Hacer política no del tipo que todo el mundo detesta, sino una labor de tejido y construcción, es decididamente una novedad en un país como Guatemala. Y un símbolo de que el país tiene al menos bolsillos de modesta esperanza: un fiscal que combate la impunidad de día y escribe de noche, la fiscal general que ha botado estructuras corruptas con la fuerza que le da rezar el padrenuestro por las noches, el juez estrella que no se deja manipular, ministros selectos que no se han prestado a la manipulación política del gobierno actual. Y otros tantos: gente que denuncia los microactos de corrupción aun si son de sus colegas y los líderes emergentes que se han metido a ensuciarse las manos son algunos de los otros.
Durante mucho tiempo nos acostumbramos a permanecer al margen de la injusticia y la corrupción, cuando mucho criticando, cínicos, desde lejos. Ante el volumen de corrupción desmedido al que asistíamos, era lógico que precisamente el sector más educado y capacitado para cambiarlo optara por quedarse al margen. Pero el volumen de revelaciones sobre corrupción que salió a la luz el año pasado provocó un quiebre: surgió una marea de movimientos estudiantiles y colectivos sociales, han surgido demandas por cambios institucionales que conduzcan a un sistema más democrático y se han levantado verdaderas pugnas entre quienes proponen un cambio y quienes están interesados en que no se produzca ninguno. Existe un verdadero diálogo. En ausencia de respuestas preconcebidas, hay un afán por empezar a construir desde las bases y por tirar abajo el muro que a menudo nos impide ser empáticos.
En parte, esto se ata con la concepción de democracia de Amartya Sen, premio nobel de economía, que define el término no como la presencia de elecciones periódicas, sino como un «gobierno por discusión», que incluye la participación política, el diálogo y la interacción pública. Aquí el rol de los medios es trascendental no solo en su capacidad para discutir los problemas contemporáneos, sino para dar una voz a los vulnerables y en desventaja y someter el gobierno a la más dura crítica. Pero también va más allá porque supone un esfuerzo por encontrar posiciones distintas y comprender —término distinto de entender— de dónde procede el otro con quien estoy hablando. La socióloga americana Arlie Hochschild llama a ese proceso «escalar el muro de la empatía». Y el filósofo Martin Buber lo describe como caminar hacia esa «cresta estrecha» de puntos en común entre visiones aparentemente distintas.
Decididamente, los retos son muchos e importantes. Y cuando empezamos a introducir matices, esta fotografía optimista se nos vuelve complicada. ¿Es la prensa realmente crítica y balanceada cuando sigue en pie el monopolio de los medios de comunicación de Ángel González? ¿Podemos hablar de un cambio en la política cuando los actores tradicionales se retraen y gestan artimañas para evitar que avancen las reformas en el Congreso? ¿Han cambiado sustantivamente los discursos polarizantes que nos han acompañado por años?
No, no y no. Pero ninguno de esos actores y discursos tradicionales puede seguir cómodo en su silla como hasta ahora lo ha hecho, y ya eso es un avance. De aquí en adelante es necesario que adoptemos una dosis de pragmatismo —no podremos cambiar todo al mismo tiempo— y prestemos atención a la creación de capacidades institucionales: los valientes que entran a cambiar las cosas deben establecer procesos para que las cosas buenas no dependan solo de ellos. Además, está atender el desafío de la inclusión.
En todo caso, regreso a escribir e inauguro este espacio en Plaza Pública con esta esperanza en mente. Años atrás partía del propio cinismo que describo y me limitaba a demandar por la reducción del Estado. Tonto y descuidado, propagaba una ideología que no sabía tan influyente y que ahora considero errada. El giro está en que hemos descubierto que gente con buen conocimiento, probidad moral y que sabe colocar en su lugar el miedo de hacer las cosas bien ha generado un cambio trascendental. Y ahora no puedo sino acuerparlos. Como escribió el poeta sudafricano Keorapetse Kgositsile:
Aunque el hoy siga siendo
un lugar peligroso donde vivir,
el cinismo sería un lujo imprudente.
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