La existencia de estructuras criminales dedicadas a saquear el erario público no es cosa nueva. La novedad es que las investigaciones de la Cicig están aportando evidencias que permiten la persecución penal de esas estructuras criminales y enfrentan la maquinaria de la impunidad, especialmente dentro del Organismo Judicial. La confirmación de secretos a voces añejos es lo que hoy moviliza a decenas de miles a la plaza para protestar.
Un despertar muy saludable y prometedor que debe apoyarse y continuar con valentía y legitimidad.
Sin embargo, para que el esfuerzo ciudadano continúe valiente y legítimo, es necesario parar y reflexionar. Un amigo muy apreciado me invitó a reflexionar sobre lo siguiente: el 4 de octubre de 2012, este mismo gobierno perpetró la masacre de la cumbre de Alaska, en la que efectivos del Ejército dispararon sus fusiles en contra de manifestantes, asesinaron a ocho e hirieron a un número de personas aún indeterminado. La pérdida de ocho vidas no fue motivo para que saliéramos a manifestar y llenar la plaza de indignados exigiendo la renuncia del presidente y los demás responsables del crimen.
Sin embargo, el robo de recursos públicos sí. Es un contraste dramático que el robo de dinero, por millones que hayan sido, nos indigne más que la pérdida de ocho vidas. Me atrevo a preguntar, consciente de la provocación, ¿será que la diferencia es que los ocho manifestantes que perecieron en octubre eran indígenas y que el dinero que robó La Línea provino de quienes ganan y consumen más, que no son indígenas? ¿Qué hubiese pasado si, durante las manifestaciones del 25 de abril, del 16 de marzo o del 30 de mayo, efectivos del Ejército hubiesen disparado fusiles automáticos contra quienes estábamos allí? ¿Por qué enviaron soldados armados con fusiles de asalto a la manifestación de la cumbre de Alaska en octubre de 2012, y no a las de abril y mayo?
Sin duda, estas son preguntas incómodas que desvelan una pequeña fracción de nuestra realidad. No estoy diciendo que las manifestaciones recientes estén mal. Todo lo contrario. Las apoyo y he participado en ellas. Las considero muestras auténticas de un despertar ciudadano legítimo y muy saludable.
Pero quizá es tiempo de que este despertar madure y se ubique en el complejo y difícil contexto guatemalteco. Quizá, como dijo el Icefi en su comunicado con motivo del congreso Ciudadanos contra la corrupción, esta madurez pueda partir de reconocer que en Guatemala enfrentamos varios problemas muy graves y cuya solución es urgente, como la desigualdad, la exclusión y la discriminación de los pueblos mayas, las mujeres y otros grupos marginados históricamente; la lucha por el territorio; la defensa del ambiente natural y el uso racional de los recursos no renovables; la mortalidad materna; la persistencia de niños y adolescentes excluidos del sistema educativo; la desnutrición infantil; el derecho al trabajo digno; la violencia en todas sus formas; la explotación y trata de personas; y la migración forzada, entre muchos otros.
Pero en este contexto reconocemos que la corrupción es un problema transversal que debe enfrentarse y que la crisis política desatada por escándalos mayúsculos de corrupción constituyen una coyuntura muy oportuna para buscar consensos ciudadanos y combatir ese cáncer social.
Es decir, manifestaciones contra la corrupción sí, y muy bien, pero sin perder conciencia de en qué sociedad vivimos y que la corrupción no es ni el único ni quizá el más grave de nuestros problemas.
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