Es inaudito que al 4 de julio de 2015 ya se hayan interpuesto 123 recursos de amparo en contra de la Contraloría General de Cuentas. Los amparistas: candidatos a candidato que tienen asuntos pendientes de resolver con el Estado. Y esos asuntos, en su mayoría, se refieren a cuentas por solventar.
El Estado no da para más. Debe entenderse. No podemos permitir que sigan las burlas contra la justicia. «Hecha la ley, hecha la trampa», reza un refrán popular, pero ese refrán ya no debe tener cabida en Guatemala. Más de 1 000 plazas fantasma en uno solo de los organismos de Estado indican que no somos un país pobre. Somos, sí, un país rico con una caterva de ladrones enquistados en dichos organismos.
Ha de reconocerse que la Corte de Constitucionalidad ha revocado algunos de esos amparos, pero no ha sido suficiente para detener el aluvión que permite metamorfosear a los rufianes de siempre.
El colmo de la situación se está dando en un municipio del departamento de Guatemala donde existen dudas acerca de la idoneidad de la junta electoral municipal. Según los denunciantes, dos miembros están ligados al partido oficial. Es el caso concreto de Palencia. Me pregunto: ¿cómo es posible que hayamos llegado a tales extremos? ¿Acaso no deben ser personas probas y libres de toda duda quienes integren dichas juntas?
No podemos soslayar que la cuestión principal es en relación con los valores morales. Porque, aunque se diga que la ley es la ley y que por dura que sea debe cumplirse, los inmorales siempre encuentran la manera de sortearla. De esa cuenta, candidatos hay que son proveedores del Estado; otros, exconvictos; unos terceros, con inmensas fortunas de dudosa procedencia. Mientras tanto, la gente buena ve pasar el desfile sin decir esta boca es mía. Así las cosas, la cuestión de principios no va solo en orden a los felones —que cada cuatrienio se matan por alcanzar el hueso que pretenden—, sino también a quienes, considerándose impolutos, no pasan de lamentarse. Tan inmoral es hacer lo malo como permitirlo.
No obstante, es preciso tener en manos una modificación a la ley actual. El voto nulo, por ejemplo, es una de las propuestas que vale la pena exigir que sea aprobada. Ciertamente correríamos el riesgo de que en estos momentos muy pocos ocuparan una curul o una silla edilicia. Porque —excepción hecha de posibles diputados y alcaldes que se pueden contar con los dedos de las manos— los esperpentos que tenemos como candidatos son para asustarse.
La cancelación de aquellos partidos que durante el proceso hayan infringido gravemente la ley es otra de las propuestas por las cuales debemos luchar. Y, de nuevo, si se estuviese aplicando en estos momentos, no tendríamos partidos políticos contendientes. Todos han cometido faltas que rayan en la desvergüenza y la impudicia. Ni qué decir de la reelección limitada a dos períodos para diputados y alcaldes. Muchos hay que han hecho de dichos cargos un modus vivendi.
La propuesta del TSE ya está en el Congreso. El asunto ahora es cuándo se van a sancionar tales cambios y cuándo entrarán en vigencia.
Desafortunadamente, la temporalidad de la ley impide que las modificaciones entren en inmediato vigor. El quid pro quo, entonces, consiste en cómo impedir, sin perjuicio de la no retroactividad de la ley, que los espantajos de siempre sean inscritos. Porque, insisto, el Estado no da para más.
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