Sacrificar un gallo era la ofrenda ritualista a realizar por la muerte de un inocente, una forma pública de mostrar el descontento por una acción injusta. Hay, por así decirlo, un eje paradigmático en Sócrates. Sus palabras finales son las siguientes: «Critón, le debemos un gallo a Asclepio, así que págaselo y no lo descuides». Es decir, hasta el final de su vida, Sócrates juega con las reglas que regían la vida ciudadana en la democracia griega. Sócrates ironizó las deidades de la ciudad durante toda su existencia terrenal, pero al final de su vida lo vemos tomando la precaución de cumplir con un ritual. ¿Qué es esto? ¿Alucinaciones producto del veneno al agonizar? No me parece. De hecho, las intoxicaciones por cicuta mantienen a las personas envenenadas en plenas facultades mentales hasta el final. Entonces, de forma deliberada y en pleno uso de facultades, ese que había dicho que la democracia en Atenas era un recinto de cerdos que solo procuraban comer, beber y follar muere sin generar un acto de ruptura frente al poder político que tanto criticó.
A mí, en lo personal, me parece que esta alegoría ejemplifica la vocación democrática perfecta. La clave para la lectura de este pasaje está en comprender que en principio Sócrates no detestaba la democracia ateniense (a diferencia de Platón). Detestaba, eso sí, los vicios concretos de quienes ostentaban cargos públicos, así como la banalidad y la ignorancia de la oclocracia. Pero la democracia, como el ser humano, tenía carácter de perfectibilidad.
Un error común entre quienes realizan ejercicios de análisis político o tienen alguna posibilidad de influir en la opinión pública es la de confundir los procesos institucionales con las decisiones puntuales y concretas de los actores políticos.
Hay entonces un apartado que en el estudio del outcome institucional debe referir al entorno de la cultura política. Y aunque los clásicos institucionalistas no son del todo fanáticos de esta vertiente, hay una cierta corroboración en el análisis comparado: contextos como Chile, Uruguay o Costa Rica ya eran democracias de fuerte carácter republicano y sentido civil mucho antes de las rupturas institucionales. Así pues, la reconstrucción institucional solo debía mirar al pasado.
Demos algunos ejemplos. Antes del golpe de 1973, la institucionalidad chilena era tan sólida y tenía tal sentido republicano que la decisión que le otorgó la victoria electoral a Allende fue una que previamente pasó por el Congreso chileno en razón de los escasos márgenes de diferencia entre el presidente electo y Alessandri. Y la decisión fue respetada por todas las fuerzas políticas hasta que la estructura militar entró en el mapa en 1973. Esa herencia de institucionalidad, me parece, es la responsable de influir incluso hoy en los actuales jóvenes comunistas chilenos, quienes deciden participar electoralmente a pesar de la injusticia del sistema binomimal implantado por la dictadura pinochetista para darles mayor representación en el Senado a los marcos urbanos de Santiago. ¿Qué habría pasado si Camila Vallejo hubiese decidido no participar hasta que el sistema binominal hubiese sido abolido? Y, como lo hemos apuntado ya en otra columna, los comunistas chilenos y el resto de la izquierda participaron y se unieron para eliminar la herencia más palpable de la dictadura.
Hablemos de Uruguay, ya que el tema es de actualidad en Guatemala. Entre las cosas que se pueden aprender de Mujica respecto a lo que vive Guatemala figura que el expresidente uruguayo haya decidido participar en política incluso cuando esa decisión fue vista por los duros de la guerrilla tupamara como traición y pacto con el sistema. Incluso decidió participar en política cuando el mismo sistema uruguayo postransición había establecido el balotaje para evitar que una izquierda acrecentada ganara en primera ronda. Aun así decidió participar. ¿Qué habría pasado si Mujica hubiera regresado a la trinchera para pedir que se eliminara la segunda vuelta y entonces participar?
Creo que estamos en un parteaguas de la política comparada y de la filosofía política.
Cuando la democracia formal de partidos no se percibe como esencial porque en efecto sus resultados son pocos, entonces el acto simbólico de la transición que instaura las elecciones consecutivas y la no interrupción del mandato presidencial como dogmas fundamentales de la democracia no es otra cosa que una nota al pie de página. Y cuando la democracia formal de partidos se caracteriza por los vicios personalistas, el desencanto puede remitir a categorizar teóricamente desde una posición en la cual la democracia, los pactos, las concesiones y el mismo acto de participar no son otra cosa que prolongaciones de un sistema considerado como ilegítimo. Pareciera entonces que nos abrimos grosso modo a una disyuntiva de posiciones entre la socialdemocracia y la visión clásica marxista del Estado. En suma, o todas las instituciones políticas son reflejo de dominación ilegítima, o la democracia puede ser instrumento para llegar a las metas de la sociedad sin clases.
La democracia guatemalteca postransición ha producido un híbrido muy interesante de estudiar. A 30 años del retorno hay un argumento que resucita: primero hagamos el overhaul y luego, cuando estemos listos para manejar, devolvamos el carro. Lo anterior, dicho sea de paso, fue el argumento de las dictaduras militares, de la derecha anticomunista y de los neoliberales en los años 1990. Incluso en plena etapa postransición las posiciones de derecha en América Latina admiraban las reformas de Estado (el acto de limpiar la casa) articuladas por autoritarismos democráticos como el de Salinas de Gortari, el de Fujimori y posteriormente el de Uribe. En contrapeso, en esa época, los demócratas argumentaban que, aunque la democracia fuera imperfecta, era preferible reformar en democracia que reformar fuera de ella.
El reto sigue siendo reformar el sistema jugando en la misma democracia, aunque esta a veces no dé lo mejor de sí.
Lo que suceda en Guatemala abrirá un nuevo campo de contraste para los politólogos.
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