Anoche me dio por recordar a una mujer con la que salí cuando éramos jóvenes. Tuvimos una primera cita explosiva, enorme, de las que uno no puede describir sin que resulte algo opalescente, un tango bailado en un callejón.
Llegó por mí a casa en su auto negro, una máquina potente capaz de despegar como un avión pequeño. Me subí y fuimos a cenar. Era terriblemente guapa y me gastaba el tiempo en mirarla, en imaginar qué sería de mí cuando pudiera ponerle una mano encima.
Empezamos a hablar de clubes de jazz que podríamos visitar alguna vez. De viajes. Qué ilusos fuimos hablando de futuros. Ella y yo pertenecíamos a esta ciudad más que a ningún otro sitio. Siempre fuimos dos piras encendidas en medio de la noche en un camino hacia ninguna parte.
El mesero aceptó mi oferta para dejarnos en paz a cambio de unos billetes y ahí estábamos en el balcón de aquél restaurante que ahora está abandonado, besándonos por primera vez como si también fuera la última.
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Le di suficiente dinero al mesero para que regresara a casa en taxi. Luego decidimos marcharnos, otra vez en su auto, ella manejando. “Siempre traigo auto a las primeras citas”, dijo, “porque si los tipos me parecen pesados o aburridos, los dejo ahí”.
Ella quizá no lo sepa pero yo recuerdo esos detalles. También la recuerdo tomando el volante, como si quisiera morir esa misma noche. Pasamos una larga avenida llena de semáforos consecutivos, en calles muy cerradas donde no podías ver si venían carros o no. Era de madrugada y tan sólo había luces titilantes, amarillas y rojas.
¿Morirías hoy conmigo? Me preguntaba, mientras miraba pasar las calles por la ventana y sus ojos perdidos en el camino, con el pie acelerando a fondo. No respondía, porque entonces me daba igual cuándo morir y aquello me parecía un calco de la canción de los Smiths.
Quizá sí morimos esa vez. Yo tenía 24 y ella 23. Parecía como si cada paso que daba era determinante en la vida y sabía por primera vez con exactitud cuánto perdería jugando ese juego.
No sé si al final perdí. Supongo que no.
Aún no dejo de escribir sobre nuestros encuentros diez años después. Y de vez en cuando me da por pensar cuándo será que finalmente llegue la venganza del destino y me haga caer nuevamente fulminado, de rodillas, ante el esplendor de otra feroz mordida.
Bah. Ahí estaba yo, anoche, pensando en todo esto, fumando en el balcón del patio, mirando los otros apartamentos. Había ropa tendida en casi todos, especialmente en el que está al frente. Entonces también recordé qué significa vivir con alguien. Apartarse del mundo y compartir las pequeñas cosas, como las latas, la mesa, los entrepaños del clóset, la cama con la luz de la mesa encendida. Girar hacia un mismo destino. Tomar préstamos. Ceder el control del televisor.
Ese apartamento en particular parecía de una pareja feliz consigo misma. Tiene unas cortinas muy feas, que parecían llevar desde siempre ahí, impidiendo mirar el interior del apartamento siendo iluminado con una luz blanca que me daba sensación de solidez. Eso mismo: una familia que lleva ahí toda la vida.
Sentí una especie de nostalgia, mientras las bocanadas de humo se perdían en la noche fría cubierta de nubes que absorbían las luces de la ciudad. Sentí cómo empezaba a reducirse el mundo a ser un hombre que desde el balcón rememora sus victorias, sabiendo que han sido pocas, mínimas y también dolorosas, mientras las ve partir irremediablemente y sólo puede decirles adiós.
Quizá yo sea como esta ciudad. Quizá yo también haya cedido y me haya convertido en el mejor hijo de este lugar, en constante abandono, con el amor y el deseo cercenados por el azar, como si fuera una especie de sacrificio continuo para alimentar a la feroz bestia en la que habito.
El amor para mí había sido durante muchísimo tiempo, como poner la cabeza en una guillotina, dejando el control de la cuerda a sus manos. Ya sabemos qué pasó. Ahí estoy, sólo, mirando la ropa tendida de mis vecinos, recordando a una mujer que me ofreció morir con ella, enumerando cada detalle como si al escribirlo pudiera entender la magnitud del fuego y volverlo a recrear a placer.
Iba a ser una noche larga. Decidí que lo mejor era dormir. Me acosté y tuve un buen sueño: iba en un auto por un desierto y llegaba al mar. Como si me hubiera permitido una suerte de abandono. Al ver las olas, corría hacia ellas y me sumergía en un agua clarísima. Un banco de pequeños peces, luchaba contra la corriente y yo salía de aquella agua tibia renovado, como se sale de un bautizo.
Amaneció finalmente y fui a trabajar. Tuve un día normal en la oficina. Cuando regresé a casa, el sol de noviembre incendiaba las copas de los árboles, que se mecían con el viento bajo un cielo azul inmaculado.
Desde el comedor vi al apartamento de enfrente y me llevé una sorpresa. Ya no estaban las cortinas viejas. Es más: la sala parecía vacía. Salí al patio a buscar la ropa tendida, pero no encontré nada, salvo un grupo de niños corriendo entre los edificios fascinados por sus voces reverberadas gracias al eco. Bajé los cuatro pisos y me acerqué al edificio de enfrente, incrédulo. Estaban colocando una manta donde informaban que el apartamento estaba en alquiler.
Quizá no sea el único que está consumido por la ciudad, pensé y volví a casa a mirar el televisor. No pude con él. Me puse a leer un rato y recordé cuánto me gusta el silencio. Intenté pensar en los cientos de cosas que tengo pendientes, en estructurar mejor una novela, en enviar los cuentos a las revistas, qué se yo.
Mi vida es bastante entretenida. Quizá sólo me preocupaba mirar una y otra vez por la ventana, cómo una casa se deja en unas horas y todo aquello es un estallido de actos mínimos con consecuencias enormes. Esa pareja tenía un niño. Seguro le cambió el mundo. Quizá esté ahora desempacando, asustado, como yo lo estuve alguna vez, descifrando la manera en que habría de encajar.
Aunque quizá no encaje nunca. Salvo en esta ciudad que es ningún sitio; uno que deberías evitar a menos que quieras volver en cenizas.
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