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Yo madre

Madre exige que Gustavo nunca –nunca– sepa que va a contar su secreto a un periodista. Madre teme a los pandilleros. Vive entre ellos. Madre sabe, y porque sabe, teme.
―¿Se recuerda del cipote aquel que le dije que mataron? ¿El de los condominios? 14 años tenía. Pues dicen que jugando fue, que otro de los muchachos le puso la pistola en la cabeza, bromeando, y se le disparó. También dicen que es primo de uno de los meros-meros.
Este niño es hoy un pandillero condenado a 30 años por el asesinato de tres personas y por asociaciones ilícitas.
Madre y su hijo Gustavo, en una imagen tomada a inicios de la década de los noventa en San Salvador. Fotografías de Roberto Valencia
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Yo madre

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Cifras oficiales: más de 60,000 pandilleros activos y –lo más inquietante– un entramado social que representa casi el 10 % de la población salvadoreña. ¿Puede seguir abordándose este problema como algo estrictamente delincuencial? Un periodista de la Sala Negra se reunió a lo largo de 13 meses con la madre de un pandillero para intentar comprender qué conduce a un joven de una comunidad empobrecida a integrarse en una pandilla, y cómo una mamá digiere que el fruto de su vientre se convierta en pandillero.

Por Roberto Valencia, de El Faro.

“Hay muchos hogares destrozados, hay mucho dolor, hay mucha pobreza. Hermanos, todo eso no lo miremos con demagogia”.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, diciembre de 1979.

No deseo a nadie que tenga un hijo así, como el mío. No es fácil vivir con esto. A veces quisiera ser un hada y cambiarlo todo, a él, pero lastimosamente no se puede. A veces hubiera preferido que fuera ladrón o afeminado. En la cárcel lo tengo ahorita. Si está ahí es porque algo debe, usted sabe, y si va a salir a las mismas… Puede sonar injusto que una mamá hable así, porque casi todas las mamás quieren que sus hijos salgan, que salgan así deban cinco o 10 muertos. Mi forma no es así. Eso de que uno va a estar haciendo daño a otras personas y riéndose de la vida… no. Pero a él no se lo digo como se lo estoy diciendo a usted. Eso me lo guardo. Al principio caía como en depresión. Bien feo me agarraba. Pero si me derribo, ¿quién va a criar a mis otros hijos? Pasé otro tiempo que sentía que me disparaban por la espalda. Otras veces pienso que me van a parar y me van a decir: esta es la mamá de fulano. Es como una sicosis, como que yo anduviera los tatuajes en la frente. Porque hay resentimientos, y si le quieren dar donde más duele… Yo así le digo: tus hermanitos van a pagar el pato… y yo, ¿creés que no? Y por ahí lo voy amortiguando, aconsejando. Le digo: mirá, Dios te tiene aquí con un propósito, que cambiés. Yo sé, mamá, me dice. ¿Qué más puedo hacer? Es mi hijo… Sí, hay madres que se alejan de sus hijos, pero eso no cabe en mi corazón.

***

No le gusta airear su secreto. Hace seis meses ni siquiera sus otros hijos sabían que Gustavo es un activo de la Mara Salvatrucha-13 (MS-13). Apenas se lo ha susurrado a los familiares más cercanos y a las poquísimas personas que se han ganado su confianza.

Hoy es un martes de abril, 2012, y Madre al fin ha accedido. La cita a ciegas es a la 1:15 de la tarde en un centro comercial sobre la 10.ª avenida Sur, en la parte baja de San Salvador. Aunque el Barça juega la Champions y hay movimiento, reconocerla resulta demasiado sencillo. Cuarentona, el plante recio de una veterana vendedora de la calle –rostro expresivo, mirada afilada, espalda ancha, brazos más gruesos que los míos– y la cara de preocupación de quien guarda un secreto terrible. Viste falda larga, como les dice el pastor.

Nadie más sabe que Madre hoy ha quedado para hablar de su secreto.

―Con Gustavo me pasó que le di mucha libertad –dice–. Yo confiaba porque era bien tranquilo, si de niño hasta las cipotas le pegaban, y hogareño: dejábamos desorden en la casa, y al llegar lo había arreglado.

Madre exige que Gustavo nunca –nunca– sepa que va a contar su secreto a un periodista. Madre teme a los pandilleros. Vive entre ellos. Madre sabe, y porque sabe, teme. En este primer encuentro, en un Pollo Campero, se la ha pasado mirando alrededor con recelo. Cuando ha dicho algo de la pandilla, ha bajado la voz como si estuviera en un templo.

―Entonces, ¿me dejará contar su historia?

―Solo si me promete que no va a ir mi nombre ni el de mis hijos ni mi dirección.

Exige también lugares menos concurridos para hablar. Madre en verdad teme.

***

Hace apenas 30 años Mara Salvatrucha y Barrio 18 no significaban absolutamente nada en El Salvador. De hecho, hasta que se pervertió, "mara", la palabra que define el fenómeno del pandillerismo juvenil centroamericano, tenía connotaciones positivas. Se utilizaba para referirse afectuosamente a los conocidos de la colonia o la escuela, a la cuadrilla, al grupo de amigos.

Pero en los 80 las guerras y la pobreza expulsaron a cientos de miles de centroamericanos –sobre todo salvadoreños– hacia Estados Unidos –sobre todo al área de Los Ángeles–; las gangsangelinas sedujeron a una parte de los migrantes que cayeron en los suburbios latinos; cientos se integraron en la pandilla 18 o en la MS-13, aunque no solo; y a inicios de los 90 el gobierno estadounidense desató una política de deportaciones masivas de centroamericanos con el virus de las pandillas interiorizado.

En cuestión de meses El Salvador vivió la llegada de docenas, centenares de activos, cuyo estilo de vida –ropas holgadas, tenis Nike Cortez, llamativos tatuajes, estrictos códigos disciplinarios y una seductora oferta de hermandad eterna– resultó ser un imán para la juventud de la posguerra. También deportaron a integrantes de otras pandillas y estaban las autóctonas, pero en menos de una década la MS-13 y el Barrio 18 polarizaron el fenómeno de tal manera que en la actualidad parecen las dos únicas.

La extrema desigualdad social, la débil institucionalidad, la impunidad y determinadas políticas públicas que actuaron como combustible –la política de "mano dura" y la decisión de asignar cárceles a cada una de las pandillas, por citar un par de ejemplos– fueron el caldo de cultivo idóneo para la radicalización de las maras, más violentas y con un control territorial más agresivo que el de las casas matrices en Los Ángeles.

Esto no es exageración: en amplias zonas del país la gente hoy tiene miedo de pronunciar en público los números 13 o 18.

El gobierno de El Salvador empezó en 2012 un censo para dimensionar la implantación del fenómeno. En mayo de 2013, monitoreados 184 de los 262 municipios, las cifras oficiales hablan de 60,000 pandilleros activos y de una red social adicional de 410,000 personas, entre chequeos(jóvenes en período de pruebas para ganarse un lugar), jainas (novias o compañeras de los pandilleros), mascotas (niños que caminan con la pandilla) y familiares directos que mantienen vínculos. Y entre los familiares, una figura hegemónica: la madre.

Hay varias docenas de miles de madres de pandilleros en El Salvador. En un universo tan vasto cabe casi de todo: madres cómplices de los delitos de sus hijos, madres que simplemente se aprovechan del terror que infunde la pandilla, madres pasivas pero que de alguna manera se benefician de la actividad delictiva, madres distanciadas de sus hijos, madres que odian a sus hijos… y madres –como Madre– que a su hijo pandillero lo quieren de corazón pero también de corazón odian la pandilla.

***

Es jueves y mayo. Hace dos meses que Mara Salvatrucha y Barrio 18 acordaron una tregua auspiciada por el gobierno. Los homicidios se han desplomado a menos de la mitad, y las concesiones del Estado a los pandilleros no se han hecho esperar, con generosidad acentuada en las cárceles: removieron a los militares de los controles de ingreso; el horario para la visita íntima pasó de una a 12 horas; los familiares pueden meter hoy más dinero y comida; colocaron televisores de plasma en las celdas. También se restituyó un derecho: ahora entran los niños.

―El sábado que fui a verlo llevé a Erick.

Gustavo tiene un hijo –Erick– que en junio cumplirá cuatro años. Llevaba casi dos sin acariciarlo, desde que el gobierno prohibió a los pandilleros ver a sus hijos. Fue un sábado de abrazos pospuestos y besos diferidos en el área de visitas.

―Nomás verlo le dijo "papá". Y Gustavo, llorar y llorar. Erick, ¿me querés?, le decía. Sí. Pues abrazame, le decía. Lo anduvo paseando por toda el área de visita. Un amigo lo vio y le dijo: si tus mismas orejas tiene, ¿y decís que no se te parece? Fueron como dos horas. Al irnos, el cipote le dice: me quiero quedar aquí, con vos. Gustavo lloraba. Los tres lloramos. Andá a la casa, le decía el cipote. Bien vivo.

***

Madre nació un sábado de octubre de 1971 en el Hospital de Maternidad, donde nacían y nacen los pobres. Hija de Manuel y María Julia, curtidos vendedores de la calle los dos, fue la mayor de los cinco hijos que engendraron –dos murieron al nacer–, pero ambos huían de fracasos previos: María Julia tenía otros tres hijos; y Manuel, otros cinco. El primer hogar fue un mesón de la colonia Zacamil de Mejicanos.

―Mi papá vendía dulces-cigarros-chicles… y le iba bien, era bien famoso. Pasó 20 años en la puerta de un colegio y los fines de semana, al estadio. Era un pan de Dios. Tomaba sí, pero no nos golpeaba. Conmigo fue bien chévere… Mi mamá no. Me obligaba a lavar ropa, a cocinar, a trapear. Una vez me quebró una escoba en el lomo por quemar unas pescaditas.

La familia consiguió un lote en el Campamento Morazán, en Soyapango. Fue cambiar de sitio para no cambiar. Con 11 o 12 años, Madre se cansó de la rigidez y de los golpes, y marchó a vivir con una hermanastra al reparto San José, también en Soyapango.

―Ella me enseñó a cocinar, a ir al mercado… todo lo importante.

Una discusión con la hermanastra la regresó a casa de sus padres, pero nada sería igual. Niña aún, pero Madre tenía su propia venta de dulces-cigarros-chicles –el influjo indeleble de la figura paterna– en una parada de buses urbanos cerca de la Alcaldía de San Salvador. Con 13 años creyó tener encarrilada la vida: abandonó los estudios en sexto grado y se dejó querer. Pudo haber sido distinto, pero no.

―Los novios que tuve eran cobradores de buses; tanto pasar y pasar por mi venta.

Con 14 se fue a vivir a un mesón en la colonia Yumuri de Mejicanos, junto a un cobrador que la enamoró –una década más viejo– y la suegra. La amorataba a mordiscos para que todos en la colonia supieran que tenía dueño y le prohibió trabajar. Para Madre eso era el amor. Se sentía completa con novio formal, un techo y la vida por delante. Antes de haber cumplido los 16 quedó embarazada.

Pero su proyecto de vida colapsó como un rascacielos golpeado por un Boeing 767. Para cuando Gustavo nació, abril de 1988, las continuas infidelidades del ya excobrador y las consecuentes discusiones forzaron el regreso de Madre a casa de sus padres, que ahora vivían en una comunidad por el Centro de Gobierno, en San Salvador.

―Del padre de Gustavo sé que se casó y poco más. Él jamás me volvió a preguntar ni yo lo busqué. A mi hijo lo crié sola. Desde tiernito me tocó tenerlo a la par.

***

La privacidad apalabrada es uno de los quiosquillos junto a las piscinas del Centro Español, en la exclusiva colonia Escalón, de San Salvador. Aún es el mismo jueves de mayo en el que me cuenta el reencuentro carcelario de tres generaciones. Madre me acaba de decir también que su hijo cumple condena en Ciudad Barrios, y se entusiasma cuando le digo que tomé fotos cuando visité esa cárcel para cubrir algo de la tregua.

―¿Podemos verlas? Quizá sale.

En Ciudad Barrios hay unos 2,400 emeeses, y la posibilidad de que aparezca en alguna foto suena ridícula, pero enciendo la laptop y comienza la rueda de reconocimiento.

―A ver… ¿Puede poner un poco más grande ahí?

―…

―No, no es él. Así está aquel ahora, pelón, pero no es él.

―¿Y es alto muy alto?

―No, de mi porte… Pere, pere… Dele atrás…

―…

―Esa cara… más grande… Ahí está –no hay nadie alrededor, pero Madre baja la voz hasta el susurro–, ese es mi hijo.

Viste camisola blanca, como casi todos en la foto. Está en primera fila de un nutrido grupo. Gustavo tiene espaldas anchas, parece bien alimentado. Rapado al cero, sus orejas –las de Erick– lucen aún más grandes y despegadas. La peloneada muestra dos tatuajes de su clica en la cabeza, a un lado y en la parte alta. Los antebrazos también están tintados. El rostro y el cuello, limpios.

―Nos parecemos, ¿va? Ahí está mi Gustavo. ¿Y podría pasarme esa foto sin que nadie más la vea?

***

Gustavo

Gustavo nació por cesárea un miércoles de abril de 1988 en el Hospital de Maternidad, donde nacían y nacen los pobres. Nació amarillento y lo retuvieron tres días. Madre recibió el alta antes, pero el tajo suturado de su bajo vientre se le infectó a la semana y regresó de urgencia al hospital como quien llega a pedir un favor.

―De la herida me salía un agua bien fea, que hiedía. Se me fueron los puntos y se me abrió todo. Me quedé un mes en Maternidad, luego me cosieron otra vez.

En la microeconomía del vendedor de la calle un mes sin trabajo es un mes sin ingresos. Apenas recibió el alta, Madre tuvo que ir al puesto, ahora con su hijo. Salían a las 6 de la mañana a vender y regresaban a las 6 de la tarde.

―Al bebé lo tenía a la par de la venta, en una cajita de cartón.

Resultó un niño tranquilo. Le costó hablar. No molestaba. Tímido. Si le decía que se quedara quieto, quieto se quedaba. Cuando hubo que matricularlo en una escuela, lo matriculó, pero no alteró la dinámica de pasar juntos cuantas más horas mejor. Quizá por eso el vínculo. Madre tiene una caja de zapatos llena de fotografías; de sus tres hijos, Gustavo es con diferencia el más retratado.

 

Este niño es hoy un pandillero condenado a 30 años por el asesinato de tres personas y por asociaciones ilícitas.

No era el más brillante de la clase, pero llegó hasta bachillerato sin repetir grado. En casa ordenaba, barría, limpiaba trastes, se llevaba con sus hermanos, los cuidaba. Cumplió 10, 12, 15 años y nada hacía pensar que terminara en una pandilla. Con 16 aplazó primero de bachillerato, y Madre decidió que comenzara a trabajar con uno de sus hermanastros en una imprenta. Gustavo le entregaba la mitad de su salario. Pero al año hubo un recorte de personal y quedó fuera. Sin trabajo y sin estudios, comenzó a pasar más tiempo con los muchachos de la colonia.

―Lo que lo arruinó es que mucho tiempo en las calles, y yo, que confiaba en él porque era bien tranquilo: nunca llegó bolo a casa, no fumaba. Él salía a la canchita a jugar y subía a las 7, y luego fue pasando ese límite. A las 8, después a las 9, 10, 11...

A mediados de 2006, con 18 años recién cumplidos, Gustavo le dijo que se iría a vivir con unos amigos a otra colonia. Madre comenzó a sospechar cuando empezó a verlo bien vestido, zapatos caros, nada que ver con la austeridad familiar. Pero se resistía a pensar que fuera pandillero.

Un día le dijeron que estaba preso en la delegación policial de Mejicanos. Madre llegó y un comisionado le soltó a bocajarro que era pandillero de la Mara Salvatrucha. Gustavo lo negó y renegó con tanta determinación que Madre lo creyó. Salió a los tres días sin cargos. Volvió a caer preso, y esta vez lo enviaron a la cárcel de Chalatenango. Tardó meses en recuperar la libertad, y lo primero que hizo al saberse libre fue regresar a casa para sincerarse, como quien se quiere quitar un peso de encima.

―Ya no puedo vivir aquí –dijo Gustavo– ni podré venir a visitarla, es para no causarle problemas.

―Hijo, vos bien sabés el bien y el mal. En esta casa hay calamidades, pero un mal ejemplo nunca lo has visto…

―Yo sé, mamá.

Gustavo lucía entero. Madre quería morir. Pero aquella plática no fue una discusión.

En marzo de 2009, un operativo de la División de Investigación de Homicidios de la PNC desarticuló su clica, pero Gustavo escapó. En junio quiso celebrar el primer cumpleaños de su hijo –el fruto de una relación en apariencia estable– y fue al centro de San Salvador a comprar piñata. Sobre la avenida España una patrulla le pidió la documentación en un control rutinario y comprobó que era prófugo. Gustavo cargaba 80 dólares y celular, y se los ofreció al agente. Esta vez no puedo, andamos dos más, obtuvo por respuesta. Aquellos fueron sus últimos momentos en libertad.

En agosto de 2010 Gustavo y otra decena de pandilleros de su clica fueron condenados a distintas penas por asociaciones ilícitas y por tres asesinatos cometidos entre junio de 2007 y enero de 2008. A Gustavo le cayeron 30 años.

―¿Y usted por qué cree que se metió en la pandilla?

―Por los limitantes que teníamos en la casa quizá. Y que pasó mucho tiempo en la calle.

***

Mañana será junio y viernes, hoy es jueves y mayo. Madre está contenta, una contentura compatible con los temas de conversación más ásperos.

―El martes mataron a un cipote –dice–. Ahí por la canchita, del Seguro para arriba. Yo justo pasaba, como a esa hora voy a hacer limpieza.

―¿Usted lo vio?

―Solo oí los disparos. Dicen que 14 años tenía, y que lo habían expulsado de la escuela. Esta vez llegó un carrito del Canal 33.

―¿La otra pandilla lo mató?

―A saber. Solo sé que tenía 14 años y que vivía por los condominios. Yo oí los disparos y me agarró canillera… luego los grandes gritos. Gritaban: nooooo. A saber por qué lo mataron, pero 14 años tenía el cipote.

En El Salvador, uno de los países más violentos del mundo, la violencia se ha adueñado de la conciencia colectiva, pero hay –debería haber– una diferencia entre quienes conviven a diario con su expresión más cruda –las maras– y quienes viven en residenciales amuralladas y el fenómeno solo lo perciben por Facebook o por televisión. De cualquier conversación con Madre, en especial de las nacidas con vocación de intrascendencia, surge la evidencia del ambiente de extrema violencia que la rodea.

―Yo siento que la mentalidad de Gustavo ya cambió: 50 % negativo y 50 % positivo –dice, mientras la acerco en carro a la colonia Zacamil.

―¿En qué le nota usted maldad?

―A veces me ha hecho comentarios de la mamá de Erick. Dice que ya se ha ganado la bolsa negra, y que si no ha dado la orden es por el niño.

Ella tiene 19 años; lo tuvo con 15. Vivían juntos cuando detuvieron a Gustavo, pero el amor eterno se marchitó tras unas visitas a la cárcel. Ella tenía tatuado el nombre de él, pero lo cubrió con otro tatuaje. A Gustavo hoy le cuesta digerir que ella ponga trabas para que Erick lo visite, pero lo que más lo enciende es que ande con otros.

―Ella ahora tiene otras parejas –dice Madre–, y él ya me dijo: si quiere andar con otro baboso, que ande, pero que no sea ni de la colonia ni policía ni homeboy ni mucho menos de la otra pandilla; que sea civil; y que sus cosas las hagan fuera, donde nadie la vea; y que se cuide de no embarazarse. Él a veces se enoja, se enoja, pero yo intercedo por ella. Le digo: es la mamá de tu hijo, te lo está criando. Pero como dos veces le he oído eso de que se ha ganado la bolsa negra…

―¿Y qué dice usted cuando lo escucha?

―Me pongo a llorar. No seás así, le digo, ningún ser humano merece esas cosas, por muy malo que sea. Ya cuando me ve llorar, me dice que estaba bromeando, ¿cómo va a creer usted?, me dice, pero dígale que no se ande regalando a cualquiera. Eso sí le da cólera.

***

Madre crió sola a Gustavo, desde tiernito a la par. Ensayó algún intento de reconciliación con el padre, pero no tardó en concluir que la ruptura era la mejor opción.

Los últimos años de la guerra civil los vivió en casa de sus padres, pero apenas llegaba a dormir porque optó por trabajar a destajo. Siguió con su venta mañanera de dulces-cigarros-chicles y se colocó como mesera en una pupusería, de 3 a 9 de la noche. Tomó otra decisión importante: dejó su puesto junto a la parada de buses y probó suerte unas cuadras al sur, en las puertas del cine Majestic. El bebé siempre a su vera.

La apuesta resultó un acierto, y Madre disfrutó de cierta holgura económica. Se permitía algún caprichito para Gustavo, raro era el domingo que no salían a comer pizza o pollo, y logró ahorrar 8,000 colones (914 dólares al cambio actual), una cifra que 20 años después le suena a fantasía.

En las puertas del Majestic conoció a Chamba, el portero del cine, cinco años más viejo y padre de dos hijas. No tardaron en irse a vivir juntos a un mesón ubicado detrás del mercado de Ciudad Delgado, para mientras, pero los Acuerdos de Paz trajeron un sinnúmero de proyectos de cooperación. Madre supo de una lotificación en la Zacamil –la colonia en la que estuvo su primer hogar– avalada por el Estado, las cifras cuadraban con su presupuesto, y llegaron a levantar su champa, que no tardó en convertirse en una modesta casita.

Con 22 años Madre volvió a embarazarse. Gustavo tenía 6 cuando en enero de 1995 nació Karina.

En ese tiempo Madre supo no solo de las continuas infidelidades de Chamba, sino que en sus planes ella era algo así como el segundo plato, la querida.

―Chamba tiene otra hija de la edad de Karina. Esa otra mujer como que lo tiene absorbido. Es más joven, más boni… no, más bonita no es. El cuerpo quizá, pero como ellos solo eso miran, lo exterior.

―Usted como que no ha tenido mucha suerte con los hombres…

―Los padres de mis hijos me dejaron por otra. Quizás por lo mismo que yo he sufrido le digo a mi hija que se cuide y que elija a un hombre con valores, aunque sea feyito, porque de los bonitos rara vez sale algo bueno.

Pero la ruptura no fue tan abrupta en esta ocasión. Chamba siguió llegando a la casa, con aportes mínimos a una economía familiar que comenzaba a dar señales preocupantes, y con ocasionales fogonazos de pasión.

Con 29 años Madre volvió a embarazarse. Gustavo tenía 13 cuando en septiembre de 2001 nació Gabriel. Pudo haber sido distinto, pero no.

Como si presintiera que lo peor estaba por venir, pidió que la esterilizaran.

***

Viernes 15 de junio, 2012.

―¿Se recuerda del cipote aquel que le dije que mataron? ¿El de los condominios? 14 años tenía. Pues dicen que jugando fue, que otro de los muchachos le puso la pistola en la cabeza, bromeando, y se le disparó. También dicen que es primo de uno de los meros-meros.

***

Karina

Karina nació por cesárea un miércoles de enero de 1995 en el entonces nuevo Hospital Zacamil, otro hospital para pobres. De los tres, resultó el embarazo más tranquilo, sin estreses ni discusiones de pareja. Madre está convencida de que eso determinó. Karina fue la primera en aprender a caminar. Siempre ha ido bien en los estudios. Tiene una edad complicada, 18 años, pero acepta con resignación la precariedad económica; ni siquiera protestó cuando la pobreza le privó de fiesta de 15 años. Madre cree que tiene madera de líder. Es bien madura, dice, el orgullo en la mirada.

El Día de la Madre de 2012 Karina le escribió una carta en la que le pedía disculpas por sus berrinches, le agradecía los valores inculcados y le prometía que iba a seguir esforzándose.

—Mi familia dice que es la única con la que me he ganado el cielo. Y eso que la mayoría somos vendedores y no le gusta mucho vender ambulante. En un puesto sí, ya estuvo haciendo tortas en el chalé de mi hermana, pero en la calle no le gusta. Yo la animo: rompé el hielo, no seás una vendedora más en la familia.

Karina ha logrado un hito en el árbol genealógico: alcanzar la mayoría de edad sin embarazarse. Aspira a convertirse en la primera licenciada de la familia.

***

La tregua entre la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 va camino de los cinco meses, las estadísticas oficiales insisten en que se cometen la mitad de asesinatos que hace un año, pero Madre dice que en su comunidad apenas nada ha cambiado. El "ver, oír y callar" sigue siendo ley de vida entre los residentes. El Estado, sin embargo, acentúa su permisividad con los pandilleros en las cárceles: para el Día de la Madre pudieron encargar Pollo Campero; y para el Día del Padre, Pizza Hut.

―Pero viera lo que me pasó el otro sábado que fui al penal con Erick…

Dice Madre un martes de julio. Luego suspira.

―Gustavo se puso a jugar con él y a enseñárselo a sus amigos, pero ya al final el niño se viene y le dice gritando: sos un papá de mentira porque no vas a la casa y no me arreglás la bicicleta, y no me querés porque no querés que me quede aquí contigo. Tiene 4 años pero es bien vivo. Y mi hijo se puso a llorar, a llorar, pero puro niño lloraba. Todos alrededor lo miraban callados, y yo lo abracé, llorando también pero con miedo, porque a saber qué estaban pensando. Y ahí alcancé a decirle: hijo, todo esto lo hubieras pensado antes.

***

Madre pidió que la esterilizaran cuando Gabriel nació, la segunda de las decisiones trascendentes que tomó en aquellos meses turbulentos.

―Empecé a ir a la iglesia a los días de salir embarazada. No sé, sentí la necesidad.

Durante más de un año asistió a la Misión Cristiana Elim, pero unos familiares la convencieron para congregarse en otra más íntima –unos 70 feligreses en los días más concurridos– y más estricta, una que exige un año de cultos antes de bautizarse y que establece restricciones que rozan el fundamentalismo: solo faldas largas, mantelina (pañuelo) obligatoria para el culto o para leer la Biblia, nunca maquillaje ni aretes ni anillos ni bailes ni fiestas de cumpleaños, diezmo inexcusable de cada dólar que uno gane y estricta prohibición de trabajar los sábados.

―Yo antes el sábado era cuando más vendía, no paraba en casa, pero ahora, nada. Bueno, el año pasado fui a vender una vez porque lo necesitaba, pero no le dije a nadie.

La religión pasó a ser un pilar importante en la vida de Madre. Cada noche, cuando sus hijos duermen, acostumbra a hablar con Dios suavecito, para que nadie más la escuche. Primero le agradece, luego le pide perdón y por último le cuenta sus necesidades.

―Siendo usted tan religiosa, ¿qué le dijo a Dios cuando supo lo de Gustavo? ¿Le reclamó?

―No, no podemos hacer eso. Mi hijo ya era mayor y, como me dijo la jueza, sabía el bien y el mal, y si él hacía algo malo, sabía que iba a dar cuenta.

―Pero usted habrá rezado mucho por él.

―Sí, pero no está dentro de mí evitar eso. Es cierto que yo recibo lo que él está sufriendo porque soy la mamá, pero él se lo buscó. Lo mío es, digamos, una cruz que estoy cargando.

―A pesar de su profunda religiosidad.

―Pues sí, tal vez por algo que uno hizo antes y lo estoy pagando ahora. Quizá porque desobedecí a mi mamá, porque me fui de casa siendo bicha… a saber. No siento que sea un castigo de Dios, él no nos pone cargas que no podamos llevar.

Quizá no de Dios, pero en El Salvador sí es un castigo ser madre de un pandillero.

***

Es lunes y es noviembre, casi mediodía, y el cementerio municipal La Bermeja es una plancha ardiente bajo un cielo azul intenso. La madre de Madre murió ayer a primera hora, después de pasar más de tres semanas en coma en el Hospital Zacamil como consecuencia de un derrame cerebral.

La noticia voló casi en tiempo real hasta el penal de Ciudad Barrios, y Gustavo ordenó a Madre que gestionara los permisos para estar ahora en el cementerio, esposado. Madre hizo lo que le pidió su hijo, pero me acaba de asegurar que se ha alegrado en silencio cuando le respondieron que no era posible, que solo dan permiso –cuando lo dan– para entierros de familiares en primer grado de consanguinidad. La satisfacción es porque ahora aquí hay unas 100 personas, y la mayoría desconoce su secreto.

El Día de Muertos está reciente, y este solar de muertos engramado y sin cruces está lleno de flores plásticas multicolores, algunas zapateadas y pisoteadas. A un costado hay dos canopis: el más grande es para rescatar del sol a familiares y amigos, pero no da abasto; otro más pequeño está sobre la fosa, sobre cuatro empleados municipales con palas y una estructura metálica rectangular que usan para bajar el ataúd.

―Pueden pasar a verla para despedirse –dice el pastor–, porque van a proceder a sepultarla. Me dicen que ahorita hay otro entierro.

En este sector del cementerio meten a tres o cuatro personas en cada fosa, y es el azar el que elige tanto la ubicación concreta como los acompañantes de soterramiento. En las lápidas –del tamaño de un cuaderno e incrustadas en el suelo– nomás se agrega el nombre del nuevo difunto a los otros con apellidos foráneos. Alguien dijo que la muerte nos iguala a todos, ricos y pobres, pero parece que a algunos les iguala más que a otros.

Gabriel llora. Madre y Karina prefieren la seriedad. Ellas son las que más sufrieron los últimos años de María Julia, que fueron duros: diabetes, úlcera, silla de ruedas, y su carácter siempre conflictivo.

―Mi deber es servir a mi madre, con su temperamento y todo –me dijo meses atrás Madre–. De todos sus hijos tal vez la paciencia solo yo la tengo, porque ella sí es desesperante.

En los próximos días un pandillero se tatuará el nombre y la fecha de la muerte de su abuela materna, su única abuela.

***

Gabriel

Gabriel nació por cesárea un viernes de septiembre de 2001 en el Hospital Zacamil. Ni en el embarazo ni en el parto hubo mayores complicaciones, pero Madre está convencida de que esos nueves meses de oscuridad forjaron la personalidad.

―Embarazada yo peleaba mucho con el papá. Lloraba, me enojaba… y todo ese resentimiento mío lo absorbió.

Hace cuatro años que Gustavo y Gabriel no se ven, pero Madre sabe que siguen muy unidos. Teme que Gabriel se convierta en Gustavo.

Lo siente revoltoso, hiperactivo, demasiado vivo, y eso le preocupa. Por tres años le ocultaron que su hermano encarcelado es pandillero, pero terminó averiguándolo. La preocupación, sin embargo, venía de antes, de cuando Gabriel simulaba olvidar el cincho para llegar a la escuela con los pantalones flojos, de cuando Madre supo que caminaba y hacía mates de pandillero.

―Yo le digo: actuás así porque te creés el gran hombre, pero quedás mal. Si querés llamar la atención, hacé cosas buenas, no hagás esas cosas.

Madre incluso se movió para que recibiera terapias grupales con un sicólogo del Hospital de Niños Benjamín Bloom.

Con casi 12 años, Gabriel está en una edad crítica cuando se vive en una comunidad con presencia de pandillas. Gustavo sabe, y porque sabe, teme. Pide a su hermano que esté lejos de los muchachos. Le dice: pórtese bien, que tengo ojos por todos lados y lo tengo vigilado. Madre es muy estricta con los horarios. Solo le permite salir de casa para estudiar por las mañanas y entrenar fútbol por las tardes. No acepta retrasos. La aparente tiranía tiene su lógica: si la pandilla controla la colonia, cuanto menos tiempo pase en las calles, mejor. Y la pandilla controla.

―A veces estamos haciendo tareas que le han dejado y yo digo 13 o 18, y Gabriel me dice: esos números no se dicen, mamá, la van a matar.

Cientos, miles de madres de comunidades empobrecidas se fajan en silencio para que el fenómeno de las maras no engulla a sus hijos, y a veces tienen éxito.

―¿Y si al final se hiciera pandillero?

―No, no… siempre le ando diciendo que diga que es hijo único… pero no, no… Y con él hablo claro, porque a estos niños hay que hablarles claro desde los 10 años. Yo le digo: ahí tenés el ejemplo de tu hermana y ahí tenés el de tu hermano, ¿qué querés ser? En mi persona no concibo que pase eso… fuera algo… algo… demasiado, pues.

***

Hoy es domingo, 16 de diciembre ya, pero en la casa de Madre no hay nada –nada– que siquiera insinúe la inminencia de la Navidad. La austeridad que el pastor predica a veces concuerda con la austeridad a la que obliga la pobreza.

Han pasado 236 días desde el primer encuentro con Madre; 236 días desde que le planteé que me gustaría conocer su casa, su colonia; 236 días desde que respondió que lo creía imposible y peligroso.

En su comunidad no entra nadie sin que la pandilla sepa, y costó primero serenar los temores de Madre y luego dar con la fórmula que permitiera que un hombre con acento y rasgos físicos extranjeros llegara a su casa. Entré no como periodista, sino como esposo de mi esposa, cuya presencia era menos estridente por su condición de trabajadora social de una modesta oenegé con un programa de atención a mujeres vendedoras.

La casa está en una de las comunidades que forma parte del crisol de condominios, residenciales y asentamientos de esa cuasi ciudad llamada colonia Zacamil. Son unos 40 metros cuadrados –paredes de bloque, suelo de cemento– que rinden dos cuartitos, un recibidor, una minicocina, el baño y un micropatio en la parte trasera; el hogar se ha agrandado desde que falleció la madre de Madre.

La vivienda refleja el desorden al que obligan el hacinamiento y la necesidad: no hay dos piezas del mobiliario que combinen, la ropa en perchas colgadas de los polines, pichingas llenas de agua para cuando la cortan, huacales bajo las mesas. Si hubiera que elegir un elemento disonante, sería la modesta computadora que la hermana de Madre compró a plazos y que está aquí porque su hijo quinceañero pasa las tardes con esta familia.

“Gelatinas $0.25”, dice un letrero escrito a mano y pegado en la fachada.

La Navidad no es feliz en este hogar. El colegio en el que Madre vende dulces de lunes a viernes cierra por vacaciones, y desaparece de cuajo el sostén de la economía familiar: 20 dólares semanales. Toca vender gelatinas, cafés, bolsas de churritos, cualquier cosa que permita sumar unos centavos.

—¿Cómo pasan estos días?

—Hago venta también. Hoy en la mañana hice atol de maíz tostado. Lo vendo entre los vecinos, o llego hasta la puerta del hospital. Vendí como seis dólares… para la comida de hoy.

—Seis dólares de ganancia.

—Noooo, no, de ganancia son como dos, para irla pasando más que todo –Madre bosteza.

—Y, sabiendo que tiene tanta necesidad, ¿no le ayudan de su iglesia?

—Me dan 15 dólares al mes por hacer la limpieza. También hago limpieza en otra iglesia y me dan otros 20 dólares mensuales; ahí vamos como una hora los días martes, jueves y domingo.

—¿Vamos? ¿Quiénes van?

—Voy con una vecina. Bueno, nos dan 50 dólares para las dos, pero ella agarra 30 y me da 20, como ella fue la que hizo el trato.

En El Salvador la que gana 2,000 dólares al mes se siente pobre porque se compara con el que gana 5,000. El que ingresa 1,000 dólares, desdichado frente a la que gana 2,000. La que cobra 700, indigente ante el que ingresa 1,000. Sin embargo, un hogar en el que entran 600 dólares al mes ya está entre el 15 % de los hogares con mayores ingresos.

Madre sí conoce lapobreza. Lapobreza es que la herencia de tu padre sea un pedazo de acera pública en la puerta de un colegio; lapobreza es que a los días de recibir el alta hospitalaria haya que tirarse a la calle a vender con el recién nacido en una caja de cartón; lapobreza es no poder pagar 2.29 dólares del recibo de agua y tener que bañarse en casa de una vecina; lapobreza es que otro partido político gane las elecciones municipales y provoque un terremoto en la economía familiar por suspender las becas de 30 dólares mensuales a estudiantes notables; lapobreza es no tener para comprar un paquetito de frijoles Naturas para enviárselo al hijo encarcelado.

***

Madre sospecha que se convirtió en madre de un pandillero en la segunda mitad de 2006. Pudo haber sido distinto, pero no.

Abran… ¿De verdad es la Policía? Que aaaaaabran… Una madrugada la Policía se presentó en casa con orden judicial. Gustavo estaba ya encarcelado. Madre abrió la puerta antes de que se la botaran. Gritaron que buscaban armas y drogas. En la casa solo estaban Madre, su anciana madre y sus dos hijos. Se fueron sin nada, dejaron la angustia. Gabriel estuvo todo el cateo temblando y lloriqueando, agazapado ante la horda de uniformados malencarados y armados.

No solo eso. Como su secreto lo conocen contadas personas, a Madre le toca escuchar de todo en silencio. Que si los pandilleros –Gustavo– no tienen hígado, que si son desalmados, que si no tienen corazón, que ojalá un incendio los carbonice a todos. Un hermanastro que sí sabe le dice que lo deseche, que un hijo así no merece sacrificios.

No solo eso. Está la tortura hecha política de Estado en las cárceles.

―Ahora lo de los registros se ha calmado un poco, pero con los soldados era bien feo. Siempre nos desnudaban por completo. Dos veces me metieron el dedo, así como cuando te hacen la citología…

Uno imagina a su propia madre que, por algo tan razonable como visitar a un hijo, alguien le pide desnudarse, abrirse de piernas, le mete el dedo envuelto en látex en su vagina o en su recto, y lo gira bruscamente para hallar chips, celulares, marihuana.

—Tuvieron un tiempo a una soldada que se la pasaba diciendo: “Todavía falta el montón de viejas putas”. Ella nos metía el dedo, y gracias a Dios que nunca me puso chulona a hacer flexiones. Una señora entró un día que ni caminar podía por las flexiones. Y otra vez, a una señora mayor le querían meter el dedo y dijo que padecía del colon. Pues no entre, le dijeron, y no pudo ver a su hijo.

El Salvador es un país que ha naturalizado las violaciones de los derechos humanos, que las ha institucionalizado. Un Estado que mete el dedo en el culo a sus madres.

***

Hoy es un sábado de mayo, 2013. Han pasado cuatro meses desde la última vez que nos sentamos a platicar. Madre puede recibirme antes del culto de la tarde. Me ofrece asiento en el sofá de su casa y sube el volumen de la televisión. Don Francisco parece ser uno más en la conversación.

―¿No ha visto las noticias? Hoy está fregado por aquí… Hace como dos semanas mataron a dos cipotillos en la comunidad de allá arriba, de 14 y 15. A estos (estos: Gabriel y el sobrino) les digo que no salgan a la calle, porque a veces no andan buscando quién la debe, sino quién la pague.

—¿Entre ellos mismos fue lo de esos dos muertos?

—No, supuestamente los de aquí subieron a matarlos.

―¿Y no que estaban con la tregua?

―Sí, pero a saber...

Su hijo Gabriel estudia ya quinto grado, pero ha tenido que cambiar de escuela porque un profesor un día lo echó de clase a él y a otros tres, y se desquitaron ponchándole las llantas. Madre dice que en la nueva escuela todo va mejor, pero la maestra la hizo ir porque Gabriel estaba amenazando a otro niño.

―El bicho a mí me estaba fregando –dice Gabriel–, y le dije: ¿vos qué me vas a andar fregando? Es uno que se la pica porque es gooordo.

―Me llamó la maestra –complementa Madre– para decirme que Gabriel le amenazó diciéndole que tenía un hermano pandillero en la cárcel. Yo ahí me tuve que sincerar con ella, pero la maestra lo tomó bien.

Su hija Karina fue admitida en la Universidad de El Salvador.

Su hijo Gustavo volverá a ser padre en agosto. A la madre la conoció porque llegaba de visita al penal. Gustavo lleva varios meses sin ver a Erick porque su madre –sigue viva– lo prohibió cuando en el kínder le comentaron que el niño pregonaba los tatuajes de su padre. Si su hermana le presta 10 dólares para los pasajes y para comprar un plato de comida, Madre irá a verlo a Ciudad Barrios mañana. Gustavo alguna vez le ha dicho que deje de visitarlo si se aburre, que lo entendería.

Quizá se lo ha dicho porque sabe que Madre nunca lo hará.

―En el fondo siento un vacío bien grande, porque así como lo anduve de chiquito, así tendría que estar hoy a la par mía. Él es por el que más luché, porque empecé de la nada, y criar a un hijo no es fácil.

Madre es madre de un pandillero, de un asesino. Pero uno desde afuera no puede evitar las conjeturas: ¿y si el padre de Gustavo se hubiera hecho cargo? ¿Y si no hubiera tenido que dejar los estudios porque Madre no podía pagar las cuotas? ¿Y si la salvadoreña no fuera una sociedad tan consumista? ¿Y si la iglesia que paga a Madre menos de un dólar la hora de limpieza le pagara cinco dólares? ¿Y si la Policía tuviera un papel más activo en las comunidades y no se limitara a hacer redadas?

Pudo haber sido distinto, pero no.

―Me saluda a su esposa, por favor –me dice Madre, a modo de despedida en la parada de buses a la que me ha acompañado–, y dígale que Gabriel ya se está portando más o menos.

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(Aclaración: los nombres de algunas personas que aparecen en este relato se han modificado para proteger sus vidas; también algunos lugares y otros detalles que podrían resultar comprometedores)

 Esta crónica se publicó originalmente en el medio digital salvadoreño El Faro.

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