En 1492, América estaba habitada por grupos indígenas con su propia cultura y sus respectivas formas de organización económica, social, política y espiritual. Tenían su forma de estudiar el mundo, de relacionarse con la naturaleza, de adquirir conocimientos más avanzados en algunas áreas que quienes venían del Viejo Continente. Así, más que descubrimiento, hoy debemos referirnos al contacto de culturas, de civilizaciones, de cosmovisiones diferentes.
Los pueblos indígenas que vivían en tierras que hoy llamamos americanas compartían y peleaban territorios y convivían con sus ecosistemas según su cosmovisión.
Una verdad de esa historia radica en la llamada doctrina del descubrimiento, fundamentada por la bula papal Inter caetera, de 1493. Esta dice que «en remotas y desconocidas islas […] vive una gran cantidad de gente que parece suficientemente apta para abrazar la fe católica y ser imbuida en las buenas costumbres». España consideraba, de acuerdo con la tradición medieval, que era lícito apoderarse de las tierras de los no cristianos, para lo cual se apoyaba en la doctrina del descubrimiento. Así las cosas, los pueblos indígenas que vivían en estas tierras fueron sometidos a cierta dominación en nombre de un dios y de una religión poderosos.
Los indígenas se veían como salvajes, con prácticas inhumanas, y con ese argumento se procedió a arrebatarles tierras, a esclavizarlos o, en el mejor de los casos, a convertirlos en almas puras. «Los indios, por derecho natural, deben obedecer a las personas más humanas, más prudentes y más excelentes para ser gobernadas con mejores costumbres e instituciones» (Juan Ginés de Sepúlveda, 1534). Se les impuso cómo pensar, en qué dios creer, cómo trabajar, cómo comunicarse y bajo qué normas actuar, pero sobre todo a quién servir. Más tarde se les impuso un modelo económico y se diseñó un Estado en función de ese modelo. Se establecieron reglas y leyes acordes a ese pensamiento dominante y se legisló a favor de la pertenencia de posesiones según lo que ese pensamiento consideraba justo repartir y legalizar. Si yo lo ocupo, tengo derecho de apropiármelo.
Nunca se pensó que los pueblos indígenas entendían su conexión con los ecosistemas de distinta forma, con los cuales convivían y cuyo entorno respetaban en consecuencia. La tierra era parte de ellos y ellos parte de la tierra. Los bosques, los ríos y los animales no eran recursos productivos. Eran, más bien, parte de la familia extendida de los seres humanos, que convivían entre ellos.
Hoy, a más de 500 años, se busca sacar de la pobreza a los grupos indígenas buscando que tengan ingresos de al menos $2 diarios, aunque sigan siendo marginados, excluidos, usados, desplazados y denigrados por el simple hecho de ser diferentes a quienes conquistaron, desarrollaron, arrebataron, descubrieron, transformaron o destruyeron. Se dice que hoy son libres de elegir dónde vivir, cómo vivir o dónde trabajar.
Si el Estado fue organizado desde una perspectiva etnocéntrica, depredadora, excluyente o conquistadora, ¿cuál es la alternativa para quien ve el mundo según la cosmovisión de sus ancestros? Una alternativa es salir de ese Estado y ser de nuevo marginado, acusado, excluido, juzgado o estereotipado por no aceptar entrar en un modelo en el que solo se ve una verdad: nuestra verdad.
Otra alternativa es reconciliar con entendimiento y sabiduría los principios humanos que nos unen, rediseñar el Estado para convertirlo en uno en el que se conviva pacíficamente desde una construcción social justa e inclusiva.
Una sociedad fracasa en su búsqueda de bienestar cuando el color de la piel, el idioma, la cosmovisión y la forma de entender el mundo determinan por mucho la forma del trato entre ciudadanos y privilegian a grupos que se han beneficiado del poder que procede de dichos privilegios.
Diseñar un Estado nuevo, más justo, es lo que toca. La paz social es endeble mientras eso no suceda.
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