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Madre e hijo se protegen del sol de la tarde con la imagen de su difunto frente al mausoleo donde los restos de las víctimas de la masacre se están sepultando, en el cementerio de Santa Rosa, San Martín Jilotepeque, el 01 de febrero. Simone Dalmasso

Cenaida camina sola

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Cenaida camina sola

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Un duelo extendido durante 40 años se cerró en San Martín Jilotepeque. Plaza Pública documentó una ceremonia fúnebre que recorrió un pueblo en un episodio triste que recordó el conflicto armado interno.

A las nueve de la mañana del primer miércoles de febrero, el sol azotaba ya el valle de Buena Esperanza en  San Martín Jilotepeque, Chimaltenango. Tras un mes de calor, el ambiente polvoriento y árido, contrastaba con el verde de los pinabetes y los cultivos de café.

Desde una casa ubicada en el paraje de Santa Rosa de Lima, caserío de El Molino, una diminuta fila de carros y personas se pone en marcha, lenta pero constante, rumbo a la iglesia de Buena Esperanza. Destacan 17 ataúdes negros, rodeados de adornos florales.

Cenaida camina imperturbable y desentendida de las nubes de polvo que los picops del cortejo fúnebre levantan a su lado. Lleva un suéter sobre la espalda para protegerse de la ventisca de arenilla. «No sean huevones (haraganes)», murmura para sí misma y esboza una sonrisa. Con ese murmullo rechaza el espacio que le ofrecen desde las palanganas de los picops cuando rebasan la fila ordenada de personas que van caminando como ella. Cenaida sostiene con firmeza un cuadro. Es la fotografía de Pedro Tun Esquit, su difunto esposo.

María Cenaida Caná Chonay se quedó sola el 3 de octubre de 1982. Tenía 22 años y cuatro hijos. Su esposo fue víctima de desaparición forzada. Un mes después de ello y sin dinero para sobrevivir, recorrió el país con su prole en búsqueda de trabajo. Estuvo durante diez años en las fincas de algodón y caña de la Costa Sur, en las plantaciones de café de las Verapaces y en las cosechas de temporada del sur del Petén.

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Su cruzada para sobrevivir junto a sus hijos no conoció tregua ni límites territoriales. «Vivimos una vida muy dura y lamento no haberles podido dar estudios», relata a Plaza Pública.

En su vida ha tenido dos batallas: mantener con vida a sus hijos y saber qué pasó con su esposo. La primera fue luchando contra el hambre y la pobreza. Cenaida no paró de recorrer el país ni siquiera cuando sus hijos fueron capaces de buscarse la vida por su cuenta; ahí empezó su segunda batalla: buscar los restos de su marido por el altiplano del país.

Ese primer miércoles de febrero, los kilómetros que la separaban de la iglesia católica de la aldea no representaron obstáculo alguno para cerrar un duelo extendido durante 40 años. Finalmente, Cenaida podría celebrar una misa en conmemoración de su esposo y de las demás 21 víctimas de una de las masacres ocurridas durante el conflicto armado interno. Pudo sepultar los restos de su esposo, Pedro Tun Esquit y tener un nicho en el cementerio, cerca de su casa, donde dirigirle oraciones y recuerdos.

Qué pasó en San Martín Jilotepeque

La desaparición del esposo de Cenaida, junto a otros 23 hombres de la aldea, ocurrió en el periodo más cruento de la represión militar en el área de Chimaltenango; un suceso que se reconstruye pieza por pieza con este tipo de ceremonias de exhumación y con los recuerdos fragmentados de las comunidades.

Trabajos académicos y de investigación social han conseguido explicar el contexto histórico en que las comunidades afectadas por el conflicto armado sufrieron episodios de extrema violencia. Algunos documentos de estudio son Guatemala: memoria del silencio, elaborada por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, y otros específicos como la investigación de la antropóloga Glenda García: Las guerrillas y los mayas: una aproximación a las formas de interacción sociopolítica entre las insurgencias y los kaqchikeles de San Martín Jilotepeque (1976-1985).

A finales de la década de los setenta, la población kaqchiquel de San Martín Jilotepeque vivió un proceso de organización comunitaria inédito y paulatino, que traía raíces desde la reforma agraria del gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán, 1952. Los Comités Agrarios Locales, formados tras dicho proyecto de reforma, aguantaron la presión de la política contrarrevolucionaria del golpe de Estado de 1954 para consolidarse en Ligas Campesinas a finales de los sesenta.

El terremoto de 1976, que arrasó casi por completo el municipio, animó la cohesión social alrededor de las ayudas internacionales recibidas para la reconstrucción, la formación social en salud, en agricultura y el cooperativismo. Para 1980, la organización kaqchikel de San Martín Jilotepeque conformó 14 Ligas Campesinas y contaba con algunos liderazgos entre maestros, catequistas, promotores de salud y capacitadores en agricultura sostenible vinculados por una consciencia de clase que pretendía romper con el yugo histórico de opresión al pueblo indígena campesino.

Desde la Costa Sur, hasta las fronteras montañosas de Huehuetenango, pasando por la capital, movimientos populares organizados, protestas y huelgas se sucedían.

Gradualmente, la demanda social promovida por las organizaciones campesinas coincidió con las reivindicaciones guerrilleras. Chimaltenango, próximo a la capital, atravesado por la carretera Interamericana y colindante con los departamentos de Quiché y Baja Verapaz, facilitaba el acercamiento entre las dos estructuras.

Las guerrillas y la represión militar

Cenaida sigue su camino junto al cortejo fúnebre sinuoso a través de los cultivos de café que separan el caserío de la aldea. Un grupo de monjas de la Caridad destaca por sus trajes llamativos. La fila se detiene frente a la cancha de futbol para compactarse y las monjas terminan a la par de un pastor evangélico; Biblia en una mano, micrófono en la otra, en una mezcla insólita de creencias religiosas.

A la par del camino polvoriento, la arquitectura de remesas conformada por casas enormes y vacías o a medio terminar confirman la normalidad de la vida del campo en Guatemala; y, trazan un vínculo directo con aquel pasado oscuro y mortífero, que, ese día, el cortejo fúnebre vuelve a traer a la luz.

Las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) empezaron a operar en el sur del municipio de San Martín Jilotepeque a partir del 1980 con el protagonismo de algunos líderes kaqchikeles. El Frente Guerrillero Tecún Umán se fundó directamente en San Martín Jilotepeque, en 1982, y confirmó la estructura local.

La precipitación de la estrategia insurgente aceleró la militarización del municipio y la consecuente ofensiva militar, entre septiembre 1981 y octubre 1982, periodo en que se registró la mayoría de las masacres ocurridas en San Martín Jilotepeque. La llamada «Operación Peinada» pretendía aniquilar por completo a los grupos insurgentes y se desarrolló, al principio, a través de la detención y desaparición de sus dirigentes, quienes buscaron refugio en la montaña, aislándose de sus familias y comunidades.

La represión militar se extendió a una práctica de ejecuciones arbitrarias siempre más difusa, para terminar con una política de terror llevada a cabo con la destrucción de comunidades enteras, bajo la lógica de tierra arrasada.

La Comisión para el Esclarecimiento Histórico documentó 33 masacres ocurridas en el área de San Martín Jilotepeque entre 1979 y 1982, periodo que abarca los gobiernos de los generales Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt. El segundo estableció un estado de sitio que duró de julio de 1982 hasta marzo de 1983 donde se legitimó el control militar de las comunidades a través de  aldeas modelo y la militarización de la sociedad con las Patrullas de Autodefensa Civil.

Las masacres y el «rendimiento»

«En 1982 en San Martín Jilotepeque reinaba el terror. Se registraron reiteradas violaciones de los derechos humanos; incluso masacres, desapariciones forzadas y torturas; quemas de cadáveres, de viviendas, de animales, de cosechas, saqueos y otros abusos cometidos por elementos del Ejército», publicó en 1999 la Comisión para el Esclarecimiento Histórico.

Frente a este escenario mortífero, miles resistieron a la persecución militar refugiándose en las montañas, junto a sus líderes, dando vida a una experiencia que, en el norte del departamento de Quiché, perduró más de una década y se dio a conocer como Comunidades de Población en Resistencia y que, en el área de San Martín Jilotepeque, sobrevivió solamente por dos años: los mismos elementos geográficos que, en un principio, habían facilitado la organización insurgente, cuando se armó la contraofensiva militar, facilitaron un cerco que ahogó rápidamente a la población civil refugiada.

La masacre del 18 de marzo 1982, donde murieron alrededor de 300 personas entre mujeres, ancianos, hombres y niños pertenecientes a varios parcelamientos y caseríos de las aldeas Estancia de la Virgen y Choatalun minó la relación entre la guerrilla y la organización kaqchikel y sentenció la victoria del ejército, que ocupó militarmente las comunidades. La población refugiada en la montaña se rindió.

La investigadora Glenda García nombra ese momento como el «rendimiento» de la población refugiada en las montañas. Ocurrió a principios de octubre y fue un éxodo bíblico: desde las montañas hacia la aldea Estancia de la Virgen, que involucró a miles de personas reducidas a piel y huesos, sin ropa, hambrienta y desesperada.

Para evitar que el ejército aprovechara la concentración para llevar a cabo otra masacre, una comisión coordinada por miembros de las FAR y el EGP en el exilio dio a conocer con adelanto el acontecimiento, haciendo pública la situación a nivel internacional.

El 19 de octubre 1982, el diario mexicano Unomásuno publicó: «Cinco mil indígenas cakchiqueles que permanecen cercados por el ejército guatemalteco en el departamento de Chimaltenango podrían ser asesinatos en masa (…) el cerco incluye la prohibición de toda entrada o salida de los campesinos de la zona (…). Tanto la Comisión de Derechos Humanos como el Comité Guatemalteco de Unidad Patriótica y la Asociación de Periodistas Democráticos de Guatemala formularon urgentes llamados a los organismos internacionales para que interpongan su influencia, evitando que se consuma un nuevo genocidio de grandes proporciones en Guatemala».

Una masacre más al margen del «rendimiento»

La desaparición del esposo de Cenaida, junto con otras 23 personas del caserío Buena Esperanza, el 3 de octubre de 1982, ocurrió al margen de la histórica rendición.

Según relatos de los familiares de las víctimas que permitieron la reconstrucción del acontecimiento durante la búsqueda y exhumación de los restos de sus difuntos, los 24 pobladores del caserío Buena Esperanza prestaban servicio de patrullaje en el área por cuenta del ejército ubicado en el destacamento de San Martín Jilotepeque.

En la madrugada del 3 de octubre, un grupo guerrillero atacó a varias familias de la finca cercana La Merced, entre ellos, unos terratenientes ladinos, de apellido Marroquín, colaboradores del ejército.

Los hombres de Buena Esperanza, alarmados por el ruido de las detonaciones, salieron de sus casas aún de noche para averiguar qué había pasado. Sólo a media mañana fueron alcanzados por una patrulla de militares provenientes de la cabecera municipal. Junto a sus compañeros, Pedro Tun Esquit sepultó los cadáveres de las víctimas del ataque por órdenes del teniente Morataya.

Dolido por la muerte de sus seres queridos y molesto porque el grupo de patrulleros no había podido defender a su familia del ataque enemigo, Mario Marroquín señaló a varios de los hombres presentes como responsables de lo sucedido. Acto seguido, los militares detuvieron a 33 individuos y, amarrados de manos y cuello con alambres y lazos, los empujaron en un camión, para llevarlos hacinados rumbo al destacamento. 24 de ellos nunca más volvieron a sus casas.

El cierre del duelo

El cadáver del esposo de Cenaida, junto a las otras 23 víctimas de la masacre, fue encontrado en estado de descomposición avanzada un mes después por Manuel de Jesús Tai Balan, quien tiene 73 años y trabaja para la Asociación Q’anil Maya Kaqchikel (Asoq’anil), una asociación de Chimaltenango que se dedica al trabajo de acompañamiento a familiares de víctimas del conflicto armado en la búsqueda de los restos de sus difuntos.

En aquel entonces, Manuel había sido enviado por el ejército a limpiar caminos a la frontera más lejana del territorio de su comunidad, Choatalun, ya que se estaba aproximando la feria de San Martín Jilotepeque.

Fue en la cumbre de Iximché, en la montaña, que el hombre encontró los cadáveres todavía amarrados a los palos donde habían sido ejecutados. La mayoría de los cráneos y fémures se salvaron de los ataques de  perros y otros animales que habían ya devorado los demás huesos. Manuel enterró esas piezas óseas en noviembre de 1982. 33 años después de la masacre sirvieron para identificar a 17 de los 22 restos, a través de las pruebas de ADN sacadas a sus familiares.

En 1982, Manuel era un capacitador en agricultura sostenible formado por Vecinos Mundiales, una organización internacional qué llegó al área después del terremoto de 1976. Siendo identificado como líder comunitario, durante la época más dura de la represión militar escapó a la montaña por dos años para luego entregarse al ejército cuando los militares empezaron a amenazar con secuestrar a su esposa e hijos. Fue detenido tres veces en diferentes centros de concentración de los cuales siempre logró salir con vida.

La tez morena de Manuel de Jesús Tai Balan, está atravesada por arrugas hondas y pronunciadas. Perdió a tres hermanos y dos sobrinos en los años 80 y ahora se dedica a acompañar a los familiares de los difuntos durante el proceso de denuncias al Ministerio Público y en las demás fases de exhumación e inhumación de los restos porque: «A veces, las personas se desmayan y lloran mucho al recuperar los recuerdos de la desaparición de sus seres queridos».

Sostiene que de los 60 cementerios clandestinos en San Martín Jilotepeque, han logrado exhumar sólo a 34 junto con la asociación, mientras hace el recuento de las 145 osamentas que, por el momento, están descansando en el cementerio de Choatalun.

Hace siete años, Manuel Balan coincidió con Cenaida en una exhumación en el área de Chimaltenango. En ese momento las esperanzas de Cenaida volvieron a cobrar vida: sin perder un instante, la anciana procedió con levantar la denuncia en el Ministerio Público, que permitió a la asociación darle seguimiento al caso legal involucrando en la demanda a los demás familiares de las víctimas.

De allí, la autorización para que los antropólogos forenses tomaran muestras de ADN de los familiares y la exhumación de lo restos óseos de las víctimas de la masacre bajo la guía de Manuel, quien facilitó el proceso de identificación de aquel pedacito de tierra, en la cumbre de Iximché, donde había sepultado unos cráneos y huesos 33 años antes. Terminada esa primera fase, pasó otro tiempo largo, eterno para los familiares de las víctimas, para que la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (Fafg), cumpliera con la identificación de los restos de los difuntos a través de las muestras de ADN y que la justicia guatemalteca autorizara la entrega de los mismos a sus familias.

Al atardecer del primer miércoles de febrero, Cenaida seguía caminando sola en la calle polvorienta hacia el cementerio de Buena Esperanza, terminada la misa y el almuerzo celebrado junto con las demás familias. Frente en alto y manos ocupadas en llevar un gran ramo de flores encima de la imagen de su esposo, la anciana seguía esbozando una sonrisa, esta vez de alivio: aunque apenada porque no todas las víctimas de aquella matanza habían podido ser identificadas y entregadas a sus familiares, ese atardecer, por fin sintió paz en su corazón.

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