Si esta discusión se mantiene en el plano normativo de la ciencia política, uno podría referirse al tan conocido debate de los límites de la democracia en la tradición libero-política. La cuestión ha tenido varias caras. Unas más conocidas que otras. Alexis de Tocqueville, en efecto, lo planteó al darle al liberalismo político conservador la apreciación de una supuesta tiranía por parte de la oclocracia. Así, por ejemplo, bajo esta concepción, el libertarismo latinoamericano plantea el límite a la democracia en los derechos individuales: sobre estos últimos no se puede pasar. A veces hay que reconocer que en estas lecturas híbridas, más cercanas a estamentos anticomunistas que hablan con términos liberales, no se distingue si la lectura que se realiza es más cercana a la de Nozick que a la de De Tocqueville. De los mejores intérpretes sobre la obra de De Tocqueville, Wolin ha echado mucha luz. De Tocqueville no pensaba solo en las ambiciones populares o en una opinión mayoritaria. De Tocqueville siempre mantuvo en mente la brutalidad de la turba popular que caracterizó la época del terror en Francia (merced a que De Tocqueville mismo provenía de una familia aristocrática afectada por la revolución). Es interesante cuando un liberal intenta oponer la visión contractualista de Locke, en la cual los derechos básicos surgen de una tradición comunal, popular-soberana, y menos de un descubrimiento racional personal. Así, para un liberal político que se funda en Locke, el pacto político no traspasa límites por fundarse en el dogma de la soberanía popular. Los derechos emanan, en esencia, de un pacto popular. La preocupación genuina en Locke son los límites impuestos a quien ostenta el poder, y menos el abuso mayoritario. Si un liberal político se funda en De Tocqueville o en Nozick, entonces incluso hasta la idea de los diez más vendidos es tiranía de la mayoría.
¿Qué pasa cuando esta noción de los límites de la democracia cae en el enfoque institucional?
Hay varios carriles para discutir: el autoritarismo de un ejecutivo, las prerrogativas presidenciales, la decisión ejecutiva, los bloques dominantes, etc. Pero quiero centrarme en un aspecto poco (o niente debatido): el denominado circuito extrainstitucional del poder. El término pertenece a la obra de Antonio Cortés Terzi (a un libro que lleva ese título precisamente).
No pretendo resumir aquí el texto de Cortés Terzi, aunque sí promover su lectura, ya que este analista político es quizá uno de los pocos gramscianos de cepa que supo comprender la importancia del republicanismo. ¿A qué apunta el concepto? Cuando la dinámica de poder trasciende el sistema político y las virtudes (e instituciones) democráticas que surgen de la soberanía popular, se trasciende el límite de lo que es jugar en democracia. A diferencia del liberalismo conservador, que limita hasta dónde lo democrático puede acceder, aquí se intenta poner límites para que ningún actor transite de lo democrático a lo extrainstitucional. ¿Por qué un gramsciano tendría interés en no trascender los límites institucionales republicanos? Porque allí, en efecto, está el vicio personalista, autoritario, informal y sobre todo corrupto. La política de lobby, las campañas infladas, la compra de votos, el pacto bajo la mesa, la negociación encubierta y, en esencia, el proceso corporativista. Todos estos vicios que pudren la fe en la democracia suceden en ese carril extrainstitucional del poder.
Esta lógica de defender lo que es común a todos (en esencia, lo republicano) es lo que alimentó la agenda anticorrupción del comunismo italiano. Lo que hace que un comunista como Antonio Ingroia (senador italiano) se monte en la agenda del Estado transparente. O la última publicidad del Partido Comunista de Chile («quiero ser comunista para terminar con la corrupción») nos demuestra con claridad que las izquierdas pueden (y deben) apropiarse de la agenda anticorrupción (puede ver aquí el eslogan mencionado). Ha sido este el mismo fuerte argumento con el cual Andrés Manuel López Obrador ha potenciado el partido Morena: combatir la corrupción es rescatar la democracia y devolverla para que sirva a los intereses populares. Quizá en algún momento podría pensarse que las nuevas propuestas que surgen en Guatemala en el horizonte de la izquierda democrática (como los proyectos Semilla y Somos GT) se apoderen de esa idea: «soy de izquierda porque aborrezco la corrupción», «soy de izquierda porque aborrezco la cultura del carril auxiliar», «soy de izquierda porque odio la política del favor personal».
Hay que pensarlo. ¿Quiénes deben ser los guardianes de la herencia que dejará la experiencia de la Cicig en Guatemala? ¿Las derechas?
Ojalá que no. Pero hace falta pragmatismo político. El argumento es simple: el permanente transitar por el circuito extrainstitucional privatiza la democracia.
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