De adolescente, aquel relato costumbrista de los dos campesinos salvadoreños asesinados mientras se internaban en Honduras con un fonógrafo solía capturar mi imaginación. Pleno de expresiones populares, imaginaba las tensiones, los silencios y las ansiedades de la narrativa de Salarrué, incapaz de comprender en mi propia perplejidad el enigmático y grotesco final. Años después aún me intriga este cuento tan lleno de lugares comunes, siniestramente comunes, como ese Chamelecón de la política guatemalteca, donde se abre paso a machetazos la lucha contra la corrupción.
Lucha que no pocas veces adopta, en su forma discursiva, una referencia a la lucha por la vuelta a las buenas costumbres victorianas de nuestro Estado, abiertamente confesional y bananero, y que parece interesarse poco en cuestionar la naturaleza de las relaciones sociales y políticas de donde dimanan la arbitrariedad y la impunidad que benefician a algunos y hacen sombra a otros que se benefician obscenamente más gracias a dicha corrupción.
Una memoria no tan corta advierte que esta lucha moralista es parte constitutiva de la historia de nuestra cultura política popular: al relato ficticio de la (bastante ficticia) honradez del gran padre encarnado en el último dictador cafetalero, Jorge Ubico, le supuso un correlato de una edad dorada perdida en una maraña de políticos deshonestos, de hombres inmorales incapaces de servir bien a aquella imagen de Estado nación forjada por los caudillos del siglo XIX.
Bajo la figura de la corrupción se sublimó una serie de relatos heterogéneos y contradictorios sobre lo político y el mal obrar de quienes participan de ella, como una inexorable maldición que incita al pecado al nomás tocar las riendas de lo público. Así se adoctrinó al guatemalteco sobre la imposibilidad de retomar la direccionalidad de su propia historia, se mitificó la causalidad de aquello que sostenía el epifenómeno llamado corrupción. Separado así de su animal político, extrañado de la politeia, la contempló desde su propia caverna y fabuló entelequias sobre su inmoralidad natural.
El padre defenestrado injustamente por la Revolución de Octubre (la cual distorsionó de alguna manera esa historia política patriarcal de Guatemala) nunca pudo ser restaurado del todo. Sin embargo, de una pusilánime mano de acero inoxidable a un escrupuloso genocida en su cruzada de no mentir, no robar y no matar, bajo el sambenito en el que se subsume la figura del otro corrupto, ese que nunca soy yo ni es parte de mí, esa otredad hegeliana siguió combustionando muy bien para hacer emerger la moral del buen guatemalteco, del sujeto político de la historia bananera que lucha contra los malvados arribistas, encumbrados siempre por la molesta pero necesaria democracia de los ilotas y adictos, incapaces de llevar una aristotélica vida cualificada, y nunca por las estructuras y el devenir histórico que propició esa república de ilotas.
Hay algo perversamente humano en el cuento de Salarrué: saciados y emborrachados de poder y de sangre, en aquel sórdido paraje los «ladrones de cosas y de vidas» se ven a sí mismos. En un instante de extrañamiento de sí mismos toman distancia de su propia maldad y en un arranque de piedad transitoria comprenden su mal obrar merced al estado de ebriedad en que se encuentran, evocando a Loyo Cuestas y a su cipote despedazados por los buitres. Su síntesis y su redención acaban en un alcoholizado llanto infantil para que nada cambie en aquel páramo salvaje, ni las estructuras de poder ni la ley del más fuerte.
Ahora, y solo ahora, después de llenarse las alforjas hasta eructar cinismo a la sombra acogedora de la corrupción histórica del Estado, ¿los ladrones de cosas y de vidas renunciarán a su medio ambiente? ¿Acaso no son ese melancólico extrañamiento y ese acto de contrición parte constitutiva de su hegemonía política? ¿Es ese «semos malos» una nueva escena piadosa o un parteaguas de una nueva era política? Solo hay una redención que debería ser innegociable: renunciar a ese poder discrecional, como diría Salarrué, de «tener buen o mal corazón». El problema es que, en nuestro propio Chamelecón, esta moralidad ha nublado nuestro propio raciocinio.
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