Dicho lo anterior, entremos en materia.
Algunas generales del proceso electoral que está por suceder. La elección del 7 de junio es intercalada (es decir, sucede en fecha diferente a la elección del presidente). Renueva toda una élite parlamentaria en dos niveles: federal y local. Son más de 2 150 cargos a optar por sufragio directo. Si gusta, desglosemos el tamaño del leviatán: 500 curules de la Cámara de Diputados federales, 9 gubernaturas, 641 diputaciones en 17 entidades, 993 alcaldías en 16 estados y las 16 jefaturas de delegaciones en el Distrito Federal.
En cuanto a las proyecciones, en la última encuesta presentada por Consulta Mitofsky se observa un fenómeno interesante: el PRI muestra una preferencia aún sostenida, pero, respecto del resto de partidos, la propuesta de Andrés Manuel López Obrador ha superado en la intención de voto a la mayoría de partidos chicos con presencia histórica, incluso al Partido Verde, que hoy es la mancuerna del PRI. Morena ronda el 11.2% y se acerca al 16% del PRD (la actual izquierda política).
Estas elecciones legislativas son particularmente interesantes.
Aparecen en el contexto de un régimen priista duramente criticado por la opinión pública a causa de reformas económicas que no han tenido los resultados prometidos y de los gravísimos hechos de violencia sucedidos en el país. Lo anterior incluye Iguala, Ayotzinapa, los más de mil desaparecidos en Sinaloa y la posible confirmación de que el Gobierno federal emplea la política de falsos positivos. Así las cosas, el sentido común supondría que la ciudadanía haría todo lo posible por castigar claramente al Ejecutivo federal en la renovación del Congreso y el Senado federal. El sentido común haría suponer igualmente que, en los estados del norte del país, donde la violencia se siente con mayor fuerza, la preferencia electoral por los comicios legislativos locales (Congreso y Senados locales) construiría de nuevo bastiones para la oposición, con lo cual se regresaría a la histórica separación centro-norte.
Los reflectores en este proceso electoral están puestos, en buena medida, en una propuesta política que comenzó en la calle no solo con un reclamo de desprecio a la clase política, sino con un acto de reto a la legitimidad del gobierno electo en el 2006. Ese reclamo, que entendió que la plaza no da para siempre, ahora se transforma en una propuesta política que podría convertirse en un partido bisagra importante. Repasemos el dato que apuntábamos. El actual PRI ha tenido que hacer cogobierno (alejándose de la práctica de la cámara soviética) con el Partido de los Verdes. Y Morena supera hoy a los verdes en preferencia y en posible traducción de escaños en el Congreso federal. Es aventurado suponer que Morena tenga el mismo resultado que Podemos, pero al menos las proyecciones sugieren eso. Otra corroboración más de cómo partidos emergentes que se organizan, crean liderazgos, definen agendas y deciden participar pueden llevar muy lejos el sentimiento de indignación. A López Obrador —priista de extracción, dicho sea de paso— se le debe reconocer el pragmatismo político para comprender las importantes cuotas de poder que pueden obtenerse en el Legislativo si no como freno, sí al menos como posible bisagra.
Comprendamos un poco más a Morena. Morena es una suerte de frente amplio que aglutina intelectuales, ciudadanos de clase media, empresarios progresistas y colectivos LGBT, entre muchos otros grupos. No se autodenomina frente amplio, pero lo es. Porque, además de los colectivos anteriores, hay espacio para miembros de las viejas izquierdas. Haciendo un poco de análisis comparado, también debemos mencionar la experiencia en las pasadas elecciones costarricenses del Frente Amplio, liderado por José Manuel Villalta Florez-Estrada. Si bien no ganó la presidencia, el Frente Amplio es hoy una fuerza política de izquierda rejuvenecida con nueve escaños. Podrá parecer poco, pero, para una asamblea que consta de 57 escaños, en realidad el Frente Amplio tiene hoy fuerza política para influir en la agenda. Otro ejemplo de pragmatismo político. En Costa Rica, hoy no se gobierna si no se le consulta al Frente Amplio.
Regresando a México, la elección del 7 de junio tiene otro componente interesante.
Gracias a las reformas anteriores del año 2009, el sistema electoral mexicano permite la presentación de candidaturas independientes. Los partidos políticos tradicionales en México tienen un presupuesto de 5 356 millones de pesos, pero los candidatos independientes dependen de sus propios recursos. Solo recibirán financiamiento hasta que se apruebe su registro. La competencia es brutal, pero no se ha dejado de participar. Hay por lo menos 17 candidatos independientes que compiten por puestos de gobernador. Los sectores anulistas reclaman como una victoria la reforma del 2009, que abrió espacio para las candidaturas independientes en razón de lo que significó el voto nulo. En mi opinión, algo hay de cierto, pero no es una verdad absoluta. Los reclamos por las candidaturas independientes aparecen en México desde 1930, y ese mismo año son prohibidas por la conformación de un nuevo régimen presidencial autoritario que excluye toda competencia. Además —y en esto hay que hacer énfasis—, la democracia mexicana muestra su nivel de institucionalización cuando el sistema reconoce un reclamo y lo transforma en un producto de administración pública.
Así las cosas, descontento ciudadano, elecciones aseguradas/garantizadas, partidos nuevos y candidaturas independientes, se pensaría que el votante mexicano acudiría a las urnas para ejercer su derecho ciudadano. Y se supondría que lo anterior es normal en un país cuyo nivel de institucionalización democrática nos enseñó que la forma de derrocar al régimen es la participación ciudadana aglutinada en partidos y la coalición de partidos sin distinción de ideologías. Jamás se hubiese podido sacar al régimen imperial de los 70 años desde la plaza. Hubo que participar. Hubo que apoyar. Hubo que contribuir financieramente. Hubo que aliarse.
Ese sentimiento de vinculación al sistema parece perdido hoy. Rondan el escepticismo y las propuestas que llaman al voto nulo. Lo anterior es más que normal si se reconoce que, al igual que en muchos casos en América Latina, los procesos electorales no se desligan de la práctica del acarreo, la entrega de víveres o cualquier otra práctica de coacción. La apatía y el desencanto con lo político son cuestiones comprensibles y legítimas. Ya algún tiempo atrás Pettit apuntaba algo sobre lo natural que resulta, en las democracias liberales, construir espacios voluntariamente alejados de lo político. La democracia liberal debe tolerar lo anterior, y se comprende la cuestión respecto al ideal de las sociedades pospolíticas. Algo en lo que algunos liberales, libertarios y marxistas pueden estar de acuerdo: el legítimo alejamiento de lo propiamente político (por eso, dicho sea de paso, en Marx y en Rand hay carencia de teoría política). Puesto en mejores palabras, hay que mencionar la explicación que Manuel Alcántara hizo respecto al desencanto de la política en una conferencia impartida en 2003 durante una visita a Argentina: «Ahora vivimos en una democracia con derechos políticos, derechos civiles muy retaceados y derechos sociales que retrocedieron brutalmente. Es decir, es una democracia de régimen, pero con una ciudadanía de baja intensidad que plantea gravísimos peligros para el futuro del sistema».
¿Por qué los riesgos para el sistema? ¿De qué habla Alcántara?
Un dato alarmante en México. Un estudio que abarcó 10 universidades en la capital del país —cinco privadas y cinco públicas— arroja que el 65% de los estudiantes universitarios no tienen interés alguno en participar en las elecciones legislativas del 7 de mayo. ¡Oh, terror!: aquellos con acceso a la educación se desentienden de la política o están al margen de ella.
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Ahora contrastemos esta radiografía con el mercado electoral del PRI, que seguramente ganará las elecciones legislativas, aunque deberá compartir espacio con nuevos actores. El PRI sigue teniendo una maquinaria política que aceita y mueve votos, aunque también los otros dos partidos grandes hacen lo mismo, cada uno en sus bastiones. La ventaja del PRI es la segmentación socioeconómica: 49% de las personas sin instrucción formal están afiliadas al PRI o han confesado haber votado por el PRI (49% de 110 millones de personas). Al mismo tiempo, ese 49% se compone, según los datos que arrojan las muestras del Colmex, de mexicanos que ganan 1 200 pesos al mes, es decir, un poco menos de 93 dólares al mes. Sí, ese es el producto de 30 años de reformas estructurales de corte conservador: la mitad del país vive en la informalidad y subsiste con menos de 100 dólares al mes. El bastión del PRI es claro.
Ante ese escenario, ¿por qué desentenderse de la política?
Lo explicaba en una discusión interesante Roberto Duque Roquero (profesor de la UNAM y creador del movimiento #NoTeAnules) al discutir con Denise Dresser la cuestión de la nulidad. Dice Duque Roquero: «Mientras más indecisos votemos nulo, más valor cobran los votos obtenidos con esas trampas (y con voto duro)».
¿Qué sucede cuando se da la desconexión con la política?
En el contexto de esta elección, se elimina la posible existencia de mecanismos que permitan aglutinar fuerzas de oposición o que al menos obliguen a cogobernar. Es legítimo y válido anular el voto, pero tiene poca incidencia en el cambio del sistema. Y si recordamos que el voto no solo se limita al sufragio (de hecho, limitar la conceptualización del voto solo al sufragio es tan grave como confundir populismo con demagogia), entonces hay acciones dirigidas al sistema, sobre todo de fiscalización, que desaparecen.
¿Cuál ha sido el impacto del voto nulo en México? Los datos empíricos de la cartografía electoral mexicana a partir del 2009 muestran que, a nivel nacional, en los años de elección presidencial, el voto nulo pasó de 2.32% en 2000 a 4.96% en 2012. En el 2012, el voto nulo contabilizó 29 millones de votos (de un padrón electoral nominal de 83 millones). Sí, es un mensaje claro y legítimo de desprecio al sistema. Pero no evitó que el país entero se pintara de PRI. Por eso veamos ahora el dato desglosado en las elecciones intermedias: pasó del 2.83% en 1997 al 5.40% en 2009. Este último es el porcentaje más alto que se ha dado en un proceso para renovar la Cámara de Diputados. Dicho sea de paso, el voto nulo en México es un fenómeno más común en ámbitos rurales, donde, por cierto, es difícil de distinguir de aquellas boletas que han sido marcadas de forma errónea sin voluntad por parte del elector.
Pero a ver. Aunque expresión legítima, en la experiencia mexicana el voto nulo no logró (por lo menos desde 2009) restarle poder al PRI. Tampoco ayuda en la conformación de estructuras de bloqueo. En el interesante ensayo titulado Los efectos políticos del voto nulo en las elecciones de 2009: un experimento de movimiento ciudadano en democracia, de Héctor Zamitiz Gamboa (UNAM), leemos, respecto a la elección legislativa del 2009, que «el 5.41% de voto nulo o voto blanco obtuvo más sufragios que los partidos PT, Panal, Convergencia y PSD, aunque el apabullante triunfo del PRI…» (cierro yo la cita). Es decir, es un acto de expresión ciudadana válida, pero no impacta ni genera cambios en el sistema, sobre todo por las formas de reparto de escaños.
Si hacemos un ejercicio de política comparada y revisamos los números del voto nulo en la última elección española, veremos que la ciudadanía prefirió votar en blanco más que nulo. Si bien ambas opciones son legítimas, el voto en blanco sí cuenta para el sistema electoral español. Si los antisistémicos en Madrid se hubiesen amarrado de odio patológico al sistema (deseos de cortar de tajo con este), habrían votado nulo, ¿cierto? Pero el voto en blanco prevaleció. Con esto es interesante notar que una ciudadanía indignada, de las dos opciones para mostrar su descontento, prefirió la que repartía escaños, es decir, la que sí toca al sistema.
Para mí, la estrategia es muy clara cuando hablamos de partidos emergentes que han nacido en la calle: su agenda es fiscalizar u obligar al cogobierno, que por fuerza se les consulte para gobernar.
Lo anterior es para mí un voto estratégico. Pero, claro, mi experiencia es la de las juventudes de clase media mexicanas que optamos en el momento por una opción política que el sentido pragmático pedía: sacar el PRI del Gobierno.
¿Qué pasará en México? Habrá que verlo. Y la próxima semana lo analizaremos aquí mismo.
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