Llevaba media hora esperando en el parque de la localidad a la mujer con la que había hablado por teléfono. Había prometido darme información que me serviría para localizar a algunas personas que estaba buscando. Así que no importaba cuánto más esperara, tenía que hablar con ella.
Buscar gente no es una tarea fácil. Sobre todo en lugares tan pequeños como en el que me encontraba. Hay que saber entrar como en un laberinto, sin que el Minotauro te encuentre. El asunto es que la gente que busco, no tiene que enterarse que la ando buscando, hasta cuando sea conveniente.
Al lado del parque estaban estacionadas algunas patrullas. También había gente comiendo en un puesto cerca de la esquina del parque. A veces el viento traía consigo el olor a los tamales. Me dio hambre. Eran cerca de las cuatro de la tarde.
Empecé a caminar por los alrededores y llegué hasta un puente. Por debajo pasaba un río caudaloso de aguas negras. El monte había tomado los muros que servían como dique al caudal. El cielo gris se reflejaba en el agua. Encendí un cigarro.
Volví a llamar a la mujer. Tenía un backtone de una canción duranguense que hablaba acerca de un crimen. Pintoresco. Contestó y le dije que seguía esperándola. ¿Usted está con los policías de las patrullas? Preguntó con cierta angustia. Le respondí que no. Que ellos iban por su cuenta. Que la esperaría al lado de la cabina telefónica.
Me acerqué al lugar y en unos minutos un auto se detuvo y la mujer bajó. Era tal como la imaginaba, pequeña, redonda, con el pelo cano. ¿Usted es Julio? Preguntó, acercándose, con una bolsa de plástico en mano. Sí, hablamos por teléfono, la estaba esperando.
Acá no podemos hablar, es muy peligroso, me van a ver y eso no es bueno, susurró y de inmediato sugirió que fuéramos a donde una amiga suya. Era una situación inusual. Así que le propuse que mejor me acompañara, junto a mis colegas, a una comunidad cercana donde había una oficina donde podríamos estar más cómodos y seguros.
Accedió. Se subió a nuestro vehículo y de inmediato empezó a hablar. La información que nos daba era utilísima. Pero claro, estaba aún sujeta a comprobación. La mujer hablaba y hablaba, mientras íbamos recorriendo kilómetros en la carretera llena de montañas y una que otra casa. Era como una máquina de contar crímenes, parecía haber esperado este momento toda su vida, en el que toda esa información que recopiló siendo una entrometida, ahora tenía utilidad y una medalla sería colgada de su pecho.
Cuando agarre a esa gente, avíseme, quiero verles la cara cuando los detengan, me pidió un tanto perdida en ese sentimiento de venganza poética que parecía motivarla a delatar a medio mundo en su pueblo. En fin, llegamos a la oficina, nos dio más datos y luego me contó un poco acerca de su vida.
En realidad su vida me interesaba poco. Pero es parte de dar una relación circunstancial a la fuente de información. Entenderla y analizar cuál es su interés en que todo lo que me contó se hiciera público. Así que puse atención a cada detalle.
Luego de charlar unas horas, decidimos que era suficiente. Así que salimos a buscar el auto y mientras recorríamos el largo pasillo hasta la puerta de salida, la señora que ahora me parecía una mujer bonachona y bastante verborréica, empezó a referirse a un hombre sobre el cual habíamos hablado.
Ese tipo, ¿sabe para qué está bueno? Para hacerle esto mire, dijo, haciendo como si sostenía un arma con su mando derecha, la alzaba desde su baja estatura hasta mi frente y apuntándome en la cabeza, a ras, me disparaba. Sus pequeños ojos estaban llenos de rabia y tenía la cara enrojecida.
De inmediato guardó la compostura y siguió caminando. Yo permanecí en silencio, pensando en todo ese rencor que esa mujer llevaba dentro. Nos subimos al auto y volvimos a su pueblo. Todo el camino se la pasó dándome recetas de la localidad, las cuales yo iba memorizando. Ella insistía en que se las dijera a mi mujer cuando llegara a casa, para que ella me hiciera las cosas.
No tengo mujer, dije sonriendo. Entonces me miró con cierta complicidad como si supiera que yo hice algo perverso y que ella comprendía mi naturaleza. Bueno entonces, dígale a una que llegue a cocinarle. Creo que yo mismo lo puedo hacer, contesté, sonriendo.
Su teléfono sonó. Era su marido. Él no sabía que andaba con nosotros y al parecer tampoco quería que se enterara, así que le mintió diciéndole que andaba con unas amigas haciendo un mandado y que llegaría a su casa en cinco minutos. A cada frase que decía, le agregaba “sí mi amor lindo”.
Si era capaz de mentir con esa frialdad, lo más probable es que mucha de la información que me había dado también era una exageración. Pero al menos era una pista, un comienzo. Se bajó del auto en el mismo lugar donde la recogimos y empezó a caminar hacia un taxi. Yo me acerqué al puesto de comida que había visto antes y pedí algo.
Mientras esperaba, analicé la información que me había dado, para entenderla mejor. Buscar incongruencias. Pero una y otra vez la misma imagen volvía a mí: la señora con toda su rabia disparándome en la cabeza. Había quizá un mensaje oculto ahí. Lo íbamos a averiguar. Total, buscar gente, como ya lo dije, no es fácil.
Terminamos de comer y me subí al auto. Había oscurecido. Empezamos a transitar por la carretera. Encontramos pocos autos. Nos tomó muy poco tiempo volver al hotel. Entré a mi habitación y encendí el televisor. Eran cerca de las diez de la noche. Tenía muchas cosas en mente, así que subí el volumen y me acosté a esperar a que amaneciera.
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