En el afán de ser indulgente con ese capricho, el feminismo queda reducido a una irritante maraña de reivindicaciones ininteligibles para nosotros los hombres, la cual se zanja con humor al estilo de las letras de Arjona: «Nosotros con el machismo, ustedes al feminismo…». En otras palabras, bueno cada quien con sus defectillos por ahí, pero así es la vida. Y con eso estamos tablas mientras se perpetúan las asimetrías de poder entre hombres y mujeres.
A cualquiera medianamente enterado de qué va la postura política feminista se le haría difícil pensar que una mujer que lucha cotidianamente en contra de injusticias estructurales claudique alegremente en sus demandas de un orden equitativo por una serie de consideraciones y prebendas cursis por parte de los hombres. Esta percepción no es más que la huella de la ignorancia pedestre de quien supone que la luchas feministas se reducen a demandas insulsas, y no al cuestionamiento de desigualdades justificables gracias a un orden imaginado de diferencias de género, o que cuestionar dicha desigualdad supone a su vez la renuncia a ciertas formas de afecto por el mero hecho de exigir un orden social justo para todas las personas por igual.
Ciertamente uno no tiene por qué comulgar con postura política alguna de manera acrítica. Por ello, yo también cuestiono abiertamente la caricaturización que algunos feminismos hacen del afecto, que lo reducen de manera indiscriminada al saco del nocivo amor romántico, pues, hasta donde sé, no hay una evidencia empírica categórica que confirme que de ciertas formas de relacionamiento deriven necesariamente relaciones de poder y sometimiento de manera indefectible. Sé que personalizar la realidad es cegarse ante el hecho de que, en el seno de ciertas representaciones sobre la masculinidad y la feminidad, en efecto emergen relaciones de poder indeseables, pero una cosa no necesariamente lleva a la otra: si hago cosas pequeñas por mi pareja, no es porque piense que tengo el deber de macho o porque piense que ella no es capaz de hacerlo por ser mujer. Hacemos cosas el uno por el otro sin obligación alguna. Y aunque sabemos perfectamente que cada cual es capaz de hacerlo por sí mismo, lo hacemos con gusto y cuando nos da la gana. Esto se llama mostrar afecto, y aún sigo intentando descifrar en qué consiste la perversidad implícita en ello.
Por eso mismo digo que MD no entiende a mujeres como mi pareja, porque, si ella condesciende al permitirme mostrar afecto, no está renunciando a sus principios ni a su compromiso diario con la igualdad entre hombres y mujeres ni a ese mismo sueño que compartimos de un orden económico y social más justo, sin distinción de género. MD tampoco me entiende a mí porque no comprende que mi propio afecto no anula nuestra igualdad. Me niego a creer que el machismo sea algo mío, aunque lo reproduzca como pautas relacionales en las cuales fui socializado, como pautas que no elegí, pero que al ser consciente de ellas sí tengo la capacidad de agencia suficiente para seguirlas reproduciendo o no, por lo que es falso que no las comprendamos: comprendemos el sentido de la justicia indistintamente como seres humanos que somos. Lo que no queremos, como en toda relación de poder, es perder privilegios, y por ello nos aferramos a creencias que justifican lo que nos conviene.
La perversidad suele ser más estúpida de lo que a simple vista parece: uno entiende mejor la cultura de una sociedad a través del humor, es decir, a través de lo que la hace reír. Y en dicho sentido, el humor de MD es reflejo de cómo buena parte de nuestra sociedad entiende poco o nada la lucha política de las mujeres, aunque no es la primera vez que quien detenta el poder se burla del otro o descalifica las reivindicaciones legítimas como manera de proteger el orden a través de ridiculizar al otro. Prueba de ello es que un comediante que basa su humor cutre en malos sketches racistas haya sido encumbrado como presidente.
Y viceversa: la estupidez puede ser más perversa de lo que a primera vista parece. El hecho de que esta clase de violencia simbólica no parezca ser intencionada no quiere decir que sea del todo inocente. También por medio del humor se puede banalizar una lucha que cuestiona abiertamente lo que no conviene. Hacer gala y ostentación de la ignorancia frente a lo importante a través del humor es un ejercicio de poder. Basta observar qué es lo que provoca risa en las personas para comprender la tesitura moral de una sociedad.
Puede ser que, si no viviéramos en una sociedad en la cual ocurren 72 000 embarazos en adolescentes, de las cuales cuatro mil y pico son niñas, y si esto no fuese una de las tantas caras visibles de la opresión a la que están condenadas cientos de miles de mujeres, adolescentes y niñas en Guatemala, no habría necesidad de hacer tantos aspavientos contra una campaña de zapatos. En una sociedad justa y de mujeres empoderadas económica y socialmente, hasta podría decir que la campaña de MD tal vez le dibujaría a más de alguien una mueca parecida a una sonrisa.
Más de este autor