En sentido estricto, cada época histórica tiene su correspondiente tecnología. En definitiva, eso es ella: la forma en que se organiza el trabajo.
El mundo moderno (capitalista-industrial) produjo un salto sin precedentes en la historia humana. En el último siglo, la capacidad productiva, la tecnología, avanzó como la especie humana no lo había hecho en toda su marcha, de varias decenas de miles de años. Como consecuencia de esta fabulosa aceleración, el instrumental técnico que posibilitó ese salto pasó a ser la vedette del proceso. Así, se desarrolló una mística del instrumento, de la herramienta. Hoy la máquina que sirve al ser humano pasó a ser a veces más importante que el humano mismo.
«¿Eso es bueno o malo?», podríamos preguntar. La respuesta nos confronta con el proyecto mismo que define el curso de los acontecimientos, el horizonte sobre el que se construye el mundo. Hoy la tecnología, como un ente casi con vida propia, ha ido abandonando su valor instrumental para terminar siendo eje central del proyecto global en curso. Se venera la tecnología como si fuera una entidad en sí misma, autónoma y omnipotente. Estamos ante una nueva diosa.
Esto tiene historia. El mundo de la producción industrial (con la ganancia económica como meta última) no necesita del ser humano. Todo deviene mercancía. Importa el aparato físico por su utilidad y por lo que vale, por lo que significa como símbolo de poder. El azadón, el arado de madera o el reloj de arena eran instrumentos que significaron pasos importantísimos en la historia, pues mejoraron las condiciones de vida. Eran cosas que favorecían el desarrollo. Si esta calidad no satisfacía, allí estaban los dioses esperando para ayudar a mejor sobrevivir.
Hoy las deidades son de plástico, de acero, de fibra óptica, de cuarzo líquido. Las cosas materiales han pasado a tener un valor central, no solo instrumental. Hay ya un sexo cibernético que prescinde del otro de carne y hueso. Una máquina puede ser más importante que un humano. ¿Hacia eso vamos?
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Sería más que absurdo oponerse a la tecnología en nombre de un principismo inconducente, de una vuelta a lo natural, de una renuncia al confort moderno. La tecnología, en tanto el arsenal de medios técnicos de que dispone una sociedad en un momento dado, no es sino eso: el conjunto de los instrumentos con que asegurar la mejor calidad de vida posible. Obviamente entonces, ¡bienvenido sea su desarrollo! Lo que debe cuestionarse, y no en nombre de una moralina hipócrita, sino desde una actitud crítica que tienda al enriquecimiento humano, es este aprisionamiento de que somos víctimas por la cultura de la fascinación ante las máquinas.
Si la tecnología no sirve para un genuino desarrollo humano integral, ¿para qué está entonces? ¿Por qué termina siendo más importante tener cosas —y cambiarlas cada vez más rápidamente— que su aprovechamiento? No podemos estar fatalmente condenados a valorar la vida en función de las cosas, que en todo caso nos deben servir para ayudarnos a vivir. El hacha de piedra, la rueda, el automóvil o el teléfono celular son simplemente instrumentos que nos facilitan la vida. Olvidarlo implica generar un mito y reducir la vida a una frenética carrera por su posesión para no saber qué hacer una vez que se los ha obtenido.
«El ser humano ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis, bastante magnífico cuando se coloca todos sus aparatos, pero estos no crecen de su cuerpo y a veces le procuran muchos sinsabores», decía con razón Sigmund Freud.
Si lo olvidamos, no hay real desarrollo del ser humano. En vez de venerar imágenes, tótems o espíritus, glorificamos pedazos de plástico o de cromo vanadio. ¿O será ese nuestro destino?
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