Carl Sagan escribió estas palabras en 1995. Diecisiete años después, sus palabras son más relevantes que nunca pues su preocupación se ha hecho realidad. Para muchos, puede resultar extraña o exagerada; muchas personas ven a las supersticiones como algo inocente —probablemente muy ingenuo— pero que no lastima a nadie.
Las abuelitas, por ejemplo, nos recetan un hilito rojo para proteger a nuestros hijos del "mal de ojo". "No hay que creer ni dejar de creer", nos dicen con frecuencia. Desafortunadamente, muchos académicos con maestrías y doctorados defienden esta relativización postmodernista de la verdad en nombre del “respeto a la diversidad cultural”.
Quienes criticamos estas posturas somos arrogantes, “cientificistas” y demás epítetos. Digo “desafortunadamente” porque las creencias no son cosas aisladas que ocurren en un vacío o que guardamos en el fondo de nuestro cerebro. Nuestras creencias traspasan la materia ósea de nuestro cráneo e interactúan con el mundo exterior en forma de acciones. Generalmente, son nuestras creencias las que nos impulsan a actuar de una manera y no de otra.
El psicólogo experimental Michael Shermer, pionero en la "ciencia de las creencias", señala que nuestros cerebros funcionan como "motores de creencias". Son esculpidos por la selección natural para ser máquinas que detectan patrones, vinculan eventos y dotan de significado a los patrones que creemos descubrir en la naturaleza. Algunas veces sí existe una relación entre A y B, pero otras veces no. El futbolista que no se baña un día (A) y que luego mete tres goles en un partido (B), forma una relación causal entre A y B que no existe. Esta asociación específica es relativamente inofensiva; lo peor que puede pasar es que el sentido del olfato de alguna persona resulte ofendido. El problema es que estas falsas asociaciones pueden convertirse en una forma habitual de pensar acerca de la realidad y pueden resultar en cosas mucho más graves, como la pérdida de grandes cantidades de dinero, o incluso la muerte.
En su libro más reciente, Shermer cuenta la historia de Candace Newmaker, una niña nacida en 1989 en Carolina del Norte. Su mamá era una adolescente y su padre un hombre borracho y violento. Cuando la niña tenía cinco años, el servicio social le quitó la custodia a sus padres y fue adoptada por una enfermera dispuesta a cuidarla y amarla. Pero comenzaron a surgir varios problemas. El ambiente de maltrato en el que había crecido afectó su personalidad y su comportamiento. En abril del año 2000 viajaron a Colorado para una terapia intensiva de dos semanas con Connell Watkins, una "experta" en un tratamiento llamado Attachment Therapy (AT). Se utiliza principalmente en niños adoptados que tienen problemas de comportamiento o que supuestamente manifiestan una falta de cariño hacia sus padres adoptivos. Las razones por las que esto sucede son diversas. Rehabilitar a un niño tan maltratado suele ser algo complicado, pero existen tratamientos a largo plazo que son efectivos. Los proponentes del AT, sugieren que los niños que manifiestan estos comportamientos guardan cólera y rencor, que pueden liberarse a través de una serie de prácticas.
La más común es la llamada holding therapy. Consiste en inmovilizarlo a la fuerza, generalmente acostándose sobre él y gritándole en la cara. Supuestamente, esto logra que el niño saque toda su ira y su resentimiento, causando una catarsis que lo reduce a un estado infantil, que le permite "renacer". Así, el niño puede ser criado de nuevo y su sanidad emocional es restablecida. Jeane Newmaker pagó $7000 para que Watkins y su equipo de “expertos” se lo aplicaran a su hija.
Durante cuatro días de "terapia", Candace fue sometida a somatones de cabeza, jalones de cabello, manos en el rostro, gritos en la cara y otras cosas. Cuando todas estas cosas no causaron la "catarsis" esperada, Watkins y su equipo recurrieron a métodos más severos. Colocaron a la pequeña Candace adentro de una frazada y la cubrieron con cojines. Luego, varios adultos —con un peso combinado de 700 libras— se acostaron sobre ella. Watkins le decía que era una pequeña bebé que tenía que luchar para "salir del vientre" de su madre. Candace únicamente gritó "¡No puedo respirar, no puedo hacerlo! ¡Hay alguien encima de mí, me quiero morir! ¡Por favor, necesito aire!"
Según la lógica de este tipo de terapia, esta respuesta era una muestra clara del daño emocional que sufría y de su resistencia al cambio, ya que los niños con estos problemas exageran su sufrimiento para manipular a la gente. Watkins pidió más esfuerzo. Candace vomitó. Nadie le hizo caso. Luego de 40 minutos de "terapia", Candace se quedó en silencio. Esto fue interpretado como una nueva manipulación de su parte. Entre risas, chistes y burlas hacia Candace por "haberse rendido", Watkins dijo "Allí estás acostada en tu propio vómito, ¿no estás cansada?" Pero Candace no estaba cansada, ni exagerando su sufrimiento, ni tratando de manipular a nadie. Candace estaba muerta. Tenía sólo diez años.
Watkins y su equipo mataron a Candace con el consentimiento de su madre, frente a sus ojos y frente a una cámara de video que capturó todo el proceso. No porque fueran personas perversas que gozan con el sufrimiento de niños indefensos, sino a causa de una creencia supersticiosa horriblemente equivocada, disfrazada de ciencia seria. Así de peligrosas son las creencias supersticiosas.
Éste es un caso extremo, por supuesto. Pero existen otras creencias erróneas que vacían los bolsillos de quienes caen en ellas, las enferman, impiden su crecimiento personal o las terminan matando. La homeopatía, la astrología, la curación por fe y la naturopatía, son algunas. Estas creencias se llaman pseudociencias y se caracterizan por aparentar ser científicas, sin tener ninguna evidencia que las respalde.
El tipo de cáncer que le diagnosticaron a Steve Jobs en 2003, por ejemplo, era un tipo muy raro y bastante benigno. La tasa de supervivencia es de entre el 80% y el 90% si es operado a tiempo. A Jobs se lo detectaron a tiempo, pero en lugar de optar por la cirugía, intentó deshacerse de él con un cóctel pseudocientífico de dieta especial, acupuntura y tratamientos herbales. Para cuando se dio cuenta de que había tomado la opción equivocada, decidió operarse y gastó cantidades exorbitantes de dinero en los mejores tratamientos disponibles. Pero ya era muy tarde. Falleció en agosto de 2011.
Tomando en cuenta lo que está en juego, tenemos la obligación moral de preocuparnos por comprender cómo son las cosas en realidad. Las buenas intenciones son necesarias, más no suficientes. Podemos tener las mejores intenciones del mundo, pero si no estamos realmente comprometidos con la búsqueda incansable de la verdad, para comprender cómo funciona realmente el mundo, nuestras decisiones no van a ser las mejores. Probablemente serán decisiones que tarde o temprano lastimen a muchas personas.
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