El estudio de la literatura antigua es un campo que tiene muchísimas cosas que enseñarnos. A través del estudio de los primeros textos que escribieron los humanos podemos aprender acerca de los orígenes del lenguaje escrito y de su consecuente evolución y ramificación. Podemos conocer los diferentes medios físicos y maneras que se utilizaron para contar historias y consecuentemente, al igual que con el lenguaje escrito en sí, podemos comenzar a armar una especie de árbol genealógico de los diferentes estilos o géneros literarios.
También nos proporciona una ventana hacia las diferentes organizaciones sociales, valores humanos y creencias de diferentes culturas antiguas. Pero creo que la contribución más valiosa del estudio de textos antiguos como El poema de Gilgamesh, El libro de los muertos o El Mahabharata, es que nos abre los ojos a una serie de hechos que, dadas las grandes diferencias entre nuestra cultura y la de muchas civilizaciones antiguas, no parecen ser muy intuitivos, pero cuya comprensión es de suma importancia para nuestro desarrollo como seres humanos, tanto individual como colectivo. Para ilustrar mi punto, quisiera enfocarme en dos obras muy antiguas y consideradas entre las primeras en la historia de la humanidad: El poema de Gilgamesh (2.500 AEC, aprox.) y El libro de los muertos (1.500 AEC, aprox.).
Al leer El poema de Gilgamesh, y por lo menos observar los escritos originales, podemos aprender muchas cosas acerca de la cultura que lo concibió. A través de sus líneas sabemos que probablemente existió un rey llamado Gilgamesh, muy venerado en su tiempo; sabemos que eran politeístas y que creían que su razón de existir era para servir a los dioses que los crearon; podemos deducir que por lo menos algunos sabían leer y escribir; y que lo hacían en tablas de arcilla usando una especie de bisel para dejar “cuñas” en su superficie.
Algo muy similar podemos aprender a partir de El libro de Los muertos egipcio. Sabemos que, al igual que los asirios, contaban con un panteón bastante extenso, con dioses responsables de los diferentes fenómenos naturales; que introdujeron el papiro como medio de escritura y que escribían por medio de dibujos o “pictogramas” que representaban una combinación de letras y sílabas o palabras completas, según el contexto; sabemos también que tenían una gran necesidad de poner sus pensamientos por escrito, ya que si algo caracteriza a los egipcios es que sus jeroglíficos se encuentran por todos lados, desde simples papiros hasta majestuosas pirámides.
Un análisis más profundo, sin embargo, nos revela otro tipo de cosas a las que aludí anteriormente y que a mi criterio son de mayor importancia, pues nos ayudan a comprendernos mejor como seres humanos. Este es el caso del papel que juega en nuestras vidas nuestra capacidad—única o no en el reino animal—de estar conscientes de nuestra propia mortalidad.
Al leer acerca del largo y peligroso viaje de Gilgamesh en busca de la inmortalidad y sobre los hechizos para poder enfrentar satisfactoriamente el juicio final ante el Tribunal de Osiris, podemos darnos cuenta de que muchos de los mismos miedos e inquietudes que acompañaron a los humanos hace tres mil quinientos años—y probablemente desde que evolucionaron rasgos característicos de nuestra especie como el lenguaje y el intelecto—nos siguen acompañando en el siglo XXI y muchos de los mitos que nos inventamos para lidiar con ellos siguen siendo casi los mismos. Sobre todo, aquéllos que tienen que ver con la muerte.
En El poema de Gilgamesh la muerte es explicada como la “voluntad de los dioses” y muchos aspectos específicos eran causa de gran angustia y desesperación. Ellos creían que al morir, las almas iban a un lugar lúgubre y oscuro en dónde “el polvo es su bebida y su comida es de arcilla”. El conflicto interno que nos causa el saber que un día hemos de morir, en conjunto con la creencia en un final desgraciado para todos, se refleja en el momento en que Gilgamesh, al ser testigo de la muerte de su gran amigo Enkidu, entra en un estado de depresión porque se da cuenta de que a él le sucederá lo mismo algún día. Es tal su depresión, que decide que no puede seguir viviendo a menos de que encuentre la forma de evitar la muerte y vivir eternamente.
Decide emprender una travesía de proporciones épicas que incluye enfrentamientos con escorpiones gigantes, tierras de completa oscuridad y ríos con aguas que matan a quien las toque para llegar hasta Utnapishtim, el único hombre que goza de la inmortalidad. Según el relato, Utnapishtim es el único sobreviviente, junto con su esposa, de un intento de los dioses de destruir el mundo por medio de un gran diluvio, gracias a la advertencia del dios Ea, quien le pide que construya un arca gigante y que reúna en ella a cuanto ser viviente le sea posible. Este parece ser el origen del conocido mito judío del Arca de Noé, un ejemplo de cómo las historias de una cultura son recicladas y adaptadas por otras (esto lo observamos también en el Tribunal de Osiris egipcio).
La historia de Gilgamesh termina sin éxito, claro reflejo de lo inútil que es luchar contra la muerte. Utnapishtim le ofrece a Gilgamesh concederle la vida eterna si supera una prueba: mantenerse despierto durante siete días enteros. Gilgamesh se duerme casi inmediatamente y casi como premio de consolación, Utnapishtim le da una planta mágica que regresa la juventud a quien coma de ella; pero una serpiente se la come mientras Gilgamesh descansa y no le queda más consuelo que sus glorias pasadas. Esto está simbolizado en el final del poema, que describe a Gilgamesh regresando a su ciudad—Uruk?y admirando la grandeza de sus paredes, de sus cimientos y una piedra de lapislázuli grabada con todas las aventuras de su gran rey.
El libro de los muertos, a pesar de que también explica la muerte por medio de la voluntad de los dioses, se aleja de la angustia total representada en Gilgamesh y ofrece una luz al final del túnel. Lejos queda el conflicto interno que nos causa el saber que vamos a morir y la búsqueda para evitarla en este mundo. Aquí la creencia generalizada es que al morir, el dios Anubis guía nuestro espíritu por el inframundo hasta llegar ante el Tribunal de Osiris. En este lugar Anubis extrae nuestro corazón y lo coloca en una balanza para compararlo con la pluma de la diosa Maat?símbolo de la verdad, la justicia universal, la moralidad y el orden cósmico?mientras un juzgado compuesto por varios dioses nos hace preguntas acerca de nuestras acciones en vida, causando que nuestro corazón aumente o disminuya de peso.
Las respuestas son anotadas y llevadas a Osiris, quien dicta sentencia. Si el veredicto es positivo, nuestro espíritu regresa a reunirse con nuestro cuerpo?a estas alturas ya momificado?para vivir eternamente en el paraíso, llamado Aaru. Por el contrario, si el veredicto es negativo, nuestro corazón es arrojado a un ser con cabeza de cocodrilo, melena y cuerpo de león, y patas de hipopótamo llamado Ammit, quien lo devora. A esto se le denominaba la “segunda muerte” y significaba la aniquilación total de la existencia. Este es el origen del concepto de recompensa divina con vida eterna en el paraíso para los que viven una vida honorable y dedicada a buscar la gracia de los dioses que sigue siendo popular en nuestros días a través de las religiones abrahámicas.
El mensaje que nos dan ambas obras es muy diferente. El poema de Gilgamesh pareciera decirnos que ante la muerte no nos queda nada más que resignarnos y aceptarla, por muy horrorizante que sea, pues es inevitable. El libro de los muertos y el conjunto de la mitología egipcia, por el otro lado, parece tratar de lidiar con el miedo que produce la muerte imaginando una vida mejor después de esta en la que los aspectos negativos desaparecen y son reemplazados por un estado de alegría y de profunda satisfacción espiritual. Irónicamente, si el paraíso egipcio es una respuesta a la angustia que causa la muerte cuando es vista como algo negativo y lleno de sufrimiento, su efecto parece ser el mismo. La cultura egipcia estaba casi obsesionada con la muerte y muchos dedicaban su vida para prepararse para el Tribunal de Osiris y poder llegar a la “segunda vida” en el paraíso. Esto, a su vez, es fuente de continua angustia y desesperación pues la “certeza” de que la muerte es ir a sufrir eternamente a un lugar oscuro y tenebroso solo es sustituida por nuevas preocupaciones: ¿Estoy siguiendo la voluntad de los dioses? ¿Me tendrán los dioses en su gracia? Si me muero hoy, ¿iré al paraíso o moriré por siempre? ¿Qué suerte corrieron?o correrán?mis seres queridos?
Cerca de dos mil años después del fin de las civilizaciones asirias y egipcias, y a pesar de la gran cantidad de cosas que sabemos gracias al estudio de la naturaleza, este tipo de conceptos y preguntas con respecto a la muerte siguen muy arraigados en nuestra cultura y siguen siendo fuente de angustia y desesperación. El estudio de textos antiguos que tratan acerca de la muerte, como El poema de Gilgamesh y El libro de los muertos, es de gran ayuda para darnos cuenta de que muchas de las cosas que asumimos como ciertas o incuestionables, muy probablemente son falsas; lo que muchos creen que es original, realmente es una apropiación de un elemento de otra cultura más antigua; la fe en cosas muy poco probables acerca del funcionamiento del universo siempre ha estado presente, lo único que cambia es el nombre de los personajes.
Nuestros miedos pueden ser dominados aprendiendo sobre la condición humana y tratando de comprender de una forma cada vez más certera cómo opera el universo. El estudio de la literatura antigua nos ayuda enormemente con lo primero y es allí en donde, según mi apreciación, radica la mayor parte de su valor. Lo que no pudieron hacer los autores de El poema de Gilgamesh o de El libro de los muertos por sus contemporáneos, sí lo pueden hacer hoy por nosotros, miles de años después.
De una forma extraña e irónica, sí alcanzaron la inmortalidad.
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