No hay mucho qué hacer afuera con este frío. Hace mucho viento y llevo un par de días resfriado. Me dan muchas ganas de dormir o quedarme mirando el techo de madera en mi habitación.
Cuando lo he hecho, muevo de pronto las cortinas con cierta esperanza de que el sol haya salido por completo. Pero nada: encuentro niebla tomando las casas del cerro, las copas de los árboles meciéndose con el viento frío a la orilla del barranco y ninguna señal del sol.
Hace unos días fui por mi hijo a casa de su madre. Era de noche. Había un tráfico que me llevaba lento por la larga avenida. Ahí puedes saber qué época del año es al escuchar los pájaros en los árboles. Pericas y azacuanes son las bandadas más prolíficas en abril y noviembre. Por el momento no se deja ver ninguna por ahí.
La fila de vehículos iba lenta y había que tener paciencia. Ráfagas de motoristas que nos rebasaban en los pequeños espacios que dejaban los autos, era lo que me ponía tenso. Pasan muy cerca y muy rápido. Todos los días puedes ver uno atropellado. Parece que siempre llevaran prisa.
Nosotros también llevábamos pero no había forma de pasar más rápido. Una hora después de salir de casa, llegué a la del niño. Me estaba esperando, así que subió pronto al auto. También iba resfriado. Nos falta vitamina C. Así que el plan era tomar muchas limonadas el fin de semana. Iniciamos el camino de vuelta, esta vez con más suerte: pocos eran los autos que iban en nuestro carril y muchísimos los que se dirigían en la vía contraria.
No tenés nada acá para sonarme la nariz, me dijo, con cierto tono de regaño. Le anuncié que me detendría en una farmacia. La primera que encontré fue en la Avenida Bolívar, justo después del Trébol. Es un sitio peligroso, pero no era tan tarde y el parqueo estaba frente al mostrador. Nos bajamos y compramos docenas de pañuelos desechables. Estaba yo muy alerta por el lugar, así que traté de hacer la operación lo más rápido que pude.
Volvimos al auto y emprendimos la marcha. Tenía que tomar un par de calles alternas para volver a la avenida. Subí los vidrios. Al doblar en la primera esquina, me topé con una muchedumbre que estaba saliendo de un prostíbulo.
Entre la gente iban varias chicas disfrazadas de ayudantes de Santa, en trajes de dos prendas y tacones muy altos. Había muchos hombres también, mirándolas a ellas y rodeando quién sabe qué.
Tomaron la calle y miraban hacia el cielo. La luz de neón rosa les iluminaba la cara y también a mi auto. No podía pasar por la calle tomada. No teníamos idea de qué pasaba tampoco. Hasta que poco a poco fueron despejando el paso a modo que pudiera pasar. Entonces, se reveló el misterio: encendieron la mecha de un mortero y comenzó la pirotecnia.
Los hombres estallaron en risas y aplausos mientras las chicas sonreían con ellos. Llevaban puestos gorritos rojos con una borla blanca en la punta. Salí a la avenida y mi hijo se colocó para mirar por el vidrio de atrás. Yo miraba sus dos manos aferrándose al asiento mientras lo escuchaba decir con felicidad lo mucho que le gustaba aquello.
Frente a mí tenía de nuevo la Avenida Bolívar. Los rótulos de Pollo Campero, Jesús Salva y McDonald’s se fundían como si fueran del mismo negocio. El cielo se iluminaba en colores, gracias a la celebración del bar. La gente miraba desde las banquetas, hasta que de pronto estalló la última y mi hijo volvió a decir “qué bonito”.
Se sentó de nuevo mirando hacia el frente. Puse algo en la radio. No dejaba de pensar en que mientras ese espectáculo inocente pasaba, dentro, las ayudantes de Santa, que eran casi unas niñas, estaban ahora en habitaciones sucias, dejando el gorro a un lado, para atender a los clientes del prostíbulo.
Y las sonrisas que tenían afuera mirando las luces multicolor ya no serían las mismas. Quizá ellas sean las que ahora ardan, estallando en una noche fría, sin que nadie sea capaz de alcanzar a ver la maravilla de su espectáculo que dura tan solo un segundo, y luego se vuelve a fundir en una noche muy oscura de la que nadie sabe si podrán salir.
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