La corrupción nos ataca en formas diversas, y la permiten deficiencias igualmente diversas. Quizá una de las formas de corrupción más lucrativa y fuertemente arraigada en Guatemala es invertir en la campaña electoral de un candidato de tal manera que este, si resulta electo, desde la función pública facilite la recuperación de esa inversión con favores o prebendas ilícitas.
Es decir, esta forma de corrupción tiene dos momentos. El primero es el desembolso de dinero para financiar la campaña de un candidato, la inversión, y está asociado a deficiencias en la Ley Electoral y de Partidos Políticos y a la debilidad del Tribunal Supremo Electoral. El segundo es el goce de beneficios o prebendas ilícitas facilitadas cuando el candidato resulta electo, el retorno de la inversión, asociado a deficiencias en numerosas leyes e instituciones como la Ley de Servicio Civil y la Oficina Nacional de Servicio Civil, la Ley de Probidad y Responsabilidades de Funcionarios y Empleados Públicos y la Contraloría General de Cuentas, la Ley de Contrataciones del Estado y prácticamente todas las entidades públicas que compran bienes o contratan servicios, etcétera.
Las mesas convocadas por el Congreso de la República supuestamente buscan lograr la aprobación de reformas a algunas de estas leyes, justamente porque las versiones hoy vigentes son deficientes y facilitan la corrupción. En cuanto al momento de la inversión, la ciudadanía exige reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos de modo que se erradique el financiamiento electoral espurio y se fortalezca el Tribunal Supremo Electoral. Con las reformas a la Ley de Servicio Civil se espera que se erradique el tráfico de plazas en el sector público. Por cierto, como una anomalía mayúscula, no se conformó una mesa para reformar la Ley de Probidad.
Las reformas a la Ley de Contrataciones del Estado se perciben como de naturaleza técnica y pareciera que no son importantes en la coyuntura electoral. Sin embargo, es justamente en los contratos con el Estado en los que se formalizan los negocios más jugosos con este y en los que los financistas de campañas electorales recuperan sus inversiones realizadas durante la campaña. Casi podría asegurarse que la magnitud de la corrupción puede medirse en función de la magnitud de la disfuncionalidad en las adquisiciones públicas: el tango entre corruptores (en este caso, malos proveedores y contratistas del Estado) y entidades públicas.
Por ello, una forma de darle dientes a la Ley de Contrataciones del Estado y de romper el sistema complejo de círculos viciosos de la corrupción es aprobando con urgencia una reforma que defina y sancione drásticamente el conflicto de interés en las adquisiciones estatales, de manera que se prohíba que dignatarios, funcionarios, empleados, todo servidor público y los financistas de campañas electorales puedan ser proveedores o contratistas del Estado.
Es decir, legislar de tal modo que, si alguien financia una campaña electoral, sepa que no puede hacer negocios como proveedor o contratista del Estado y que no debe estar vinculado con servidores públicos; si se es presidente, vicepresidente, diputado, funcionario o servidor público, tiene prohibido ser proveedor o contratista del Estado; y si se es proveedor o contratista del Estado, se debería demostrar que no se tiene vínculo con financiamientos electorales o con funcionarios y servidores públicos.
No es una reforma complicada, pero que sí le daría dientes a la maltrecha Ley de Contrataciones del Estado. Me gustaría ver a la ciudadanía organizada y dispuesta a luchar en contra de la corrupción, concretar su movimiento en propuestas como esta.
¿Aló, diputados y diputadas?
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