Buena parte de la disputa se explica en dos aspectos. Primero, que para la mayoría de los politólogos las explicaciones basadas en razones de cultura política son demasiado flojas. Cuando el análisis del sistema político y de sus variables se agota, surge la tentación de correrse al campo del estudio cultural porque —y aquí viene el segundo aspecto— los efectos desprendidos de la cultura política son más complicados de medir (si es que, en efecto, interesa su medición) pero más fáciles de plantear en la ecuación.
Hay un tercer aspecto que complica más la discusión. Todo mundo quiere meterle mano a la discusión sobre la evolución del comportamiento político, la consolidación de los patrones democráticos y los patrones de comprensión política. Pero, cuando aparece en ciencia política el tema cultural, lo que en realidad aparece es el campo de la cultura política, que no es lo mismo que los estudios culturales per se. Los problemas de la cultura son una cosa, pero el problema de la cultura política en concreto es otra. Sidney Verba y Gabriel Almond son los clásicos autores que definieron con bastante éxito el concepto de cultura política, por ejemplo «los grados de distancia (cercanía o alejamiento) para con el sistema político» o «el deseo de vincularse con los mecanismos institucionales». Para la ciencia política estadounidense, este fue el punto de inicio. Años después, las corrientes conductistas en la ciencia política formalizaron la noción de que las instituciones políticas nacionales empujan o afectan un set determinado de valores y de creencias que en última instancia dirigen su efecto a los procesos democráticos. En oposición, los enfoques marxistas (como cosa extraña, preocupados por lo político) plantearon que el conjunto de valores responde a un problema de imposición y de dominación hegemónica. Por cierto, en la medida en que el debate político es menos avanzado, se marca la tensión entre los enfoques anteriores.
Casi dos décadas después del famoso ensayo de Verba y Almond La cultura política (puede encontrarlo aquí), Lowell Dittmer entró en el debate para proponer la necesidad de comprender el rubro de la cultura política como el estudio de los símbolos políticos (lo político como relativo al poder), que son compartidos. Sin embargo, aunque el interés de Dittmer era enriquecer con argumentos culturalistas la ciencia política, resulta que su propuesta no satisfizo los criterios básicos del método comparado en la disciplina, pues los planos culturales no siempre producen aspectos comunes. El rubro de los valores compartidos y consensuados que Parsons siempre indicó con el ejemplo de «cuando estoy en Roma actúo como romano» no es siempre válido. La comprensión de esa significación política —lo que sea que eso signifique— no solo resulta compleja en la interiorización, sino que además no es uniforme en la expresión externa. En 1988 Stephen Chilton publicó al respecto el ensayo Definiendo la cultura política (Defining Political Culture), en el que decía que un mismo fenómeno político presenta lecturas distintas, confusas, y que en última instancia es difícil conectar el supuesto cambio en la cultura política con los efectos del sistema político o con las modificaciones en los procesos electorales. Y es que hay una tentación de conectar (a PH), por razones ideológicas o de agenda, una comprensión de la significación política con determinados comportamientos o resultados que sí son empíricamente medibles.
Por ejemplo, luego de la transición política en México (el derrumbe del régimen del PRI en el año 2000), buena parte de los activistas a favor de la democracia suponían que la cultura política mexicana y sus aspectos actitudinales políticos debían orientarse con mayor claridad hacia los valores de alternancia, tolerancia, competitividad de partidos, etc. Las mediciones hechas en los años posteriores al gobierno de Vicente Fox mostraron que México seguía siendo un país increíblemente conservador y poco preocupado por la política. El nivel de confianza en los partidos políticos era menor al 20 % entre el universo encuestado, mientras actores no gubernamentales resultaban mejor calificados. En términos de preferir la democracia aunque esta no generara desarrollo económico, la respuesta afirmativa rondaba menos del 60 % de un universo de encuestados en marcos urbanos de todo el país: adultos jóvenes y con grados de escolaridad secundario-universitaria (un resumen de dicho estudio puede encontrarse aquí).
¿De qué fue resultado la alternancia en México? El debate sigue abierto. En definitiva, no había códigos políticos consensuados que se orientaran hacia los valores de la democracia liberal. ¿Se debió el derrumbe de la dictadura perfecta a que, para dicho momento, la mayoría de la gubernaturas en los estados industrializados ya habían expulsado al PRI? ¿Había perdido el régimen la capacidad de acarreo de votos? Escoja usted su respuesta. El único aspecto congruente con los elementos de una cultura política democrática e instrumentos de política pública resultaba de la tendencia sostenida que el Distrito Federal había mantenido desde 1999 hasta 2009 (año del estudio) en la preferencia por el partido de izquierdas PRD, partido que en 2007 y 2009 aprobó la legislación de matrimonio igualitario y despenalizó el aborto hasta la decimosegunda semana de gestación.
Este mismo ejercicio puede hacerse respecto al tema de la plaza. ¿Qué cambió en la cultura política guatemalteca? Desde un punto de vista conductista (mucho más cercano a nuestro enfoque de democracia tutelada), el output en materia de proceso electoral resultante es la elección de un gobierno congruente con patrones en clave conservadora (la diferencia entre «no robo, no miento, no abuso» y «ni corrupto ni ladrón» es en realidad poca, aunque son eslóganes muy eficientes, dicho sea de paso). Si existió un cambio en la cultura política guatemalteca —que es muy temprano para medirlo—, su corroboración no está en resultados externos del proceso político posterior a las marchas del 2015.
Los ejes de campaña del partido FCN son mucho más congruentes con los resultados del estudio de cultura política realizado por la Universidad de Vanderbilt (y con el apoyo de otras instituciones académicas latinoamericanas), titulado Cultura política de la democracia en Guatemala y en las Américas 2014: gobernabilidad democrática a través de 10 años del Barómetro de las Américas. Los indicadores de confianza en el sistema político y de tolerancia se redujeron de acuerdo con el estudio, llegado en 2014. Cito una línea importante de este: «De todas las instituciones, la confianza en las elecciones ha sufrido la reducción más grande entre 2012 y 2014» (página 112). ¿Cómo es posible entonces que las elecciones del 2015 hayan sido las más concurridas en la historia y hayan roto la barrera histórica del abstencionismo?
Aquí es donde la ideología y la agenda no deben nublar el análisis.
No hay razones exógenas, me parece, para apuntar a cambios sustanciales en las valoraciones políticas. Las posibles razones endógenas (el enfoque sería conductista) son más claras. Fue un efecto condicionado.
Pero el debate sigue abierto.
Más de este autor