Si anduvieras buscándome, soy la señora de ojos chispudos, pelo desordenado y sonrisa perfecta. Usé todos los métodos de ortodoncia existentes y entonces dientes Colgate. La ejercito seguido, me gusta reír. Me gusta también hacer reír a otros, pero detesto hacerlo tan bien. Quiero decir, detesto que la gente se ría cuando quiero hablar sobre algo serio. Será que piensan que estoy bromeando. Será que soy un chiste. Pero, claro, a veces quiero hablar en serio.
Bromista de primera, disfruto del humor constante y ácido. De confesa y recalcitrante orientación sapiosexual. Mi prioridad afectiva se resume en que el señor en cuestión entienda a cabalidad las bromas y sepa responderlas adecuadamente. Bromas, sarcasmo, coeficiente intelectual. Eso y las piernas robustas.
De mi lado escuro: tengo un gato negro llamado Vader y risa de bruja meneando pócima ante caldero. Poco paciente y rascada crónica, si fuera este un descriptor clínico de la personalidad. Le temo a mi propia incongruencia y a los santos de iglesia. Tengo un maldito modo de hablar que se parece mucho al enojo. Cejas de villana, comentarios incisivos y tono altivo como preludio a la ira. Pero este fuego no es necesariamente visceral, es solo una máscara que pretende esconder mi vulnerabilidad cuando la situación lo amerita.
A veces miento. Por ejemplo, tengo 45 pero digo que 52. Solo por romper el hielo, porque tengo claro que esta broma dejará de ser graciosa muy pronto (si no es que ya) porque las cifras se acercan peligrosamente y cada vez parezco más de mi edad. Pero por las demás razones, prefiero decir la verdad porque tengo muy mala memoria.
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Tengo un serio problema con las figuras de autoridad y con Arjona. Por alguna extraña razón, su mala retórica se escucha al fondo en el momento menos adecuado. Anclaje postraumático, digamos. Esto justifica –en parte– lo mal que me cae. Pero a ver, cirugías que a nadie le he de contar: cero. Ronco por las noches y duermo de revés. Y sí, también soy una señora de las cuatro décadas que detesta la rutina. De la cocina, digamos que preparo buen café. Lo acompaño con una amena plática, leche y dos de azúcar. Esta es la única constante en mi vida actual. Con esto quiero decir que no tengo muchas certezas, pero el café con leche y dos de azúcar permanecerá por los siglos de los siglos, amén.
Sigo luchando contra la nefasta idea que nos inculcan las princesas de Disney: aunque después de muchos años comprendo que nadie vendrá a salvarme. Digo, no le apuesto al amor romántico que tanto nos ha chingado la vida. Puedo salvarme sola, pero si tengo un compañero que tome fotos de los momentos significativos, el viaje de vida será más chilero.
En el amor soy bondadosa con las oportunidades. Dos y tres, hasta que se haga evidente que las cosas están estructural e irreconciliablemente perdidas. Acérrima creyente del eterno equilibrio «máscara contra cabellera» y del concepto detrás del grano de mostaza que aprendí cuando asistía a la iglesia. En fin, dice el dicho que un vaso con agua, una segunda (o tercera) oportunidad y algo más que no logro recordar, no se le niegan a nadie.
Si anduvieras buscándome, me reconocerías al instante. Soy la señora detrás de una taza de café con leche y dos de azúcar. Esa que empuja la puerta que dice «hale». La de pocos tapujos y miles de proyectos inconclusos. La que preparó un plan detallado con instrucciones para cuando inevitablemente se enamore porque concuerda con Bauman en eso que dice que el amor, los impuestos y la muerte caerán sobre nosotros como cuentazo desprevenido y, entonces, casco de seguridad en mano, se dejará llevar como que la gravedad no existiera.
Continuará, seguramente.
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