Alguna preocupación surgida en cuarentena, pesadilla o conversación nocturna extendida los ha devuelto al nido, grandes, largos y sujetando en sus manos sus propios libros. Alguna vez les he pedido que me lean, ya exhausta del trajín de la jornada. Muchas veces me he dormido antes que ellos. En esas contadas ocasiones me despierto a medianoche o de madrugada escuchándolos, completamente adormecidos. Solo S. ronca. La descubro ahí, en un rincón de mi cuarto, aprovechando la fuga de los otros para seguir a su tribu. Perra consentida que, si yo se lo permitiera, estaría también metida bajo el edredón. S. me sigue a todos lados. Si estoy trabajando, se sienta en la silla gris celeste en mi estudio improvisado al haber cedido el mío para el homeschooling. Si cocino, se acomoda en una esquina esperando a que yo haga cualquier tipo de movimiento, por más pequeño que parezca, que le indique que tendrá una recompensa sustanciosa (o eso es lo que S. espera). Si estamos trabajando en la huerta, está ahí olfateándolo todo. Ayer apenas contemplaba feliz cómo están saliendo las guías del güisquil que planté hace un par de semanas, y tuve que protegerlas de cualquier asalto indiscreto de S. con un intuitivo muro de raquíticas ramas. Si me siento a leer, se echa a mis pies. Si me baño, me espera detrás de la puerta. Nadie como S. para hacernos sentir que aquí el amor no necesita de gestos ni de palabras grandilocuentes.
Los enanos —que ya no lo son— me miran aún como su armadura a pesar de todas mis fragilidades. Adivinan quizá que su risa tronadora o su sentido crítico implacable nutren mis días. No tomo vitaminas: me basta con esto. Vivo, vivimos, cada día. Estos meses han sido difíciles por más de una razón, más allá de la pandemia. Hasta ahora, después de más de cien días en confinamiento disciplinado, después de sabernos medianamente habituados a nuevos ritmos, horarios, trasplantes de espacios bajo un mismo techo, logro nombrar los días. En fin, como dije hace varios años, aunque hoy ciertas palabras titilan en mi memoria, eso no es lo importante: a mí se me había olvidado sentirlos. Se me había olvidado qué era el paso del tiempo desde que la muerte se coló no solo como dato futuro, sino como certeza inminente.
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Nos hace falta la tribu extendida. Hay un agujero que no logra llenarse por más sesiones de Zoom o videos de WhatsApp que tengamos. La pandemia ha alejado a familias, barrios, comunidades enteras. Hijos sin sus padres o madres, padres y madres sin sus hijos, hermanos, abuelos, nietos, tíos, parejas, amigos. Pero ¿qué hay de aquellos a los que la pandemia ha vuelto a reunir? ¿O de aquellos que están cerca pero perdidos? Nunca supe entender cómo en un punto específico, no en cualquiera, sino en un punto preciso, se cruzan las vidas. No serán ya vidas paralelas, sino vidas que se hablan la una a la otra en un lenguaje propio, indescifrable e intraducible. Cada fragata sigue su curso en un andamiaje compartido. Hace un par de años escuché una entrevista de un programa radial a Tracy Edwards, la primera mujer en liderar una tripulación femenina compitiendo en una vuelta al mundo a vela en 1989. Eran 12 mujeres. Cada puesto, cada movimiento, cada rutina tenía un significado distintivo, pero juntas llevaron el velero a puerto.
Hay amores de amores pandémicos. Están los que han existido siempre en una matriz derrideana, como si se conocieran de antes: «Sabía que estabas por-venir». Lo intuíamos, al menos. Nadie sabe nada, en realidad. Están los amores orgánicos, esos que nos acompañan haya o no haya pandemia. Están los amores que no dejan de escribirnos, no importa si contestamos o no. L., mi amiga antropóloga lingüista, amorosa como ella sola, no conoce, ni conocerá nunca, el verbo claudicar. No se imaginan estos amores cuánto cuentan sus palabras dosificadas en el silencio rutinario. Están los que se adivinan: son tan inverosímiles aquellos instantes fugaces donde vida y teoría coinciden. Están los amores lejanos materialmente. La covid-19 nos ha arrancado la posibilidad de tocarlos, de cruzar fronteras, de abrazarlos. ¿Adónde migran los besos y abrazos no dados? Estás tú, con quien hablo con los ojos cerrados, a tientas para no interrumpir tu sueño porque siempre que lo hago salgo a buscarme, como diría Ak’abal. Te pediría que más bien moldearas transportadores que atraviesen espacios y tiempos. Pero no sé cómo se piden favores metafísicos.
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