La democracia guatemalteca tiene de todo un poco: los partidos políticos son máquinas electorales muy volátiles (nacen, viven y mueren entre una y otra elección); su capacidad intermediadora se reduce ante la mera formalidad por parte de la intervención de grupos corporativos como los sindicatos, los empresarios y grupos de presión; y el liderazgo se concentra en el personalismo propio de un presidencialismo, con serios déficits en la eficacia y la rendición de cuentas.
A nuestro juicio, hoy el dilema democrático guatemalteco subyace en que su constitución y consolidación son sui generis y entraron en fase de tutela desde que la negociación política entre el Ejército y la guerrilla en 1991 contó con la participación de las Naciones Unidas a través de la Minugua. El espíritu de los acuerdos de paz reflejaba la construcción de un modelo democrático desde una legitimidad social de la que los negociadores (Ejército y guerrilla) carecían frente al sector económico y productivo del país. El Cacif, por ejemplo, no estuvo representado formalmente en las negociaciones. Esto dio cabida a un modelo participativo y legítimo frente a uno formalmente restrictivo y poco competitivo en su vértice de toma de decisión. Las élites no eran proclives a la apertura de un régimen representativo y competitivo capaz de resolver y dirimir los conflictos para cumplir con los acuerdos por la vía institucional.
La coyuntura internacional, marcada por el fin de la Guerra Fría y las exigencias económicas del Consenso de Washington, situó en un dilema negociador a los actores. Frente a la presión de diversos grupos sociales que favorecían una salida negociada, en esta segunda etapa la transición democrática pasó de ser una pactada a una tutelada por la comunidad internacional.
Con democracia tutelada no nos referimos a un proceso de imposición o intromisión, sino a una tutela que sienta la agenda entre actores, guía el comportamiento de las instituciones y acompaña a institucionalizar los procesos. Ante la ausencia de actores independientes y legítimos frente a la opinión pública y la sociedad organizada que canalicen las demandas, el modelo Cicig ha sentado las pautas de la estabilidad y la guía sobre la cual la sociedad ha decidido empujar.
La escasa representación formal de los actores en la toma de decisión política desvela un entramado sumamente interesante en el debate sobre la institucionalización de la democracia guatemalteca. ¿Son las manifestaciones en la plaza una tercera transición hacia un régimen democráticamente consolidado a partir de la emergencia de nuevos actores que garantizan un modelo más competitivo y representativo en la negociación y reforma de la institucionalidad formal? ¿O permaneceremos en una situación frágil, incierta y tutelada?
Escenarios que ponen en riesgo una democracia tutelada
El Ejecutivo no solo está debilitado, sino solitario, sin posibilidad alguna de decidir siquiera la forma en que su mandato termina. Exceptuando, eso sí, la posibilidad de que considere renunciar. Pero el acto de renuncia contradice la lógica funcionalista de un Ejecutivo que, aunque débil, hará todo lo posible para mantenerse a flote aunque sus acciones sean torpes y lentas. Lentas en cuanto a que ha tardado en renovar su gabinete y no ha podido asegurarse de que todos los ministros ocupen sus puestos. Y torpes porque quizá considere que aún tiene algún tipo de botín para repartir y así sostener un grado de influencia en el Legislativo. El punto de quiebre se ha dado después de que la comisión pesquisidora entregase el informe en el que por unanimidad recomienda retirar el antejuicio al presidente. Ello fue posible por el peso de la solicitud de antejuicio de la Cicig y el MP y por el recurso que el jueves interpuso el sector privado organizado.
El escenario más claro en este momento apunta hacia un proceso de antejuicio que avanza muy rápido y que en el transcurso de la semana pueda formalizarse. Todo lo anterior se resume en la pérdida de la inmunidad. En el escenario político, el presidente sigue siendo presidente hasta que se le dicte la prisión preventiva después de ser ligado a proceso, pero aquí es donde los escenarios se hacen interesantes:
- La primera vuelta del proceso electoral se lleva a cabo con un presidente que ha perdido la inmunidad y es ligado a proceso luego del 6 de septiembre, teniendo en la transición un Ejecutivo que no ha sido electo en las urnas sino por el Legislativo. Nadie en su sano juicio y por convicción democrática desea sobrecargar al sistema con mayores dosis de estrés a tan poco tiempo del inicio del proceso electoral. Pero ¿no existen incentivos perfectamente racionales —aunque perversos— para que los actores políticamente relevantes usen a su conveniencia las reglas del juego? Sin la inmunidad de por medio, ¿por qué no es posible —simbólicamente hablando— apuntarle a la yugular de Otto Pérez Molina? En un contexto donde las reglas del juego republicano no logran determinar el comportamiento de los actores, un presidente sin inmunidad ya no es del todo el señor presidente. ¿O lo es? Con ello se abre la posibilidad de ligarlo a proceso lo más pronto posible y de ese modo sería factible que el Tribunal Supremo Electoral considerara que no hay condiciones de peso para realizar la primera vuelta electoral. Fundamentalmente, no puede irse a las urnas sin un vicepresidente designado por el sistema. Abierta la caja de Pandora, debe considerarse lo siguiente: a) si el proceso electoral se aplaza (continúa en agenda, pero con una fecha distinta), los candidatos ya inscritos mantienen el derecho de antejuicio; y b) si el proceso electoral se cancela, entonces la inmunidad como figura jurídica desaparece ante el fallecimiento del proceso que lo hizo nacer a la vida jurídica. ¿Cuál de estos escenarios es más proclive a un entorno político donde la inestabilidad se ha hecho la regla y las batallas políticas se pelean fuera de las reglas de juego?
- Si esta misma lectura se encuentra en el tablero de ajedrez del Partido Patriota y del partido Líder, ¿qué tan sólida es la alianza Líder–PP? Sacrificar al ahora titular del Ejecutivo puede parecer perfectamente posible frente al hecho de que, por razón de incentivos racionales, nadie en el Legislativo quiere enemistarse con la Cicig y con la presión popular en un escenario electoral. Líder, que ha pasado desapercibido gracias a la animadversión popular hacia el presidente Pérez Molina luego de la acusación realizada, puede dar la puntilla y con eso aparentar que se desmarca del actual gobierno.
- Pero ¿y si el sector privado organizado guatemalteco hace esta misma lectura y nota que puede descontar por salida técnica al partido Líder? El nuevo botín de guerra ya no es un Ejecutivo en solitario y sin inmunidad, sino un candidato supuestamente atado al narcotráfico. Dicho candidato, en un contexto de aplazamiento (y en otro muy complejo de cancelación de elecciones), puede verse muy afectado. ¿Es entonces este escenario el que podría unir a la plaza indignada y al entorno empresarial? Este escenario requiere de la existencia de vasos vinculantes entre ambos sectores. Va quedando claro entonces que hay agendas que pueden empalmarse, fundamentalmente tres: a) la agenda de aplazar elecciones y darles oxígeno a procesos de investigación contra candidatos ya inscritos (caso Barquín), b) la agenda de cancelar elecciones e instaurar un gobierno de transición para limpiar la casa de un sola vez y c) la agenda de un sentimiento anti-Baldizón en los marcos urbanos y en las cabeceras departamentales. La cabeza de OPM es sabrosa para la plaza y el sector empresarial, pero quitar a Baldizón ¿es el premio mayor?
- Si Líder hace esta misma lectura y nota que se afinan las baterías, se crea un incentivo muy fuerte para sostener a OPM incluso si eso les supone seguir enfrentados con la Cicig para luego debilitarla en conjunto con quienes a regañadientes hoy la aceptan para no ser presas del rechazo popular. ¿O más bien lo llevaría a interesarse en generar un escenario de mayor inestabilidad? Lo llamativo es que, ante la inestabilidad que va caracterizando al sistema presidencial guatemalteco, la mera supervivencia de los actores y la primacía de las metas privadas hacen que el partido Líder defienda con todas sus fuerzas el proceso electoral. Y que el sector de empresarios organizados tradicionales se una a la plaza en dos reclamos que hasta ahora no había acuerpado: aplazamiento y (posible) cancelación del proceso electoral.
El elemento crucial que determina entonces el éxito de esta tercera transición democrática requiere la construcción y el fortalecimiento de diversas instituciones que se conviertan en puntos de decisión importantes dentro del proceso de circulación del poder político. Para alcanzar ese resultado, las medidas de Gobierno y las estrategias políticas de los grupos políticamente relevantes deben reconocer un interés superior y compartido en la reforma y el fortalecimiento de las reglas del juego. Ello requiere transitar del tutelaje a la construcción propia de transformar el presente de incertidumbre. En estas condiciones, el tutelaje resulta imprescindible para los actores de la plaza. Su adición a los elementos formales de toma de decisión convirtiéndose en actores formales y siendo protagonistas y protagónicos puede recoger el relevo y consolidar la democracia. Sin embargo, continuar por canales alternos y antisistémicos de forma continuada deja sin entradas y sin salidas a la demanda ciudadana. Se trata de fortalecerlo, sin duda.
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