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NicarAgua, tierra de lagos y sequías

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NicarAgua, tierra de lagos y sequías

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La vida es lo que sucede mientras María Tomasa Obando se ocupa deobtener agua veinte veces al día. Nicaragua será el país centroamericano con más agua pero eso no impide que ella sea su esclava porque el problema no es la cantidad sino el reparto.

María Tomasa Obando está en pie a las cinco de la mañana para poner a hervir el agua para hacer el café. Los frijoles en el agua. Lava el arroz con agua. Todos los días, siempre igual.

Agua. Agua. Agua.

Tras el desayuno lava los trastes. Después camina doscientos pasos hacia el pozo que comparte la comunidad, le da la vuelta a una rueda hasta que salga el agua, llena un balde azul —veinte litros de agua, veinte kilos de peso— y lo acarrea a su casa. Diez baldes sólo en la mañana. Los carga apoyándolos contra su costado.

—Ando trozada la cintura —dice y la muestra, con el filo del balde marcado como una cicatriz. La piel, enrojecida, le arde.

María Tomasa Obando utiliza el pozo artesanal para abastecerse de agua. Margarita Montealegre

María Tomasa Obando utiliza el pozo artesanal para abastecerse de agua. Margarita Montealegre

Veinte veces el mismo camino, a por agua. En el verano, entre la polvareda. En el invierno, «pateando lodo».

Rocía con agua el suelo de tierra apisonada de su casa, para evitar que se levante el polvo en los cuartos y la sala. Arregla las camas. Limpia las sillas. Lava —con agua— las mesas y los bancos.

Vuelve a la cocina y pone a hervir el agua. Hay que hacer arroz y frijoles para el almuerzo, a mediodía. Con agua.

María Tomasa Obando —51 años, robusta, bajita, con el cabello rizado siempre sujeto en un moño apretado— descansa un poco, un poquito, y a la una de la tarde vuelve al pozo. Ya se le ha acabado el agua. Otra vez diez baldes.

Agua. Agua. Agua.

Es el centro de su día. Su oficio principal. El pretexto para charlar con las vecinas. El tormento que está a punto de quebrarle la cintura. Es la vida. Y la vida es lo que sucede mientras está ocupada consiguiendo agua. 

***

Estas tierras empezaron a poblarse, allá por 1826, en nombre del agua. A orillas del lago Xolotlán, con vista hacia el Momotombo, creció un caserío, San Francisco, que a inicios del siglo veinte se convirtió en un peaje entre el norte de Nicaragua y la capital, Managua. 

Los animales también sufren la muerte de los ríos. Margarita Montealegre

Los animales también sufren la muerte de los ríos. Margarita Montealegre

Las cosechas de Matagalpa, Jinotega, Estelí y Nueva Segovia se embarcaban en el puerto de San Francisco y viajaban hacia Managua, atravesando el Xolotlán en pequeños barcos. De la capital llegaban los comerciantes de sal, telas y zapatos y recorrían las comarcas cercanas en busca de clientes. Cuentan los más viejos que esto era un puerto, un hervidero de tiendas, panaderías, pensiones, comedores. Cuentan. Pero construyeron la Carretera Panamericana en los años cincuenta y el comercio dejó de navegar y empezó a viajar en camión. Hoy San Francisco parece un pueblo muerto, un pueblo casi fantasma con puerto.

San Francisco no se llamaba San Francisco, a secas. Era San Francisco del Carnicero. Unos dicen que por la cantidad de carnicerías, porque el pueblo estaba lleno de cazadores que llegaban con venados para destazar. Otros dicen que el tal carnicero era un protegido del dictador Anastasio Somoza García y que, por su culpa, para cuidarlo, el pueblo estaba tomado por la Guardia Nacional. Unos más juran que no, que se lo llamaba San Francisco del Carnicero porque la Guardia Nacional de Somoza traía a sus víctimas para matarlas por estos lados. El triunfo de la revolución sandinista le trajo al pueblo un bautizo revolucionario: San Francisco Libre. 

En San francisco Libre la mayoría de ríos se mantienen secos. Margarita Montealegre

En San francisco Libre la mayoría de ríos se mantienen secos. Margarita Montealegre

Hoy, cuando el puerto es más una curiosidad que una fuente de trabajo, muchas personas del pueblo han vuelto al lago. Ahora pescan. Del agua salieron. Al agua han vuelto.

***

Entre noviembre y agosto, del cielo no cae una gota. Entre septiembre y octubre, el agua es un animal salvaje que puede arrasar las plantas que la necesitan para crecer. San Francisco Libre está en la costa norte del lago Xolotlán, a 74 kilómetros de Managua, y en sus alrededores brotan los caseríos. Treinta y tres comunidades en 756 kilómetros. En los campos cultivan arroz, sorgo, maíz, trigo y frijoles. Hay vacas y pasto a la orilla del lago. Pero hacia el interior, los cauces están secos. Entre esos cauces secos está El Vijague, a 22 kilómetros de San Francisco Libre. Es el caserío donde María Tomasa Obando hace todos los días lo mismo y de la misma manera: buscar agua para que siga la vida.

***

Nicaragua es el país centroamericano con más agua por cabeza: el volumen del acuífero nacional dividido por la cantidad de habitantes. A cada nica le tocan 38 668 metros cúbicos cada año, según la Organización Panamericana de la Salud y la FAO. El quince por ciento de la superficie del país es agua: dieciocho lagunas, dos lagos —el Xolotlán y el Cocibolca—, cincuenta y un ríos que desembocan en el Atlántico, doce ríos que desaguan en el Pacífico y cuatro embalses suman más de 19,000 kilómetros cuadrados, una superficie similar a la de Eslovenia.

Tinajero de barro donde se guarda el agua. Margarita Montealegre

Tinajero de barro donde se guarda el agua. Margarita Montealegre

Pero el agua —en su forma potable— no es para toda la gente. En el campo, le llega a menos del 30 % de las personas. En las áreas urbanas, el 10 % no tiene agua en su casa. Menos de la mitad de los nicaragüenses tiene alcantarillado. Los datos son de ENACAL, la empresa que se encarga de los acueductos y las alcantarillas. El Estado no tiene un proyecto para aumentar los sistemas de alcantarilla en el país. En el campo, el agua que se consume viene de los pozos, de las quebradas, de la lluvia. Cuando hay sequía y los pozos comienzan a secarse, la Empresa Nicaragüense de Acueductos y Alcantarillado envía tanques para paliar la emergencia. Pero el sistema de distribución del agua no mejora y hay quienes deben caminar varios kilómetros para recoger agua.   

Nicaragua tiene 129,494 kilómetros cuadrados y la sequía afecta a una tercera parte de su territorio: 39 000 kilómetros cuadrados, una zona un poco menor que Suiza pero bastante mayor que El Salvador. A este país que tiene agua hasta en el nombre lo cruza el Corredor Seco Centroamericano, tierras de bosque tropical seco donde la sequía es larga y la lluvia es breve, pero tormentosa. En Nicaragua, un país de seis millones de habitantes, trescientas mil personas están en riesgo de sequía. De ellas, doscientas mil corren el riesgo de pasar hambre, según el Programa Mundial de Alimentos (PMA). Ellos viven de lo que siembran. Cuando llega el fenómeno de El Niño, las pocas lluvias se reducen más y daría igual sembrar o no: las cosechas se pierden. Pero ellos igual siembran.

El agua es vida, en este lecho solo quedan piedras inertes. Margarita Montealegre

El agua es vida, en este lecho solo quedan piedras inertes. Margarita Montealegre

La mayor parte de la zona seca queda en el norte —Madriz, Nueva Segovia, Estelí, Matagalpa, Chinandega— pero hay zonas secas rodeando los lagos Xolotlán y Cocibolca. Dentro de esta zona —donde no llueve nada de noviembre a agosto— queda el caserío de María Tomasa Obando y aquí, entre mayo y agosto, las familias viven de las reservas de comidas: el maíz en el silo, el trigo en los barriles, las gallinas que picotean el piso aquí y allá. Pero este lugar es uno de los afortunados: está cerca del lago de Managua. Existe la posibilidad de pescar. O de llevar el ganado a la orilla, donde el pasto siempre crece. Aún así, los días de las mujeres —siempre las mujeres— se va en buscar agua. Usarla. Gastarla. Volverla a buscar. Nicaragua. Nicaragüita. Rima con agua. Con agüita. Pero de eso, en el corredor seco, no hay.

***

Todo se ve en un mapa del Instituto Nicaragüense de Estudios Territoriales (INETER). Está Nicaragua toda coloreada con las zonas donde hay mayor sequía. Una mancha de un color rojo vivo cubre varias zonas del norte y una parte alrededor del lago Xolotlán. Alrededor aparecen manchas anaranjadas. Amarillas. Todo eso es sequía. Más o menos agua. Más o menos vida. 

***

No hay cartel para llegar a El Vijaue. Hay que salir de San Francisco Libre, hacia el norte, y atravesar un camino cubierto de un polvo blanco que se levanta como azúcar impalpable al paso de las motos y camionetas. Hay que seguir y seguir y seguir por veintidós kilómetros de polvo, seguir y cruzar doce quebradas secas donde las piedras redondas y enormes parecen gritar que alguna vez por ahí pasó un caudal escandaloso y cinco quebradas con algunos charquitos de agua temblorosos, donde beben garzas, vacas, periquitos y perros. Seguir, seguir y ver pequeñas mariposas amarillas y blancas revolotear sobre el polvo blanquecino. Seguir y mirar a la izquierda un río enorme, para luego darse cuenta de que es un cauce cubierto de piedras y que del antes correntoso río Viejo de Matagalpa sólo queda un chorrito que corre junto a la carretera, oculto entre los árboles. Seguir y seguir y notar que por el camino hay cada vez más jícaros, esos árboles que son como el símbolo de las zonas más secas. Hay que seguir y seguir y tropezar en la vereda con vacas huesudas que vienen de beber agua, guiadas por vaqueros. Seguir y encontrar en el sendero un camión lleno de leña. Y otro. Seguir y seguir y seguir y pasar uno, dos, tres caseríos hasta girar noventa grados a la derecha, seguir un poco más y, a la izquierda, dar con la casita de madera y cemento, de zinc y tejas, de Santos Félix Treminio y María Tomasa Obando.

Camino al El Vijague. Margarita Montealegre

Camino al El Vijague. Margarita Montealegre

Santos Félix Treminio siembra maíz en las laderas que quedan al otro lado de la quebrada. Con un pedazo de madera con punta tallada hace un hueco, pone las semillas y espera que la lluvia sea suficiente para hacerlas crecer, pero no tanta como para arrastrarlas ladera abajo.

La cocina es una estancia aparte, cinco pasos la separan de la casa. La cocina tiene paredes de tabla, piso de tierra y un techo de teja con resquicios por donde se cuelan rayos de luz. El fuego arde en el fogón alimentado con leña. 

La tarde llega y el agua se ha acabado. María Tomasa vuelve con su balde azul al pozo, que está bajo cuatro columnas de madera y un techo de zinc. Empieza a girar una rueda hasta que un chorro de agua cae en el balde. Lo enjuaga y lanza el agua al piso: a ese charco lo aprovechan los tres patos de una vecina.

Vuelve a girar la rueda y a la sexta vez, el agua empieza a salir. Ella sigue y sigue, gira que gira, hasta que en la vuelta número sesenta y dos el balde está lleno. Son veinte baldes al día. Cuarenta veces el mismo camino de doscientos pasos. Cada balde tiene veinte litros y ella recoge diez en la mañana, para la casa y la cocina, y diez en la tarde, para la pequeña huerta –«para los palitos»— y la cocina. En medio del camino para un poco para recuperar el aliento.

María Tomasa Obando palmeando tortillas. Margarita Montealegre

María Tomasa Obando palmeando tortillas. Margarita Montealegre

—Sufro del corazón —dice.

Mientras María Tomasa se está yendo llega una vecina, una viejecita diminuta y arrugada, con su balde. Si alguien se instalase frente al pozo y no viera nada más del caserío pensaría que esta es una tierra de mujeres. Sólo de mujeres. Siempre de mujeres. 

Aun con la cintura partida, aunque pierda el aliento en esos doscientos pasos entre el pozo y la casa, aun cuando su rostro endurecido grita cansancio, ningún hombre de la casa se ofrece a ayudarla con el balde. En ninguno de sus veinte viajes diarios. María Tomasa Obando es una esclava del agua.

***

Son las nueve de la mañana a principios de enero de 2020. El clima, en Managua, ha estado caluroso como siempre; la lluvia, casi ausente desde hace meses. Hace unos días hubo una pequeña garúa en Managua, pero ahora, en la zona que está entre la avenida Jean Paul Genie y la Carretera a Masaya, un sector de centros comerciales, edificios de oficina, bancos, y cafeterías, la humedad hace presentir una lluvia que no llegará. En la oficina del Programa Mundial de Alimentos (PMA), Antonella D’Aprile, la representante de la entidad en Nicaragua, enfática y ejecutiva, me confirma que el agua en toda la zona del corredor seco —en todo el campo— es un asunto de género. 

—La búsqueda y recolección del agua es una tarea solamente de las mujeres y eso genera una inversión de tiempo bastante grande durante el día, quitando tiempo para otras cosas.

Pero los muchos kilos de agua que ellas acarrean al día no son el único peso sobre sus hombros.

María Tomasa Obando carga un balde con agua para uso doméstico. Margarita Montealegre

María Tomasa Obando carga un balde con agua para uso doméstico. Margarita Montealegre

—Para mantener la seguridad alimentaria de la familia, la mujer tiene que cosechar lo que pueda en su parcela. Tiene que dedicar su tiempo no sólo al agua, sino a traer alimento a la casa. Y también es la encargada de la conservación de los alimentos para enfrentar momentos de mayor crisis si hay un déficit de lluvia en los meses a venir.

La sequía no sólo deja a las familias sin alimento, también las separa. Cuando no hay cosechas, los hombres se van a Honduras o a Costa Rica a trabajar como jornaleros. Durante esos meses ellas se quedan a cargo de la familia, buscando cómo alimentar a los suyos en tiempo de escasez. Y cuando la situación es muy grave, ellas también se van. Viajan a Costa Rica o a Panamá, en busca de trabajo como empleadas domésticas. Los niños quedan al cuidado de los parientes más viejos.

Un problema, subraya D’Aprile, es que no hay estudios sobre género en Nicaragua: «Hay que generar evidencia. Estudiar y analizar para luego desarrollar programas».

Por ahora han graduado a 500 mujeres en temas económicos: costo de alimentos, mercado. Porque ellas no tienen acceso a crédito o a los insumos agrícolas, como los hombres. No las ven como líderes. No se ven como tales. «Las hemos graduado en dos años, son capacitaciones ligadas a la agricultura, que es el medio de vida principal en Nicaragua». Aquellas mujeres también tuvieron clases sobre políticas de género y liderazgo.

En la cocina de su casa deposita el agua. Margarita Montealegre

En la cocina de su casa deposita el agua. Margarita Montealegre

Cuando hay sequía, el PMAreparte durante dos o tres meses una merienda adicional en las escuelas de los municipios del corredor seco. Lo hace a través del programa de nutrición escolar del Ministerio de Educación. También preparan a los pequeños productores para la emergencia. En las zonas más difíciles del corredor seco trabajan con más de 4,000, organizados en cooperativas, para recolectar agua, reforestar e informarlos sobre el clima.

Así pasa en el sexto país más afectados por los efectos —de frecuencia e intensidad— del cambio climático, según el Global Climate Risk Index.

***

Todos los años vuelve, por pocos días. Brutal. Animal. Esa lluvia que se insinúa con una brisa que sacude las hojas y con nubes negras que parece que caerán sobre las casas. Esa tormenta que se desploma sobre los techos de zinc y los barriles y los cerdos y los árboles y las pocas flores y los cauces secos y la tierra agrietada. Esa lluvia salvaje que bajará a toda prisa las lomas y ahogará cada semilla que encuentre en la tierra. Aquí, a 42 kilómetros de Managua, en un pueblo llamado Colama, la sequía abruma la vida de la gente. Pero la lluvia no la alivia.

***

Hacia el norte de Managua, a 54 kilómetros del aeropuerto César Augusto Sandino, está Colama. Es un caserío donde viven unas setecientas almas. Hay una biblioteca. Energía eléctrica. Una escuela primaria. Hay un pozo. No hay lluvia. Ni agua potable.

Leonor Salgado lava la ropa de su familia. Margarita Montealegre

Leonor Salgado lava la ropa de su familia. Margarita Montealegre

Mientras lava la ropa, Leonor Salgado dice que no sabe qué será de su vida. Golpea un pantalón sobre una piedra y se lamenta por la suerte de su marido, Orlando Rocha.

—Se enfermó de los riñones hace seis meses. Él sembraba fríjol y rajaba leña, pero ahora ya no puede hacer ahí más nada que comer y dormir.

Rajar leña es cortar leña, el oficio de muchos de los hombres de la zona. Orlando Rocha, como tantos, tiene su hacha para «apearse los palos», según Leonor.

—Él era bueno. Se hacía de 500 a 600 córdobas por semana (poco más de quince dólares). Los camiones leñateros le pagaban 150 córdobas por cada cien manojos. 

En un país donde el 60 % de los hogares cocinan con leña, según el Ministerio de Energía y Minas, rajar leña se convierte en la única posibilidad de ingreso de las familias más pobres del campo.

Salgado tiene 46 años, un rostro redondo de pómulos altos y arrugas alrededor de los ojos. Raciona el agua que usa para enjuagar las ropas de su familia de cinco. En una lavacara esperan las prendas enjabonadas, remojándose. En un balde está toda el agua que usará para enjuagarlas. Me dice que cuando hay sequía, casi no las aclara. Que quedan como tiesas, pero que igual sirven. El agua que usa para lavar viene de un barril al que le entran doce latas. Esos doce baldes, que acarrean desde el pozo, alcanzan para lavar ropa durante una semana. Ella lava cada tres días, dos docenas de ropa.

Leonor Salgado. Margarita Montealegre

Leonor Salgado. Margarita Montealegre

Cuenta que no tienen terreno para sembrar: Orlando lo hacía en un pedazo de tierra que su papá le había prestado en la suya. La siembra era para consumo de la casa. Ahora, además de encargarse del agua, los animales, la ropa y la cocina, Leonor Salgado también hace crema y cuajadas —un queso fresco, popular en Nicaragua. Con 80 litros de leche, hace veinte pares de cuajadas. Cada par lo vende a 45 córdobas, poco menos de un dólar y medio. Orlando, su marido, viaja a Tipitapa para venderlas.

—Ahora me he hecho una cuajadera fuerte.

Luego, se le quiebra la voz.

—Sólo ahora la cuajada. Ya en verano los animales se sueltan y no habrá leche.

***

En la escuela nos enseñaron que era una sustancia inodora, incolora e insípida. Que se encuentra en la naturaleza en estado más o menos puro. Que la hay dulce y salada. Que en su forma líquida forma ríos, lagos, lagunas y océanos. Que en su forma sólida —a menos de cero grados Celsius— forma glaciares. Que en su forma gaseosa —a más de cien grados Celsius— es vapor. Que se condensa, se solidifica, se fusiona y se evapora. Que forma las nubes que cubren el cielo. Que ocupa las tres cuartas partes del planeta. Que ese líquido es el 60 % del peso de una persona. Que todo lo vivo la contiene. Que podemos vivir hasta cinco días sin ella. Que la podemos fabricar en un laboratorio si juntamos dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno. Que, en química, se la llama H2O.

La usamos para lavar la ropa y cepillarnos los dientes. Para llenar las fuentes públicas y regar los jardines en los parques. Para hacer funcionar a los molinos. Para regar los campos y limpiar los establos. Para nadar. Para bucear. 

Si bebemos agua suficiente, nuestra piel se verá bien, nuestra temperatura será normal, nuestra orina será clara y nuestro sudor será abundante. Si nos mantenemos bien hidratados no tendremos cálculos renales ni infecciones del sistema urinario. El agua contaminada puede enfermarnos de fiebre tifoidea, meningitis, hepatitis, diarrea o cólera. La Organización Mundial de la Salud publicó que unas 842,000 personas —un poco más que la población de Guyana, un poco menos que Chipre— mueren cada año de diarrea por beber agua insalubre. Es en el agua donde se crían las larvas de los mosquitos que transmiten malaria, fiebre amarilla, dengue, zika o chikunguña.

Un arbolito desafía la muerte de este río. Margarita Montealegre

Un arbolito desafía la muerte de este río. Margarita Montealegre

Beber demasiada agua nos puede matar. La enfermedad se llama hiperhidratación y es una intoxicación por agua. Si nos falta agua, podemos morir. Cada año, más de cinco millones de personas mueren de sed. Si sumáramos las poblaciones de Estados Unidos, Indonesia y Rusia —unos 748 millones de personas – tendríamos el número de personas alrededor del planeta con problemas serios para acceder al agua, según Unicef. Un 20 % de los seres humanos —juntos formarían un país del tamaño de China— vive en zonas donde no hay suficiente agua. A medida que nos ponemos viejos, dejamos de sentir sed. Aunque seamos más vulnerables a la deshidratación.

La usamos para mantener vivos a los animales. Una gallina bebe medio litro de agua al día. Un perro grande, unos tres litros. Un caballo con trabajo pesado tomará sesenta litros cada día. Una oveja, unos cuatro litros. Un gato, dos vasos. Una vaca beberá cuarenta litros diarios. Pero si está amamantando serán 110 litros. Se dice que una persona debe beber dos litros al día. Lo mínimo: un litro.

***

Son las nueve de la mañana. La camioneta va levantando el polvo blanquecino del camino de tierra mientras se dirige a El Vijaue. De ambos lados, pastizales amarillentos sembrados de vacas flacas. Del otro, el enorme cauce por donde alguna vez pasó el río Viejo de Matagalpa. Mucho más al fondo está una cordillera de verdes tan intensos y variados que insulta a este paisaje de sequía. Al frente se ve la punta del cerro Güisisil donde, cuenta la leyenda, hay una huerta de ensueño, con mangos, jocotes, donde se puede comer hasta el hartazgo. Pero no se puede sacar nada.

—Te perdés si intentas sacar la fruta. Eso dice mi abuelo. 

Xavier Bobadilla, camiseta amarilla y ojos que se achinan al sonreír, va al volante y disfruta platicar. Dice que cuatro o cinco personas murieron este año «de los riñones». Dice que eran jóvenes, casi todos menores de cuarenta años. «Sólo había uno de sesenta». Dice que la culpa es del glifosato. No hay estudios sobre el agua en el pozo, pero él está seguro de que es eso. El químico que usan los campesinos para desmatar, a ciegas, sin leer la bula. 

—El agua es veneno. 

Esa idea es importante para Xavier Bobadilla: el agua de estas tierras no sólo es escasa, está llena de veneno. La repetirá un puñado de veces más.

Liberación de loros en el departamento de Chinandega. Varias regiones colindantes al corredor lucen por las condiciones distintas de acceso al agua. EFE/Jorge Torres

Liberación de loros en el departamento de Chinandega. Varias regiones colindantes al corredor lucen por las condiciones distintas de acceso al agua. EFE/Jorge Torres

Después de una curva, hacia abajo se ve un río de piedras. Son tantas, tan redondas, tan perfectas, que de lejos y a primera vista parecen un gran caudal de agua. Esa corriente salvaje y hermosa era el río Viejo de Matagalpa y se acabó hace veinte años.

—Fue con el Mitch. El huracán arrastró las piedras y desvió el río. Ahora sólo queda ese hilito de agua que pasa por ahí, dice Xavier y señala un riachuelo que se ve abajo, en la quebrada, del lado de la trocha.

Si fuera abril, todo el paisaje sería de hojas caídas sobre una capa de tiza blanca. Es el momento donde comienza la peor parte de la sequía, cuando los árboles empiezan a adelgazar, a librarse de las flores, de las hojas, de todo lo que consuma agua. El árbol tiene que ahorrar. Todo esto me lo cuenta Xavier, mientras seguimos el camino hacia El Vijaue. 

Un poco más allá nos cruzamos con un camión lleno de leña.

—Aquí ya no hay caoba, cedro, pochote. Guapirol, casi no hay. Aquí despalan para el pastizal. Aquí ya no queda nada. Cuando era niño, había peces en las quebradas. Había tortugas, cangrejos.

Aquí hubo agua. Había. Ya no hay.

***

Al salir de Managua en dirección a Tipitapa, desde donde después —según el camino que se tome— se puede llegar a Colama o a San Francisco Libre o a El Vijaue, se amontonan los puestitos de barriles. Azules. Negros. Blancos. De 20 galones. De 55 galones. De más de cien galones. De plástico. De metal. Cuestan 270, 400, 900 o 1000 córdobas, en un país donde el salario mínimo es 4100 córdobas (120 dólares). Unos aún con las etiquetas con calaveras que advierten sobre las sustancias químicas que ahí se transportaron. El agua también es veneno. 

***

—Cada vez que paso por esta quebrada me dan ganas de llorar. 

María Tomasa Obando sube y baja todos los días por esa quebrada. Se equilibra sobre piedras del tamaño de huevos de dinosaurio mientras desciende la empinada senda pedregosa. Son escalones empedrados. Ella se detiene cada tanto, con un balde y una lavacara donde lleva la ropa sucia.

Quiere llorar porque en esta quebrada ha estado a punto de morir dos veces. Y al caer en una poza se fue en sangre y perdió un embarazo de tres meses. 

Ya estaba en la quebrada, después de sacar el balde de agua que subiría a la casa, cuando se agarró de una liana y se impulsó sobre la poza. Cayó como una piedra sobre el agua y enseguida sintió un dolor en el vientre. La sangre chorreó entre sus piernas. Volvió a casa sin el balde, asustada, y su suegra le dijo que eso era un aborto.

María Tomasa Obando señala el sitio del accidente que tuvo en la quebrada del río. Margarita Montealegre

María Tomasa Obando señala el sitio del accidente que tuvo en la quebrada del río. Margarita Montealegre

—Enseguida llamaron a la partera. Era una bola de sangre. Era niña.

Su suegra. La recuerda viejecita, bajando la quebrada también. Un balde sobre la cabeza y otro en su mano. Las mujeres no se jubilan de la tarea de acarrear agua. Por más hijos que tengan. Por más viejas que estén.

Una vez más, con una enorme barriga de embarazada, se resbaló y rodó sobre las piedras.

—¡Pasé chimbolococo hasta allá! Ese palo me salvó, ahí quedé atravesada.

El palo es un árbol sobre el abismo. Ese niño se salvó. Ella quedó con una pierna desollada. 

Otra vez, equilibrando un recipiente lleno de los trastes sobre la cabeza y un balde en la mano resbalo y rodó. Los trastes se desperdigaron. Se rompieron. Las esquirlas se incrustaron en su rostro. Quedó con la cabeza hacia abajo, apuntando a la quebrada, el cuerpo roto y a pocos centímetros de una piedra grande como una pelota playera. Me la muestra y dice que si su cuerpo no dejaba de serpentear antes, se habría roto el cuello. Sus gritos alertaron a la casa. Bajaron sus hijos y su esposo. La levantaron. La llevaron a la casa. Pero días después, aún adolorida, tuvo que volver.

 Cada día baja por lo menos cuatro veces. Tiene que lavar la ropa, un viaje. Lavar las pailas, otro. Lavar el maíz, otro más. Tiene que bañarse, el último. 

La luz de la tarde es líquida y serena. El cielo azul como un espejo, como un mar.

—Esta quebrada me ha hecho vieja, dice al subir del lugar donde perdió un bebé, donde estuvo cerca de perder otro y donde casi pierde la vida.  

Pero a María Tomasa Obando cada día le tocará bajar y subir cuatro veces esa quebrada. Ir y venir cuarenta veces del pozo. Sin ayuda. Sin descanso. Porque al final de eso depende la vida. Su vida. Del agua.

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