Me acuerdo de las diez plagas de Egipto, el relato religioso que cuenta cómo el dios hebreo infligió a los ciudadanos del reino de Egipto una serie de calamidades con el fin de que el faraón dejara libres a los esclavos hebreos y les permitiera salir de esa nación. Moisés y su hermano sanguíneo Aarón fueron los portadores y ejecutores de las amenazas celestiales. Siete plagas lanzaron los hermanos para lograr su objetivo.
Las calamidades afectaban solo a los egipcios, ricos y pobres por igual. Sin embargo, al principio, los hechiceros del faraón fueron capaces de sortear los estragos, al menos para la corte real. Se puede decir que el faraón y su corte no sufrían el embate de las plagas, que solo el pueblo egipcio era castigado a causa de la terquedad de su gobernante. No es sino hasta que muere el primogénito del faraón cuando este le concede la libertad al pueblo hebreo.
Admito que yo también pensé con ingenuo optimismo que, cuando al presidente le dio covid, iba a renacer con más empatía e iba a poner el énfasis en la gente más afectada, los desempleados y los pobres que en tiempos de bonanza no tienen para comer. Y pues no fue así. Al poco tiempo de salir de la enfermedad, el mandatario cedió ante las presiones del sector empresarial y decretó un sálvense quien pueda.
Ahí estábamos cuando nos agarró Eta. La gente sin empleo y sin comida ahora también se quedó sin casa y sin sus pocas pertenencias. La plaga de agua inundó los cultivos, las carreteras, las casas. Más de 300,000 personas afectadas, decenas de muertos, cientos de desaparecidos y más de 18,000 damnificados. El Gobierno es un caos, el sistema nacional de manejo de riesgos y desastres fue desmantelado y ahora reina la improvisación.
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Cada quien echa para su saco. Otra plaga pulula entre la miseria: los políticos mañosos y oportunistas salen de sus pozos pestilentes cargando bolsas de comida y regalando abrazos para después subirlo todo en las redes sociales.
El 2020 no da tregua. Hoy, mientras el cielo se ennegrecía anunciando que el Iota se acercaba con furia, una vecina me dijo, mostrando una gran sonrisa: «Qué lindo está el clima. Ya parece Navidad». La miré con misericordia y conteniendo mi ira. Vivimos en una burbuja, no hay duda.
Mientras las plagas modernas sigan pegando solo a los más necesitados, esto no tiene cura. El coronavirus vino a mover la tabla de los que estamos arriba, adonde no llega el agua de las lluvias y donde los aludes no nos asustan. Sin embargo, pronto recobramos las ínfulas de faraón egipcio. Si estamos seguros en nuestra burbuja, qué nos importa el resto.
Como si no fuera poco, dejamos que creciera una plaga de lagartos en el Congreso de la República. Ahí, donde cualquier lluvia de ranas, ríos de sangre y decenas de pestes se quedan chiquitos. Hoy, de manera inconsulta, sin debate y a la ligera (como ya es costumbre), la plaga parlamentaria quiere aprobar el presupuesto 2021, que prioriza los codiciados proyectos del CIV, el Ministerio de Ambiente y el pago de la deuda pública. La gente que perdió su trabajo por el covid, los que perdieron sus casas por el Eta y los que sufren alarmados el embate del Iota seguirán esperando su turno al final de la cola.
Los presupuestos construyen los Estados, y el nuestro seguirá siendo uno que deja a la gente de último. Si seguimos de mulas como el faraón egipcio, vamos a padecer veinte plagas más.
«Nos salvamos juntos o nos hundimos separados». Ya lo dijo Juan Rulfo.
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