Primera guerra mundial se le llamó al primer reacomodamiento geopolítico, iniciado con la influencia de la Revolución francesa y de la Industrial, que erradicó la época de los imperios monárquicos para la instauración de los llamados Estados modernos. Las monarquías sobrevivientes se repliegan y adaptan a un poder político limitado, y las superpotencias empiezan a constituirse como tales disputando el liderazgo mundial.
Al finalizar la segunda guerra mundial se concretó la estocada final al caduco sistema monárquico-autoritario, de manera que se dejó el terreno mundial libre para la disputa de la hegemonía entre las superpotencias acaparadoras. Nadie quedó libre: todos debieron tomar bando entre la libertad democrática y la igualdad institucionalizada. Las grandes perdedoras fueron las alternativas innovadoras.
Por más de 40 años, la guerra fría generó focos de violencia en los límites fronterizos del mapa ideológico mundial. Mostró así cómo todas las potencias se volvían expertas en injerencia y en adoctrinamiento, estrategia que asesinó cientos de esfuerzos políticos legítimos alrededor del mundo, como el de Guatemala en 1954. Esta dinámica de injerencia y adoctrinamiento socavó la confianza entre los integrantes de los países que servimos de escenario para la violencia en la guerra fría.
En Guatemala, el adoctrinamiento democrático empezó en 1983, cuando se interrumpió el último gobierno de seguridad nacional (Ríos Montt) para dar paso al de estabilización (Mejía Víctores). Mejía se dedicó silenciosamente a seguir el plan, y para 1985 se instauró una democracia en su mínima expresión, para la cual se redactó una Constitución de corte militarista, llena de prohibiciones basadas en desconfianzas y con un sistema de representación de minorías que fue aprovechado por varios caciques para promover intereses particulares. De este modo se imposibilitó la construcción de consensos.
En 1996, tras 11 años de democracia y estabilidad política, llegó el momento de trabajar en la reconciliación. Se firmaron los acuerdos de paz en Guatemala, pero ningún bando dio el primer paso. Ambos se echaron para atrás y se agazaparon en sus discursos para transmitir a las nuevas generaciones una cultura política de trincheras y desconfianzas.
Las movilizaciones del 2015 se vieron nutridas principalmente por jóvenes de clase media urbana que no rebasamos los 30 años. Y no es casualidad que así haya sido, pues somos la primera generación que crece en estabilidad democrática. Nuestra generación creció sobreprotegida y segregada por ideologías, con gobiernos descaradamente corruptos y con la sociedad civil hundida en el miedo. Los pocos valientes que promovían un cambio político lo hacían atrincherados en su ideología y su organización.
Es preocupante que, a tan solo un año del despertar de una nueva generación política en el país, tantas personas se ocupen en criticar, juzgar, menospreciar y hacer creer a la población que los jóvenes no tenemos la menor idea de dónde estamos metidos o de cuál es nuestra apuesta. Es momento de que los que siempre han gobernado, los que siempre han exigido cambios, los que siempre han vivido con miedo y los que nunca se interesaron en nada más que su beneficio dejen de promover su cultura política de trincheras y nos permitan a los jóvenes intentar construir un país más incluyente.
También es momento de que, como jóvenes, dejemos de preguntar qué hacer y de tener miedo a los que nos juzgan por cualquier decisión u opinión. Preguntemos qué hicieron a los que llevan más tiempo que nosotros en esto y aprendamos de sus aciertos y fracasos, pero no dejemos de pensar por nosotros mismos ni de creer que un país más articulado e incluyente se puede construir.
Como jóvenes conscientes de la realidad de nuestro país sabemos del andamiaje político que sostiene a las actuales estructuras de poder. Sabemos de los intereses y las posturas que mueven estas estructuras. Por lo tanto, reconocemos que un nuevo accionar político, de mayor alcance y eficacia, implica romper con la cultura de atrincheramiento y establecer diálogos que lleven a alianzas tácticas para combatir la impunidad y la corrupción, pero estamos completamente en desacuerdo con procesos de militarización y acumulación.
Lastimosamente, en la sociedad guatemalteca desconfiada, esta conciencia, más que fortaleza, se interpreta como amenaza. Si no se utilizan los medios tradicionales de protesta o incidencia, de seguro es porque alguien se vendió, se dice. Ya no digamos si se quiere llevar una interlocución con personas o sectores de diversa ideología, incluyendo la conservadora. Apelamos a la construcción de un país diverso e incluyente, mas nuestro accionar político, aislado y desconfiado, dista mucho del país que decimos construir.
No pueden exigirnos como generación que cambiemos todo lo podrido del sistema si utilizamos las mismas estrategias que han fracasado en los últimos 60 años. Y no podemos liderar con éxito un relevo generacional incluyente y articulador si estigmatizamos todo intento que salga de nuestra zona de confort. Son precisamente esas desconfianzas las que han tirado por la borda cualquier indicio de reconciliación y consenso.
Como movimiento le apostamos a una nueva cultura política, a una que pueda ver más allá de las trincheras ideológicas, a una que genere consensos desde diferentes sectores de la sociedad a través de pactos éticos y transparentes. Ya tenemos suficientes ejemplos que nos han mostrado la ineficacia del aislamiento y el caudillismo. Estos no construyen país, mucho menos uno que abarque la diversidad cultural guatemalteca.
Es hora de que nosotros, los jóvenes, tomemos el papel que nos corresponde en la transformación del país y de que lo hagamos responsablemente y con criterio propio enriquecido por la memoria. Ya no más miedo. Ya no más silencio. Ya no más desconfianza.
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