Pocas cosas son tan controversiales y polémicas como los derechos de los criminales, los “malos” de la sociedad.
Por un lado, es comprensible y humano que ante una agresión se active nuestro instinto de defensa, con el cual los derechos del agresor valgan muy poco para la víctima. Pero por otro, los derechos humanos y estándares internacionales que promueven sociedades más civilizadas establecen que los agresores sí tienen derecho a ser tratados humanamente y con respeto a su dignidad, independientemente de la gravedad de sus crímenes.
La contraposición de estas dos visiones debería ayudarnos a c...
Por un lado, es comprensible y humano que ante una agresión se active nuestro instinto de defensa, con el cual los derechos del agresor valgan muy poco para la víctima. Pero por otro, los derechos humanos y estándares internacionales que promueven sociedades más civilizadas establecen que los agresores sí tienen derecho a ser tratados humanamente y con respeto a su dignidad, independientemente de la gravedad de sus crímenes.
La contraposición de estas dos visiones debería ayudarnos a comprender que la aplicación de la justicia debe ser con base a la ley y jueces probos, no la defensa instintiva de las víctimas. El derecho de las víctimas llega hasta la acusación, y el de los victimarios hasta su defensa, nos guste o no. De lo contrario, las víctimas fácilmente se convierten en victimarios y criminales, alimentando un círculo vicioso de violencia y odio. Nuestro triste y trágico historial de linchamientos y aplicación de “justicia” por propia mano así lo confirma.
La frustración que causa la impunidad nos envenena con sed de venganza violenta, en detrimento de la justicia y derechos fundamentales como la presunción de inocencia. ¿Qué es peor, liberar a un culpable o condenar a un inocente? Nos debiera resultar igualmente grave, pero pareciera que nos preocupa muy poco la posibilidad que un preso en realidad sea inocente. La controversia se intensifica con el hecho que todos los contribuyentes somos los que debemos financiar la administración de justicia efectiva, con un sistema penitenciario que asegure los derechos de los presos.
El esfuerzo y los costos para lograr la administración correcta de la justicia son más importantes y cruciales de lo que creemos, y debiese ser una de nuestras principales exigencias ciudadanas. Requiere la convicción firme que los guatemaltecos sí podemos transitar a la justicia, abandonando la venganza violenta resultado de la frustración por la impunidad. Requiere poder reconocer que hasta los criminales tienen derechos.
Resulta dramático el contraste entre, por ejemplo, la tragedia de la prisión de Comayagua en Honduras, y el juicio del asesino de 77 personas en Noruega. En el caso noruego vemos a una de las sociedades calificadas de más desarrolladas reaccionar con ira ante el crimen, pidiendo incluso la pena capital o cadena perpetua. Pero gracias a su sistema de justicia, está juzgando al responsable conforme a la ley, respetando sus derechos por graves que hayan sido los crímenes.
Por otro lado, en Honduras se materializó quizá la expresión más aberrante de la venganza colectiva. El odio, como quedé perplejo al constatar personalmente, hizo que incluso algunos se alegraran por la forma horrenda en que perecieron los presos de Comayagua, muchos de ellos en detención preventiva y sin condena.
Gran desafío el que tenemos, porque ¿qué político tendría éxito electoral ofreciendo el debido respeto a los derechos humanos de los presos y un sistema de justicia que, pese a nuestro natural sentido de defensa, aplique la ley y nada más? Al contrario, nuestros políticos propagan la visión de “buenos y malos”, y ganan votos ofreciendo la pena de muerte. Fallas de nuestro sistema de justicia como los genocidas impunes o el caso Siekavizza empeoran gravemente el desafío.
Debemos pensar y actuar más para mejorar efectivamente la justicia en Guatemala. Sólo así algún día, quizá, podamos aceptar que hasta el más cruel criminal tiene derechos, y que son las leyes y un sistema judicial efectivo y libre de corrupción los encargados de impartir justicia, dejando atrás la prevalencia de nuestro instinto de defensa y la frustración por la impunidad.
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