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Génesis Belén Mejía Flores, de siete años, originaria de El Progreso, Honduras, posa enfrente de la tienda de la carpa donde pasa las noches con su familia, abrazando a una muñeca y a la bandera estadounidense / Simone Dalmasso

Recuerdos de una caravana que ya no existe

Simone Dalmasso
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Recuerdos de una caravana que ya no existe

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La caravana migrante murió. Aquella multitud que recorrió medio continente a ritmo de locomotora estalló contra el muro fronterizo de Tijuana. La represión militar de las autoridades estadounidenses a un primer intento de cruzar la frontera, los gases lacrimógenos y las balas de goma, ahogaron la ilusión de alcanzar la meta deseada de la forma consueta, en masa, a pura fuerza de desesperación y empujes, tal como se había hecho hasta aquel entonces.

Era en la naturaleza de las cosas, de todos modos: cada quien tenía claro que el objetivo común era alcanzar la frontera gringa y que, desde allí, salvo un milagro, todo iba a restablecerse de la forma “normal”, bajo la cínica ley del negocio fronterizo de seres humanos, los coyotes listos para cobrar miles de dólares por persona o las mochilas del narco llenas de drogas a transportar como alternativa. Sobre todo, el concepto fundamental, cada quien volvería a encarar su destino de forma individual, por primera vez después de mes y medio de marcha multitudinaria, sin el abrigo de la colectividad.

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Algunos obviaron este dilema y cruzaron la frontera para entregarse a las autoridades estadounidenses, esperando acceder al estatus de refugiado por algún motivo personal; otros prefirieron retrasar decisiones, tomando tiempo, planificando una estancia prolongada en México con un trabajo, para dejar que se calmaran las aguas; otros lanzaron la toalla y retornaron a sus hogares, cargando el peso de la derrota, con aquel consuelo vacuo de regresar a las mismas condiciones de vida de las que se estaban escapando.

El diluvio del jueves 29 de noviembre inundó el campamento de Tijuana, destruyendo el último bastión de la caravana, aquel refugio que, en el transcurso de las semanas, se había llenado de miles de migrantes, niños, jóvenes, adultos y ancianos. Miles de migrantes que pasaban las noches amontonados en pequeñas carpas y los días engañando el tiempo, el hambre y la desesperación.

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El campo de béisbol Benito Juárez fue el último de los recintos que enmarcaron el sueño colectivo: tal como había pasado en todas las paradas anteriores de la caravana, este diamante fue el campo de concentración para un pequeño pueblo nómada, un microcosmo representativo de buena parte de las desgracias centroamericanas: hondureñas, salvadoreñas, guatemaltecas, nicaragüenses. Tal vez, el aguacero del jueves sólo adelantó un final ya escrito, a pesar de que cientos de personas se resistieron en dejar el lugar.

La lluvia se llevó consigo aquella imagen romántica de pequeña comunidad en marcha que se había revelado al mundo con su fuerza y vitalidad. Virtudes vividas con la impetuosidad de gente acostumbrada a no tener nada que perder, a seguir adelante no obstante todo, a renovar su aliento vital frente a cualquier obstáculo.

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