Ella se desesperó, perdió el control. No se sentía adicta, ni siquiera consumidora. Por eso la desequilibró tanto la detención. No le gustaba andar con marihuana por la calle. Y lo que más le preocupó fue cómo podría influir esto en su reputación profesional. Trabajaba como psicóloga en un centro de salud de la ciudad, y muchos de sus pacientes eran justamente jóvenes adictos. Michele, por su parte, no pasaba de ser un ocasional usuario. Los pocos gramos de marihuana que llevaba en un bolsillo del pantalón no lo convertían en un narcotraficante. Pero, para la coyuntura del caso, los carabineros necesitaban detenciones, hechos fuertes, propaganda que les lavara la cara. Una pareja de 28 años cada uno, pescada en un elegante bar de Milán junto con más de 20 jovencitos, era un golpe mediático importante.
Antonella fue a parar a la cárcel San Vittore, en Milán. El muchacho fue llevado a otro centro fuera de la ciudad. Perdieron totalmente el contacto entre sí. Lo que se buscaba no era, en absoluto, golpear a las redes reales del narcotráfico. Eso se haría luego. Si se podía. O según lo que se negociara. Ahora había que hacer algo grande que mostrara ante los medios una importante preocupación del Gobierno por ocuparse del tema. Nuestra joven psicóloga sirvió como excusa.
Antonella, rubia y de hermosos ojos verdes, jamás había entrado en un centro de detención en su vida. Criada con cierta opulencia como hija de medianos empresarios de Milán, no tenía mayor idea de lo que eran los mundos marginales como el de las drogas o mucho menos el del hampa. Su consumo de marihuana era bastante circunstancial. Y si de más joven no había pasado a otras drogas más fuertes, menos aún lo haría ahora, ya toda una profesional y cursando un doctorado. A su novio lo quería, pero había cosas que no terminaba de digerir, como el hecho de que, sin obligarla en concreto, la indujera a fumar. La relación se mantenía estable. No iba a romperse seguramente, pero tampoco había una pasión desbordante.
Llegar a una prisión en esas condiciones, sin un juicio previo —después supo que eso era una ilegalidad, pero ya era demasiado tarde—, la conmocionó. Para ella eso constituía un inframundo, un universo que jamás imaginó que podía existir. Por sus estudios sabía lo que era la marginalidad, la población excluida. Vivirlo en carne propia era otra cosa.
«Bienvenida al infierno», fueron las primeras palabras que escuchó en la cárcel. Antonella jamás pensó que eso fuera también Italia. Criada como hija de una familia acomodada de una pujante ciudad, acostumbrada a viajar por Europa, dueña de una muy cuidada educación, para ella su país era una preciosura que atesoraba algunos de los más importantes monumentos artístico-culturales de la humanidad. La marginalidad, la brutalidad de esas cosas que a veces se veían por televisión, la fealdad sin límites, todo eso no podía imaginárselo. Era algo lejano, nebuloso. La gente no podía ser mala —o tan mala— como empezó a descubrir en el penal.
«Pero ¿no se recuperan entonces? ¿No piensan que alguna vez pueden volver a ser ciudadanas de bien allá afuera?», preguntó sin fingida ingenuidad a sus compañeras de celda. Por toda respuesta recibió tremendo puñetazo que le partió la ceja izquierda, además de una interminable andanada de risas burlonas.
La única persona que se acercó cuando estaba tendida en el suelo, sangrando y tiritando de miedo, fue la que parecía la jefa del grupo. En verdad lo era. Una mujerona enorme, de 1.80 metros de altura y con poderosa musculatura. Pese a lo monumental de su cuerpo, estaba perfectamente proporcionada. Era un cuerpo de bailarina clásica, por lo bien moldeado, en un empaque de jugadora de futbol americano. Era negra como el carbón.
Lo primero que le llamó la atención a Antonella, lo primero y quizá lo más importante, fueron sus tremendos ojazos verdes, iguales a los suyos.
«Pero si somos de la misma familia, nena», vociferó la mujerona sosteniendo a la frágil psicóloga por el cabello. La miró de arriba abajo, la escudriñó con atención, cada centímetro de su humanidad, cada detalle de su piel. Le acarició tiernamente el cuello y con una sonrisa satánica en sus labios ordenó: «¡Hay que violarla!».
En un santiamén, quién sabe de dónde, aparecieron varios vibromasajeadores en la celda, así como un palo de escoba encerado. El grupo era numeroso, de por lo menos veinte mujeres. Muchas comenzaron a proferir palabras obscenas, atentatorias contra la dignidad de Antonella. De un par de empujones la desnudaron completamente. Y cuando las que parecían más excitadas se disponían a comenzar la violación, la jefa negra volvió a gritar, esta vez con más fuerza y con cara de pocos amigos: «¡Déjenla! A esta me la como yo solita».
Antonella no sabía si eso era mejor o peor. Se salvó de la violación masiva, pero ahora estaba en manos de la que parecía la más criminal. Trató de serenarse, de no hacer más dramática la situación. Recordó aquello de, «ante violación inminente, ¡relájate y goza!». Le parecía un chiste de mal gusto eso, pero quizá valía la pena tomárselo en serio ahora.
El grupo se retiró y la negrona se quedó sola con ella. Hacía calor, por lo que estaba vestida con una provocativa pantaloneta que dejaba ver la mitad de sus nalgas, mientras que sus prominentes pechos parecían querer salirse de su apretada camiseta. No llevaba ropa interior.
«Así que sos nuevita aquí, bella rubia de ojos verdes», pronunció con parsimonia, sacando un cigarrillo que prendió casi con desdén y ofreciéndole otro a Antonella, quien aceptó.
«¿Cómo te llamás y por qué estás aquí?», preguntó con una voz tan cortante que en todo caso parecía una orden perentoria.
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«Me llamo Antonella, señora», comenzó a articular su respuesta nuestra psicóloga, ante lo que la interrogadora soltó una estentórea risotada. «¿Señora? ¡No me hagás reír, muchachita! Aquí no hay ninguna señora. Aquí somos todas asesinas, putas, ladronas o esposas de asesinos y criminales. ¿Me entendés? Aquí no hay señoras. Y mucho menos señoritas».
Antonella quedó muda, aterrorizada, estupefacta. Todo la asustaba: el contexto, esa mujer con cara de asesina —así se le representaba a ella al menos—, las palabrotas a las que no estaba acostumbrada. Pensó que lo mejor sería hacerse pasar también por una igual. Adoptando su mejor cara de enojada, de criminal (pensó en el criminal nato de Lombroso —¿cómo era la cara de asesino?—), contestó casi desafiante:
«Estoy aquí por narcotraficante».
«¿Vos narcotraficante? No te lo creo».
Inmediatamente, dado que era tuteada, Antonella también pasó al tuteo para con su interrogadora.
«Te guste o no, ¡vas a tener que creerlo!».
La respuesta sorprendió a la jefa de oscura piel. En realidad quedó sorprendida, golpeada.
«¿Y desde cuándo me tuteás, nenita?». Dicho eso, no encontró mejor respuesta que agarrar nuevamente a Antonella por el cabello con una mano y, sin soltar el cigarrillo que sostenía con la otra, le estampó un peliculesco beso en la boca.
Antonella respondió de un modo que le sorprendió a ella misma, pero más aún a su interlocutora: soltó el cigarrillo y con las dos manos asió fuertemente a la negrona y la atrajo hacia sí para corresponder el beso con mayor ardor. Su lengua fue la que marcó el ritmo. Ambas se excitaron mucho, y la negra, desvistiéndose a empellones, dejó que la psicóloga le hiciera el amor con una fiereza que la asombró. De hecho tuvo un orgasmo como —según se lo confesó— hacía mucho no tenía. Se orinó encima.
«¡Dios mío! ¿Dónde aprendiste a hacer eso?», preguntó luego, sudorosa, aún sin haber recuperado del todo el ritmo respiratorio.
«En la vida, nena. Me parece que vos no sabés con quién te estás metiendo», dijo desafiante Antonella. «Dame otro cigarro», ordenó.
Paola —así se llamaba la negra mujerona— quedó impresionada. Antonella también. Quizá más aún que Paola. No sabía de dónde había sacado esas agallas. No sabía que le podía gustar una mujer —más que su novio, se decía mientras le hacía el amor con pasión desbordante—. Y mucho menos se imaginaba que podía darle una orden a una presidiaria con un pasado criminal que podía asustarla. Curiosamente, no solo no la intimidaba esa mole que tenía delante de ella —ahora en realidad a sus pies, aún temblando de placer—, sino que la miraba con superioridad. Y más aún, la excitaba. Sin saber por qué, con un tono imponente, le ordenó a Paola: «¡Besame los pies!». Paola lo hizo sin pestañear.
Como Paola tenía una importante cuota de poder dentro de la cárcel, incluso con las cuidadoras, consiguió que le dieran un cuartito privado para las dos, para ella y para Antonella. Cuando esta se enteró, no supo cómo reaccionar. Se sintió algo ofendida porque habían tomado una decisión por ella sin consultarla. Sin embargo, también le gustó la situación: podría estar con alguien con quien, si bien había una sideral distancia social, podía sentirse muy bien. También Antonella había alcanzado un orgasmo que nunca había logrado con su novio.
Los padres de Michele y Antonella se movieron rápidamente cuando supieron del encarcelamiento de sus respectivos hijos. Gente bien ubicada en términos sociales, en forma rápida consiguieron que los jóvenes salieran en libertad. En el caso de Michele —su padre tenía importantes conexiones políticas—. Incluso hubo un pedido de disculpas por escrito de parte de un ministerio. Por su lado, Antonella también fue puesta en libertad rápidamente. Pero, curiosamente, la joven psicóloga no quería irse de la prisión. Se había enamorado de Paola. Fueron necesarios los ruegos angustiantes de su madre —que no entendía qué podía estar pasando— para que finalmente la psicóloga aceptara salir en libertad.
Ese hecho a sus padres se les perfiló como trágico. No era posible entender el porqué profundo de una decisión tan descabellada como la que ahora estaba tomando Antonella. «Tanto trabajar con loquitos que ella misma se volvió loca», fue la rápida conclusión de su padre. «¿O se habrá vuelto delincuente?», razonó angustiada su madre.
Para sorpresa de ambos, y también de sus futuros suegros, la rubia psicóloga no se interesó en lo más mínimo por su novio. Cuando le dijeron que ya estaba todo listo para que Michele abandonara la prisión —un día y medio después que ella—, no se le movió un pelo. No preguntó detalles al respecto. No se interesó por cómo estaba el muchacho. Al contrario, el más sepulcral silencio la invadió.
Luego, para sorpresa de Michele, ella no quiso recibir su llamada telefónica. Cuando este se abalanzó en su casa para saludarla, armado de un monumental ramo de rosas rojas, Antonella mostró una frialdad que sorprendió. Nadie entendía qué le estaba pasando.
Las cosas no volvieron a ser iguales, en absoluto. Nadie dejaba de percibir el cambio. Para el joven todo esto comenzó a tener ribetes siniestros. Vinieron entonces las especulaciones. ¿Qué la habrá sucedido a Antonella? ¿Estaba drogada? ¿Qué le habían hecho en la cárcel? No faltó quien hablara de brujería.
Ella pidió unos días de permiso en su trabajo, un par de semanas. Dadas las circunstancias, eso no llamó la atención en lo más mínimo. Al contrario, hasta parecía lo más atinado para tomar distancia de la tragedia vivida. Claro que nunca le contó a nadie su apasionamiento para con Paola. Eso, para ella, más que tragedia, había sido el episodio más fabuloso de su vida. Pero no podía contárselo a nadie. Y a su novio quizá menos que a nadie. ¿Cómo confesarle que se había enamorado de una mujer con la que tenía los mejores orgasmos del mundo? Y, más aún, ¿cómo hacerle saber que era un amor infinitamente más grande que el que sentía por él? A lo que habría que agregar todavía —pues un joven de clase media alta, racista y homofóbico como todos los de su sector jamás podría entender, mucho menos aceptar— el hecho de que Paola era una delincuente. ¡Y negra!
Prefirió mostrarse ida, trastornada si se quiere, como efecto del trauma vivido. Esa lejanía para con todos, incluido Michele, podía entenderse y justificarse. Nadie osaría molestarla en su dolor. Había que esperar que se restableciera.
Pero el proyecto de Antonella iba muy por otro lado.
A escondidas de todos se había comunicado por teléfono con Paola varias veces. Ella seguía en la misma prisión. Y allí seguiría. En principio por varios años más (su condena era por robo agravado y lesiones graves). En realidad, lo que siguió fue una decisión absolutamente de la rubia psicóloga. A todos sorprendió. Y, quizá más que a nadie, a la misma Paola.
Averiguó hasta el más mínimo detalle, lo consultó con un par de amigos abogados, lo buscó en internet. Se asesoró como lo haría el mejor planificador antes de lanzar una ofensiva vital en la guerra. Cuatro días después de haber salido de la prisión, en un acto que dejó estupefactos a todos, robó el arma reglamentaria de un policía en plena calle de Milán, en hora pico y con infinidad de testigos, y le disparó en una pierna. Luego se entregó. Eso alcanzaría para que la detuvieran, la juzgaran y la condenaran por no menos de cinco años de prisión.
Efectivamente así sucedió. Ambas mujeres volvieron a encontrarse en el penal de San Vittore. Paola casi muere de emoción ante la sorpresa. Nunca jamás se habría esperado algo así. Antonella, aun sin proponérselo, la dominaba bastante sádicamente. Es curioso ver a tamaña mujerona arrodillada ante la etérea psicóloga, a veces llorando, pidiendo perdón y soportando las más increíbles humillaciones sexuales (que, por lo que se ve, pueden resultarle tremendamente placenteras a ambas).
Aunque pueda parecer algo extraño, ahora están haciendo planes para el momento de su salida. Tienen en mente adoptar un niño, probablemente africano.
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