hasta ahora, la ruta estaba clara y la normativa de tránsito, de parte de la caravana. Sin embargo, ahí estaba, como una espada de Damocles, la incertidumbre sobre qué sucedería en este preciso instante. Ya lo sabemos. Ocurrió el peor de los escenarios posibles y, por otro lado, el más previsible: México no permitió que la caravana avanzase bajo sus condiciones de no registrarse ante las autoridades. Los que llegaron, fueron expulsados a la fuerza del pedacito de México que alcanzaron a pisar durante algunos minutos.
Anochece y Ramírez continúa en primera fila, frente a un despliegue de antimotines mexicanos. La mujer pide, suplica, insiste. Dice que necesita trabajo, que va con niños, que qué harían ellos en su situación. Junto a ella, otra mujer con un bebé de 11 meses en brazos. Asegura que el último pañal que le queda lo lleva en la mano. Al otro lado, Juan Ángel Navarrete, de 50 años, gorra calada, bigote. “No tengo cómo pasar la vida. Voy para arriba. Pase lo que pase. En Honduras hay mucha delincuencia, no tenemos trabajo, el presidente, Juan Orlando Hernández, solo apoya a los del partido de él”. Duele cada una de las personas que tenemos delante. “Miren a esta critatura, no les da pesar, qué duros de corazón”. Un hombretón de camisa de cuadros, con su niña aferrada al cuello, clama entre lágrimas, desconsolado. Lloran las madres. Lloran los niños. Lloran los hombres, que agarran con sus manos las rejas del portón. Se les ve como a presos en una cárcel. Lo están. No pueden avanzar, al menos no de la manera en la que ellos habían soñado, y retroceder no es una opción.
Tras ellos, a sus espaldas, una enorme hilera de gente, casi convertida en poblado. El ser humano tiene una increíble capacidad de adaptación y, para esta hora, ya se han levantado algunas champas con sábanas, establecido un pasillo de seguridad que permite llegar de principio a fin del puente sin saltar sobre demasiadas cabezas y organizado a personas que acarrean bolsitas de agua para combatir la deshidratación. Este ambiente, de caos, frustración y desesperanza; de gente tirada en el suelo, de ropa sucia, de extraña humanidad y camaradería, es el mismo que se observa en los contextos de guerra, cuando la gente escapa sin mirar atrás. El hambre es terriblemente violenta, aunque se categorice de otro modo.
Para entender cómo el puente que une Guatemala y México se convirtió en el escenario que concentra la desesperanza de cinco jornadas de éxodo, hay que regresar a las 13:00 horas, al instante en el que la caravana tiene su momento de épica. El cordón policial está roto y la marcha ha sobrepasado la verja migratoria guatemalteca. “Feliz viaje. Have a nice trip”, dice el enorme cartel sobre nuestras cabezas. “Sean bienvenidos”, dirá cínicamente un policía a los primeros migrantes que llegan a la puerta de entrada de México. No nos adelantemos. Todavía no sabemos que estamos a punto de escenificar la triste realidad de la política migratoria. Una riada humana camina eufórica hasta el siguiente bloqueo. Entre ellos se encuentra Sandy Mejía, de 28 años. Lleva a su niña de la mano y su panza muestra que está embarazada. Tras ella, Alan Medina, su marido, de 32, conduce a los otros tres hijos de la pareja, atados con un cordelito, para que no se pierdan, cada uno con su vuvuzela en la mano. Caminan obedientes, mochila en la espalda, mirada al frente. Estos cuatro niños, de 11, 8, 6 y 2 años, y el otro que está en camino, son la razón, afirman sus padres, de haberse puesto en marcha. Llegan desde Tegucigalpa, trabajaban en el mercado, recogiendo basura.
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“Así nos ganábamos la vida, pero no ajusta”, dice Mejía. Se respira la euforia, es como si los pies pesasen menos y el sol no castigase tanto. En la mente de todos, el momento en el que la caravana, todavía incipiente, logró atravesar el cordón policial guatemalteco en Esquipulas. Pareciera que hubiesen pasado siglos. “Sí se puede”, repiten, orgullosos. Todavía no ha llegado la decepción. Aún se cree que este puente por el que transitan va a ser eso, el camino que conecta un punto con otro, y no la infraestructura sobre la que terminarán pasando la noche. “Estamos por una vida mejor. Queremos trabajar para mantener a nuestros hijos”, dice Sandra Duarte, de Tegucigalpa. “México, México”, clama la gente al pasar. La marcha está a punto de encontrarse con su primer momento crítico.
Gas contra los hambrientos
Superada policía y migración guatemaltecas, llegamos a la tercera barrera, la mexicana. No han dado las 13:30 horas y el portón que conduce a Ciudad Hidalgo se ha abierto. Esta barrera no puede ser tumbada por este ejército de hambrientos, así que es el Gobierno mexicano el que lo hace, quién sabe por qué, si tenemos en cuenta lo que está a punto de ocurrir. Al frente, vallas metálicas y vallas humanas, formadas por una gran hilera de antimotines. La primera se supera. Un tipo con una camiseta de la selección española de fútbol logra tumbar la última, mientras lanza un grito con el que parece que quisiera deshacerse de toda la tensión acumulada en estos últimos cinco días. La segunda es más complicada. Porque tiene una connotación política seria. Los policías “cumplen órdenes” y estas “vienen de arriba”. En este caso, no pasar. Estamos en el momento decisivo. ¿Qué va a hacer el gobierno de Enrique Peña Nieto?
Un par de horas antes, Raúl Cueto Martínez, cónsul mexicano en Quetzaltenango, aseguraba que no habría violencia, pero dejaba claras las condiciones para entrar: registrarse uno por uno y entrar en el sistema administrativo. Esto implica pedir refugio y quedar a la suerte de las autoridades migratorias. Una trampa, en opinión de muchos migrantes, que observan el requerimiento como el paso previo a la deportación. La idea que se extiende en la caravana es que, si uno firma, está entregando sus datos, que como en las declaraciones policiales, podrán ser utilizados contra él cuando intente entrar en Estados Unidos. Su propósito es seguir en grupo, caminando o pidiendo jalón, pero en comitiva. Y sin identificarse. Hay muchos que tampoco podrían hacerlo, ya que carecen de ningún tipo de documento válido. Entre Tecún Umán y Ciudad Hidalgo está el río Suchiate y aunque cruzar irregularmente en balsa es la cosa más normal del mundo, la consigna es que la frontera se atraviesa a pie, todos juntos.
Según Cueto Martínez, la ley establece un plazo de 45 días para determinar si alguien puede o no permanecer en territorio mexicano. Pero depende de la capacidad de las instituciones y las oficinas de la Comisión de Ayuda al Refugiado (Comar) están colapsadas.
Hasta ahora, la dialéctica había permitido evitar el choque. Y eso que las posiciones eran explícitas. Unos, los integrantes de la caravana, habían sido claros: quieren entrar en grupo, porque es el modo en el que se sienten protegidos, porque así comenzaron la marcha y no quieren que la división les debilite. Otros, los representantes del Ejecutivo, también fueron explícitos, asegurando que aquel que entrase en el país de forma irregular sería expulsado. Sin embargo, hasta las 13:30 del viernes, ambas retóricas pudieron ser conjugadas sin confrontar. Hasta llegar al puente, al momento en el que las primeras vallas metálicas caen y los hondureños de primera fila se ven, cara a cara, con los antimotines.
Lo que ocurre en los siguientes minutos es un violento caos, un despropósito, una lucha desigual entre seres humanos agotados por cinco días de caminata, malcomer y maldormir, y policías enormes pertrechados con porras, cascos y gases lacrimógenos.
El primer momento es de asfixia. Cuerpos que se apilan casi desde Guatemala y que empujan hacia donde se encuentran los policías. El objetivo es entrar y ponen por delante lo único que tienen, sus cuerpos. Cae alguna piedra, que es reprobada, desde el primer momento, por quienes dan la cara ante los agentes.
El segundo momento es de retroceso. Los policías comienzan a avanzar. Empujan. Se lanza alguna bomba lacrimógena. La gente huye y el lugar en el que antes apenas cabía un alfiler se convierte en ese extraño espacio vacío que siempre separa a manifestantes de policías. En medio del caos, con migrantes por el suelo tras tropezar con las vallas, aparece el gas que enrojece los ojos. Entre los gritos y los empujones, emerge una mujer de entre la fila de antimotines. Lleva a un niño colgado de su cuello como si fuese un koala y llora. Esa es la imagen que define todo lo que está ocurriendo. No es la única en esas circunstancias. En primera fila hay muchas madres con hijos pequeños. La caravana tiene sus reglas y el “las mujeres y los niños, primero” es una de ellas.
El tercer momento es de calma. Aún volarán algunas, muchas piedras, que llegan principalmente desde el río. Aún caerán un par de botes de gas lacrimógeno al puente. Pero el objetivo de los antimotines era cerrar el portón y ya lo han conseguido, entre las protestas de los pocos hondureños que se mantienen al frente y que golpean las barras metálicas con rabia. Lo tuvieron muy cerca. Solo unos pocos llegaron a pisar suelo mexicano.
“¡Hay días en los que no comemos nada!”.
“¡Hay días en los que trabajamos y otros que no!”.
“¡Nuestra familia es pobre!”.
“¡Tenemos que hacer este camino para dar de comer a nuestra familia!”.
“¡Vivimos de la tierra, del cultivo, y no tenemos qué comer! Nuestro presidente no nos ayuda”.
Son los gritos desesperados de Pedro Pablo, ojos rojísimos y lagrimosos, gorra blanca, polo azul. A sus espaldas, el portón se cierra.
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El concierto en el que Mynor nunca cantará
Este es el momento de la incertidumbre y la decepción. Ya no hay paso y no existe posibilidad de abrirlo, por lo que los integrantes de la caravana se preparan para acampar en el puente. La consigna era clara desde el inicio: si cierran las puertas, se dormirá frente a ellas. Pero son las 14:00 horas y pega un sol de esos que quema sin que te des cuenta. El cielo está ligeramente nublado, pero el calor es pegajoso. La gente tiene sed y las bolsas de agua se convierten en bien preciado que se comparte hasta la última gota. Se forman varias hileras. Al principio, algunos líderes suben a la verja para marcar línea. El Instituto Nacional de Migración (INM) de México ha reiterado su oferta: los migrantes podrán acceder, uno por uno, a su territorio, con la obligación de registrarse y ser alojados en los albergues dispuestos en Ciudad Hidalgo y alrededores. Para transportarlos, algunos autobuses están aparcados frente la gran valla metálica, a la vista de los exhaustos caminantes. Pero la mayoría no se fía.
Para las 14:30 horas sabemos que, ocurra lo que ocurra, esto va a tomar tiempo. Por eso el puente cobra vida propia. La ansiedad de minutos anteriores ha desaparecido y la gente entra en una especie de letargo nervioso. Llegan víveres. Al menos, bolsas de agua, aunque tarde para algunos, que se han desmayado, deshidratados. Quienes pueden, descansan bajo las tiendas improvisadas a ambos lados de la carretera, buscando algún espacio de sombra. Si la víspera fue la lluvia la que castigó la caminata, ahora es el sol el que pone las cosas un poco más difíciles. Es la guerra contra la pobreza y contra los elementos.
En primera fila se suceden las discusiones. Nada concreto porque el portón sigue cerrado y la única alternativa son los autobuses, que la mayoría rechaza, aunque progresivamente hay quien acepta las condiciones mexicanas y sube al bus con incertidumbre. “¿Será que no nos van a vender?, pregunta, con cara asustada, uno de los jóvenes que ha claudicado. Esa noche dormirá en Ciudad Hidalgo y solo el tiempo dirá si, al final, no fue uno de los adelantados.
Sentado en lo que fue la vía del tren está Mynor Chávez, de 19 años, de Copán. Tiene mucho calor. Suda como si le hubiese brotado rocío de la frente. Está con su papá y su hermano, de 12 años. Su madre se divorció y está en camino hacia Estados Unidos. Sola. Sin coyote. Con su hermana de ocho años. Muestra su zapato. La suela se ha levantado y aparece un calcetín azul. “Caminamos más de 20 kilómetros cuando salimos de Chiquimula. Nadie nos quiere dar jalón”. Chávez tiene cara de persona inteligente y rostro melancólico. Dice que su padre tuvo que dejar de trabajar porque, en un asalto que sufrió, le dispararon en el pie. Dice que está harto de comer una sola vez al día, el desayuno de tortillas y huevo. Dice que solo quiere una oportunidad, trabajar unos años, hacer plata y regresar a su país. Vendieron todo lo que tenían, que no es más que la refrigeradora y la televisión, y comenzaron la ruta hacia Estados Unidos.
Al joven solo le cambia la cara cuando habla de su pasión, el canto. Este domingo, precisamente este, tenía un concierto en el Bazar del Sábado. La “profe Celia” le consiguió una audición a Chávez y a otros dos amigos. “Hicimos la primera presentación en una noche cultural del jueves. Luego, la Cámara de Comercio de la ciudad de Copán nos quería a nosotros para que cantáramos en el bazar del sábado. Los otros sí se quedaron, pero yo no pude, por la situación”, dice. El puente de los desesperados es un lugar todavía más triste ahora.
La conversación se interrumpe antes de las 15:00. Es el padre, que le habla a dos metros.
¿Nos tiramos?
El hombre se refiere a un recurso que, en su desesperación, están utilizando algunos de los migrantes. Exhaustos, desesperanzados, con el portón cerrado a cal y canto, algunos de los integrantes de la caravana comienzan a mirar hacia el Suchiate. Ahí está, con su agua marrón. Si cruzar en balsa es fácil, también puede hacerse a nado, ayudados con una cuerda. Así que deciden saltar. No es uno, ni dos. Son muchos. Lanzan sus pertenencias a alguno de los balseros y se dejan caer desde el puente. Sí, se tiran abajo, se zambullen desde una altura considerable para cruzar en situación irregular, lo que les deja con la amenaza de la deportación para todo el trayecto. Llegados a este punto se genera uno de los conflictos de la jornada. Hay jóvenes mexicanos, gente que los migrantes no identifican como alguien de los suyos, que instan a los agotados del puente a lanzarse al agua y seguir adelante. En la orilla de Ciudad Hidalgo, un grupo les jalea. Otro, otro, cantan, en cada salto. Quienes siguen fieles a la idea de la caravana acusan a los instigadores de ser ajenos a la marcha, de buscar su propio beneficio. “Ellos no son hondureños, son de aquí. Hacen relajo y el problema nos lo buscan a nosotros. Quienes van con ellos no saben qué están haciendo. Aquí hay mafias. Te piden 5,000 dólares para avanzar y si no los tienes te matan”, dice un tipo haciendo el gesto de cortarse el cuello.
La situación en el puente no volverá a moverse a partir de este momento. Algunos optan por aceptar las condiciones del Gobierno mexicano. Otros, por lanzarse al río y probar suerte. La mayoría pasa la noche al raso, aunque muchos han regresado a la Casa del Migrante para retomar fuerzas. Tras las rejas, en el puente convertido en campo de refugiados, puede leerse un cartel al otro lado: “México”.
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—¡México, México! — la gente gritaba, a las 12 del mediodía, como pidiendo la salida de Guatemala...
—¡México, México! — la gente gritaba, a las 12 del mediodía, como pidiendo la salida de Guatemala y el acceso al norte. —¡México, México! — y empujaban las rejas amarillas que evitaban el ingreso. Empezaban a crujir.
Frente a los portones había dos vehículos militares blindados; dos puntos verde olivo, dos animalones inertes dentro del mar de gente, que los rodeaba, los tocaba, los mecía, escalaba. Los militares dentro intentaban guardar la compostura.
—¡México, México! —
Atrás, cerca de las oficinas de la SAT, la gente se lamentaba cómo el frente de la caravana, iracunda, empujaba con furia las puertas. “Tan estúpidos, la cosa es entrar despacio”, decía una señora, con su hija en brazos.
—¡México, México! —
Las rejas se quejaban, pandeaban, empezaban a ceder.
—¡México, México! —
La gente celebraba. “Ya falta poco”, decían. “¡Vamos, hermanos!” decían. “No hombre, así no es, ¿qué van a decir en las noticias?” decían.
—¡México, México! —
El candado de la puerta lateral no soportó la presión. Se quebró. Y la puerta frontal, en total complicidad, cedió segundos después. Los migrantes doblaron una puerta y rompieron el seguro de otra. Los migrantes celebraron; las sonrisas no cabían en sus rostros bronceados, sudorosos. Los migrantes salieron de Guatemala, parcialmente.
Al que madruga
Jueves diluvio. Viernes sequía. El 19 de octubre Tecún Umán, a un kilómetro de tierras mexicanas, amaneció con hasta tres mil hondureños y hondureñas en las calles, todavía húmedas de la lluvia anterior.
La mayoría llegó el jueves. Mientras otros alcanzaron esta pequeña ciudad en el departamento de San Marcos temprano en la mañana, a bordo de buses o en la palangana de picops. Solo unos pocos lograron dormir en una cama, o en el suelo de los albergues locales — en Tecún Umán, la noche del 18, solo había dos habilitados, la Casa del Migrante, en la Avenida 0, y la iglesia a un costado del parque central —. El resto pasó la noche en las calles, en el parque y escondiéndose de la llovizna, evitando los charcos.
La orden era: reunirse en el parque a las 7 y cruzar a las 12 de la tarde. Pero la gente no durmió. Desde las cuatro de la mañana empezó el movimiento. “La gente no se callaba, no se quedaba quieta”, ríe Mayra Orellana, de 52 años y que viaja con su hija Heidy, de 19 y nieto Jeyden de 6 meses.
En la mañana, cuando el sol empezaba a calentar, la gente preparaba sus bultos, recogía la ropa mojada que habían colgado en los árboles, esperaban a un lado de Elektra, donde podían retirar dinero enviado por familiares y buscaban maneras de transformar sus pocos quetzales en pesos.
—Mirá, tal vez te dan algo en un banco—, un niño lustrador le dijo a un colega, mostrándole dos billetes de 1 lempira, con el rostro del cacique lenca al frente.
Para las 7 de la mañana, el parque estaba lleno. Representantes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados (UNHCR), vestidos de azul, entregaron hojas con los detalles para obtener protección como refugiado en México. “Cuando huyes de tu país por violencia, persecución, guerra o discriminación tienes derecho a pedir protección en México”, decía el texto. Algunos otros se reunían a ver las noticias en tiendas, o a leer periódicos para enterarse de cómo les iba a las y los hondureños que habían cruzado un día antes.
Calma. Las y los niños jugaban con normalidad. La gente parecía confiada, relajada, emocionada incluso. Decían que pronto estarían en Ciudad Hidalgo. Se sentían dentro.
Carlos Orellana de 23 años y originario de Trinidad, Santa Barbara, afirmó que quería buscar trabajo como soldador. “Sé hacer muchas cosas”, enfatizó, “cultivo, albañilería, pero lo que más me gusta es la soldadura”. Carlos salió de su casa con nada más que la ropa que lleva puesta —un par de jeans, una playera y tenis blancos— y 200 Lempiras.
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Algunos empezaban a preocuparse por la siguiente frontera.
“Estados Unidos se debe recordar de lo que dice en sus billetes: In God we trust, en Dios confiamos”, señaló Omar Caballeros, de 48 años. “Y si realmente confían en Dios, no pueden menospreciar al prójimo”. La meta de Omar es trabajar y “Es cierto entonces lo que dijo Carlos, que la vida siempre ha sido así en Honduras”, a pesar que su vida inició en 1995, Omar le da razón.
Ilusionados, los dos empezaron a hablar de el norte, de los paisajes, los salarios, las oportunidades de trabajo.
Para Omar esta es la novena vez que sale de Honduras. Cuenta que desde que tenía 19 años, en 1970, ha viajado constantemente hacia Estados Unidos, indocumentado. Ha trabajado en ferreterías, como conserje, en hoteles. “Siempre iba un año, solo eso necesitaba, un año para trabajar, ahorrar y sacar a mis hijos adelante”, señaló y hace énfasis en que sus cinco hijos han recibido educación. “Por eso solo me falta mi casita”.
La gente atrás, en el parque, empezaba a inundar la calle, otros pasaban al baño, al Pollo Campero. Unos más apuraban el desayuno, querían estar al frente de la caravana y pasar primero a México.
“Y, ¿dónde ha estado?” le preguntó Carlos, su voz de repente aguda y llena de ilusión.
“Los Ángeles, Miami, Maryland, Washington; siempre me gustaba ir a un nuevo lugar”, señaló. Pero luego también los dos hablaron de las faltas de oportunidad en Honduras y de la pobreza que los empuja a salir de su país. Esta novena vez, por ejemplo, Omar salió de San Pedro Sula con su hija de 17 años, la penúltima, Sandra. “Yo salgo con ella porque estamos amenazados por las maras”, señaló.
Omar contó de los incidentes, de los encontronazos, de las amenazas y de la violencia en su barrio, en San Pedro Sula. Omar habla con tanta pasión que su rostro se llena de sangre, se toma las canas, bracea y manotea como queriendo espantar zancudos. “Tengo miedo”, admite y sus ojos se llenan de lágrimas. Y Carlos, a un lado, contagiado por su historia, responde con un llanto silencioso. “Y la verdad, Estados Unidos no es la respuesta. A mí no me importa Estados Unidos. Me gusta, pero no es la respuesta. Podríamos recibir asilo en Guatemala, en México, en Canadá. La respuesta es obtener un trabajo y en Honduras no se puede. Lo único que queremos es salir de ese infierno en el que vivíamos en San Pedro”.
Carlos asintió mientras se secaba el rostro. “Ni el hijueputa de Trump nos va a parar. Dios nos fortalece”.
¡México, México!
La convocatoria era a las 12. Pero la caravana, formada desde media mañana en el parque central, empezó a avanzar hacia el cruce aduanero una hora antes. A pesar del cielo cerrado, el sol pesaba. La gente cantaba el himno (…) por un bloque, un bloque de nieve cruzado (…) y ondeaban las banderas.
La gente comenzó a despedirse de Guatemala, le agradecía por la solidaridad. A pesar del sueño perdido, de las ampollas y el cansancio, la gente sonreía, esperanzada. Iban, creían.
“¡Sí se puede! ¡Sí se puede!” cantaban mientras avanzaban sobre la avenida. “Inmigrantes, no somos criminales”, cantaban también. “Somos trabajadores, somos internacionales”.
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11:10 ya estaban frente a la aduana, resguardada por unos veinte agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) que evitaban que el grupo se acercara más.
“Estamos aquí únicamente para preservar y mantener la seguridad de la gente”, señaló Edu Adriano, jefe de la PNC de Tecún Umán. Adicional, estaba presente la Brigada de Operaciones para Montaña de San Marcos (BOMP) que, si bien patrulla el área a diario, duplicaron su presencia por la ocasión. En total había también más de veinte montañeses.
A las 11:23 cayó la primera amenaza: “Si ellos no nos dejan pasar en media hora, nos vamos por el río”, gritó un muchacho.
Tres minutos después, sin negociaciones y de repente, la línea de la PNC se hizo a un lado y la gente corrió hacia las rejas. Se empujaban unos a otros. El calor era intenso. Padres vaciaban botellas de agua sobre sus hijos, para refrescarlos. Los niños sacaban la lengua, buscando hidratarse. No había espacio para nadie más. El aire se tornó denso y pesado. La gente forcejeaba. Pronto las madres y sus hijos e hijas avanzaron al frente, como planeado. Por ahí apareció un niño, dentro de su carruaje, surfeando la multitud. Una madre, al frente, con el rostro a centímetros de tocar el metal, apretujaba tan fuerte las muñecas de sus hijos que sus dedos perdían sangre y se tornaban blancos.
—¡Érica! ¿Dónde estás, Érica? — un padre, de la manos de sus otros dos niños gritaba, en medio de la multitud. —¡Érica! ¡Aquí estoy, amor! — su voz atrapada en el llanto y la desesperanza. —¡Érica! ¿Dónde estás? —.
Una madre, igual de desesperada que el padre de Érica, buscaba también a su hija, Joselyn, mientras un helicóptero del ejército mexicano revoloteaba el área.
Cuando el sol estaba en su punto más alto, la gente empezó a trepar las rejas y a saltar al otro lado, al limbo entre Guatemala y México. Mientras, del otro lado del puente, hasta 300 agentes de la Policía Federal de México (PF), vestidos como listos para un bombardeo, montaban guardia. Llevaban, además, escudos, extintores; algunos incluso tenían listos lanzagranadas y, según el jefe del escuadrón, tenían disponible una lacrimógena por cada federal. El silencio puente arriba era siniestro, ominoso, sepulcral.
—¡México, México— la gente empezó a cantar de nuevo, confiados, pidiendo un nuevo país al que enfrentar.
La gente se empujaba hacia las rejas. Las madres apretaban los brazos de sus hijos, para no perderlos. A falta de espacio algunos trepaban sobre los vehículos blindados. La gente gritaba por la emoción, por el dolor, por rabia. El helicóptero veía desde lejos, burlón, a la turba. La gente se colgaba de las puertas, las halaba y empujaba. El hierro acolochado empezaba a rizarse aún más. Parecían hechas de papel.
A las 12:02 rompen la puerta lateral. A las 12:03 la frontal. Y la gente vitorea.
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—¡Gracias, Guatemala! — se despedían mientras caminaban, sonriendo, pidiéndole fotos a los periodistas, saludando a los camarógrafos y felices de casi, casi tocar suelo mexicano.
Ya los estaban esperando los federales. La caravana poco sabía que quedaría en el limbo y menos aún, del bombazo que les esperaba. Las amenazas de lacrimógenas se cumplieron. La gente corrió, se cubrió la boca con lo que pudo, pero no retrocedió. Se quedaron en el puente. La noche cayó y los migrantes no dieron marcha atrás. Terminó el día en la incertidumbre. Algunos aseguraban que el gobierno mexicano les daría asilo, otros temían lo peor, ser deportados. Tendrían que pasar una noche en el limbo.
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Tecún Umán es un gran charco. Aquí no se camina, se chapotea. El éxodo hondureño se encuentra con...
Tecún Umán es un gran charco. Aquí no se camina, se chapotea. El éxodo hondureño se encuentra con otro enemigo: la lluvia. A veces empapa como el rocío, casi sin que te des cuenta. En otras, descarga violentamente, de forma despiadada, a cubetazos. Las palanganas de los picops que dan jalón son pequeñas tiendas improvisadas con plásticos bajo las que se cobijan los migrantes. Eso, los que pueden agarrar jalón. Si no, toca caminar. Es la ruta del hambre, que no se detiene y llega a su última etapa en Guatemala. Cientos de seres humanos con los pies doloridos, agotados, necesitados y, además, completamente mojados. México está a la vuelta de la esquina. A un río de distancia, si el Gobierno de Enrique Peña Nieto lo permite. Pero esta noche, víspera de cruzar la frontera, lo importante es mantener secas las pocas pertenencias que se echaron a la espalda hace cientos de kilómetros.
“Ya hemos llegado, con todo el sacrificio que hemos hecho de venir caminando. Gracias a la gente que nos dio jale. Nos sentimos orgullosos de estar en este lugar, alegres, emocionados, ya estamos cerca”. Miguel Ángel Hernández tiene 52 años, pero aparenta muchos más. Acaba de llegar a la Casa del Migrante de Tecún Umán, en la calle con una de las mayores riadas de todo el municipio. Hernández es enjuto, con bigote, piel cuarteada por el sol, manos grandes y endurecidas, ropa completamente mojada. Viene de Azacualpa, departamento de Santa Bárbara. Allí se quedó su esposa, Iris Janeth Ramírez, de 33 años, y sus dos hijos, Hesmin Janeth, 12 y Christian Miguel, de 8. “Cuánto lloró”, dice, recordando el momento en el que le comunicó que hacía el petate y se sumaba a la caravana. “Pero uno lo hace por ellos”, afirma, como excusándose por haberse marchado.
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Nadie deja a su familia de la noche a la mañana si no existe un buen motivo.
Horas antes, en la palangana de un picop, en uno de los respiros que ofrecía la lluvia, Hernández explicaba el suyo. Un asalto. El último asalto. El que le dejó temblando.
Relata el hombre, aferrándose al carro que salta con los baches, que trabajaba vendiendo verduras en un picop. Iban él y su ayudante. Encuentran a un tipo que pide jalón. Lleva una guitarra. Lo montan en el vehículo. Error. Terminaría “amarrado con un trapo en la boca” y rodando por una loma. Salvó la vida. Quiere llegar a Estados Unidos. Recuerda el episodio con ese tono recto y noble que tienen algunas personas de campo.
“Lo montamos, ya para salir. Ahí abrió la guitarra, sacó el AK y se lo puso en la cabeza (a su compañero). “Paren el carro y me dan lo que tienen o si no los mato”. Llevó el carro para adelante, ahí nos dejó, amarrados, nos quitó el dinero y el carro lo dejó botado en el cerro. Un viejito que iba a cortar leña nos soltó. Y dijo que el carro había ido a parar a la barranca, y llamamos a las autoridades y ahí estaba. Nos quitaron todo. Nos golpearon. Y dije, hasta aquí, ya no vuelvo a trabajar en eso. Porque uno está con miedo ¿sabe? Intenté trabajar en el campo, pero 120 lempiras (Q38,40) de 6 de la mañana a 7 de la noche no alcanza tampoco. Eso es lo que le hace a uno correr para acá”.
Pobreza y violencia, pobreza y violencia, pobreza y violencia. Las dos ideas se repiten. También, y esto se dice menos, pero aparece frecuentemente en las conversaciones, un Gobierno inexistente, que no se preocupa por sus ciudadanos.
Una conversación en la palangana de un picop
El camino hace compañeros inesperados. Un elemento importante de la caravana es la fuerza que da el grupo. Existe una convicción unánime, que se mantiene por el momento, de que mantenerse unidos es garantía de éxito. Pero la caravana es un ser vivo, cuyas partes individuales se dividen, vuelve a unirse, se rompen, se saludan de nuevo o se despiden, quizás para siempre o hasta la siguiente etapa. Hoy y ahora es una palangana de un picop, pasadas las 16:00 horas del jueves 18 de octubre. Nueve hombres, una mujer y un niño. Los hay de San Pedro Sula, de El Paraíso, de Santa Bárbara. La mayoría son campesinos, de frijoleo, cebollita y milpa. Manos gruesas, con callos, castigadas. Manos que saben trabajar, que lo desean, que están dispuestas, pero que, al menos, piden que se les pague lo justo para vivir.
Si uno quiere saber por qué esta gente dejó todo y sigue una caravana de incierto futuro, nada mejor que escuchar.
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Con 120 lempiras, uno qué es lo que come. Si en una libra de azúcar, una bolsa de café y una bolsa de pan, van las 100 lempiras. Más la clase de los niños, el alquiler, la luz… no saca nada uno.
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¿Quiere comer un pedacito de pollo? Lleve 110 porque si no, no lo comió.
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No nos da nada andar en Honduras. Por eso le estamos huyendo al país, porque el Gobierno que tenemos ni un empleo nos pone. Que fuera otro, vos ponés que pusiera una maquila.
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Desde que llevo trabajando, en San Pedro Sula, me han asaltado diez veces. Me he criado en eso, verdureando, y he trabajado en talleres, pero, no jodás, en un taller lo más que le quieren dar a uno es 600 pesos a la semana.
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¿Cuánto vas a comer? No come uno. El niño se lleva 50 pesos semanales del kínder. Y hay que pagar la luz. Por eso es que venimos aquí, a buscar una mejor vida.
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Si tuviera un trabajo estable no vendría con mi esposa y mi hijo.
También hay tiempo para hablar de política. Uno afirma ser cachureco (simpatizante del Partido Nacional, que dirige el presidente, Juan Orlando Hernández) de toda la vida. Aunque cree que en las elecciones del 26 de noviembre de 2017 hubo fraude. Otro asegura haber escuchado que si la caravana sigue, hay hondureños dispuestos al golpe de Estado. El tercero se queja de que, en lugar de tanta cárcel (el Ejecutivo ha hecho gala de construir una nueva prisión de máxima seguridad donde encerrar a líderes de las pandillas), podría haber levantado maquilas para ofrecer trabajo.
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Campo de refugiados en movimiento
El grupo, compañeros momentáneos en el éxodo, forma parte de esa gran caravana, de ese movimiento masivo nacido el 13 de octubre en San Pedro Sula. Ahora no es un bloque compacto, sino un conjunto de pequeños segmentos que avanzan a través de Guatemala. Son fácil de detectar. Van con botellas de agua en la mano, mochilas hinchadas, cada vez que pasa un carro extienden el pulgar, van a bordo de picops que arrastraban la cola por el peso, o encima de camiones, hacinados. ¿Cuántas personas caben en una palangana? Si sacas una pierna, puede entrar otra más.
La jornada del jueves fue de caminata. A lo largo de los 257 kilómetros que separan la capital de Tecún Umán se podía ver a los migrantes desperdigados por la carretera a Palín, Escuintla, de camino a Santa Lucía Cotzumalguapa.
Algunos intentaban avanzar, incluso bajo el asedio de la lluvia ligera. Otros se escondían bajo alguna lámina o debajo del techo de metal del puesto aduanero de Las Palmas, en Ocotepeque, a pocos kilómetros de Mazatenango, donde, a pesar de las nubes y el agua, el clima era tibio y húmedo.
Rápido llegó la oscuridad. A las 5:30 de la tarde, en la amplia, desolada y mal iluminada carretera de Pajapita, en San Marcos, la noche se tragaba todo. Las personas que avanzaban lento sobre la calle ya no ofrecían sus pulgares. Más bien suplicaban, con las manos juntas en forma de rezo, por un ride para llegar lo más pronto posible a la próxima ciudad. “Por favor”, decían, “llevamos niños”.
Estamos ante un campo de refugiados en movimiento.
Tecún Umán genera sensaciones extrañas, la certeza de que algo está pasando. Las fronteras siempre tienen un ambiente turbio, son lugares abonados para negocios oscuros. Pero esto es diferente. Son decenas de personas resguardándose de la lluvia donde pueden, recibiendo una comida caliente, deambulando para buscar un rincón donde cobijarse. Los que tienen suerte, duermen en la Casa del Migrante. Otros, muchos más, se instalan en iglesias. En el exterior, cualquier lugar es válido para refugiarse de la lluvia: el parque central, con su concha acústica, un cajero de Banrural, el porche de una tiendita.
En una de estas calles, junto a un comercio de ropa todavía abierto, se encuentra Daniel de Jesús, de 25 años. Llama por primera vez a sus padres desde que salió hace cuatro días de Lapaera, departamento de Lempira. Acaba de llegar. Hace memoria de lo vivido a través del camino, el día del diluvio universal. “He venido ayudando a una señora que venía sola, con tres niños. Pero ellas no confían, la misma violencia las tiene traumadas, aunque uno sea buena persona y quiera ayudar”, dice. México está a la vuelta de la esquina, pero su objetivo son los Estados Unidos. No tiene miedo de que les cierren la frontera. “El pasaporte de nosotros son las mujeres y los niños. No pueden detenerles con bombas. Si fuéramos solo hombres, Donald Trump ya habría enviado un ejército”, afirma. Puede resultar sorprendente, pero, a lo largo de la caminata, aún se escucha mucha gente que confía en que las penurias y las personas más vulnerables puedan conmover al presidente que llegó a la Casa Blanca haciendo gala de su guerra contra los débiles.
Junto a De Jesús, en otro grupo, se encuentra Sindy Velásquez, de 25 años. Compra ropa porque toda la que traía la ha tenido que tirar. Está completamente mojada. Más peso para el trayecto ya que, si sigue lloviendo así, es imposible que se seque. “Me siento alegre, porque ya estamos aquí”, dice, sentada, exhausta, casi sin levantar la vista, lo justo para vigilar a su hija de cuatro años que corretea entre los charcos. Nuevamente, la misma pregunta, algo molesta, que recuerda que no está todo hecho: ¿Qué harán si el camino se cierra? “Cualquier cosa menos volver atrás”, responde.
Alguien tiene un plan
A una jornada de cruzar al tercer país en cuatro días, hay cansancio, pero el ambiente es relajado. La gente empieza a escuchar que algunos paisanos habían logrado superar la frontera con México. Sin embargo, hay mucha desinformación. Algunos piensan que el grupo saldrá a las 5 de la mañana. Otros, que esperarían a la llegada de quienes quedaron rezagados en Mazatenango. Estamos en el mundo del rumor. Todo el mundo ha escuchado a alguien que dijo algo.
A las 20:00 horas, en la plaza, llega el anuncio.
—Buenas noches, compañeros— saluda un hombre moreno, alto y robusto, desde el escenario de la concha acústica. —Mañana nos vamos a reunir acá a las 7 de la mañana. Repito, a las 7 de la mañana. Vamos a cruzar a las 12 de la tarde. 12 de la tarde—, remata.
Aplausos. Excitación. Mañana es el día más importante, porque entrar en México significa dejar Centroamérica, no es un paso más. Es el paso. Allí, si todo sale mal, aún se puede pedir asilo. Otra cosa es que lo concedan. La ley de migración permite solicitar asilo político, y el gobierno mexicano tiene 45 días para aprobarlo o denegarlo. "Aunque en general suelen retrasarse porque la comisión está colapsada" explica Raúl Cueto Martínez, consúl de México en Quetzaltenango.
Lo explica Wilfredo Cantor Ramos, un tipo fornido, que dice ser antiguo empresario y que pasa de albergue en albergue anunciando la cita de las 7 de la mañana: “quizás el Gobierno mexicano nos puede extender, o nos pueda dar asilo político, eso es lo que nosotros queremos, que nos ayuden, por la situación que hay en nuestro país”.
Cantor Ramos tiene expresiones de pastor evangélico, aunque niega ser religioso. Parece que es uno de los que sabe de qué va todo esto. Al menos, habla de un proyecto concreto. “El plan es pasar caminando. No queremos cometer la estupidez de cruzar la frontera huyendo de migración, porque llevamos demasiados niños. Eso es lo que vamos cuidando, las mujeres que van con los niños”, dice.
¿Pasar caminando? ¿Cientos de personas? ¿A través de un puente con frontera?
“Hoy por la tarde llegó el cónsul de México, también de migración y nos prometieron ayudarnos por el camino. Nos prometieron darnos un pase para que podamos entrar”, dice. La conversación se realiza a las 21:00 horas, así que no hay modo de contrastar con fuentes oficiales. No obstante, Cantor Ramos se matiza. “De allá recibimos información de que solo quieren utilizar esa información para retenernos y regresarnos de vuelta”. Volvemos al punto cero. “Estamos creyendo en Dios que, por los niños que llevamos, se toquen el corazón y nos dejen. No se puede vivir en nuestro país”.
En el interior del albergue, un pastor realiza una oración, entre aplausos. Afuera sigue lloviendo y decenas de personas se cubren con una manta. Una mujer discute con dos jóvenes. En la concha sonora todo el mundo duerme.
A las siete de la mañana de hoy, viernes 19, una multitudinaria asamblea en la plaza de Tecún Umán decidió que saldrán a las 12 rumbo a la frontera. El objetivo es cruzar caminando el puente que separa Guatemala de México.
México se encuentra a un río de distancia.
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"¡Pasaremos con ustedes, lucharemos! Si la (policía) federal y migración no nos dejan pasar, haremos hasta lo imposible para pasar". pic.twitter.com/d589GDXzf1
Alejandro García
Karen
Karen
Dentro del Colegio Santa María, ubicado frente a la Casa del Migrante Scalabriniani, la noche del 17 de octubre, cientos de migrantes descansan en el suelo, en los pasillos, sobre colchonetas. Karen Montoya, de 30 años, permanece atenta a la gente, como memorizando los rostros.
En el 2010, Karen, de San Pedro Sula, estaba embarazada. El padre, sin embargo, no quiso reconocer a su hija y pronto dejaron de comunicarse. Luego nació Ashley.
Karen crío a su hija sola. Trabajó preparando comida, vendiéndola en un puesto en la calle. Cada día era de levantarse a hacerle el desayuno a Ashley y empezar a cocinar los almuerzo. Pero el dinero no era suficiente.
—Nunca nos alcanzaba para nada— afirma y por eso siempre consideró emigrar hacia Estados Unidos. A pesar de no tener familia allá, sabía que a muchos vecinos y amigas les iba bien.
Luego, el viernes pasado escucharon las declaraciones del exdiputado Bartolo Fuentes, que aseguraba en televisión que acompañaría a 180 migrantes hondureños hasta Estados Unidos. “Vámonos, mami”, le dijo Ashley, “es nuestra oportunidad”.
—Eso que me dijo lo tengo grabado en la mente— sonríe y ve a su hija que juega con su cabello rizado —Cada vez que me duelen los pies pienso en eso, que es nuestra oportunidad y que ella cree que es nuestra oportunidad de tener una mejor vida—
Empacaron entonces un poco de ropa, peines, suéteres, por si acaso, y un poco de fruto en una mochila y salieron. Karen afirma que a pesar del cansancio se siente positiva, pues todo ha salido bien y no han tenido mayor percance. Admite que los tramos que les ha tocado caminar han sido largos y arduos, “pero nosotras vamos a nuestro ritmo, solitas, y vamos platicando siempre”, dice, “y pues también hemos tenido la oportunidad de ir e carro, en…”
—¿En bus?
—Ah, pero no cualquier bus. Yo no quiero exponer a mi nena.
Sobre si le preocupa pasar por México, Karen parece confundida. Ella frunce el ceño, alza los hombros y junta los labios. Hasta voltea la mirada, como indignada por la pregunta. Ofendida, quizás.
—Acá no nos ha faltado nada. Hemos tenido comida, agua, donde dormir, rides. La gente ayuda a la gente— ¿Y la violencia? —Pues entre todos nos vamos a cuidar— Una pausa —Las distancias tal vez sí me preocupan, como dice. Pero ya veremos. Dios nunca lo abandona a uno—
Una vez Karen llegue a Estados Unidos, espera encontrar trabajo de “lo que sea” y ayudar a Ashley terminar la primaria. Sueña con que estudie en la universidad.
Carmen
Carmen, de Colón, viaja con su familia. Con su hermanastra, dos sobrinos, de 8 y 5 años, y con su hijo de 15 años, Luis Alexander. Ella y su hermanastra, Griselda escucharon la noticia de la caravana el viernes y se juntaron a discutirlo.
—¿Nos vamos?— sugirió Griselda, pero Carmen, de 51 años, tenía dudas.
Las hermanastras además tienen otra media hermana en Houston, Texas, Ana Williams. Ana salió a principios de año, junto a otra caravana desde Honduras, trabaja ahora en restaurantes del área como mesera, tiene su propio apartamento y ocasionalmente les manda fotos de los centros comerciales, las carreteras, las calles bien iluminadas y pavimentadas, las playas.
Pero antes de tomar la decisión, Carmen consultó con su hijo.
—¿Usted está de acuerdo, hijo? — le preguntó.
Luis Alexander estaba de acuerdo.
—Madre — le respondió — yo quiero superarme y acá en Honduras no se puede la cosa —.
—Vámonos a ver a tu tía, pues— dijo Carmen y empacó sus cosas en una pequeña bolsa de mano.
“El quiere ser arquitecto”, cuenta Carmen mientras cubre el rostro de su hijo que empieza a quedarse dormido en el albergue habilitado frente a la Casa del Migrante. “Fíjese,” recalca, y pasa una mano por su cabello color sal y pimienta. “Yo pensé que médico, o algo así. Pero no. Arquitecto,” dice y voltea a verlo, Luis Alexander duerme con los audífonos puestos. En Honduras Luis Alexander estudiaba en una escuela pública, en Estados Unidos quiere terminar sus estudios y, de ser necesario, trabajar para ayudar a su madre. Los sobrinos de Carmen, Dikson y Jorge Alberto, también esperan estudiar en Estados Unidos.
Carmen se sienta erguida, con el cuello firme, los hombros delgados alineados a la pared, parece tener la practicada postura de una bailarina retirada. Pero no lo es. Sus huesos están fuertes a base de trabajar en los oficios domésticos. Se empleó en casas particulares tras la muerte del padre de Luis Alexander. Al contarlo, sus ojos se llenan de lágrimas.
“Yo no quiero que él se enfrente a lo que le tocó a su papá”, dice, secando las lágrimas de sus mejillas con su mano morena. “Allá en Honduras hay mucha delincuencia. Algunas personas dicen que por qué nos exponemos a viajar tan lejos, pero esto no es nada comparado a lo que vivíamos en Colón. Pandilleros, extorsionistas, todos los días ellos…” Carmen no puede continuar. Sus sobrinos brincan frente a su madre. Como otros niños o niñas que van con la caravana, ellos mantienen la inocencia y la energía, como si este fuese solo un viaje más, a una playa quizás, como las de las fotos que manda tía Ana desde Houston.
Como para alivianar la plática, Carmen dice que la ha pasado bien en Guatemala. “El trayecto ha sido duro, pues”, señala, “esta es la primera noche que no dormimos en el piso”. Sin embargo, ha recibido comida, agua, medicina “y no es que lo exijamos; la gente nos lo da con gusto” y sonríe. Y a pesar de que dice que la llegada a México le preocupa, por la distancia, confía que también las y los mexicanos les brindarán una mano.
Carmen admite que no sabía de la política de separación de Jeff Sessions que en mayo de este año separó a miles de familias centroamericanas. “Pero, ¿ya no está pasando?” pregunta, preocupada. “Nosotros no queremos hacer daño. Es más, vamos con temor que a nosotros nos hagan daño. Prefiero que nos devuelvan a que nos separen. Nosotros vamos con la ilusión de trabajar, no de hacer daño, sino de superar a nuestra familia”.
Mayra
“Hola, papi, le llamo para decirle que me vine con el grupo de migrantes que salió de Honduras”, dice Mayra Ayala por teléfono. Así le avisa a su padre que va con la caravana. “No me contestó, le dejé un mensaje de voz” cuenta y le devuelve el teléfono a un joven de Tegucigalpa que compró un chip de Tigo.
Mayra, tiene 24 años, es de Ocotepeque y viaja con su hija Emily, de dos años y con su tía. Emily sonríe y muestra orgullosa su camiseta de Dora la exploradora a todo el que se acerca.
Mayra y su tía salieron el lunes en la madrugada de Ocotepeque, en la llamada región Lempa, para unirse a la caravana que iba ya de camino a Esquipulas. Mayra no podía conseguir trabajo en su ciudad natal, a veces no tenía con qué comprarle comida a Emily. Trabajaba ocasionalmente haciendo limpieza en casas particulares. Pero no le alcanzaba lo que ganaba. Cuando se enteró de la caravana, el viernes, ella y su tía la pensaron mucho, Mayra tenía miedo del camino, de pasar hambre, de que Emily enfermara. Pero finalmente, se decidieron.
Afirma que se preocupó el lunes, cuando la Policía Nacional Civil (PNC) detuvo al grupo. “Es algo que ni en Honduras me había tocado vivir”, dice, sorprendida. Y al pasar también se sorprendió de la bondad de las y los guatemaltecos. “No nos ha faltado ni una sola comida”, sonríe.
Sin embargo, Mayra empieza a tener dudas. No sabe si seguir o regresarse a casa. No sabe si van a lograr cruzar la siguiente frontera. No sabe qué van a encontrar en México. Frío, quizás. Dormir en la calle. Violencia. Asaltos. Perderse en el interminable desierto azteca. Emily también le pregunta que cuándo se van a ir a la casa. “Y ni siquiera hemos terminando de pasar Guatemala” dice preocupada.
Lo que más le ilusiona a Mayra ahora es conseguir un trabajo —de lo que sea— y darle una mejor vida a su hija. Emily se mantiene activa, curiosa por el camino, las personas y “gracias a Dios”, como dice Mayra, “sana y salva”. Antes de despedirse Mayra reacomoda un pequeño carruaje rosa, doblado, como un viejo flamenco. “Este me sirve, cuando ella ya no quiere caminar”, cuenta Mayra.
Paola
Son las ocho de la noche del miércoles 17 de octubre y Paola González, acostada sobre un colchón inflable, le tapa el rostro a su hijo Emil de 9 meses y a Eliani de 3 años, intentando que se duerman. “Pero no quieren”, ríe, sus mejillas rojas por peso del sol de seis días.
Paola, de 22 años, viaja con su madre de, “¿45?” le pregunta. “¡44!”, responde Modesta González, y ambas ríen. Entre las dos malabarean los bultos de ropa y sus pocas pertenencias. Antes del viaje, Paola vivía en Olancho y trabajaba como cajera en un Pollolandia, ganando 8 mil Lempiras al mes, unos US$330. Pero su salario, más el de su esposo agricultor, no era suficiente para pagar la comida, ropa, el cuidado de su hijos y la renta. “Quiero mi propia casa”, dice Paola.
El actual esposo de Paola y padre de Emil, también quería irse con ella, pero su madre enfermó y fue obligado a quedarse. El papá de Eliani, por otro lado, vive en Estados Unidos desde poco tiempo después que ella naciera, pero ella no sabe de él, no mantienen comunicación.
Paola dice que el miércoles 17 fue quizás, uno de los días más ligeros de su viaje. Se levantaron a las 4 de la mañana, para bañarse y desayunar. Pero una vez siguieron el viaje, el camino se les facilitó. “No nos ha hecho falta nada”, asegura. Ni comida, ni agua, ni un lugar donde dormir.
—Yo pensé que iba a ser aterrador, que íbamos a pasar hambre, que yo iba a tener insomnio, pero entre todos nos estamos apoyando y la gente acá ha sido muy generosa— dice Paola, rescatando velozmente a su hijo de una caída segura.
Paola cuenta que en Zacapa, Emil, por el sol desarrolló un ligero salpullido.
—Pero una de las señoras del lugar donde nos estábamos quedando nos preparó un remedio casero y rápido se le quitó— dice. Paola confía en la bondad de la gente que pueda encontrar en el camino. Pero admite temer a México. Dice que le preocupan los militares, los delincuentes, los agentes de migración.
Lidia
Hace seis años Lidia Orellana de 34 años y originaria de Tela, emigró hacia México por primera vez. En ese entonces vivía en Tierra Blanca y tuvo que vender todas sus cosas para pagar por el viaje. Lidia permaneció en México por dos años, trabajando. Pero el dinero no le alcanzaba, no podía mandar mucho a sus tres hijas y decidió regresar.
Ahora, el objetivo es Estados Unidos.
Lidia, como la mayoría de las personas que migran con ella, se enteró de la caravana por la transmisión de televisión del viernes 12 de octubre. Ella y sus hijas lo consideraron por un par de días.
—Hasta que ella me animó— sonríe y señala a su hija mayor Anyi Orellana, de 15 años, recostada al lado de su mamá y sonriendo. —Me dijo, ‘vámonos, mama, mucha gente se va’. Y pues, a veces no teníamos ni un quinto—
El domingo en la tarde se unieron con el grupo de San Pedro Sula.
Anyi siempre apoyó a su madre y sus hermanas. En los últimos dos años ella trabajó recogiendo huevos en una granja, ganando 200 Lempiras (poco más de US$8) a la semana que los usaba para pagar el material de la escuela y su colegiatura de 40 Lempiras al día. Obviamente el dinero no era suficiente.
Anyi es el fruto de una relación fallida. El padre nunca conoció a su hija. Y él y Lidia hace años que no hablan. Él vive en Estados Unidos, pero Lidia ni siquiera sabe en qué estado. “Y tampoco lo buscaría”, dice entre risas. Un año después de que naciera Anyi, Lidia dio a luz a Evelyn Joanna, y tres años después a Érica Daniela, actualmente ellas tienen 14 y 11. Las últimas dos se quedaron en casa, con otros familiares, pues aún son muy pequeñas, argumenta su madre, para el viaje.
Para este segundo intento, Lidia pidió dinero prestado, 1000 Lempiras a un amigo.
—Pero ya nos terminamos el dinero, comprando comida, pagando los buses — dice.
—¿Y ahora? —
—Vamos a seguir — sonríe; sus mejillas se contraen en varios pliegues. —Nosotras vamos a seguir adelante. No nos rajamos — añade — además, ella está muy ilusionada. Quiero trabajar duro para darle lo que quiere y necesita ella —
En Estados Unidos Lidia espera encontrar un trabajo, posiblemente en restaurantes y apoyar a su hija. “Ella no debe trabajar aún, que se enfoque en sus estudios, que salga adelante”.
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Alberto Pradilla
“Si no nos permiten a las buenas vamos a tener que hacer como siempre se ha hecho, tirarnos al mo...
“Si no nos permiten a las buenas vamos a tener que hacer como siempre se ha hecho, tirarnos al monte, cruzar el Río Bravo. Nuestros hijos tienen que comer”. A Lester Javier Velásquez, (37 años, una hija de 14 y otro de 5) se le quiebra la voz al hablar. Cada frase arranca con claridad, pero luego pierde fuerza por la ronquera de una garganta castigada. “De andar a media noche el sereno me pegó tos”, dice. Y lo que le queda. Viene de Comayagua (Honduras, a 526 kilómetros de Guatemala), lleva cuatro días en ruta y hoy va a dormir en la calle. No ha encontrado espacio en ninguno de los cuatro albergues habilitados por la Casa del Migrante.
“Que no se vaya a equivocar Donald Trump ni el presidente de México. Dios dirige esto. Nosotros somos sus hijos. No somos ningún tipo de pandilleros. Somos gente honrada que necesita trabajar”. A Joel Madariaga (35 años, dos hijas, una de 15 y otra de 13), también se le quiebra la voz al hablar. No está enfermo, como su compañero Velásquez. Es la emoción. Mira fijamente, ojos enrojecidos, gesto muy serio, como si fuese necesario remarcar que esto no es ninguna broma. “No nos va a parar nadie. Porque Dios va al frente. Así como sacó al pueblo de Israel, que abrió el mar, así nos va abrir la frontera. Que no se equivoquen México o EEUU. Nosotros vamos en el arca. Encomendados al Señor”.
Velásquez, Madariaga y Javier Francisco Maldonado Mansilla (26 años, un hijo de dos), son compañeros de ruta. No tienen dónde dormir, así que se acurrucan, sentados, bajo el porche de una tiendita en la avenida 14 de la zona 1 de Guatemala. Llueve levemente. Nada que ver con las tormentas de la mañana, pero lo suficiente para que el piso esté mojado. Frente a ellos, en la otra acera, una hilera de compatriotas se cubre con mantas, dándose calor apoyados los unos en los otros, protegiendo sus escasas pertenencias como pueden. Los últimos que llegaron de la larga marcha hondureña, ni colchón ni techo pudieron conseguir.
¿Quieren saber por qué dejaron todo atrás? “Pobreza y violencia”. No hay más.
El éxodo de los pies doloridos, de los agotados, de los que ganan 100 lempiras al día (Q32) y sienten que tienen tan poco que perder que sus posesiones caben en una mochila, está en la capital de Guatemala. Solo en los albergues se calcula que hay más de 4,000 personas. Unas 2,100 en el colegio Santa María; otras 1,500 en la sede de la Casa del Migrante; 400 en el Colegio Belga y otras 100 en otro recinto, según Julio Ventura, coordinador de Protección Internacional de la Casa del Migrante, que se queja de la ausencia de instituciones estatales como la Procuraduría General de la Nación (PGN) o la Secretaría de Obras Sociales de la Esposa del Presidente (Sosep). Hombres entrados en años, niñas que no levantan un metro del suelo, familias enteras, mujeres embarazadas, adolescentes con la barba recién estrenada. Todos ellos hondureños. Todos ellos con la meta de llegar a México y de ahí, a Estados Unidos. Todos ellos apilados en un pabellón, buscando su espacio entre colchonetas o cartones, cansados, heridos, preparados para madrugar a las 4 de la mañana y ponerse en camino a las 6 desde la plaza de la Constitución.
“¿Hay un colchón para mí?”, dice una mujer exhausta, entrada en años y kilos, pasadas las 9 de la noche en un albergue a reventar. Los colchones, 1,200 gracias a las donaciones, terminaron hace rato.
“Necesito llamar a mi esposa, decirle que voy con todo, que voy a lograrlo”, dice un hombre que aparenta más de los 30 años que tiene.
Caída la noche, el ambiente mezcla la excitación con el agotamiento y el sudor de decenas de cuerpos que llevan horas caminando. Quien pudo, agarró un carro o un camión o un bus. Pero a nadie le quitaron sus horas de tránsito a pie. Aquí, en la capital de Guatemala, hoy se concentra el grueso de la caravana, pero no son los únicos en camino. Por delante, aquellos que ya han llegado a Tecún Umán, frontera con México y punto de encuentro. El plan es reunirse allí y tratar de cruzar todos juntos, quizás el sábado, quizás el domingo. Por detrás, los rezagados, los que no se animaron con el primer convoy, pero han emprendido la marcha animados por el avance de sus compatriotas. Saben que Estados Unidos no les quiere. Han escuchado las historias de separación familiar en la frontera, tienen allegados que ya han pasado por esas penurias. Algunos incluso fueron deportados alguna vez. Y a pesar de eso, siguen la marcha, con la esperanza de que un milagro les permita alcanzar el “sueño americano”.
“Después de los Acuerdos de Paz es la primera vez en la que estamos asistiendo a una huida masiva de personas de la región centroamericana. Están dando una demostración de que realmente, de ahora en adelante, la migración no va a ser más gota a gota. Va a ser masiva. Así se está obviando el pago a los coyotes, al narcotráfico, al crimen organizado. Es más difícil secuestrar 5,000, 10,000, 15,000 personas que están en la ruta migratoria”, dice el sacerdote Mauro Varzeletti, de la Casa del Migrante. El religioso, de origen brasileño, con dos décadas de acompañamiento a los procesos migratorios sobre sus espaldas, habla ante los medios pasadas las 16:00 horas. Para entonces todavía un buen número de hondureños se encuentra en el camino desde Zacapa. Por el momento no ha llegado tanta gente para que los albergues se colapsen, aunque como él mismo reconoce, perdieron la cuenta de cuántos llegaron porque “a los 3,000 dejamos de contar”.
Ofensiva mediática de EEUU y la religiosa que cuida la puerta del albergue
Faltan cientos de kilómetros para que Velásquez, Madariaga o Maldonado lleguen a ver siquiera la frontera con Estados Unidos. Y, sin embargo, en Washington han sonado las alarmas. Solo así se explica la ofensiva mediática lanzada por algunos de sus representantes.
“Insto a todo migrante que piensa entrar a los Estados Unidos de manera ilegal que desista de esa intención y si ya está viajando regrese a su país. Cualquier persona que entre ilegalmente será arrestada y detenida antes de ser deportada. Su intento de migrar fracasará”, dijo Luis Arreaga, embajador de EEUU en Guatemala, a través de un video de 1:25 minutos difundido en redes sociales.
“Este es un mensaje para los que están migrando hacia los Estados Unidos. Por favor, regresen a su país. Están siendo engañados con falsas promesas de parte de líderes con fines políticos y criminales”, dijo Heidi Fulton, encargada de negocios de la embajada de Estados Unidos en Honduras, principal responsable de la legación ante la ausencia de embajador. La comunicación también se realizó a través de un video de 1:19 minutos de duración.
“Hoy hemos informado a los países de Honduras, Guatemala y El Salvador que si permiten que sus ciudadanos, u otros, viajen a través de sus fronteras y lleguen a los Estados Unidos, con la intención de ingresar a nuestro país de manera ilegal, todos los pagos que se les hagan se van a DETENER (FIN) (mayúsculas en el original)”, había amenazado el presidente Donald Trump la víspera a través de uno de sus ya tradicionales tuits incendiarios.
Tal despliegue, acompañado por la visita a la Casa del Migrante de David Hodge, ministro consejero de la embajada estadounidense en Guatemala, tiene mucha carga. Da la sensación de un poderosísimo gobierno asustado tras su muro mientras lanza amenazas a una caravana de gente hambrienta, que se desplaza caminando o pidiendo jalón. Aunque Hodge no fue el único representante gubernamental en el punto de concentración de los migrantes. También hubo enviados de México, Honduras y Guatemala intentando, en vano, convencer a los integrantes de la caravana de que regresen por donde han venido.
¿Alguien de verdad cree que Martín Sánchez, de Gualcinse (departamento de Lempira), que decidió ponerse en marcha con 500 lempiras en el bolsillo (Q160), que llegó a Guatemala tras cruzar por los cafetales y que sufre calambres en las piernas iba a desistir por un video que le llegue por whatsapp?
En su breve visita vespertina, cuando el albergue todavía no se había colapsado, el enviado de la Casa Blanca se encontró también con una pequeña dosis de justicia poética. Tras hablar con la prensa, con un tono más conciliador que Trump, pero insistiendo en la amenaza de la deportación, quiso entrar en el Colegio Santa María, el que acoge a un mayor número de migrantes. No pudo traspasar la puerta. Todo un enviado de la Casa Blanca. Tras el acceso, sentada y rotunda, como un cancerbero con hábito, se encontraba Sor Ana María. “No puede entrar. Están en contra de los migrantes”, le dijo. Luego sonreiría ante su pequeño triunfo, no sin reconocer pesadumbre ante el éxodo que se desarrollaba ante sus ojos. Sentía pena, decía también, por creer que muchos de los caminantes habían sido engañados. “Se hicieron anuncios diciendo que venían a Estados Unidos y que podrían entrar todos”, lamentaba.
Al contrario que Trump, Hodge no habló de cortar fondos. Recordó la reunión celebrada hace una semana entre el vicepresidente de EEUU, Mike Pence, y los presidentes de Guatemala, Jimmy Morales; Honduras, Juan Orlando Hernández; y el vicepresidente de El Salvador, Oscar Ortiz. Destacó la cooperación entre Washington y los ejecutivos del Triángulo Norte y los programas económicos. “Vamos a seguir con los programas”, afirmó, en aparente contradicción con el incendiario tuit del inquilino de la Casa Blanca.
Un dato importante: el 6 de noviembre, Estados Unidos celebra elecciones. Se escogen 33 de los 100 senadores y la Cámara de Representantes. Es probable que Trump utilice la crisis para desarrollar el discurso antiinmigración que le llevó al poder hace dos años.
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Aunque estos análisis, necesarios, no se escuchan demasiado en el albergue del colegio Santa María. Tampoco parece que los mensajes institucionales, amenazantes o conciliadores, tengan excesivo eco. A ras de suelo, entre las familias de pobres que se han echado a la carretera, hablar sobre esas grandes sumas de dinero que fluyen entre estados es algo que no va con ellos. Ni las han visto ni creen que vayan a verlas nunca. Solo en Honduras, Washington desembolsó en 2017 un total de US$181,758,000, según el Monitoreo Centroamericano de la Fundación Wola. Un gran desembolso para un país que, según el vicepresidente estadounidense, Mike Pence, ha visto cómo se incrementaba su migración en un 60%.
Algo falla. Algo está mal. Puede ser que no se esté poniendo el foco en el lugar adecuado.
“Juan Orlando (Hernández) espera que Estados Unidos le siga ayudando, porque con tanta gente marchando le pueden quitar las ayudas. Pero esas ayudas no son para nosotros, los pobres”, dice Joel Madariaga, sabiendo que esta noche dormirá al raso.
“No hay trabajo, hay mucha violencia, los gobernantes se quedan con las ayudas que los demás países le dan al pueblo. No hay qué comer, así que mejor migrar”, afirma Walter Antonio Mendoza (28 años, dos hijos, de dos y cinco años), de El Progreso-Yoro (a 448 kilómetros de Guatemala) mientras descansa en una colchoneta y se protege los pies con unas vendas. Tiene ampollas en los dedos. Está exhausto. Dice que cargar con el pequeño es cansado. No se le pasa por la cabeza dar marcha atrás.
Su conversación sirve para entender por qué las amenazas que llegan desde Washington no encuentran eco en la caravana. Cuenta que vivía en casa de su papá porque no tenía empleo, que únicamente estudió hasta la primaria, que de vez en cuando le llamaban para trabajar en un taller, una talabartería, pero apenas si le llegaba.
–¿Ha visto las noticias en las que los agentes migratorios separaban a los padres de sus hijos en la frontera? – se le pregunta
–Todo eso lo hemos escuchado y es el tema que llevamos –responde.
– ¿Qué piensa de esa posibilidad?
–No sé, vamos a intentarlo, lo que Dios diga.
–¿Y si no pueden cruzar?
–Nos quedamos en México si nos dejan quedarnos en México.
El éxodo es algo abierto. Se define más por lo que quiere dejarse atrás que por el lugar hacia el que dirigirse.
Y ahí emerge una de las grandes preguntas. México. Qué va a hacer México. No lo tiene fácil el país norteamericano, que se encuentra en un período de transición. Sale el presidente Enrique Peña Nieto, el mismo que invitó a Trump al país cuando era candidato y este le correspondió diciendo ante su propia cara que los mexicanos tendrían que pagar el muro que pretende construir en la frontera. Entra Andrés Manuel López Obrador, primer presidente abiertamente de izquierdas, que aboga por una solución basada en los Derechos Humanos pero que tendrá que lidiar con una crisis de la que sabemos cómo ha empezado, pero desconocemos por completo el final.
Por el momento, México anunció, a través de un comunicado conjunto de la Secretaría de Gobernación y la Secretaría de Relaciones Exteriores, que las personas que ingresen al país con visa podrán hacerlo con normalidad. Una oferta que se incluye porque es una opción existente en la ley, pero que no aplica en ninguno de los caminantes. Si alguien tuviese documento de viaje no se habría sumado a la caravana. Iría por su propio pie, sacaría sus papeles en la frontera y transitaría sin problemas. Los pobres no tienen acceso a visas. Regresando al comunicado, también dijo que quien desee solicitar asilo (es una opción para muchos de los participantes en la marcha), deberá hacerlo individualmente y que quien entre irregularmente, será detenido y deportado.
A día de hoy, lo único seguro es que el viaje continúa. El martes fue día de tránsito capitalino, con la zona 1 convertida en centro neurálgico. La mirada está puesta en seguir adelante. Aunque nadie, absolutamente nadie, se atreve a decir qué hará ante la próxima barrera.
“Todo el mundo sabe por qué estamos migrando. En Honduras somos los que estamos pagando la energía más cara del mundo. Tenemos la tasa de analfabetos del mundo. Decidimos dejar los estudios porque nos graduamos para estar transportando café. Emigramos porque tenemos familia, porque tenemos hijos, porque tenemos a quién sacar adelante y no podemos hacerlo”, dice Santos Humberto Montoya, de 23 años.
“La mera neta seguir en el país está perro, como decimos los hondureños. Mi hija me dijo que era un momento oportuno, con la caravana”, dice Modesta González, de 44 años y de Olancho (a 853 kilómetros de Guatemala). Viene con su hija, Paulina, (“tendrá 21”, bromea) y dos nietos. Vendía burritos en la calle, aunque afirma que no le alcanzaba. Sufre dolores en los pies, por la caminata, y por eso le han regalado un bote de Ketoconazol, un antifúngico, para tratarse la “quemazón”. “Ya me está aliviando”, afirma, sentada en el suelo, atenta al reparto de colchonetas, con uno de sus nietos desparramando la sopa de fideos por el suelo. ¿Qué hará si no le dejan avanzar? No lo sabe. Ni lo piensa. ¿Qué sueña para el futuro? “Tener una casa”. Otra cosa distinta a las cuatro paredes de madera pegadas a la carretera en las que, dice, residían hasta que iniciaron la ruta.
“En mi país no hay trabajo, hay mucha delincuencia”, dice Ever Ulises López Rodríguez, de 26 años, de Yuscarán (departamento de El Paraíso, a 626 kilómetros de Guatemala). “Mi familia es muy pobre. El trabajo que tenía me lo quitaron. Soy vendedor ambulante, ahí me ganaba las fichas, pero nos botaron”, dice. Asegura que, entre los impuestos oficiales y “el de guerra”, el que tenía que pagar a la pandilla (no dice a cuál), apenas le alcanzaba para sobrevivir él y sus cinco hermanos. Eso, hasta que perdió su empleo. Ahí está el motivo de que cuando su amigo Fernando Ortiz, vendedor ambulante como él, le planteó la idea de iniciar el camino, ni se lo pensó. “¿Volver atrás? Nunca. ¿Qué iba a hacer, morirme de hambre?”
Todos los caminos llevan a un Tecún Umán colapsado con miles de hondureños en tránsito. Por el momento hablamos de hondureños, porque según Julio Ventura, coordinador de Protección Internacional de la Casa del Migrante, no se han reportado salvadoreños o guatemaltecos en los albergues. Sí algún deportado, pero esto forma parte de la triste rutina en la Fuerza Aérea. Aunque nada permite asegurar que esta tendencia cambie. Los problemas que han llevado a estos miles de hondureños a ponerse en ruta se repiten también en Guatemala y El Salvador.
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Mario Castella...
Read lessMario Castellanos de 12 años viaja solo. Su madre sabe va en la #CaravanaDeMigrantes. Nos cuenta que cuando llegue a #EEUU quieres estudiar y trabajar. pic.twitter.com/ojpkkmFojq
— PlazaPública en Vivo (@PzPenVivo) 17 de octubre de 2018
Alejandro García
El pasado viernes 12 de octubre Bartolo Fuentes, exdiputado del Partido Libertad y Refundación (L...
El pasado viernes 12 de octubre Bartolo Fuentes, exdiputado del Partido Libertad y Refundación (Libre), anunció en televisión nacional de Honduras que iba a acompañar a unos 200 migrantes desde San Pedro Sula hasta los Estados Unidos para pedir asilo político. Inició así, una bola de nieve.
Hombres y mujeres, jóvenes, madres con sus hijos, familias enteras, empacaron ropa ligera y unos cuantos objetos personales para emprender el largo viaje. Algunos incluso abandonaron su trabajo —un trabajo que, aseguran, no les permite tener una vida digna—. En el oleaje interminable de personas, van, desde aquellos que buscan un empleo que en su país no encuentran, hasta víctimas de violencia. También enfermos que creen que en Estados Unidos encontrarán la cura a sus males.
Esa misma tarde, los caminantes tomaron rumbo hacia Guatemala. En el camino vecinos y vecinas les ofrecieron comida y ropa. El lunes 15 de octubre la caravana, entonces conformada por hasta 2,500 personas, inició su trayecto a las siete de la mañana.
El grupo finalmente cruzó la aduana de Agua Caliente pasado el mediodía, con un documento que les permitía la salida de Honduras y el ingreso a Guatemala. Entre Agua Caliente y la frontera, sin embargo, los esperaban varios puestos de seguridad que frenaron el movimiento.
Mientras los coordinadores dialogaban con las autoridades de Guatemala, la gente cantaba el himno y esperaba. “Algunas personas, por el sol y el cansancio, se desmayaron”, contó Bryan Sánchez, de Ocotepeque.
Al tiempo llegaron representantes de la Oficina del Procurador de Derechos Humanos a continuar la negociación. Después de una hora y media de espera, la aduana de Guatemala le permitió el ingreso a la caravana.
— ¡Sí se pudo, sí se pudo! — exclamaron los hondureños.
El domingo, el Instituto Guatemalteco de Migración había anunciado que no permitiría el ingreso de la caravana. “Con base a lo establecido en el Código de Migración, no se permitirá el ingreso de movimientos y personas (…) que, con fines ilícitos, alteren el orden y seguridad nacional”, señaló y aseguró que se tomarían las medidas necesarias para evitar que se atente contra el orden y seguridad pública. El gobierno de México y el de Estados Unidos publicaron mensajes similares. Pero la caravana logró entrar al país. Esperan tener la misma suerte en México y finalmente en Estados Unidos.
No fue el único obstáculo que sortearon. Está también la detención de su líder, del exdiputadoBartolo Fuentes. A las siete de la mañana Migración de Guatemala lo detuvo en Esquipulas. Lo subieron a un picop sin dar explicaciones. La PNC indicó que Fuentes no se había identificado en la frontera, mientras que Migración afirmó que se estaban preparando para devolverlo a Honduras. A la una de la tarde, Prensa Comunitaria con la ayuda de CALDH interpusieron un recurso de exhibición personal. Al momento que este reportaje fue publicado, se desconocía el paradero de Fuentes o las razones de su detención.
Bartolo Fuentes pertenece al partido opositor del actual gobierno de Honduras, de Juan Orlando Hernández (JOH). Reporteros hondureños que siguen a la caravana argumentan que parte del interés del exdiputado es ayudar a promover la idea de que en el país no hay trabajo, criticar el gobierno de JOH y alzar el perfil de su partido tras no lograr ser reelecto en las últimas elecciones. Fuentes insiste en que él simplemente busca proteger a la gente y servir como coordinador, gestionando espacios y facilitando el ingreso a albergues y Casas de Migrante.
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“Salgo porque hay demasiada violencia y no hay suficientes oportunidades laborales en Honduras. Yo tenía mi trabajo, pero no me alcanzaba para nada.” — Jesús Gabriel, 20 años
“Tenemos hambre. Es duro levantarse por la mañana y tener un niño que te diga ‘mami, tengo hambre’, y uno empiece a contar los lempiras que con eso solo alcanza para un juguito. O ir al centro de salud y no encontrar ni un acetaminofén.” — Luz Abigail, 34 años viaja con su hijo de 1 año
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Sin embargo, mientras algunos celebraban frente a la iglesia, el resto de la caravana fue detenida sobre la CA10 por antimotines y otros miembros de la Policía Nacional Civil que les prohibían el ingreso a Esquipulas.
—Todos somos pobres; tenemos que apoyarlos—, dijo una vecina de Chiquimula.
—Deberíamos sacar telas blancas, para que sepan que los apoyamos—, comentó otro, a un costado de la carretera.
Del otro lado de la pared de seguridad la gente descansaba, bajo el sol, cabizbajos o acostados en el suelo; estaban visiblemente agotados: brazos quemados, frentes llenas de sudor, pies desparramados sobre el concreto como amenazando no dar ni un paso más. Había bebés hambrientos colgando de los pechos de sus madres, hombres furiosos, desesperados; familias enteras trasnochadas, abuelos, abuelas cojeando, adoloridos, masajeando las pantorrillas de sus nietas adolescentes.
—Ayúdennos, los niños tienen hambre—, decían —Honduras es lo peor—.
Juan Carlos López, representante de la Casa del Migrante en Esquipulas, de origen hondureño y residente en Chiquimula, manifestó su indignación por cómo Guatemala y el gobierno de Jimmy Morales estaba tratando a sus compatriotas. “Acá tenemos profesionales, hay maestros, por ejemplo, pero estas personas no tienen acceso a un salario digno o a un sistema de salud competente”, asegura, “somos centroamericanos, y estamos pidiendo paso para que luego mis hermanos y hermanas puedan llegar a pedir asilo a México”.
Entrada la tarde vecinos de Esquipulas llegaban en moto, en tuctuc o a pie a dejar bolsas de agua, galletas y algunas naranjas a los migrantes.
Juan Carlos, con una figura del Cristo Negro de Esquipulas en mano, se encargó de negociar con las autoridades guatemaltecas. Desde la mañana la Casa del Migrante en Esquipulas había preparado alimentos para la caravana.
—Sé que así como yo hoy busco el bien de mis hermanos hondureños, ustedes como guatemaltecos apoyarían a sus paisanos, en otros países—, le dijo a los guardias.
A las 5:20 de la tarde, el plantón policial se hizo a un lado y la caravana avanzó, escoltada por un picop de la PNC, hacia Esquipulas.
***
“La situación allá es difícil, uno no gana nada. A veces no me alcanza ni para darle de comer a mi familia. Le pedimos al gobierno de Guatemala que nos ayuden a pasar por el país. Estamos cansados y apenas es el inicio; nosotros llevamos tres días, pero lo hacemos por ellos.” — Karen, 26 años viaja con su madre de 49, su hermana de 27 y sus tres hijos, de 5, 3 años y 9 meses.
“Nuestro país es muy pobre y corrupto. Yo llevo veinte años de estar en una silla de ruedas y no puedo pagarle a los doctores. El presidente no nos apoya a los pobres. Yo voy a Estados Unidos a buscar una operación que me permita caminar de nuevo.” — Sergio, 49 años.
***
Alertados por el ruido creciente, las y los vecinos de Esquipulas salieron a recibir a la caravana.
—¡Qué viva Honduras!—, gritaron algunas personas.
—Dios los bendiga—, decían otras.
—Gracias, padre—, algunos de los caminantes pasaron a saludar a los policías, sonreírles, tocarles el hombro por haberles dejado pasar.
Tan pronto el grupo alcanzó la 13 calle, varias personas empezaron a romper su dinero; sobre el boulevard San Benito cayeron varios Lempiras despedazados cuya vida había expirado pocos metros atrás. Otras familias se asomaban a las tiendas cercanas y panaderías para ver qué podían comprar con cinco quetzales.
A las 6 de la tarde, y apenas iluminados por las luces de la calle, la caravana llegó al Colegio San Benito, donde pasarían la noche y podrían tener acceso a servicios sanitarios y a una cena caliente. Mientras, empezaban a llegar noticias de que migrantes de El Salvador, Guatemala y México buscarán unirse a la caravana.
El padre Hugo López, párroco de la parroquia Santiago y director del Colegio San Benito, afirmó que el sábado por la mañana se enteraron de que un grupo de unos 1,200 a 1,400 personas iban a pasar por Esquipulas. “Lanzamos la convocatoria para los voluntarios y empezamos a recibir los insumos y víveres para atender a esas personas”, señaló, mientras mujeres de la comunidad, a un lado, servían las cenas a base de carne, arroz y pan, dentro del colegio.
El Colegio San Benito tiene la capacidad de albergar a 500 personas. Sin embargo, el lunes por la noche, las y los migrantes hondureños ocuparon el centro de convenciones, el parqueo del colegio, la Casa del Migrante y el coliseo de la asociación de ganaderos. Voluntarias del Centro de Salud de Esquipulas también ingresaron al centro de estudios para repartir medicamentos para combatir la deshidratación, problemas intestinales, dolor de cabeza o dolores musculares.
Aproximadamente a las 7:30, la fila fuera de San Benito había cedido. La mayoría había ingresado a la casa y buscaban cenar —su primera comida en más de doce horas—. Otros caminaban por las calles aledañas buscando un hotel o una pensión barata. Entrada la noche, varios rondaban cerca de la basílica, con frazadas o ponchos sobre la espalda, buscando intimidad y una esquina donde descansar.
Hasta tres mil personas de Honduras pasaron la noche del 15 de octubre en Esquipulas. A las cinco de la mañana, la caravana empezó a despertar.
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“Yo salí porque no tenemos pisto. Hay mucha violencia. Nos roban el poco dinero que tenemos. Lo que quiero, primero Dios, es llegar a México. Luego ya vemos cómo llegar hasta los Estados Unidos. Me gustaría estudiar y trabajar. Estudiar, pues lo que sea, con tal que nos dé pisto.” Mario David de 12 años viaja solo; dejó a su madre que sufre ataques epilépticos, en casa, sola
“Yo no he visto a mi hija en tres años, cuando ella fue a los Estados Unidos. Ella está en Houston. Me dejó a sus dos hijos. Al papá lo mataron. Yo, la verdad, viajo porque ya no puedo mantenerlos. Soy muy vieja, y ya no me dan trabajo. Quiero llegar a entregárselos.” — Arely Orellana de 65 años, viaja con sus dos nietos, de 6 años.
***
La mañana del 16 de octubre los migrantes le ganaron al sol. Algunos encontraron un chorro público en un parque y aprovecharon a lavarse los dientes, unos más compraban comida en tiendas, trataban, sin éxito, de hacer funcionar un teléfono público. Los vecinos llegaron temprano al Colegio San Benito a dejar pan dulce y café. Quienes despertaron temprano esperaban, listos para salir, mientras otros, aún adormitados, seguían descansando sobre el suelo, emponchados.
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Los Boy Scouts de Esquipulas ingresaron a las instalaciones para brindar atención médica y alimentos. “Estamos tratando muchas personas con ampollas, dolores de pies, de cuerpo; desgarres musculares y hasta gripe”, señaló, Edwin Chavarría, jefe de los scouts de Esquipulas. En ese momento varias personas hablaban de pasar un día más en San Benito, para descansar y se empezaban a considerar varias fronteras: Santa Elena, La Mesilla y Tecún Umán. “Hemos notado que el grupo está fragmentado y hay mucha confusión de información”, sentenció Chavarría.
A las 7:05 de la mañana, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, publicó en su cuenta de Twitter que si el presidente de Honduras no detenía o retornaba la caravana, el gobierno estadounidense detendría toda ayuda financiera a Honduras, “effective immediately!” escribió, “¡con efecto inmediato!”. A las 7:10 la gente empezó a salir del colegio, encaminada a la basílica para organizarse.
José Luis Carmera, el coordinador de los migrantes provenientes de Tegucigalpa, aseguró que estaban en negociaciones con el alcalde de Esquipulas para que brindara buses para transportar a la gente, o al menos mujeres, niños y niñas, hasta Chiquimula. “Pero cuesta, no tenemos apoyo, yo no conozco a otros coordinadores, no se presentan, no se dejan ver”, comentó, molesto. Así mismo, Carmera señaló que la caravana busca evitar tramos de más de 5 kilómetros sin algún pueblo con gente que las pueda ayudar y dar comida. Sin embargo, varios migrantes desconfían de los buses pues, según ellos y ellas, podría facilitar su captura.
Según los cálculos del coordinador, la caravana avanza a unos 5 kilómetros por hora y son capaces de caminar hasta 16 horas por día. “Pero eso fueron estos primeros días, la gente ya está agotada”, sentenció. Y si bien el grupo aún no tenía una ruta establecida, las personas afirman que el objetivo principal es abrir la frontera de México, “ayer fue Guatemala; mañana es México”.
—¿Y pasado mañana?—
—Estados Unidos—.
Rápidamente el parque de la basílica se llenó de hondureños y hondureñas. La gente pasaba a rezar dentro de la iglesia, a conocer al Cristo negro. Gabriel de 20 años, fanático del equipo de fútbol Olimpia, y vistiendo su camisola color tomate, pagó a uno de los fotógrafos de la basílica para que lo retratara frente a la iglesia. “Este león se va hasta pa’l norte,” dijo, posando erguido sobre los escalones.
A las 7:45 el grupo empezó a caminar hacia la carretera CA10. José Manzel, coordinador de los migrantes de La Paz, señaló que la caravana iba de camino a Chiquimula, a 57 kilómetros a dormir en la Casa del Migrante. Pero antes, harían una parada en Quetzaltepeque, 27 kilómetros desde Esquipulas. Manzel es uno de los coordinadores que han gestionado con grupos humanitarios, iglesias y Derechos Humanos para asegurar refugio en los diferentes departamentos del país. Así mismo, algunos miembros de la caravana son repitentes, es decir, migrantes que fueron deportados de Estados Unidos hace poco y conocen el camino, por lo tanto, son capaces de guiar y aconsejar al grupo.
Desafortunadamente, una vez la caravana ingresó a la carretera, de camino a Chiquimula, el grupo empezó a fragmentarse. La mayoría avanzó a pie, otros pidieron jalón a los vehículos que pasaban. Y si bien la idea, como dijo Manzel, era detenerse en Quetzaltepeque, la mayoría prefirió seguir el trayecto. Poco antes del medio día, cientos de hondureños y hondureñas ya descansaban en Chiquimula, a un lado de la calle. Allí también los vecinos salieron a brindar ayuda médica y alimentos.
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Según señalan los coordinadores, así como Juan Carlos López, el jefe de la Casa de Migrante en Esquipulas, se espera que la caravana llegue a la Ciudad de Guatemala mañana, miércoles 17 de octubre y en no más de ocho días a la frontera con México, en Tecún Umán —durante la mañana del 16 de octubre, tras especulación, el grupo confirmó que este será el punto de cruce—.
—¿Y para Estados Unidos?—
—Es muy temprano para saber—, señala Manzel. —Lo principal ahora es cruzar México, luego vienen meses hasta llegar a Estados Unidos, pero ahora nuestro objetivo es ingresar a México—.
El lunes 15 de octubre, por la noche, el Instituto Nacional de Migración de México reiteró su postura. Aseguró que el personal de migración revisará la documentación de las personas que conforman la caravana “y a quienes no cumplan, no se les permitirá el ingreso”, puntualizó.
A eso de las dos de la tarde se podía ver a un pequeño grupo, de no más de diez personas, ingresar a la Ciudad de Guatemala sobre el Puente Belice. Estas personas salieron desde temprano de Esquipulas. A estas alturas la caravana se ha fragmentado.
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Read less#AHORA#CaravanaDeMigrantes retoma su camino rumbo a la Ciudad de Guatemala. pic.twitter.com/XrNwTSR0FR
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Vecinos de Esq...
Read lessVecinos de Esquipulas les llevan comida a quienes viajan en la #CaravanaDeMigrantes. pic.twitter.com/efDgDMrN9V
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Read less"Tenemos niños, está lloviendo, no han desayunado. O morimos en el intento o morimos de hambre". #CaravanaDeMigrantes pic.twitter.com/8yJkhtQzD2
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Agentes de la PNC y el Ejército liberan el paso para que la caravana de migrantes hondureños siga su camino hacia Esquipulas. pic.twitter.com/Xzr63lce14