A mis dos tareas del día de hoy -retratar el otoño en Indiana rural y navegar la maraña burocrática de sacarle placas al carro de mi hermana- se suma otra más: redactar una alerta periodística para buscarle protección inmediata.
Ya hace varios días me contó de su problema. Es harto sencillo. Mi amiga recibió amenazas por exigir una explicación para que la junta de seguridad de Panajachel diga qué pasó con una persona que testigos vieron cómo era capturado y vapuleado por integrantes de esa junta, a quien llamaremos los encapuchados.
Para quienes viven en Guatemala, para quienes saben de qué se trata eso de las Patrullas de Autodefensa Civil y los comisionados militares, los que saben de las juntas y comités de seguridad saben de lo que estoy hablando.
Para a quienes esto suena extraño, lo explico en breve. Guatemala es un país en el que desde su fundación como estado, el Estado (el que se escribe con mayúscula) ha existido en la capital y poco más. Es un lugar donde el Estado, digo, las instituciones no existen, no están presentes, no quieren llegar a donde vive la gente.
Y, puestos a representar o impostar el estado, los ciudadanos ponen túmulos donde les da la gana, cierran calles en donde mejor les parece y, claro se arman hasta los dientes para defender a sus comunidades. Fieles a ese tan guatemalteco espíritu que ordena que vale más el que hace (aunque sea el que quema vivo a un prójimo o causa daños irreparables tratando de ayudar a un herido) que el que piensa, los encapuchados salieron a defender su comunidad.
Y, como ha pasado desde que el país es país, los defensores se convirtieron en agresores. Y allí estoy yo, pensando en que la luz es maravillosa a finales de octubre en Indiana, que me espera un pastel de fresas con crema en casa de mi hermana y que tengo que embaucar a la gente del departamento de las placas, mientras me entra un mensaje de mi amiga, a miles de kilómetros de distancia.
Guatemala es de esos lugares que no dejan en paz, que te persiguen a donde sea que vayas, que salvo que decidas cortar todas las amarras, te encontrarán en Indiana o Tashkent. Es un país de mierda. No, no lo digo para provocar como hizo un amigo hace años.
Es un país con mierda, mejor dicho. Es un lugar donde alguien que se involucra en una comunidad, que se dedica a la construcción de la democracia y el fomento del debate en una localidad en la que decidió radicar y que prefiere el diálogo a la violencia, encuentra amenazas ante sus esfuerzos para esclarecer la desaparición forzada de una persona.
Y mientras que la vieja del departamento de tránsito me da las placas para el carro de mi hermana, me entero que los encapuchados le dijeron a a mi amiga, por televisión nada menos, que es una basura y que tiene que terminar en la basura.
Salgo y la luz de la tarde baña todo en esta ciudad. Se filtra a través de bosques interminables de árboles con hojas de todos los colores otoñales. Y entiendo que es mejor no ponerse a pensar en por qué en algunos lugares la gente es tan bestia y en otros tan distinta, pero lo pienso igual.
Entre las placas y las amenazas no dio tiempo de cortar el pastel. Las velitas quedaron para otro día y, mientras intento hacer otras fotos me llama otro amigo felicitarme. No hemos tenido cinco minutos de charla cuando cometo el error de formular la pregunta que siempre termina en amarguras: ¿Y cómo está Guatemala?
La respuesta, invariablemente, no importa a quién le pregunte uno, es una letanía de desgracias. Esta vez, este amigo, me cuenta que hicieron una fiesta de cumpleaños para otra amiga y justo enfrente de su casa -en un barrio que cualquiera diría que es tranquilo y donde para mayor seguridad han cerrado las calles y contratado policías privados- le robaron el carro a uno de los invitados a la fiesta.
Y yo, que había hecho esfuerzos para desconectarme de la realidad de Guatemala y enfocarme en lo intangible. Pero no, además de mi amiga y mi amigo con sus amenazas y malas noticias, está mi mamá.
Todas las noches, hasta las dos/tres de la madrugada me habla de Colom, Otto Pérez, Baldizón, me recrimina que no oigo por internet a Marta Yolanda y Zapeta. Me obliga a ver las entrevistas de los candidatos y el presidente en CNN en español.
Afuera hace frío, las hojas siguen cayendo irremisiblemente y pronto los árboles extenderán sus huesudas ramas hacia el cielo, como implorando la nieve.
Han sido días de acordarme de lo que no me gusta de Guatemala. He, incluso, propuesto que mi mamá ya no me hable del país. Pero ella no da su brazo a torcer e insiste en preguntarme si creo que va a ganar Pérez o Baldizón.
Han sido días de hamburguesas, papas fritas y bisquits and gravy. El gravy es una preparación de leche y grasa con almidón a la que se le echa carne de salchicha frita y que los gringos acá consumen como si fuera maná del cielo. Es pesado y difícil de digerir. Es como Guatemala, sabroso si uno cierra los ojos y se enfoca en los sentidos, pero da un poco de asco cuando uno se pone a pensar de qué está hecho.
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