Ahí estaba otra vez, frente a la misma carreta al lado del parque, donde una niña de unos siete años se las arregla en un asador con un cuchillo del tamaño de su brazo. El hombre que dirige el pequeño negocio, que presumo su padre, es un tipo bonachón, que reparte tortillas y café como si se tratara del buffet del fin del mundo.
Pasamos a comer siempre, como un pequeño ritual de la nada, uno de buscar la vida en los sitios donde está: donde la noche habla a través de los comensales, ataviados con sus uniformes de trabajo, de sus playeras de fútbol y de los perros mendigando los restos de una cena prodigiosa. Y siempre se nos entrega lo mismo, alguna historia, algún dato, una pista para armar el complicado rompecabezas de las ciudades pequeñas.
Esa noche regresé al hotel muy temprano. Me comenzaba una gripe que aún no termina de sanar y que me ha tenido en cama los últimos dos días mirando el televisor, como también lo hice en el hotel. Uno de esos sitios económicos con tarifa para viajero, que no es más que decir, algo que puede pagar usted, amigo asalariado.
Era la primera vez que me quedaba ahí. Me entusiasmó ver por la tarde una mesa donde un grupo de hombres jugaba al póquer, inmutables ante la llovizna que a veces se dejaba venir. A penas respondieron mi saludo cuando pasé halando la maleta hasta la habitación. Número ocho decía la llave de hierro forjado, al final del pasillo oscuro. Tenía premio: tres camas libres, de las cuales elegí la más grande.
Esa noche al regresar después de la cena, los hombres seguían jugando como si nada importara. De inmediato me hicieron recordar al barrio donde crecí. Esos infinitos juegos de cartas que libraban los vecinos, mi abuelo y su pandilla o los borrachos en las cantinas clandestinas donde te vendían licor muy barato y comida casera. Como una segunda casa abierta para ser el ocioso alcohólico que pretendían ser algunos.
Vi al vecino de habitación luchar con la cerradura. Era un hombre grande, redondo, de unos cuarenta años, con el pantalón muy por encima del ombligo y unas gafas que me hacían recordar las caras en los billetes viejos que llevaba en el pantalón. Lo saludé y respondió con una sonrisa. Debía ser un buen tipo.
Lo vi después cenando en el restaurante del hotel. Un pequeño local con el piso a cuadros, blanco y negro, con una decena de mesas vacías, salvo la del hombre, que comía en silencio frente al televisor. No sé por qué, pero me pareció ver cómo se desgranaba su soledad en el plato, que luego digería más por costumbre que por placer.
No lo volví a ver. Al otro día salimos a hacer más diligencias con los colegas y tuvimos que internarnos en esos caminos rurales llenos de vegetación y carentes de asfalto. Un reto manejar en ellos; con enormes charcos alimentados por las constantes lluvias y curvas muy cerradas, ausentes de señalización. Debíamos confiar en nuestra suerte y en la amabilidad de la gente que por ese sitio es mucha.
Anduvimos todo el día por esos parajes. Aquellas montañas arboladas, con los ríos naciéndoles generosamente hasta convertirse a veces en caídas caudalosas que parten el paisaje en dos, me parecen la referencia más cercana que tengo de un paraíso. Y en esos caminos por donde la pobreza es lo que se comparte, vi a muchos niños mirar el auto y saludar como si yo fuese un futuro inalcanzable. Algo que no deja de descomponerme.
Hasta acá no llegan los aviones con discursos ni sus bombas, esto es ya un territorio devastado. Tanta abundancia a la vista y no se tiene nada. Permanece con ellos el enorme silencio con el que manejan sus vidas.
La vida de campo es contemplativa, es una de mis anotaciones más constantes en cada viaje. Estos paisajes lo hacen a uno interiorizar. Inmerso en la majestuosidad de ese paisaje y de la resistencia silente de su gente, sólo puedo sentirme pequeño. Pero también con impulsos heróicos. Es quizá un enorme arraigo al sitio de donde viene la especie, esa invencible disposición de sobrevivir a los obstáculos que se le presentan.
A veces para darme una mejor perspectiva de las cosas pienso en esto: ya sobrevivimos a los dinosaurios, a las eras gélidas, a la peste bubónica, a los meteoritos, las guerras tribales, la edad media y sus torturas, vamos, que ahora sólo falta vencer el último obstáculo que es nuestro oscuro deseo de hacernos daño.
Ese que sólo busca subterfugios en los discursos, ese es el que hay que vencer. En esta brecha de violentas desigualdades donde unos esclavizan a otros y otros creen que la gente es sólo un escalón para acceder al poder, hay un puente enorme que ahora permanece invisible. Un puente hecho de concesiones que no estamos aún dispuestos a materializar.
Sigo viendo el camino, lleno de árboles, bajo un cielo enormemente azul. Hasta aquí no llegan las voces de quienes desde la comodidad teorizan sobre la miseria y luego lanzan sus ideas como si fuesen pelotas en un partido de ping pong. Hasta aquí no llega nada, salvo la constante repetición de una historia carente de sentido, donde vivir es una condena a la sobrevivencia.
Qué puedo decir sobre ello. No estoy dispuesto a predicar a los conversos. El asunto es más bien ético: que este lugar finalmente dé un salto al desarrollo; el verdadero desarrollo: que la gente tenga acceso a los servicios básicos y tenga un salario decente. Los problemas subsecuentes ya podremos resolverlos hablando. Cuando empecemos a ver lo que nos une y no lo que nos divide. Total, no sé si cuando predican su evangelio político piensan que el que disiente debe abandonar el país y que éste será algún día su reino homogéneo.
Bah. A veces temo que cuando regrese a Guatemala ciudad encontraré un muro como el que dividió Berlín. No estamos lejos de eso. Hay ya muchos muros así, imaginarios, hechos de racismo y prejuicios de lo más burdo. Quizá tan sea sólo un temor basado en algo que soñé en la habitación de ese hotel, donde hombres solitarios juegan a matar el tiempo en sus pequeñas rutinas enmohecidas.
El asunto es que el paisaje me obliga a interiorizar, en el asiento del auto, mientras miro las montañas formar un muro donde me siento resguardado. Me resultaría muy fácil quedarme aquí. Es como aquél poema de Jim Harrison en el que escribe acuartelado en los grandes parajes de Montana: “Ayer recibí una llamada del mundo exterior – Y dije no en un trueno – Yo fui un perro con la cadena corta – y ahora no tengo cadena alguna”.
Tengo razones para temerle al mundo exterior. La gente violenta que odia profesionalmente vive ahí. Pero eso no significa que no vaya a enfrentármele. Es un reto que ya asumí.
El auto se detiene tras un convoy de caballos cargados con brócoli. Hasta algunos sitios de esas montañas no llegan los caminos. A cargo de la caravana van dos hombres. El primero de ellos es un anciano al que me dirijo, sacando la cabeza por la ventana, pidiéndole permiso amablemente. El hombre contesta con una sonrisa y de inmediato apea los animales al lado del camino. El otro hombre permanece ajeno a nosotros, hasta que el anciano lo llama por su nombre.
Supuse que era su hijo. Al oír a su padre hizo lo mismo, orilló a los animales y luego volteó hacia nosotros. Era un muchacho a penas. Llevaba colgado del cuello un radio de transistores de donde salía una música que no logré distinguir. Me miró sonriente y entendí por qué tardó en responder: al parecer sufría un leve retraso mental. Su sonrisa inocente nos despidió.
Quizá me sentí un poco triste por todo. No lo sé. Pensé en un texto que leí hace poco, de Pablo Paredes, donde el primer verso revela un enorme golpe. Quizá la patria sea eso: Mucha emotividad y poca certeza de nuestro destino, porque inteligencia no hay. Mucho discurso y muy poco enfocarse en lo que importa.
A veces creo dejarme ganar por el fácil delirio que obliga a claudicar. Pero este camino hace mucho que no tiene vueltas en U. Sólo me queda seguir apostándolo todo al mañana. Porque es ahí donde vivirá mi hijo, y al ver su enorme corazón sé que será mejor que yo.
Más de este autor