En el programa se presentó un joven que dijo llamarse Agustín Coroy. Había nacido en Santa María de Jesús. Sus padres lo abandonaron y dejaron a cargo de sus abuelos maternos, quienes lo maltrataban constantemente, al punto de herirlo de gravedad. Siendo un niño huyó de sus abuelos y llegó a la capital a vivir en la calle. A los diez años fue detenido por primera vez. Así comienza su peregrinar por centros correccionales y prisiones. Agustín habló de maltratos, violaciones, agresiones, humillaciones y todas las atrocidades cometidas en esos centros mal llamados correccionales.
Como caso extraordinario, Agustín logra reformarse. No gracias al sistema, sino a su fe y al apoyo de una Iglesia. El sistema, por el contrario, lo había condenado a la miseria, al odio y al abuso. Ahora es padre de uno o dos niños y tiene trabajo, esposa y una vida por delante.
En el amotinamiento en el correccional Etapa 2, los presos presentaron una lista de demandas que incluían estufas eléctricas para cocinar sus alimentos, que los dejaran entrar toda clase de comida, que les permitieran entrar a sus visitas (incluidas las conyugales), más tiempo y más días de visita, que los dejaran usar zapatos y ropa particular y que no los revisaran, desnudaran y pusieran a hacer sentadillas. Adicionalmente, y al parecer una demanda no negociable, era el traslado de un grupo de presos inquilinos de Las Gaviotas.
Con la excepción de esta última solicitud, las demás me parecen de lo más básicas y elementales. No son privilegios, como leí en una nota de Prensa Libre, sino necesidades básicas a las que cualquier ser humano tiene derecho. ¿Acaso los presos del Mariscal Zavala tienen que amotinarse para pedir estas condiciones básicas? ¿Acaso a ellos no los dejan entrar la comida que les llevan? ¿Acaso les restringen el tiempo de las visitas? O, peor aún, ¿acaso un Otto Pérez o un Gustavo Alejos son obligados a ponerse en pelotas y hacer sentadillas? No necesitamos ser sabios para darnos cuenta de que nada de esto sucede en el Mariscal Zavala.
Los derechos humanos son universales e inalienables sin importar color de piel, edad, clase social, religión o género. Quiere decir que con la misma vara que medimos a Otto Pérez debemos medir a Agustín Coroy. Los mismos derechos deben ser aplicados y demandados por igual para ambos.
Cuando encarcelamos a alguien por algún delito que cometió, el castigo es restringirle la libertad de locomoción. Por eso estará preso, sin posibilidad de salir. Esta restricción de su libertad es el castigo que como sociedad hemos acordado imponerle, pero en ningún momento, por más que algunos quieran, decidimos arrebatarle los otros derechos que como ser humano tiene.
Por tanto, los privados de libertad (y por eso se hace el énfasis en llamarlos así, porque es lo que se les ha quitado como castigo por lo que hicieron) tienen derecho a una alimentación digna, a un trato humano, a dormir en una cama, a que se les permitan visitas, a tener relaciones sexuales con sus parejas en condiciones de privacidad y seguridad, a continuar su educación, etc.
Nuestro mínimo como sociedad debe ser el respeto de los derechos humanos para todos por igual. Más allá de estos podemos comenzar a debatir si hay privilegios y si como sociedad queremos darlos.
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