Llevábamos cerca de una hora dentro de la casa de aquél hombre. Los policías seguían registrando mientras yo trataba de moverme con el pesado chaleco anti balas por los delgados pasillos de la propiedad. En la sala, dos niños pequeños miraban el televisor junto a su madre.
Me puse los guantes de látex y comencé a buscar. Encontramos bastante evidencia y la fuimos colocando en pequeñas pilas, cerca del lugar del hallazgo para recordarlas cuando el equipo de embalaje y fotografía hiciera su trabajo. Así fueron formándose filas de documentos en el cuarto del niño mayor, junto a los peluches. Otros, en la habitación principal, al lado de la cuna de la niña más pequeña y en la cocina.
De vez en cuando el hombre se llevaba la mano al rostro, acariciándose el mentón. Contaba historias difusas y siempre las dejaba a medias porque entendía que estaba muy cerca de irse a prisión. Eran las ocho de la mañana, los vecinos empezaban a levantarse, alborotados por la presencia de la policía.
Algunos se acercaban a la casa como queriendo averiguar qué pasaba dentro, pero al ver que no obtendrían ninguna información, volvían a sus casas a mirar desde las puertas, como esperando ver salir una bolsa negra o un tipo esposado.
Frente a la casa que allanábamos había una mucho más grande, llena de cámaras y detalles barrocos en madera y bronce. Era un barrio de gente trabajadora así que aquello parecía una anomalía bastante sospechosa.
— ¿Quién vive en la casa de enfrente? Pregunté.
— Son dos casas, me contestó el tipo, evadiendo claramente mi pregunta. Parecen ser una casa pero son dos. Ahí viven dos hermanos, sí, son dos hermanos los que viven ahí.
— ¿Pedro y Pablo? Pregunté, en clara referencia a la canción de los Tigres del Norte y todos adentro se echaron a reír; pero el tipo no quiso contar más.
Hacía una semana, el socio del hombre a quien le allanábamos la casa, había sido detenido por delitos graves. Quizá de cierta manera, nuestra visita era previsible, aunque el hombre parecía haber sido tomado por sorpresa.
Tenía la casa bastante ordenada y su familia parecía de lo más normal. La mujer que estaba en la sala, tenía pinta de ser más joven que él. Era de cierta forma atractiva y los niños también eran bastante simpáticos. El niño más grande parecía tener seis o siete años y la pequeña a penas unos dos.
La mujer trataba de entretenerlos mirando el televisor, que también parecía haber captado la atención de algunos policías que reían con los chistes de los dibujos animados. Nosotros tratábamos de llevar todo con una relativa normalidad. Aunque claro, estoy seguro que lo que pasó ese día, jamás lo olvidarán esos niños.
Al terminar de buscar la evidencia, el hombre preguntó qué haríamos con ella. Le expliqué el procedimiento: que sería secuestrada y quedaría en poder de la Fiscalía, que haríamos un inventario y que conforme se usara en el proceso podría eventualmente ser devuelta. Le preocupaban las computadoras y los teléfonos dijo. Yo le aseguré que la información estaría a salvo y no opuso mayor resistencia.
Cuando el equipo de especialistas en escena del crimen comenzó su trabajo, fueron colocando números de plástico al lado de las pilas de evidencia, para luego fotografiarlas y meterlas en bolsas de papel. La niña jugaba entre nosotros, corriendo con un dinosaurio al que decía que podía hacer volar.
Era una niña muy linda, con los ojos enormes, negros y la piel aceitunada. Era bastante educada y le entretenía pasar frente a mí y decir “con permiso” para que yo le dijera “adelante señorita” y ella seguía feliz saltando con su dinosaurio. El niño, quizá consciente de que algo malo pasaba, se dedicaba a mirar el televisor y guardar silencio.
El hombre cada vez parecía estar más vencido y preocupado. Tenía por qué. Había una orden de aprehensión en su contra, por delitos que podían mantenerlo encerrado cuando menos por quince años. Quizá pensó en eso alguna vez ahí dentro, no lo sé. Parecía querer guardar la compostura la mayor parte del tiempo. Cada vez que se le acercaban sus hijos era muy cariñoso con ellos y los niños parecían estar muy apegados a él.
La niña pequeña entró a las habitaciones y tomó los números de plástico de las evidencias y los usó como juguetes. Aquello me puso triste. Esos números usualmente los veo cuando hay un cadáver, repartidos al lado de los cascabillos, dispuestos sobre las manchas escarlatas en el asfalto y ahora en sus pequeñas manos eran un objeto totalmente distinto.
El hombre le pidió que los devolviera a su lugar y la niña obedeció. Luego le pidió a su madre un plato de cereal y ambas fueron a la cocina. Un rato después le pedí al hombre que me acompañara al patio y ahí le expliqué que nos tenía que acompañar mientras seguí con la notificación de sus derechos.
No dijo nada ni mostró oposición. Parecía estar esperando ese momento. No era un tipo naturalmente violento, quizá era uno que había aprovechado su oportunidad. Pensé en lo que pasaría con los niños. Seguramente él también. Algo que seguramente no hizo mientras cometía los crímenes a sangre fría.
A veces el futuro parece algo tan lejano que nunca llegará. Sin embargo, esa mañana el futuro llegó para el hombre, al que esposado, abandonaba su casa, mientras su mujer sentada en el sofá, abrazaba a sus hijos, preguntándome, casi consumida por la derrota ¿cuántos años cree que se va a quedar ahí?
Son preguntas que no puedo contestar. Sé que tampoco buscan una respuesta y que al final tan sólo son una forma de decir no sé qué va a ser de mí. Pero la mujer se aferró a sus hijos, mientras el hombre miraba desde la patrulla cómo los vecinos espiaban su catástrofe desde la ventana y los niños que jugaban pelota en la calle, corrían al lado del vehículo, emocionados por el ulular de la sirena que se escuchaba en todo el residencial.
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