Con la época electoral se asoman llamados a votar para cumplir con nuestro papel de ciudadanos y ciudadanas. No todos se tragan el cuento de que uno está haciendo un gran aporte a la democracia al ir a votar. Y entonces hay quienes se posicionan a favor del voto nulo o del voto en blanco, o bien no votan porque no creen en el sistema y tienen otras apuestas políticas. Otros recriminan estas posiciones tildándolas de cómodas e irresponsables. En términos prácticos, digamos, es cierto que el voto nulo o en blanco nunca va a ganar como tal. En una votación hipotética en la cual votan 100 personas, aunque nulo recibiera 80 votos, el candidato A 11 votos y el candidato B 9 votos, terminaría ganando el candidato A y le vendría sobrando el mensaje de descontento y desaprobación que las 80 personas quisieron dar con su voto nulo. Evidentemente, lo representativo de nuestras limitadas democracias no se cumple y es insuficiente.
Solo esta discusión de votar, no votar, qué votar y por quién votar, nulo o blanco, nos exige un gran ejercicio de cara a estas elecciones. Hay muchas reflexiones sobre las que vale la pena dialogar y profundizar. Por ejemplo, el llamado al voto porque hay elecciones y de plano tenemos que votar no me satisface. Es como imaginar que estamos enfermos y que solo podemos tomar agua pura o refrescos naturales, pero únicamente podemos elegir entre aguas gaseosas, que sabemos que nos harán daño. No me suena a democracia y me parece que hay otras formas más coherentes de participar. Por otro lado, el llamado al voto también tiene un sentido, pues ineludiblemente alguien tendrá que tener mayoría y gobernará. Hay quienes han reconocido que, de no haber otra opción, tendríamos que votar por el menos peor. Pero ¿sabe qué? Aunque apareciera un candidato ideal, tampoco sería la solución a todos nuestros problemas. Sí, así de cruel como se oye. No podemos caer en un ilusionismo electoral que nos haga fantasear con que las elecciones son la esencia de la democracia y la oportunidad para el cambio.
Estos momentos que estamos viviendo pueden prestarse a confusión dentro de la ciudadanía. Tal y como ya es evidente, aparecen oportunistas llenándose la boca con discursos anticorrupción, de honestidad y de indignación compartida con la población por el caso SAT de este gobierno. Cínicos porque ellos mismos son parte de ese sistema de corrupción, privilegios para unos pocos, injusticias e impunidad.
Ciertamente las manifestaciones del 25A han venido a darle una merecida bofetada a la clase política, y ello, de alguna manera, tendría que llevarnos a encarar las elecciones de una mejor forma, pero debemos tener cuidado de no perdernos en ello. Más allá de concentrarnos en un voto para una persona-caudillo cada cuatro años, debemos cuestionarnos con más fuerza y de forma más crítica la ciudadanía que ejercemos a diario. Tenemos que ser ciudadanos de todos los días. ¿Qué tal seguir reproduciendo, multiplicando, experimentando y saboreando esa fantástica experiencia de la fuerza colectiva tal y como la demostramos el 25A?
Aún no podemos medir ni predecir la trascendencia que tendrá la muestra del despertar ciudadano que se dio el 25A, pero sería triste que caducara con el cierre de las urnas.
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