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Ángel Millán, 22, pide ayuda en una esquina del centro histórico de la ciudad, el 16 de noviembre. Originario de Ciudad Bolivar, viaja junto con otros dos compañeros y espera poder enviar pronto dinero para apoyar a su madre. Simone Dalmasso

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Durante noviembre, el Paseo de la Sexta del Centro Histórico se pobló de numerosas familias de inmigrantes venezolanos atrapados en una condición de dramática incertidumbre.

El 12 de octubre, un inusual repunte en la afluencia de familias venezolanas en tránsito hacia Estados Unidos llevó a la administración Biden a implementar un programa de carácter humanitario que permitiera el acceso a 24,000 venezolanos que clasificaran, según algunos requisitos.

Lejos de contener la crisis migratoria, la noticia generó ilusión entre los grupos más vulnerables, sobre todo familias con niños menores de edad.

Plaza Pública hizo un recorrido por el centro de la capital de Guatemala donde estas personas buscan refugio, apoyo y calma mientras siguen su ruta al norte de América.

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Según datos del Instituto Guatemalteco de Migración (IGM), los venezolanos albergados en territorio nacional durante octubre representaron más del doble de las demás nacionalidades juntas; y, de los casi 9,000 migrantes cuyo ingreso al país fue rechazado desde septiembre hasta el 30 de noviembre, 6,000 provienen de la República Bolivariana de Venezuela.

La masiva deportación que se originó en respuesta al ingente impacto de migrantes que no cumplían con las condiciones de ingreso desde las fronteras estadounidenses hacia México detuvo el frenético optimismo para alcanzar el sueño estadounidense, pero no a los miles de migrantes que ya estaban en camino.

Luis Luna y Yormary Ribas son una joven pareja que se conoció en Colombia, donde decidieron formar una familia con su primer recién nacido, Lian. La noticia del «parole» humanitario despertó en ellos la misma ilusión que compartieron con miles de otras familias más. Animados por la misma necesidad en superarse como cuando salieron de su país por primera vez, abandonaron lo poco que habían construido en tierra cafetalera y se pusieron en marcha, otra vez. En el camino, tuvieron que superar pruebas al límite de la imaginación, tal como cruzar la mortífera selva del Darién, que divide Colombia con Centroamérica.

Al aproximarse al último obstáculo, la travesía de México, empezaron a escuchar de las muchas personas expulsadas de Estados Unidos, o cuyo ingreso había sido definitivamente denegado y se detuvieron, cansados y sin recursos. Todo apuntaba a que las reglas iniciales del acuerdo humanitario ya habían cambiado.

En un día cualquiera de noviembre, por la sexta avenida de la zona 1 capitalina, al lado de tantas familias venezolanas se podía apreciar un sentimiento de solidaridad constante por parte de los transeúntes: tal vez, en las caras inocentes de los niños obligados a la vida de calle, la gente reconocía el esfuerzo noble, de sus padres, hacia la superación, el no dejarse ganar por las condiciones de la vida, típico, al final, de todo el continente latinoamericano.

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