Estas líneas pretenden ser el resumen de una experiencia personal, pero también colectiva sobre lo aprendido en esta exposición y los afectos que supusieron para mí observar una retrospectiva de fotos que guardan el aura de la transformación.
Empiezo por las páginas de una revista que contienen una serie de fotografías sobre la puesta en escena de la obra teatral Kukulkán de Miguel Ángel Asturias por parte de actores del Teatro del Pueblo y las estudiantes del Instituto Normal Central para Señoritas durante los años de la primavera democrática. Máscaras, sombreros, capas, escudos, túnicas, movimientos ágiles dan cuenta de una energía creativa colectiva que se atrevió a representar una obra exigente y rebosante de sonidos y colores, cuya fuerza radica en plasmar la heterogeneidad cultural guatemalteca a través de los diálogos entre la deidad Kukulkán y un delirante Guacamayo. Se sabe la dificultad de concretizar los signos del teatro surrealista asturiano, con un acento ritual y mítico, y sorprende la audacia de las jóvenes estudiantes.
Pero en realidad no debería sorprender la capacidad de borrar límites y dificultades si se leen los alegatos firmes y apasionados de una generación de jóvenes normalistas que pedían cambios y estaban dispuestas a impulsarlos. El fragmento de una petición resume los horizontes de aquellas mujeres: «Pedimos que se nos conceda el derecho de consultar libremente nuestra biblioteca y nuestro museo, que cese el régimen militar, que se nos reconozca el derecho a esparcimientos adecuados, que se dé impulso a los deportes dentro y fuera del plantel, que no se coarte libertad de pensamiento». Eran jóvenes que se formaban como maestras y querían dejar atrás el régimen militar que Ubico había impuesto en las escuelas, matando la curiosidad y el gozo.
En aquellas peticiones y en los cambios reales, hay un liderazgo que aplica y reflexiona, que combina la práctica con la escritura. Me acerco entonces a la pedagoga María Solá de Sellarés, exiliada republicana, quien impulsó el concepto de la Escuela Nueva como directora del Instituto Normal Central para Señoritas Belén. Ella escribió, además, el libro que aparece detrás de una de las vitrinas de la exposición: «¿Qué es educar? Hacia la integridad del niño». Un collage del rostro de María Solá de Sellarés con una flor de tonos rojos y rosas, elaborado por Astrid Torres, captura la atención entre otros collages y fotos en negro y blanco. Creo que esa flor apunta a una plenitud desde donde imaginar en clave presente las posibilidades de la escuela en esta tierra. A María Solá de Sellarés la sucedería en la dirección Elena Ruiz Aragón de Barrios-Klee, quien impulsaría un sentido de comunidad escolar.
Entre las tonalidades titubeantes del tiempo, aparece una fotografía liminal. En ella se capta el momento cuando varias niñas formadas en el patio de una escuela aprenden de la mano de las maestras de la Escuela Nueva, el derecho al voto femenino recién conquistado. Esa foto, digo, es liminal porque data de 1954, meses o días antes de la trágica contrarrevolución que acaba con la renovación pedagógica en los institutos normales.
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Las salas llenas de fotos obtenidas desde distintas colaboraciones nos hablan de una época que se erige sobre nombres desconocidos, porque la memoria cultural guatemalteca quedó oscurecida por los años de la guerra. Valoro, entonces, la lista de nombres de las protagonistas del cambio pedagógico del Instituto Normal Central para Señoritas Belén (primeras promociones) y del Instituto Normal para Señoritas Centro América (lista de graduandas de 1951). Esos nombres recuperan el poder que puede tener la escuela pública y el esplendor posible al alero de un Estado que busca el bien común.
Al final de la visita es inevitable quedarse contemplando rostros conocidos, como los de Delia Quiñonez e Isabel de los Ángeles Ruano, y una foto emblemática que siempre me interpela: las dos a cargo del periódico Vanguardia Estudiantil hablando a la prensa sobre la necesidad de la valoración del periodismo por parte de las estudiantes y su voluntad de organizar conferencias y periódicos murales. Aquellas estudiantes jovencísimas serían luego voces fundacionales de la poesía guatemalteca.
No obstante, el impulso a quedarme contemplando en un gran collage rostros de mujeres de distintas generaciones, con diferentes destinos y proyectos profesionales y políticos, la organización espacial de la exposición conduce a atravesar un cuarto oscuro que simula lo que hicieron las estudiantes del Inca en 1964, cuando de nuevo se había militarizado la educación. Ellas se apropiaron del aula que había sido la sede de la asociación (abolida por el gobierno) y la nombraron «La cueva sin quietud». Luego, decidieron pintar con negro las paredes para representar la represión que vivían. En esos muros negros sobresalen tenebrosamente unos ojos controladores. Era la atmósfera de los años en que empezaría el largo conflicto armado.
Quizás la mayor virtud de esta exposición, entre muchas otras, resulta en dotarnos a las mujeres de un sentido de pertenencia desde una genealogía de mujeres que cambió los paradigmas de la educación del país y cuyos nombres son apenas los signos por los cuales empezar a descubrir las dimensiones de la participación femenina en la Revolución de 1944.
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