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Smiley face

Guatemala es una especie de arbitrariedad conceptual, un accidente en la carretera, un lugar donde coincide gente viviendo a velocidades muy distintas; ignorándose, o –más aún– repeliéndose, de espaldas entre sí, rogando al cielo no tocarse, no mezclarse, cada mico en su columpio. Unos pasan, otros quedan, otros se van.

Algunos parecieran querer moverse más rápido de lo que su entorno y su propia capacidad se lo permiten: son los animales urbanos, los profesionales de éxito, los ejecutivos de tiempo completo con compromisos a tope, la agenda llena y la rutina apretada; los que evaden las horas pico y sustituyen, siempre que pueden, el carro por el helicóptero y el helicóptero por el jet. Usan gadgets (el smartphone, en primerísimo lugar) para ayudarse a ser aún más diligentes, más eficaces, y esos rapidísimos adminículos cuentan con un sinnúmero de aplicaciones, cada una de las cuales despliega asimismo una cantidad torrencial de información que se actualiza todo el tiempo, segundo a segundo, incesantemente, sumiendo al usuario en un estado de perpetua ansiedad y frustración: FOMO, fear of missing out.

Por más que se esfuercen, les es imposible mantenerse al día. Agotados, siempre al borde del colapso físico y nervioso, la vida se les va enfrascados en la tentativa de cumplir todas sus metas, de batir todas sus marcas, de escalar posiciones, de no cometer errores… sin imaginar que el sendero que transitan, ‘la ruta del progreso’, pareciera conducirlos (a ellos, pero también a nosotros, llevados de corbata) al borde del precipicio.

En el extremo opuesto se encuentra la gente del campo, aislada de las ciudades y los cascos urbanos, refundida allá “donde acaban los caminos”. Gente de costumbres sencillas, dueña de poco más que una profunda vinculación con la tierra, un agudo sentido de pertenencia al cosmos y una íntima relación con los elementos de la naturaleza (la luna, el sol, la flora, la fauna, el agua, el fuego, la montaña) y los fenómenos meteorológicos (el día, la noche, el viento, la lluvia, el frío, el calor), de cuyo adecuado balance dependen implacablemente.

Sé de varios de ellos. Algunos son, o han sido, mis amigos. Cada vez quedan menos, pero todavía los hay en cantidad. Impertérritos, milenarios, lejos están de esas burdas y chatas representaciones que los pintan como buenos salvajes. Su corazón, como el de cualquiera, alberga claroscuros, y según sea el caso se inclinan hacia el candor o hacia la travesura, igualito que uno. Viven, eso sí, a una velocidad distinta, laten a otro compás, conciben el tiempo de manera cíclica, no lineal; transcurren en él implicándose por completo, mirando al cielo, leyendo sus señales. No les queda otra: es casi lo único que saben hacer, pero saben hacerlo asombrosamente bien.

El suyo es un tiempo sin relojes, que nada tiene que ver con la mera duración entre dos eventos dispuestos en secuencia, uno delante y otro detrás; un tiempo sin segundos uniformes, sucesivos, mesurables, tic-tac, tic-tac, tic-tac. En cambio, al no saber leer ni escribir disciernen la realidad de acuerdo a parámetros fuera del poderoso influjo del alfabeto: su mundo está dominado por el oído, más que por la vista, y eso les permite enrollarse, fundirse en el escenario circundante de un modo unitario, orgánico, en estrecha sintonía con el aquí (que es infinito) y el ahora (que es perpetuo), combinando emoción y raciocinio, en una experiencia que se asemeja a la del sonido estéreo con efecto dolby surround (en la que todo está envuelto en todo, en la que todo es parte de todo), y no tanto al del atisbo ocular fijo, separado, individual, con su característico punto de fuga y su mirada proyectada en perspectiva.

Ajenos al empleo de la palabra escrita, se hallan en cambio muy bien fogueados en el uso de la palabra hablada; de ahí su decidida vocación por las asambleas, los cabildos, las cofradías, las dinámicas participativas, el hábito de congregarse, el modo de vida comunitario. Y de ahí, por supuesto, su rica tradición oral, su concepción mágica de las cosas, su facilidad para captar y crear metáforas.

La gente alfabetizada piensa que la causa y el efecto son secuenciales, como si una cosa empujara a la otra con una especie de fuerza física. La gente no alfabetizada siente muy poco interés por este tipo de causa y efecto “efectivos”, pero les fascinan las formas ocultas que producen resultados mágicos. Lo interior, más que lo exterior, despierta el interés de las culturas no visuales y no alfabetizadas. Por ello Occidente ve al resto del mundo sumido en la red continua de la superstición.i

En medio nos encontramos los demás, viviendo nuestra vida cada uno a distinta velocidad, unos más rápido, otros más despacio. Claro que no a todos nos es dado el privilegio de decidir la velocidad a la que queremos vivir. Yo, por ejemplo, me considero lento e intento pasarla al suave, pero a la vez uso reloj y llevo agenda y asumo compromisos a futuro, y a la vez ‘pierdo el tiempo’ y me distraigo en ‘tonterías que no valen la pena’, y entonces siento que el reloj me agobia y que la agenda me asfixia y que los compromisos me esclavizan. Corro, vuelo, me acelero…

Pero entiendo que hay otros que la llevan peor. Lo he visto. Me consta. A algunos la vida les pesa porque van demasiado rápido, a otros les pesa porque van demasiado lento y resisten el sopor de permanecer como suspendidos en la nada, invariables; otros más viven como expulsados del tiempo, en una dimensión paralela donde las cosas funcionan al revés, o simplemente no funcionan.

La velocidad nos aproxima, la velocidad nos separa, la velocidad nos aísla o nos sintoniza; la velocidad nos moldea: según varía nuestra velocidad, nuestro ritmo vital, vamos entrando en uno u otro plano de conciencia. La velocidad reconfigura nuestra percepción del entorno, y de paso también nuestra relación con él. No nos damos cuenta, pero la velocidad trastoca nuestro universo de posibilidades.

De las muchas Guatemalas que conozco, he visto demasiadas moviéndose a una velocidad “entre el espanto y la ternura”, llevando esa cadencia de ave de mal agüero donde la vida y la muerte anidan perturbadoramente cerca la una de la otra.

 

iMcLuhan, M. (1964) Understanding Media. The Extensions of Man traducido al español como Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano. Editorial Paidós, 2009; p. 330.