Ciertamente, a excepción del Pentateuco, el libro de Job quizá sea el más antiguo de la Biblia y el Apocalipsis uno de los más recientes (escrito entre el año 90 y el 95 d.C.) y en ambos, hay referencia a Satán, suprema encarnación del mal.
En la actualidad hasta una iglesia oficial tiene: La iglesia de Satán fundada en 1966 por Anton Szandor LaVey en San Francisco California y aunque usted no lo crea, hay una sede en Nueva York y sus seguidores están diseminados por todo el mundo.
El Vaticano está preocupado. Desde 1997 viene estudiando con más ahínco el fenómeno de las prácticas de dicho culto, ha prevenido acerca de las fiestas de Halloween como expresión de las mismas (L’Osservatore Romano, 24 enero, de 1997) y ha hecho énfasis en sus consecuencias sociales: crímenes, raptos y agresiones perpetrados por jóvenes involucrados en sacrificios satánicos.
Guatemala no es ajeno a ello. Sin perjuicio de su bagaje filosófico o teológico, el satanismo está enraizado en nuestra sociedad y lo vemos hoy como algo rutinario: mujeres descuartizadas, cabezas en alcantarillas, cadáveres que aparecen sin corazón, actos cultuales dedicados a la santa muerte y a Maximón (en su versión descontextualizada de la historia), una madre que sobre el cuerpo del hijo recién asesinado invoca públicamente a Satanás para vengar su muerte, un recién nacido decapitado y recientemente, dos jovencitas ultimadas de forma bestial en medio de una estrella de cinco picos trazada en el suelo.
El Vaticano ha insistido más en las secuelas sociales que en las consecuencias religiosas. La exhortación es muy razonable para estos países tercermundistas ya que cualquier moda nos llega como shinga de café y como tal, como shinga, nos llegó el satanismo: una traducción vulgar de la perversidad europea. Esta execración, vinculada a la exclusión social de las grandes mayorías, hace de la población pan comido para tan nefastas creencias.
El culto a Satán ha estado presente en los extremos de las categorías sociales. En la high life como esnobismo y en los desposeídos como refugio ante una actitud de desprecio o rechazo. En el segundo grupo hay tras bambalinas una reacción de protesta hacia el orden social, político, cultural y religioso que los ha llevado a constituirse a manera de grupos misteriosos que operan en la clandestinidad.
Juan Pablo II, en una alocución que fue ridiculizada por algunos sectores de la prensa italiana dijo en 1995: “El éxito del mal en el siglo XX es hacernos creer que no existe”. En aquella ocasión hasta fue publicada una caricatura tan simpática como irreverente: El Papa aparecía en un recuadro puyando con un tridente las nalgas de un diablillo y este, huyendo del Vaticano a través de una ventana.
La disertación papal hizo visible a un tercer grupo hasta entonces impreciso: Aquellos que propician el mal pero con su máscara de bondad, bonhomía u otra, atenúan la fetidez del mar en el que se mueven. Así, vemos a una exmagistrada limpiando las evidencias que dejó su hijo después de haber asesinado a la esposa; diputados negándose a sancionar el fondo para mitigar la crisis por lluvias en tanto niñas y niños mueren de hambre y frío; ancianos olvidados por sus familiares mendigando en las aceras; alcaldes, diputados y contratistas disputándose el dinero de obras cuya pésima construcción ha desembocado en una red vial descomunalmente peligrosa; y, como adobo, dos candidatos a cuales más falaces peleando por la primera magistratura.
Después de leer todas estas linduras, usted amigo lector: ¿duda de la suprema encarnación del mal?
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